Reencuentro con la patria. El documental de Ivo Aichenbaum es en primera persona porque cuenta su historia: la de un viaje a Israel para reencontrarse con su padre, un argentino que participó en la Revolución Sandinista como médico y dejó nuevamente su país en el 2001 para instalarse en la “madre patria”. El sustrato personal se agrava por la voz en off de Ivo que siempre está presente, que nunca se desapega del relato, uno que es narrado desde un presente distinto al que vemos en las imágenes. El viaje a Israel es el que determina el tono de crónica, el cual se enfatiza desde esos primeros minutos que introducen la historia de su padre en tierras nicaragüenses. Lo que debería ser el vector más fuerte -la búsqueda del padre- es el que menos fuerza cobra en el discurrir de un viaje grupal que Ivo comparte con otros jóvenes, igual que él, visitantes por primera vez en la tierra de sus orígenes. Los fragmentos en el museo de la Shoa o en el Muro de los Lamentos no cobran el espesor turístico ni tampoco el trágico, que servirían en bandeja los puntos más lacrimógenos para muchos documentales. En definitiva, la pulsión de Ivo es el recorrido del camino y no su final, muchas de sus preguntas acerca de su padre surgen in situ, no hay un plan más que el de transitar: el punto central de la indecisión se da con el planteo “no sé qué hacer con un padre”. Las preguntas que aparentan una crítica socavada a las acciones paternas son en realidad más una curiosidad, una expresión en voz alta que por forma resulta decepcionante pero que representa en realidad la falta de respuesta tajante a esos interrogantes iniciales. Israel, además del tinte gris que pinta la voz en off y la temática, es registrada en sus tonalidades más pálidas, siempre parece estar por llover o por caer una tormenta, a pesar de que -como explica una coordinadora en un pasaje del film- allí lluevan en promedio menos milímetros que en el desierto. La eficacia de Ivo para adentrarse y tomar distancia -por más contradictorio que suene- es la fortaleza de su documental personal y de observación: en esa antítesis se ubica el corazón de este trabajo, crónica y huella indicial de un recorrido inconmensurable en muchos sentidos.
El regreso. Intensamente viene a dar la cara por Pixar, un estudio que atravesaba su crisis creativa más profunda desde su nacimiento: lejos de sus obras más logradas se disponía a duplicar aquellas menos interesantes (el caso de Cars 2). El riesgo de abordar temáticas que se alejan de los animales que hablan o de aventuras extraordinarias, es el rasgo que mejor se adecúa y que sobresale en esta historia sobre el funcionamiento sensible de Riley, una niña de 11 años. Para doblar la apuesta, casi toda la película se desarrolla dentro de su cabeza, en la que habitan cinco personajes representativos de diferentes emociones: Alegría, Tristeza, Desagrado, Furia y Temor. Alegría es la que dirige el funcionamiento, o al menos lo intenta ante las otras cuatro emociones, siempre a la orden del día para sopesar el idealismo de felicidad absoluta. Su trabajo es manejar las bolas de los recuerdos, las cuales motorizan el estado de ánimo de Riley y se envían al inconsciente para formar el engranaje de su sistema emocional. Hacía allí van a parar accidentalmente Alegría y Tristeza, absorbidas por el tubo de las bolas, así ambas deben regresar al centro de mando antes de que Riley colapse. La principal atracción de Intensamente emerge en el segundo acto cuando se despliega el barroquismo de los diferentes espacios mentales: recuerdos de infancia, familia, juegos y hasta uno de representación abstracta (un homenaje al gran Chuck Jones). En ese viaje de regreso ambas se topan con el amigo imaginario de la infancia de Riley, un elefante rosado con rasgos de otros animales; el principal nexo entre ambas y el mundo inocente de la niña. Las evocaciones como operación de la memoria constituyen la estructura de la película, simbolizadas por las bolas que están bajo la guarda de Alegría y que debe mantener lejos del contacto de Tristeza: aquí se aborda otra de las cuestiones más remarcables y arriesgadas del director Pete Docter (no por nada fue el responsable de la obra maestra Up, probablemente de lo mejor de Pixar después de la trilogía Toy Story). A Tristeza durante toda la historia se la pretende excluir de la dinámica emocional de Riley pero la reivindicación de su personaje es el corazón de Intensamente. Así como la mencionada Up era un elogio de la vejez, esta película es un elogio de la tristeza infantil. Hacia el último tramo hay una alarma que se enciende, es la falta de crédito en ese dispositivo creado sobre la memoria porque aparecen repetidamente flashbacks, como si el concepto de las bolas de recuerdo no fuese suficiente -ya a esta altura de la narración- para validar el verosímil construido. De todos modos, lo fundamental es que Pixar regresa del infierno metatextual al que estaba subsumido junto al Hollywood más acartonado, y este camino redentor lo encuentra reasumiendo el riesgo temático, es decir el abordaje de cuestiones que otros jamás se atreverían a materializar en films de animación familiar. En Intensamente se arriba a motivos de la psicología cognitivista pero también del llamado fenómeno “neurociencia”, y ambos no excluyen el entretenimiento clásico, la gran aventura y la construcción de personajes entrañables. La pureza del Pixar autentico está de vuelta, lo que no es poco para estos tiempos de llanura en el cine infantil.
La materialización. La película de Colin Trevorrow es un falso reboot, ya que toma la estructura narrativa de la primera entrada de la trilogía anterior: desmadre de las instalaciones del parque, dinosaurios fuera de sus áreas de “contención”, un par de personajes capaces de salvar a todos, la ciencia excedida en sus facultades de “jugar a ser Dios” y el ala mercantil oportunista en el descontrol para saciar intereses -a priori- más importantes que el funcionamiento de un parque de diversiones. Todos estos puntos aparecen en esta cuarta parte, que precisamente es una continuación porque las huellas de John Hammond (el fundador del primer parque, que no se llegó a inaugurar) se traslucen en algunos diálogos y edificios del majestuoso parque, ahora regenteado por un magnate indio. Más allá de las ligeras variaciones de estos tópicos enumerados, hay una mirada intramuscular al cine de Hollywood actual cuando el personaje de Claire (Bryce Dallas Howard), una suerte de gerente del lugar, explica que necesita “nuevas atracciones”, lo que se puede resumir en dinosaurios más feroces con más dientes y más espectaculares para los visitantes del fastuoso parque. En cierta forma, ese pedido a los científicos podría entenderse como el reclamo de ciertos directores a los especialistas en efectos visuales, porque se hallan necesitados de más CGI para sus producciones, ya que en el presente del escenario del cine industrial todo parece regirse por el efecto de impacto y poco por las construcciones narrativas. Jurassic World también se muestra deudora del cine de aventuras, en el espíritu y en la retórica que Spielberg y Lucas explotaron en los 80. La explotación de la aventura parte de la materialización de esa promesa que se enunciaba en la construcción del parque de diversiones, lo que podía pensarse como una especie de grado cero. Luego de una década de abierto Jurassic World (así se llama finalmente el parque de esta película), vemos también ese desencanto veloz que opera sobre la generación de la era digital, en la que todo parece ir a un ritmo acelerado: lo de hace un año es historia antigua y por lo tanto no sirve, este axioma es la sede del problema ocasional, aquel que siempre aparece para desajustar el falso control que tiene el hombre sobre estos seres prehistóricos traídos a la vida en una probeta. En ese aspecto se halla una de las cuestiones más interesantes de esta secuela, cuando el Dr. Wu (el único personaje de alguna de las películas anteriores que aparece aquí) declara que estos dinosaurios son más bien monstruos, seres creados en laboratorio bajo alteraciones que se circunscriben más a pedidos comerciales que científicos, orientados a recrear fisonomías estudiadas por la paleontología. Así nace la atracción del parque (y de la película), un híbrido compuesto por cualidades correspondientes a diferentes especies de dinosaurios. La autoconciencia sobre los tiempos actuales también se tamiza en el humor, cuando uno de los técnicos de la sala de control del parque dice que los nuevos dinosaurios llevarán nombres de marcas, como los estadios deportivos. Esa es la lectura introspectiva sobre la definición exacta de estas creaciones, algo que siempre se infirió pero que nunca un personaje de la propia organización -menos un científico- se atrevió a expresar. Esta también es otra materialización de la (ahora) saga, probablemente la más crítica, y que como cada desastre en la historia de la humanidad, parece ser necesario mostrarlo de manera tangible para que se comprenda su efecto: así es que la existencia del parque (y de la película) tienen su justísima razón de ser en este patrón o estatuto social de ver para creer.
Un héroe del sol naciente se presenta. Resulta extraño que una película de animación japonesa (o cualquiera de la periferia cinematográfica) se cuele en la cartelera porteña, cada vez más polarizada entre los grandes estrenos y los esfuerzos independientes para llegar a las salas de cine. Naruto Uzukami es un personaje famoso dentro del manga que ha tenido varias transposiciones en poco más de una década desde que Masashi Kishimoto lo creó en 1999: lo que nos llega es probablemente la mayor de las aventuras de este adolescente huérfano, guerrero y poseedor del “Zorro de las Nueve Colas”, aunque su principal arma es el desarrollo de su técnica, la de los clones de las sombras. Desde el prólogo ya se advierte el correlato de la historia, la relación entre Naruto y Hinata que atraviesa toda la película. Lo más interesante no es cómo se dilata la concreción de ese vínculo sino cómo los símbolos que representan a ambos personajes -de manera muy sutil- figuran en el cuadro, especialmente el caso de la bufanda roja. La principal línea argumental se direcciona hacia unas fuerzas alienígenas prestas a acabar con la Tierra, también hay un secuestro (el de la hermana menor de Hinata) y un equipo de ninjas comandado por Naruto dispuesto a recuperar a la joven y salvar el planeta. Por los costados narrativos circulan subtramas menos interesantes que colaboran construyendo el caos en el que la historia se ve inmersa en ciertos pasajes. Naruto: La Película reúne todo los rasgos estilísticos del cine de animación japonés: esta estrategia probablemente ya se trate de un gesto automático para los estudios, y también debe existir poco interés en recepción para aceptar cambios significativos o algún tipo de experimentación formal. De tal manera es que la comodidad -incluso para los neófitos en animación nipona- surge como base para edificar un relato que se enrosca en su propio mundo, del cual no excluye pero sí demanda una atención justa para seguir el tranco. El director Tsuneo Kobayashi -de relevante carrera- propone además un tratamiento visual focalizado en el color y en las diferentes capas nutridas por la multiplicidad de planos, un tremendo trabajo artístico desde el concepto, por eso es que debe disfrutarse bajo las condiciones que ofrece una sala de cine, tanto desde la imagen como desde el sonido.
La seriedad como rasgo principal de la catástrofe. El cine catástrofe siempre se las ingenia para aparecer en la escena blockbuster: el año pasado el director Paul W.S. Anderson en Pompeya había hecho un menjunje entre película de corte péplum y película de “volcán que arrasa con todo”. Terremoto: La Falla de San Andrés es mucho más directa y menos enrevesada que la de Anderson, lo que no define una cualidad necesariamente. Hay un correlato que busca inyectarle cierta base científica: aquí Paul Giamatti es un profesor experto en terremotos que trabaja para el famoso CalTech; su invento para predecir movimientos de placas tectónicas tiene una simultaneidad con los movimientos de La Falla de San Andrés, capaces de destruir toda California, de norte a sur. La justificación de mostrar un terremoto a gran escala e inédito -que no resiste ningún archivo- parece siempre surgir como un mal necesario. Esa excusa pasa por la trama familiar que se teje automáticamente para legitimar la destrucción general. Claro que los géneros brindan la comodidad tanto en la producción como en el reconocimiento pero no hay escape narrativo para el cine catástrofe -al parecer- más que el de marcar la antítesis del desastre desde el rearmado de relaciones entre parejas, familias, amigos, etc. en un contexto de desunión forzada. Terremoto… se ocupa, como si fuera poco, de ser el alumno modelo del género. Todo se resume en los reposos de las situaciones extraordinarias, donde se despachan y se purgan las culpas para reencausar el ordenamiento de las vidas, aquí de los personajes de Dwayne “The Rock” Johnson y Carla Gugino, quienes interpretan a una pareja separada pero unida por la fuerza paterna de rescatar a la hija adolescente de ambos (Alexandra Daddario), perdida en el epicentro del terremoto. El director Brad Peyton parece ser consciente de muchos de los condicionamientos para purgar sus verdaderas intenciones, aunque se las arregla para nutrir a las secuencias de mayor adrenalina con capas de tensión que tienen un ritmo preciso para entrar en la atmósfera de la historia, casi cronometradas, lo que representa el único punto fuerte de la película. Así como Volcano -por mencionar otra película que presentaba un desastre en California- se reía de sí misma con situaciones risibles, inverosímiles y vergonzantes incluso para el Roger Corman más indulgente, acá Terremoto frunce el entrecejo y se zambulle en el drama sin importarle demasiado abordar un costado cómico, pero no desde one liners sino desde las situaciones, las que de por sí se ubican en el amable territorio de la clase B. Así es que el CGI como mantra visual se impone en la creación de extras digitales, espacios físicos y fondos en los escenarios “naturales”. Tan solo el cameo de Kylie Minogue -en tono ultrabitch- da lugar para una carcajada fuerte, que se enlista a salir en muchos otros momentos de la película pero que, por su tratamiento exageradamente serio, se anula por completo.
Un mundo (im) perfecto Hace una semana se estrenaba Mad Max: Furia en el Camino, una más -aunque no menos- de esas películas que nos auguran un mundo devastado, distópico y en el que solo sobrevivirán los más fuertes. Tomorrowland es quizás una oveja negra dentro de estas representaciones plagadas de zombies, marginales y demás sobrevivientes errantes porque tiene una noción de futuro optimista, pero no por esa diferenciación puede erigirse sobre las propuestas más negativas con respecto al destino de la humanidad. La nueva película de Brad Bird (quien vuelve a apostar por el cine de actores de carne y hueso luego de Misión Imposible: Protocolo Fantasma) en realidad se preocupa más por probar la existencia de un futuro como concepto.
Ensamble autoconsciente. Las transposiciones de Marvel marcaron un lineamiento del “deber ser” para los demás pasajes de las historietas al cine, a partir de la primera película de Los Vengadores. Desde entonces todas las películas sobre héroes y superhéroes de esta editorial cobraron una trascendencia superadora del simple supuesto nicho de fanáticos de los comics. Ya no es necesario haber pasado por el lenguaje historietístico para adentrarse sin temor en este mundo, el cual en apariencia necesitaba de un fanatismo extremista para entenderlo: todo eso quedó atrás. No obstante, siempre hay una cima y más allá de eso, nada más. Los Vengadores: Era de Ultrón podría ser, al menos, el punto de estancamiento de una fórmula o de una estrategia de recursos que ya proponen un estilo propio, al que se lo puede asociar a la manera de encarar superproducciones en el cine industrial del Hollywood actual. En esta segunda parte, lo primero que se evidencia es el agotamiento de la sorpresa que generaba la primera película al mostrar el ensamble de todos estos superhéroes, algunos de ellos ya tenían una y hasta dos películas en modo solistas; los casos Iron Man, Thor y el Capitán América (probablemente la secuela, El Soldado de Invierno, haya sido la mejor de las películas de la franquicia). Tal valoración se puede sostener desde el siguiente argumento: Whedon no pierde un segundo, abre el telón con una batalla fuera de lugar que funciona como prólogo (a pesar de ser una película de casi dos horas y media), los personajes ya están en movimiento y peleando contra los malos en un país ficticio de Europa Oriental. Allí descubren que hay dos gemelos “mejorados” contra los que deberán medir fuerzas y cuyos poderes se asemejan más a personajes de X-Men. Wanda (Elizabeth Olsen), la más fuerte de los dos, tiene el poder de leer la mente y presentar el futuro a los otros delante de sus ojos, y Tony Stark (claro, Robert Downey, Jr.) ve el peor escenario posible: todos sus compañeros caídos, luego de una batalla. Es así que su perfil de científico loco se impone, por lo que busca la creación de inteligencia artificial para cuidar al mundo de cualquier ataque y -como todo personaje de esta calaña- su invento se le vuelve en contra: nace Ultrón (en la voz de James Spader), un ser tangible/ intangible capaz de meterse en las redes sin que nadie se lo impida. El único objetivo es la destrucción del mundo o -en términos narrativos- la mejor excusa para reunir a todos estos personajes y ponerlos nuevamente en acción. Los Vengadores: Era de Ultrón parece, en términos formales, una tautología del mundo Marvel, y solo la secuencia del Hulkbuster (el traje creado por Tony Stark para “amansar” a Hulk) se desprende de la media de las secuencias de acción ya vistas en la película anterior. Aquí el gigante verde luce verdaderamente con el espíritu de las historietas, algo que nunca lograron ni Ang Lee ni Louis Leterrier en los films en solitario del personaje. Además, este fragmento es en el que mejor funciona la articulación entre acción y humor, una fórmula binaria que emerge como el caballo de batalla principal de la película. Whedon sabe mejor que nadie que la fortaleza está en los personajes, en el humor y en una dinámica de aventuras rellena de CGI. El creador de Buffy, la Cazavampiros promete, cumple y dignifica con absoluta autoconciencia.
Un docuficción del mundo animal. El Reino de los Monos es el nuevo documental de Disney Nature, una subsidiaria especializada en productos audiovisuales que mezclan la preocupación por la ecología y una cuota de cine familiar, categoría algo imprecisa pero que paradójicamente funciona en cada uno de los films que cargan con este sintagma. Aquí parece haber más de lo familiar que de lo ecológico, al menos en un primer plano de la historia, la cual se ocupa de armar una narración en torno al viaje de una pequeña mona llamada Maya, en plan de una búsqueda y no de ser simplemente una pieza más de un ecosistema exótico. Tal escenario natural es una zona alejada de Sri Lanka, fotografiado de manera preciosista pero sin olvidar que los protagonistas son los primates. El dúo compuesto por Mark Linfield y Alastair Fothergill -quienes ya habían dirigido otros trabajos para Disney Nature- logra sortear el prejuicio del documental, tanto en una dimensión narrativa como retórica, que podría pensarse -en estos tiempos- de una gestación en el medio televisivo. Precisamente, de la TV se toma el recurso de la ficcionalización de sucesos capturados de la realidad, es decir, con un montaje planeado bajo una estrategia narrativa que evita la idea primitiva de mostrarle al público un escenario al que jamás podría llegar si no fuera por el registro de las cámaras de cine. Los tiempos han cambiado, el documental -y este es un caso testigo- ha perdido su identidad como categoría para ciertos ejes temáticos: el mundo animal o salvaje ya no precisa del cine, incluso tampoco de la TV, para acortar distancias con el mundo urbano, sin embargo por su cuidado estético, tanto en la fotografía como en la edición, no parece existir un producto parecido, excepto por los otros trabajos de Disney Nature. La narración de Tina Fey ordena la historia y refuerza el carácter ficcional del camino de Maya (además de monos, aparecen otros animales como tigres y un imponente dragón de Komodo). La apuesta es la de poder acercar a un público masivo o familiar -en tiempos digitales que eliminan obstáculos espaciales- un lugar natural de los que ya no abundan en la Tierra, dentro de un relato que posee muchas de las características de las grandes historias clásicas de los estudios Disney, las que conforman una fórmula casi inquebrantable sin importar la categoría ni el formato en el que se inscriba cada uno de sus nuevos films.
El posmodernismo o la lógica cultural de la nostalgia avanzada. Uno de los motivos de celebración, por el estreno de Vicio Propio, es que se trata de la primera transposición cinematográfica de un texto de Thomas Pynchon, autor de voluminosos libros, en los que la historia siempre se ubica majestuosamente como un trasfondo de primer plano de sus narraciones (ver El Arcoíris de la Gravedad, su novela más sofisticada). En Vicio Propio la mirada de época se posa sobre la contracultura del modernismo, en el final de los sesenta, en un escenario como la costa californiana, receptora de nuevos personajes, muchos de ellos en el camino de la mutación -precisamente- de ese modernismo a una hibridez, todavía no clarificada. La hibridez es nada menos que el posmodernismo; un proceso cultural incierto e impreciso en sus rasgos. En cierta forma, Pynchon y Paul Thomas Anderson (apropiador legítimo de la obra) se encargan -desde un formato ficcional- de delimitar cierto territorio pero sin la necesidad de arribar a respuestas tajantes al problema sobre la ausencia de rigurosidad en el posmodernismo. El protagonista de Vicio Propio es Doc Sportello (Joaquin Phoenix), un representante de esa mencionada contracultura de fines de los 60 y además detective privado en plan de ayudar a su ex en la búsqueda de su actual pareja, Mickey Wolffman, especulador inmobiliario multimillonario, desaparecido luego de pergeñar un plan redentor que destinara unas tierras a los pobres, desamparados y otras minorías marginadas, un plan horrífico para el FBI y otros conspiradores de la flamante administración Nixon. Anderson aboga, al igual que Pynchon, por la teoría de un estado omnipresente en la contracultura, como un observador siempre activo -ocasionalmente aquí- del comportamiento de estos seres: los hippies, quienes tenían ideas delirantes (y no tanto) sobre tecnología, ecología y demás cuestiones, que en un tiempo se convertirían en primordiales. Claro que la historia es la de un Phillip Marlowe moderno, encarnado por uno de estos estereotipos de esa época; un hippie saliente interpretado por el más unplugged de las versiones posibles de Joaquin Phoenix (a pesar de que el trailer de esta película insinúe lo contrario). Lo de saliente tiene que ver con el tránsito fronterizo entre un período y otro, la necesidad inconsciente de mutar, de pasar a un nuevo estadio cultural. La búsqueda laberíntica, de la que Anderson se pliega al texto fuente, se desdobla en varias salidas posibles y en vueltas -incluso- innecesarias para revelar el misterio pero que sí resultan fundamentales para la exposición topográfica costera de una California atiborrada de hippies salientes, surfers en auge y algunos rockeros que perdurarían un tiempo más. En Vicio Propio se tiende un manto de ensueño nostálgico sin la retórica virtuosa habitual de Paul Thomas Anderson, lo que se puede traducir en una autocensura necesaria del director de The Master porque la historia de Doc Sportello y su camino “heroico” no precisa de paneos violentos ni de zooms scorsesianos, más bien de unos encuadres estáticos y perfectos que componen una estrategia visual austera para el cine de este formidable autor, generando de todos modos una sobrecarga descriptiva y barroca (aquí sí podríamos determinar un rasgo retórico posmodernista). Sería muy sencillo tomar a Vicio Propio de las patas superficiales temáticas y trazarla como un intento neo noir de las estructuras detectivescas de la serie negra, de la misma manera que dejarse llevar por el humo de los alucinógenos que desfilan durante gran parte de las dos horas y media de su metraje y tildar, así, a esta película como una comedia policial hippie de enredos. Anderson transpone no solo la novela más celebrada y crítica de Pynchon, sino también un escenario impreciso, irónico y ondulante como las olas de Gordita Beach, el balneario ficticio en el que vive el querido Doc Sportello.
Carta de un actor autoconsciente. Al Pacino es Danny Collins, un cantante del estilo Neil Diamond que entona las mismas canciones desde hace cuatro décadas pero, lejos de ser un don nadie en el mundo de la música, llena los estadios en los que se presenta y su vida de rock star reventado gira sin cesar con drogas, alcohol y una novia de la mitad de su edad. En el día de su cumpleaños, Danny recibe -de su manager y amigo- una carta dirigida a él escrita por John Lennon en 1971, en la que lo invita a no despreciar su arte, a no temerle al mundo de la música y principalmente a que se comunique con él. Nada de esto sucedió porque la carta jamás llegó a sus manos sino a un editor quien se guardó la misiva para vendérsela a un coleccionista. El disparador de la historia es: “¿Qué hubiera pasado si…? Y desde ese “si” dubitativo se construye una idea de cambio, un intento de recomponer toda una vida tirada a la marchanta de los lugares comunes del deterioro artístico a manos de los excesos, al menos eso es lo que la película intenta colar como un subtexto. Así el cantante destartalado se lanza a la aventura de cruzar de costa, de Los Ángeles a Nueva Jersey, para conocer a su hijo treintañero, un hombre casado y con una hija, un fresco de la iconografía del “working class hero” de Bruce Springsteen. Dan Fogelman no acude por primera vez a la idea de la vejez mal llevada, ya lo había hecho con el guión que escribió para la reciente Último Viaje a Las Vegas (2013), allí cuatro amigos de sesenta y pico de años buscaban una redención en “la ciudad del pecado”. Fogelman se aferra a todos los clichés que encuentra a su paso, de todos modos jamás alcanza la autoconciencia, un nivel todavía inédito en su carrera, teniendo en cuenta las obsesiones temáticas de las películas que lo involucran. Aquí, en el debut en la dirección, tampoco muestra alguna inventiva retórica para escaparle al tremendo grosor de sus conceptos llevados a la práctica, ejemplo: luego de una discusión entre el protagonista y su hijo, lo que suena -para reforzar el dramatismo de los diálogos- es Beautiful Boy de Lennon, así de grosero son los momentos de su ópera prima. Solo Al Pacino puede enaltecer desde el lenguaje actoral gran parte de las situaciones risibles no buscadas, no hay que ser injustos con el resto del elenco -en especial Plummer- funcional para apuntalar al protagonista. Pacino sabe que es un viejo ridículo, que se viste mal, que parece más encorvado con cada película, que ya ni sobreactúa y que tiene poca gracilidad en su andar, pero es verdaderamente autoconsciente de su estado actual, incluso hasta parece divertirse. Directo al Corazón -qué decir de esta traducción de Danny Collins- sirve para afirmar que los culpables de este tipo de películas fallidas, protagonizadas por leyendas como Pacino o Robert De Niro, no son ellos mismos, a los que se los suele caer con la responsabilidad casi absoluta de los desastres, sino los jóvenes directores y guionistas que no pueden ofrecerles papeles dignos de otros tiempos o al menos verdaderamente autoconscientes, como alguna vez hicieron Harold Ramis en el díptico Analízame/ Analízate y Mike Newell en Brasco, protagonizadas por De Niro y Pacino respectivamente.