El pasado más reciente de una pasión con historia. La historia del Club Atlético Boca Juniors es muy rica en muchos deportes pero siempre el fútbol se lleva toda la atención. La materia prima histórica obliga a estar a la altura a cualquiera que emprenda la tarea de hacer un documental sobre el club porque hay más de un siglo de acontecimientos deportivos para hacer foco. El recorte de Boca Juniors 3D: La Película está hecho sobre la etapa moderna, es así que el primero de los episodios retratados es la final de la Copa Libertadores del 2000, un suceso que marcó el regreso internacional de Boca luego de un par de décadas de sequía. El comienzo emotivo y bien fotografiado por Matías Mesa y Sebastián Zayas arranca por el barrio de La Boca a modo de subjetiva en un camino que termina en la Bombonera, el templo mítico xeneize. El hilo conductor del relato es un memorioso hincha de Boca que da pie a todos los momentos importantes, sin embargo el histrionismo del actor genera un efecto adverso para la propia estrategia conmovedora/ efectista. No hay testimonios que escapen de otros que podemos encontrar en productos del mismo estilo en canales deportivos (no por nada Fox Sports aparece como una de las productoras de esta película) y para peor algunas imágenes, no tan antiguas, aparecen con cierta calidad dudosa. Tratándose de un recorte, es entendible la ausencia de ciertos nombres pero resulta inadmisible que figuras gloriosas de la historia de Boca como Carlos Bianchi, Juan Román Riquelme (solo se tomaron algunas declaraciones de archivo), Sebastián Battaglia (no aparece ni un solo cuadro de este jugador, el más ganador de toda la historia del club), Blas Armando Giunta, el tridente multicampeón colombiano (Bermúdez, Córdoba y Serna), Sergio “Manteca” Martínez (solo mencionado por Alberto Márcico), Alfio Basile y muchos otros, no aparezcan más que por la mención de otros entrevistados. También resulta inexplicable, al menos desde la historia dura del club, que Mauricio Macri tenga tantos minutos en cámara como si se tratara de una figura deportiva de Boca, habiendo sido presidente de la institución en épocas negras y que solo transcendió su nombre por la llegada de Carlos Bianchi; para peor en un momento hasta justifica la contratación de todos los DT que se fueron sin obtener títulos, obviando incluso a algunos como La Volpe, quienes dejaron al club en el peor de los desastres. La no inclusión de periodistas calificados también baja el nivel del documental, ya que los testimonios de algunos de ellos hubieran aportado esa cuota de distancia sobre la pasión y la euforia desmesurada de los hinchas y los que vistieron la casaca azul y oro. Las breves apariciones de viejas glorias como Silvio Marzolini, Rubén “Chapa” Suñé y Antonio Rattín, este último con anécdotas más propias de otro club, tratan de revestir una falsa amplitud de registro sobre la historia de Boca, que tan solo se queda en un intento flojo. Boca Juniors 3D: La Película (formato injustificado por lo que se ve durante las casi dos horas) no cumple satisfactoriamente en proporción a una historia rica en sucesos, y solo parece conformarse con el registro de los últimos veinte años. Es un documental que puede resultar nostálgico para los que vivieron la etapa dorada de Bianchi, de historia reciente para los adolescentes y algo injusto para los mayores que experimentaron gran parte del siglo -y monedas- del Club Atlético Boca Juniors. Un producto agridulce para los hinchas más exigentes.
Golpes básicos. En El Justiciero (2014), el director Antoine Fuqua se plegaba al mini fenómeno del resurgimiento del thriller centrado en un héroe que se involucra en la lucha contra poderosos simplemente por principios: ayudar a los más débiles, lo mismo sucedía con la gran Jack Reacher, del tándem Tom Cruise/ Christopher McQuarrie. Fuqua recurría a una vieja fórmula pero le imprimía esa cuota de frescura narrativa apoyada en la figura de un veterano de la buena acción como Denzel Washington. Aquí el director de Día de Entrenamiento más que apoyarse se recuesta en los estereotipos del cine de boxeo, el cual lejos de ser un género basado en lo deportivo se ubica más dentro de una atmósfera épica sobre ascenso, caída y redención (prácticamente siempre en ese orden, al menos desde Rocky para adelante). Jake Gyllenhaal es Billy Hope, un boxeador que ha hecho numerosas defensas de su título mundial. Tiene una esposa (Rachel McAdams), una hija y todo lo que un deportista famoso posee: casa, autos de lujo y demás. Su arrogancia arriba del ring es indirectamente proporcional al sentido común en su carrera profesional, para ello necesita de la asistencia de su mujer, la que lo ubica en la realidad de sus próximos movimientos. Para sumarle más lugares comunes, está el manager chupasangre, interpretado por Curtis “50 Cent” Jackson (una suerte de Rey Midas del mundo bizarro), quien alimenta su ego con comida chatarra. Hacia el final del primer acto viene el acontecimiento dramático, un golpe bajo que también parece ser propio de este tipo de cine como una variable imprescindible para cumplir con las tres instancias mencionadas de este género. A una distancia abismal de tener la estructura sutil de Rocky, película que en su guión abrazaba además el contexto del protagonista sin exponerlo de manera grosera en un primer plano de la acción, Revancha va para el frente siempre como el personaje de Billy: “golpe por golpe”, sin medir las consecuencias. Hacia la segunda mitad aparece otro personaje en busca de redención, un entrenador de Brooklyn al que el protagonista recurre para levantar su carrera y volver a los primeros planos pero especialmente para recuperar a su hija, en manos de los servicios infantiles. Sí, esa parte del tránsito del boxeador a la deriva es cubierta y es su único motor-objetivo, por eso es que nunca se escapa de lo lacrimógeno y poco se hace hincapié en el deporte, incluso en el espectáculo que resulta ser el box, a pesar de su actualidad errante en los primeros planos. Fuqua acentúa aún más su irregularidad por su falta de elegancia en los matices y por carecer de un estilo que atraviese los géneros. Tan solo se destaca el esfuerzo de Jake Gyllenhaal, el cual sorprende ya que el año pasado en la increíble Primicia Mortal se lo veía en la mitad del peso que exhibe en esta película algo simplista, que nunca decide con firmeza desmarcarse de la mediocridad o al menos inocularle al género cierta inventiva.
Un viaje etnográfico (y prismático) a la vida de Nick Cave. Docudrama, documental con pecas de ficción, un documental o una ficción. Todo eso es este experimento sobre Nick Cave, quien aporta su cuerpo, alma y voz (especialmente en off) en este recorrido recortado sobre su devenir, en el momento que cumple 20.000 días de vida. Este día particular incluye una suerte de sesión psicológica, una charla con Warren Ellis (su más fiel ladero musical, miembro de los Bad Seeds y hombre de historietas) y un puñado de viajes en auto, en el que el músico hace de chofer de “fantasmas de navidades pasadas”, entre ellos Kylie Minogue (una de sus ex parejas) y el gran actor Ray Winstone. 20.000 Días en la Tierra es un visionado prismático, esquizofrénico y preciosista sobre vida y obra de este músico australiano, que mecha pequeñas pinceladas de vida privada (el grito al unísono de Cave y sus hijos de “Say hello to my little friend” mientras ven Caracortada). En el medio nos deleitamos con anécdotas de su padre leyéndole un capítulo de Lolita de Nabokov, otras de cómo el propio Cave conoció a Nina Simone y algunas más punk, por ejemplo de cómo se conocieron con Mick Harvey (otro pilar de los Bad Seeds). Este proyecto del dúo Forsyth y Pollard no deja de embellecer con sus composiciones -a través de planos generales- la ciudad inglesa de Brighton, que opera como refugio del músico y su familia. 20.000 Días en la Tierra es un experimento que rompe el molde del documental de rock (ya sea de una gira o de un muestreo de la vida cotidiana), y como resultado deja los restos de un Nick Cave comprometido a exponerse totalmente, algo, poco y -a veces- nada… o en otros binarismos como la cotidianeidad más mundana y la filosofía más profunda. Todo al mismo tiempo aparece yuxtapuesto, sin embargo esta simultaneidad de dimensiones, por este carácter prismático de la película, permite que el espectador elija el cristal para mirarlo.
Fórmula catódica. El arranque de este reboot de Los 4 Fantásticos promete direccionarse hacia nuevos rumbos, en comparación con las dos películas anteriores de estos personajes de la factoría Marvel. La amistad, la adolescencia curiosa y las ideas sobre cambiar el mundo parecen conformar un cóctel narrativo, pero el director Josh Trank (Poder sin Límites) nivela para abajo al encapsular la historia de Reed (Miles Teller, de Whiplash), un estudiante de último año de secundaria reclutado por una organización científica luego de que, en una feria de ciencias escolar, parece haber esbozado una máquina que transporta materia a otra dimensión. En ese lugar hace pareja de investigación con Sue (Kate Mara), a los que se les suman un joven científico de cierto prontuario rebelde, Victor Van Doom (Toby Kebbell) y Johnny Storm (Michael B. Jordan), el hijo del Dr. Storm, el líder de esta ambiciosa empresa que tiene -por supuesto, dentro del esquema hollywoodense- intereses militares. A diferencia de otras películas de superhéroes que trabajan una “foja cero” de la historia, en este intento de Fox por revitalizar una de las sagas de comics superheroicos se presenta un grado cero demasiado arraigado a las convenciones televisivas de estos tiempos (ver las transposiciones de DC como Flash o Arrow, incluso Daredevil de la propia Marvel), que estiran la cocción de sus personajes; es decir, se hace foco en las transformaciones de hombres y mujeres ordinarios en superhéroes. En esta oportunidad, la fórmula no funciona por abusar de los procedimientos fotográficos de la TV en el uso de los planos y por presentar diálogos más preocupados por la transmisión de datos para el espectador más desprevenido que por hilar dramáticamente una historia. Ni siquiera se genera una simbiosis entre Miles Teller y Kate Mara, una apuesta previa en función de la cual se podía aspirar a una renovación, esta vez efectiva, de esta franquicia. Mientras que en Poder sin Límites el director Josh Trank jugaba a mostrar a sus personajes en un mundo que les era ajeno, acá sus criaturas son las que parecen distanciarse de él, como si fueran más una propiedad del estudio que produce la película. Así es que este reboot destila demasiada lógica y poca inventiva, la cual apenas se asoma hacia el final, y deja entrever que podría haberse tratado, al menos, de una buena película clase B. Un intento fallido parado en medio de la calle, un verdadero híbrido que peca de claridad ideológica, en términos cinematográficos. La sensación final es de haber visto un trailer de noventa minutos o un piloto de una serie, un verdadero llamado de atención para el cine ya que la invasión catódica de superhéroes puede haber comenzado con esta película.
El círculo pendular. Matías Piñeiro es una rara avis dentro del puñado de directores surgidos post Nuevo Cine Argentino, sus motivaciones no pueden etiquetarse dentro de alguna urgencia que direcciona el interés de sus colegas contemporáneos. La Princesa de Francia viene a cerrar una trilogía compuesta por el mediometraje Rosalinda y el largo Viola, en los que los textos y referencias al universo shakespeariano marcan la principal cualidad de la filmografía del director radicado en Nueva York: en la primera llevaba adelante una relectura de fragmentos de Como Gustéis y en la segunda de Noche de Reyes, dos de las comedias más populares del autor inglés. Piñeiro trabaja con una troupe y por ello recurre nuevamente al séquito de actrices de sus films previos, pero la gran diferencia aquí es la presencia de un protagonista masculino que circunda a los personajes femeninos. Víctor (Julián Larquier Tellarini) es un joven director teatral que regresa de México después de un año y se reencuentra con un grupo de actrices, todas ellas -en menor o mayor medida- pertenecen a su escenario sentimental. Su novia (Agustina Muñoz), quien lo esperó durante el tiempo de ausencia, Ana (María Villar) su amante, Natalia (Romina Paula) su ex, Lorena (Laura Paredes) una integrante de la troupe interesada en él, y Carla (Elisa Carricajo) un potencial futuro amor: las cinco actrices integran el nuevo proyecto de Víctor, el cual pasa por grabar un piloto de radioteatro sobre Trabajo de Amor Perdido, obra que ya representaron. El plano secuencia -con el que se inicia la película- de la cancha de fútbol 5, con la cámara apuntando hacia abajo, es la puerta de un entramado estético sofisticado, dentro del cual Piñeiro incluye una oscilación hacia lo popular, en cierta forma filiándose a la ideología shakespeariana de plantear una convivencia de lo mundano y lo culto en una misma dimensión. Esta recurrencia se trabaja en base a un engranaje preciso de situaciones dramáticas, citas (las pinturas de William Bouguereau en la escena del Museo Nacional de Bellas Artes) y música (el uso de sinfonías de Robert Schumann) que se ajustan al espíritu lúdico de Piñeiro, otro de los motivos aparecidos en sus films anteriores. En La Princesa de Francia éstos se resignifican al invertir las situaciones que atraviesan los personajes de la obra de Shakespeare. El placer estético pendular de ir de lo sofisticado a lo estrictamente popular también se observa en el uso retórico de las herramientas formales, en el empleo de la fotografía (nuevamente un triunfo de Fernando Lockett). La Princesa de Francia es una nueva experimentación de Piñeiro, un director que en este tercer estadio de sus variaciones sobre Shakespeare sube la apuesta a una narrativa más enrevesada y a un tratamiento estético que ya define su estilo como un autor singular, una auténtica isla en la geografía del cine argentino.
El jugador. La quinta entrega de una saga presupone que en ella se verán signos de agotamiento o al menos algún síntoma de recurrencias que surgen automáticamente; es decir, que no se asoman como recurso. Bueno, nada de eso sucede en Misión Imposible 5: Nación Secreta porque Tom Cruise es -antes que un intérprete- un productor inteligente que se amolda a cualquier actualidad del cine blockbuster pero sin ser condescendiente con él, así es que el director de esta película es Christopher McQuarrie, con quien ya había hecho Jack Reacher, un thriller físico que exponía al actor en su fase más danzarina, mostrándolo en su tope de gracilidad en todo el uso de su cuerpo. McQuarrie no apuesta exclusivamente a esta virtud de Cruise, sino que retrocede en la cronología de la saga para anclarse en sus albores, en hace casi dos décadas cuando Brian De Palma hizo una del Hitchcock más exuberante, sin desentenderse de una narrativa enrevesada que cambiaba a sus personajes de bando y con los motivos del suspenso más clásico: el falso culpable, el muerto que “revive”, etc. Las vigas estructurales de toda la historia se despliegan, también, como otro lazo que se extiende con el nacimiento de esta franquicia. Así como De Palma planteaba una suerte de clímax bien alto en la primera secuencia de acción, McQuarrie pone al héroe en los primeros minutos a hacer la pirueta más riesgosa (también lo fue para el propio Cruise) y de mayor tensión de la película, porque lo que más importa es la trama de espías en comparación con la fastuosidad pirotécnica que mostraron J.J. Abrams en la tercera parte y en mayor medida John Woo en la segunda. La inmediata secuencia de acción que tiene lugar en la Opera Estatal de Viena, exhala elegancia y un manejo de los tiempos a contra corriente del género, el cual necesita redoblar la apuesta con respecto a la anterior; incluso la saga 007 se ha adosado a la espectacularidad de una falsa modernidad que, incluso, expone los hilos de esas construcciones extraordinarias. También la secuencia, en términos dramáticos, es el acontecimiento disparador de una revolución, a partir de hechos violentos que pueden cambiar el mundo, todo comandado por una organización secreta llamada el Sindicato. Ethan Hunt y otros miembros de la desaparecida IMF buscarán probar, en primer lugar, su existencia y también impedir que cumplan el objetivo de un caos mundial nunca antes visto. La tercera secuencia devuelve esa claustrofobia de la famosa escena en la que Hunt irrumpía en una oficina de la CIA, aquí la variable que se suma es la de un tiempo límite. El último acto es el que más transparencia expone en su filiación con el cine hitchcockiano porque aparecen estos motivos mencionados sobre personajes que -en apariencia- transitan el bien y el mal sin fronteras, en una suerte de doble carril y también porque se pliega -por carácter transitivo- el cine depalmiano de la etapa más noventosa, es decir el más cínico y obsesionado por la traición. Sin renegar de sus secuelas, Misión Imposible 5: Nación Secreta traza alguna cita con su eslabón anterior y hasta se anima a hacer una lectura meta sobre el universo de estas series de películas y también del personaje de Ethan Hunt. McQuarrie aporta otra dimensión, la que desatará la mayor polémica: una reflexión paródica sobre la agencia de inteligencia MI6 (a la que pertenece James Bond) y por extensión al cine de espías ingleses. La escena en la que se lo representa al Primer Ministro inglés en una interpretación casi payasesca también oxigena, aquí con humor, una saga que al igual que Hunt -ya ni hace falta decir que es el álter ego más cabal de Tom Cruise- gusta de apostar y jugar sin temores.
Invasión de fórmula conservadora. Pixeles es ante todo una película de Adam Sandler, en el sentido más estilístico posible, lo cual comprende rasgos positivos y negativos, aunque en los últimos años la balanza de su cine se ha inclinado hacia la pobreza inventiva y viciosa de su humor. En sintonía a su descenso, apareció Kevin James con quien hizo varias películas, e incluso Sandler le produjo el díptico de Paul Blart, una suerte de variación de Duro de Matar en clave absurda. Ambos son espejos del otro, no hay nunca un contrapunto en ninguna de las películas; más bien una repetición de chistes sobre la gordura y la estupidez de los personajes encarnados por James, como si el actor de Billy Madison necesitara -más que un sidekick- un blanco para tirar sus chistes más básicos. En esta nueva película de Chris Columbus (Mi Pobre Angelito), una capsula es enviada en 1982 al espacio exterior con videojuegos, entre otros ejemplos de la cultura pop, la cual es interceptada por unos extraterrestres que malinterpretan el mensaje como una declaración de guerra. La respuesta es una invasión tangible de personajes de esos juegos, entre ellos Centipede, PacMan y Donkey Kong. Los guionistas Tim Herlihy (Happy Gilmore) y Timothy Dowling (Role Models) toman la estructura narrativa del sorteo de niveles para llevar la historia a los tumbos, que lejos de descansar en los chistes gastados de Sandler se enreda en sus propias barreras, limitadoras de un vuelo mayor en este intento de empatar dos lenguajes que comparten rasgos, recurrencias y hasta premisas. Ni siquiera aparece la desfachatez de las películas noventosas de Sandler, en las que los verosímiles se flexibilizaban (y hasta se rompían) para dar lugar al absurdo más puro, lúdico y deforme. Esa desfachatez, en la actualidad del actor, se desplazó hacia el patetismo y a la comodidad de ese colchón de referencias (una de las marcas de sus películas), las que antes representaban una conexión lúdica y que ahora no son más que marcas nostálgicas vacuas. Ni siquiera las participaciones de Peter Dinklage (Game of Thrones) o de Michelle Monaghan (como la “Sandler girl” de turno) logran surcar esta conservadora unión entre cine y videojuegos, reposada en la formula narrativa de un lenguaje que solo persigue un objetivo, el cual es ganar y sortear todos los niveles; mucho menos puede sostener al tridente actoral de Sandler, James y Josh Gad (un papel que pedía a gritos la interpretación de Jonah Hill). El cruce mencionado entre juegos clásicos -los cuales funcionaban a través de un patrón matemático- y juegos actuales -en los que la semejanza con lo real es casi mimética- solo es funcional para ponerle el rulo al acto final. Resulta decepcionante que Pixeles escape del espíritu lúdico y se escude en la racionalidad de las fórmulas, solamente en los créditos con una representación en 8 bits de toda la historia -a modo de síntesis- se ven destellos de esa posibilidad perdida de alinear al cine con el videojuego: lamentablemente esta idea sale por el reverso ya que de manera subliminal pareciera decir que la película no tiene una mínima razón de ser, porque debió ser un videojuego nostálgico y nada más.
Alta comedia. Marvel, después de años de comodidad en la transposición de sus obras historietísticas, se encontró frente a una pared de sus propias configuraciones estéticas que le impedía acceder a otro nivel, porque en Los Vengadores: Era de Ultrón sus partes unidas ya no funcionaban en términos novedosos ni tampoco por una simple operación aditiva de sus superhéroes, ya archiconocidos y esperados por el público. Ant-Man: El Hombre Hormiga, la segunda apuesta de la temporada, viene a resetear el aparato del estudio para direccionarlo hacia la comedia, un género en el que se ha reposado en Guardianes de la Galaxia (probablemente la mejor película de Marvel) y en el perfil de su Mickey Mouse: Tony Stark/ Iron Man. Los artífices de esta empresa son los guionistas Adam McKay (El Reportero), Joe Cornish (Hot Fuzz), Edgar Wright (quien originalmente iba a ser el director) y Paul Rudd, el verdadero corazón de esta historia sobre un ladrón perdedor recién salido de la cárcel con un solo objetivo: reencontrarse con su pequeña hija. Lejos de encajar en el sistema su única salida es la de extender su curriculum delictivo. Por el otro lado de la historia está el clásico científico marveliano, aquí el Dr. Pym en la piel de la mejor versión de Michael Douglas, que descubre una fórmula para empequeñecer a un humano al tamaño de una hormiga. Rápido de reflejos, decide esconder este secreto, ya que el fin -primero de S.H.I.E.L.D. como se ve en el prólogo y luego de su antiguamente protegido Dr. Cross (Corey Stoll)- sería estrictamente militar. Los caminos de Lang y del Dr. Pym se cruzan en pos de evitar que la fórmula caiga en manos equivocadas, allí se mezclan las citas a otros mundos de Marvel: Hydra, la mencionada agencia S.H.I.E.L.D. y hasta la aparición de un Vengador. El combustible de Ant-Man es un ritmo de comedia que avanza a velocidad de sit-com pero con una inventiva más sofisticada, sustanciada en el oficio de Paul Rudd en el género y en el elenco que lo cobija, especialmente la dupla de Michael Peña y David Dastmalchian. Sin embargo Evangeline Lilly -como la hija de Pym- no tiene nunca en toda la película su momento deslumbrante, así y todo logra brillar en las escenas del entrenamiento. Ant-Man es también una película de acción, que aprovecha el dispositivo visual del mundo engrandecido a partir de la conversión del protagonista a un tamaño casi imperceptible y de vuelta a su versión normal. La antítesis de esta transformación es aprovechada por una cámara que explota los anchos y los largos de esos mundos, que pueden ser alfombras, caños, piscinas y cualquier pequeño espacio reconvertido en un peligro para Scott Lang. Marvel definitivamente salva su año cinematográfico gracias a la ejecución de una comedia casi pura salpicada por la acción más clásica, y también por la unión con otros mundos de este universo transpositivo. El molde prefabricado del camino del héroe pasa aquí por el tamiz de un género relegado, hoy en día más por prejuicio que por falta de exponentes e intérpretes. En esta particularidad Ant-Man se destaca y se ubica cómodamente en el plano de la autoconsciencia más libre y de una distancia considerable del “deber ser” del cine de superhéroes más conservador y lavado, rasgo evidenciado en Los Vengadores: Era de Ultrón y en Thor: Un Mundo Oscuro, no por nada las dos películas más fallidas del estudio.
Adolescencia genérica. John Green es hoy por hoy el Stephen King de la llamada literatura young adult: sus libros se venden en cantidades industriales y los estudios de cine se pelean por sus derechos para futuras transposiciones a la pantalla grande. Ciudades de Papel toma distancia de Bajo la Misma Estrella (éxito gigantesco tanto en venta de libros como de entradas para su versión cinematográfica), porque se enfoca en relaciones algo menos forzadas y más incorporadas al imaginario sobre la cotidianeidad del adolescente medio estadounidense, sumado a un contexto extemporáneo buscado voluntariamente. Sin embargo, la mirada y el interés de Green sobre el destino y el azar se establece desde el principio con la voz en off de Quentin (Nat Wolff), quien esboza una teoría laxa sobre las probabilidades de que cada ser humano sea el protagonista de un hecho milagroso como ganar la lotería, casarse con la reina de Inglaterra y otros ejemplos que menciona. Quentin se enamora de Margo (Cara Delevingne) apenas la ve. Inevitablemente, por vivir ambos uno enfrente del otro, se hacen amigos pero con el correr de los años ella adquiere una fascinación por vivir sin planes y disfrutar del momento. Luego de un tiempo, Margo recurre a Quentin y le hace vivir una noche de situaciones extraordinarias (al menos para su mundo), y a la mañana siguiente ella desaparece. Comienza el misterio, del cual él recoge el guante para iniciar una investigación con la colaboración de sus mejores amigos. La historia se encabalga sobre los rasgos más característicos del indie comercial: planos observacionales, música suave con sintetizadores y mucha filosofía espontánea. También se percibe una filiación, inevitable, con el “coming of age” pero ni John Green ni el director Jake Schreier (Un Amigo para Frank) son John Hughes: sus lecturas sobre el comportamiento adolescente carecen de particularidades, más bien se inscriben en una estructura bastante genérica, casi de publicidad de gaseosas. Muchas veces se ha dicho -y nunca está de más decirlo- que más importante es cómo se cuenta una historia que la historia en sí, y en Ciudades de Papel la estrategia es personalizar poco, generalizar mucho y ofrecer metáforas bien empalagosas sobre un existencialismo pop, la más evidente de ellas es la que atraviesa toda la narración, la que refiere al título. Ni siquiera las actuaciones de Austin Abrams (promesa de actor de comedia nato) y Justice Smith -en los roles de los amigos de Quentin- logran compensar el carácter insulso que desborda la pareja protagónica de Nat Wolff y Cara Delevingne. Ciudades de Papel se ubica, sin matices, en la columna de los films que generan indiferencia porque tampoco hay rasgos culturales, generacionales o de época que marquen a esta película, lo que hace que todo sea todavía más abstracto o incluso parte de una necedad para retratar, de manera singular, un período de la vida tan trascendente como es el pasaje a la adultez.
Un mundo feliz. La historia de los Anconetani resulta fascinante, incluso antes de ver este documental del dúo Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, porque la primera fábrica y taller de acordeones de Latinoamérica (que funciona desde 1918 a la fecha) es, en realidad, la puerta de acceso a un mundo mucho más cercano que el del instrumento. Giovanni Anconetani llegó de Ancona (Italia) en 1918, compró una carpintería en Guevara 488 (hoy barrio de Chacarita, en la Ciudad de Buenos Aires) y estableció con el tiempo lo que se conoce como la primera fábrica y taller de acordeones de Sudamérica. Los primeros instrumentos los hacía traer de su Italia natal, sin embargo a los pocos años empezó él mismo a fabricar los acordeones e incluso a arreglar a aquellos que le acercaban a su casa- taller. Todos sus hijos heredaron la pasión y el amor por la música a través del acordeón, pero también por extender el oficio familiar. Nazareno (uno de los hijos de Giovanni) mantuvo el lugar vivo hasta el momento de su muerte en agosto de 2013 a los 91 años. Hoy la casa del barrio de Chacarita está convertida en museo: ya no se fabrican acordeones aunque sí -gracias a los nietos y bisnietos de Nazareno- se mantiene el servicio de taller para la reparación de esos instrumentos. Nazareno trabaja en un ambiente en el que suena Gardel desde un disco de 78 RPM, acompañado de sus gatos y de otros familiares que pasan desapercibidos. Su hogar es un espacio detenido en el tiempo: la disposición de esas casas llamadas “tipo chorizo”, el comedor con paredes descascaradas en las que cuelgan retratos de Giovanni y fotos de su esposa, la madre de Nazareno (imperdible la anécdota que cuenta sobre su “resurrección” en una gata), y esa “italianidad” generalizada que atraviesa la pantalla. Nazareno muestra un perfil de anciano entrañable, portador de mil y un anécdotas y de una filosofía popular sobre la honestidad, aunque no en el sentido de un binarismo sobre valores actuales sino una honestidad relacionada con la construcción de un propósito de genuinidad. Las apariciones de Raúl Barboza (enorme acordeonista correntino de mayor reconocimiento en el exterior) y del Chango Spasiuk se enaltecen en la pleitesía al legendario Nazareno y -principalmente- en el relato de su primera vez en el taller (ambos recaen, por ejemplo, en las escaleras que conducen al taller, las que simbolizan un privilegio adquirido). Anconetani es una película rebosante de luminosidad, de nostalgia y de una alegría particular. Despojada de todo cinismo y a contracorriente del cine más urgente, se ubica entre las gratas sorpresas dentro de una marejada de documentales que perecen antes de la cuenta y siempre en la tristeza de una sola sala, el Cine Gamount de la Ciudad de Buenos Aires. La palabra tristeza es precisamente una que se ubica en las antípodas del mundo de Nazareno Anconetani, un hombre que ha forjado su camino sin traicionarse y sin exponer más que su corazón a un oficio durante casi un siglo.