Vergüenza de clase. En los primeros minutos de Mente Implacable asistimos a una secuencia de persecución con todos los elementos para que funcione: tiene tensión, adrenalina y hasta el suspenso en dosis justas. Es una pena que a continuación la historia se haga presente, y no por el hecho de situar la narración en un orden propio del género: la particularidad del guión hace que el verosímil -en cuanto a estiramiento- sea el rasgo principal de una película, en teoría, orientada a saciar esa necesidad de berretismo casi desaparecido del cine que se estrena -todavía- en salas de cine. La tensión del verosímil nace a partir de que un convicto irrecuperable, Jericho Stewart (Kevin Costner), es el único candidato para un experimento que consiste en “implantarle” los recuerdos de un agente de la CIA asesinado, con el objetivo de que termine una misión crucial. Jericho es tironeado tanto por los agentes de turno de la Central de Inteligencia como así también por un villano anarquista español (¿?) interpretado por Jordi Mollà. La rusticidad de este antihéroe es lo que se destaca en la interpretación de un viejo lobo como Kevin Costner, un actor que ha sabido mofarse de sí mismo y bajar los niveles de ambición que supo tener hace un par de décadas. De todos modos el asunto se sobrecarga de seriedad cuando el antihéroe Jericho asimila los recuerdos familiares del pobre agente, así brotan una serie de sentimientos que no poseía y objetivos más políticamente correctos que los de asesinar agentes, golpear a civiles inocentes y destrozar todo a su paso. El director Ariel Vromen (The Iceman) se enreda en los tonos, entre la gravedad y la liviandad de su historia, porque la transformación de Jericho de un animal salvaje a un héroe clásico y altruista tiene menos carga de verosimilitud que el propio experimento. Tampoco colaboran las genéricas secuencias de acción ni los gritos de Gary Oldman, mucho menos el inexpresivo rostro de Tommy Lee Jones, ambos desperdiciados en un elenco que parece el de un proyecto clase A de Hollywood. El estudio Millenium Films (que produce la película) tomó la posta de Cannon, aquella productora de los 80 que propiciaba felicidad envuelta en películas clase B con absoluta conciencia de limitaciones, pero también de estructuración de un entretenimiento erigido con nobleza. No es el caso de Millenium, que en los últimos años expone más su pobreza en el hecho de congregar a estrellas que en pulir sus guiones. Mente Implacable es la fiel demostración de lo que sucede en la actualidad con el estudio: tiene vergüenza de ser clase B y se disfraza de mainstream bajo el prestigio de sus elencos.
Juana a los 12 es la ópera prima de Martín Shanly (proveniente de la cantera de la FUC) sobre una historia algo genérica acerca de una niña que no quiere o, mejor dicho, no puede encajar en un sistema. ¿El sistema? Es una escuela bilingüe del conurbano bonaerense, en la que los niños son explotados de alguna manera con una sobrecarga de actividades (de por sí la escuela bilingüe -como institución- la genera) y la protagonista, Juana, decide abstraerse de este mundo. Sus escapes la llevan a buscar amistades basadas en el ocio, en algún dejo de rebeldía y cierto interés en juegos de niños más pequeños, como lo marca el inicio en el que intercambia figuritas de Frutillitas con una niña de varios grados inferior al de ella. Si bien Shanly busca abrir el espectro para señalar culpas en la docencia (cabe aclarar que el colegio es católico y la docente más despreciable es la de Catequesis), no sólo en la formal sino también en la domiciliaria (grotesco y grueso personaje el de la maestra particular), la mirada sobre la cotidianeidad de Juana, como un bicho raro y parco, es la que predomina. Dentro de la vida diaria de la preadolescente la figura materna aparece algo apagada, mientras que la paterna sólo se hace presente en un momento onírico (probablemente lo mejor del film). Algunas recurrencias del cine de Wes Anderson, como los paneos violentos para encuadrar personajes en idas y vueltas de la cámara y los títulos con reminiscencias vintages propias del director de Rushmore, confunden, y así la historia de esta niña desinteresada por absolutamente todo se pierde entre el virtuosismo formal y el señalamiento múltiple de culpables sobre su situación particular. El mayor problema que se le presenta al director es el direccionamiento de su estrategia narrativa, si apostar por la crítica a los modos académicos de enseñanza o por explorar el particular mundo de su protagonista; la subjetividad preadolescente en el arduo tránsito del “hacerse grande”. Hacia el final llega el mencionado segmento surrealista y la frase más interesante: “Como que ya no controlo mis ideas, ahora las ideas me atacan”, una declaración que parece más el punto de partida y no el desenlace.
Tratándose de un documental de 57 minutos, realizado a través del sistema crowfunding de Idea.me, es paradójico pensar en la idea de lo inconmensurable que representa No Estás Solo En Esto, de la crítica de cine Milagros Amondaray, quien tuvo una brillante idea en un momento personal oscuro: crear un blog de cine diferente al molde prefabricado de esos espacios. En este documental se ven las hermosas consecuencias logradas, que son los entramados terapéuticos surgidos de las conexiones cinéfilas de la propia Amondaray con los asiduos (y ocasionales, también) lectores y participantes activos del blog Cinescalas, que supera sin problemas los 500 comentarios diarios y que puede alcanzar picos de 2500. Aunque lo más sorprendente no se encuentra en estas cifras, que pueden ser frías, sino en la dialéctica de sus participantes: en la posibilidad de hallar un momento superador en una respuesta, producto de un diálogo genuino. La creadora hace en su ópera prima el camino inverso: sale ella al encuentro en persona de los cinescaleros (una posible palabra para un posible glosario del blog), en una especie de roadtrip retratador de la intangibilidad del sentimiento que es Cinescalas. En el documental, el recorte toma la perspectiva del quiebre del espacio a partir del post del blog sobre la película El Lado Luminoso de la Vida (2012), acontecimiento que revolucionó el espacio y particularizó una nueva forma de pensar la crítica de cine, totalmente desposeída de una dosis de cinismo y/o de una mirada absolutamente despersonalizada. Lejos de ser una película de nicho, Amondaray logra iluminar (con su propia luz y la de los cinescaleros) un momento específico del fenómeno Cinescalas. Tras recorrido por el 29º Festival Internacional de Mar Del Plata 2014 y por ciudades como Córdoba, Mendoza, Montevideo, llega la proyección en Buenos Aires, en el Centro Cultural de la Cooperación durante los jueves de Marzo, tras su estreno en la sede de Crítica de Arte de la UNA (Universidad Nacional de las Artes).
Pantanal parece haberse escapado de ese último tramo que fue el Nuevo Cine Argentino, ya no tan preocupado por representar un contexto social urgente sino más bien por definir una configuración estética más vinculada con el indie genérico. Esta película tiene esa conexión a partir de expandir la geografía situada en las irrupciones del fenómeno, aquellas que situaban a la Ciudad de Buenos Aires y su Conurbano como eje de las historias, así surgieron las urgencias del interior y hasta un subfenómeno, el caso del Nuevo Cine Cordobés. Andrew Sala dirige Pantanal (su segunda película, pero la primera en solitario) mostrándose un deudor del NCA saliente, pero en el intento de aportar un componente particular: el subgénero de la road movie. El viaje, en esta historia, es la de un hombre que lleva un bolso de mano del cual nunca se despega. No tardaremos mucho en descubrir que allí dentro hay una suma importante de dinero, y además de que su destino final está lejos del punto inicial en el que la película lo presenta. Desde Gualeguaychú hasta las primeras localidades brasileñas tras cruzar la frontera de Ciudad del Este, en Paraguay. Las piezas del supuesto rompecabezas (si es que uno se queda atado al relato) se desprenden a cuenta gotas; el protagonista es el manejo de los tiempos internos, inalterables ante las llamadas de emergencia de la narración. Sala, más allá de sus nobles esfuerzos, necesita al menos de un relato austero para desplegar su juego de pausas, contemplaciones y subjetivas por pequeños pueblos. El abuso de los testimonios -en modo documental- alienta a esta necesidad de sostener una configuración estética a partir de una historia de retazos, sencilla de completar, además. Siendo una película que pretende manejar las riendas del tiempo, la hora y pocos minutos de duración se estira hasta formar un círculo en el que redundan las subjetivas, las elipsis de los viajes largos entre localidades y los modos parcos de su protagonista. Al final, el rumbo del viajero se tuerce y el destino final se hace carne, las prioridades se subvierten otorgándole mayor dramatismo al punto final del trayecto, que en un principio parecía la simple excusa de la película.
Bajo la misma estrella. Luego de seis películas de la saga Rocky, se podía presumir que una séptima no iba a ofrecer novedades en ningún aspecto sino todo lo contrario: un rejunte de todos los rasgos característicos que hicieron de este Balboa un héroe social que atravesó todas las etapas del hombre común en busca de algún tipo de gloria. A veces el cine (y la industria) sorprende y nos ofrece rarezas como Creed, un drama que encuentra sus propios atributos para adosárselos a una serie que parecía anquilosada en la nostalgia, en especial de la primera película, la más lograda en muchos sentidos. El comienzo plantea dos cuestiones que marcan la idea del director Ryan Coogler (el mismo de la genial Fruitvale Station): en primer lugar, la esencia del personaje Adonis Creed (hijo extramatrimonial del legendario boxeador Apollo Creed), durante su niñez peleando literalmente para sobrevivir en un mundo que lo dejó huérfano, pero también se presenta, al mismo tiempo, la estrategia visual de un director preocupado por ser más fiel a un estilo propio -el cual está en formación- y no tanto a la saga. “Cuando es rebotado del gimnasio que vio nacer a su padre, Adonis recurre a Rocky Balboa, ahora un hombre dedicado a vivir para pagar las cuentas de su restaurant, alejado completamente del boxeo”. Más allá de la presentación de Rocky / Stallone, Coogler nunca desvía su foco narrativo de la historia del joven aspirante. El relato parece ser un recomienzo -con ligeras variaciones- de la historia de Rocky, aunque aquí la situación de Adonis es opuesta a la que vivía el “semental italiano” en sus comienzos porque si bien se trata de un búsqueda de gloria, es un intento por lograr un legado propio. El mayor mérito de Creed se halla en la arquitectura visual porque si bien parece familiar este “camino del héroe” se deja de lado lo que es el pastiche pop de las películas menos agraciadas de la saga, en especial la tercera parte, que incluía a dos caricaturas como Mister T -en la piel de villano- y el luchador Hulk Hogan. Cuando en la industria más snob, preocupada por hacer algún tipo de cine autoral, se priorizan el sufrimiento extremo, el elemento más valioso de su tabla periódica, aparece la sorpresa de una historia refaccionada sobre la base angular visual de un cine que puede resultar ajeno a una serie ya aplomada (y hasta casi extinta). Hay un reacomodamiento del exceso de sentimentalismo que tenía la correcta Rocky Balboa (2007) bajo la estrategia de una sobriedad dialogal, limitándose a ofrecer un par de escenas conmovedoras (la de las motos y cuatriciclos especialmente que viene a reemplazar la famosa escena de las escalinatas). Incluso las peleas tienen una tensión particular, la primera de ellas por el uso inteligente del plano secuencia que incluye paneos y ausencia de subjetivas (esa falsa idea que se pretende vender sobre “vivir lo que vive el personaje”) porque su uso emula el registro documental de una lucha boxística. Creed es la síntesis de lo mejor de la serie y es, a la vez, un film de rasgos novedosos que le permiten desprenderse y tener, como el protagonista, su propio legado en caso de querer encarar una saga nueva, lo cual por los números de la taquilla internacional es algo que seguramente sucederá.
Made in Taiwan. Arribeños es la segunda película de Marcos Rodríguez (también es crítico de cine), que desde el principio traza su particularidad, un mérito en tiempos de sobreoferta de documentales. Tal diferenciación está en la elección del tema: la inmigración taiwanesa asentada en el Barrio Chino de la Ciudad de Buenos Aires, precisamente en la intersección de las calles Juramento y Arribeños, en las Barrancas de Belgrano. El inicio nos deja en las puertas del barrio, cuando un tren (que atraviesa el cuadro de derecha e izquierda) termina de pasar, dejándonos ver el arco de entrada a modo de presentación del espacio físico, situado en la calle Arribeños. Un inicio visual austero -pero sofisticado a la vez- nos introduce a una historia que tiene dos niveles bien demarcados: planos de observación del barrio, acompañados de relatos en off en primera persona de inmigrantes taiwaneses. La prolijidad es otra de las luces que exhibe este documental, la división simétrica en cuarto partes tiene un ordenamiento en cuatro temas: la llegada a la Argentina, la adaptación a la comunidad, la vida de los que llegaron siendo niños y que ahora ya son adultos y, finalmente, el relato de aquellos que integraron la primera oleada migratoria desde Taiwán, allá por mediados del siglo XX. El pulso reposado del armado visual y sonoro permite -como si se trata de una combinación balanceada en una suerte de estéreo cinematográfico- seguir el relato en off y las imágenes bajo una suma atención. Hay puntos álgidos notables, como el poema (que tiene una reproducción en una imagen con el ideograma cantonés al final) o la historia del inmigrante que “occidentalizó” sus trabajos como artista visual para luego regresar al estilo de pinturas orientales, que realizaba antes de su llegada a Buenos Aires. El factor del tiempo es otro elemento fundamental en la arquitectura precisa del trabajo realizado por Rodríguez (advertido en la división en elipsis por estaciones, a partir de la imagen), otro cuidado especial más como parte de una prolijidad general, la cual no atenta en la dinámica de la historia. Arribeños es una película que arropa muchas cuestiones, desde la descripción más ulterior de un fenómeno migratorio (quizás opacado por el snobismo turístico que atrae el barrio) hasta una lectura sociológica sobre el comportamiento y el desenvolvimiento de esta comunidad –ya completamente asentada- en un contexto que les resulta completamente ajeno, al menos a algunos que todavía dicen extrañar su patria de nacimiento. Más allá de lo atractivas que resultan las historias, el equilibrio surge como pieza fundamental en esta película porque es la ideología adoptada para enaltecer los rasgos temáticos que surgen de ellas; las verdaderas estrellas de esta pequeña gran obra documental. Lo formal al servicio del tema.
Inmediatamente después de Birdman, el mexicano Alejandro González Iñárritu -con El Renacido– duplica la apuesta que arrancó ya en su ópera prima. El prólogo se asemeja mucho al de la película anterior: un puñado de planos que intentan sintetizar lo que se verá en el terrible “tour de force” del personaje Hugh Glass (esfuerzo extraordinario de Leonardo DiCaprio). A continuación llega un intento por imitar el fantástico comienzo de Rescatando al Soldado Ryan, en el que Spielberg y su fotógrafo Janusz Kaminski adoptaban una estrategia documental para representar el desembarco de Normandía. Iñárritu, en cambio, utiliza el efectismo más torpe y menos expresivo en la invasión de un malón de indios a un campamento de cazadores. El baño de sangre deja más bajas en los blancos, liderados por un joven Capitán (Domhnall Gleeson) que confía en Glass para llevarlos seguros nuevamente a casa; el contrapeso villanesco lo pone el mercenario John Fitzgerald (Tom Hardy), conocedor del pasado oscuro del guía. En el inicio del segundo acto llega la secuencia icónica, de la que se habló y se hablará mucho: el ataque de la osa al pobre de Glass, una larga situación dramática que el director decide estirar hasta la tolerancia máxima del sufrimiento. Al mismo tiempo se puede leer esta secuencia como el inicio del enfisema con el que Iñárritu enfermará a todos los personajes, desde los que se esfuerzan por ser los villanos más desalmados hasta los que tienen un pequeño rapto de misericordia. Ni siquiera desde la narración se propone un camino de caminos paralelos, todo es unidimensional. Las situaciones por las que atraviesa Glass tras “volver de la muerte” son azarosas, es así que la motivación para seguir con vida -la venganza contra Fitzgerald- se difumina entre los diferentes retos de supervivencia que debe afrontar. Esta única línea narrativa carece de sustancia, los conflictos dramáticos son chatos y la consecuencia de ello está en el exceso de postales que abren y cierran las secuencias. Donde Iñárritu no supo aprovechar lo inconmensurable del escenario natural -por ejemplo, acortando la profundidad de campo en la batalla inicial- aparece la majestuosidad visual reproducida por la cámara de Emmanuel Lubezki. El envoltorio retórico (igual que en Birdman) emerge para ser un parche de los huecos inventivos que la débil historia presenta. Los momentos de mayor reposo, esos en los que el director aprovecha para dejar su huella con flashbacks pretenciosos, son los que dejan entrever el estilo fotográfico más contemplativo, el mismo que Lubezki explotó en las películas de Terrence Malick, especialmente en El Nuevo Mundo, con la que El Renacido posee muchas similitudes narrativas. La historia de supervivencia en un escenario hostil, más aún para un hombre que debe reaprender a movilizarse por sus propios medios, tiñe a la historia de venganza, la cual cobra fuerza recién en la media hora final. Este vía crucis por lo salvaje es una reverberación de un Herzog más maduro, suelto y poseedor de un pulso firme para el retrato de un escenario incompatible con el paso del hombre; incluso los intentos poéticos del director esbozan una precariedad en la sutileza, los cuales se evidencian en los flashbacks de Glass junto a su esposa o en los diálogos políticamente correctos de los indios. La formalidad más técnica es el único dispositivo que aparece bajo una configuración que se vincula con el escenario natural casi virgen en el que se desarrolla la película, pero lejos está de armonizarse con situaciones dramáticas, desde el punto de vista narrativo. La contemplación representa un problema para Iñárritu, porque ante la hostilidad del derrotero de Glass se interponen innecesariamente momentos perfectamente planeados para exprimir el sufrimiento; un estadio (como enunciado) que se cuela para transmitir que la supervivencia ante semejantes aberraciones opera como el derecho ganado para el acceso a la preciada venganza.
La habitación del hijo. Para esta época de la temporada de premios se suele estrenar la película indie que el Oscar rescata. Así es que muchos actores, actrices, directores y hasta productores pasan a jugar a otra liga, gracias a un puñado de nominaciones. La Habitación es la elegida de este año, la película que representa ese sintagma tan abstracto para Hollywood llamado “cine de autor”. El irlandés Lenny Abrahamson se desmarca completamente de su film anterior, la semi amarga y melómana Frank (2014), para abarcar una temática menos amable que la música, a partir de la historia de Joy (Brie Larson, la nueva perla indie), una joven que vive en un pequeño cuarto junto a su hijo. El cuarto es el único espacio de ambos: allí está la cama, el comedor, el baño y la cocina. Es en los primeros minutos en los que se ve el rasgo más destacado de esta historia pero es también cuando se esbozan sus debilidades porque si bien el espacio es presentado a partir de una estrategia fotográfica claustrofóbica bien delimitada también por el montaje, la necesidad de escaparle al encierro surge por la ausencia de contenido a esa representación formal del encierro. Cierto es que el descubrimiento de los motivos por el cual ambos viven allí genera sorpresa pero de nuevo, al parecer no hay más que una única salida narrativa. La madre decide contarle el plan a su pequeño hijo para que ambos escapen del Viejo Nick; el hombre que la secuestró cinco años atrás, embarazó y mantiene secuestrada. Otra de las ideas desaprovechadas, aquí ya sería justo incluir a la guionista Emma Donoghue (también escritora de la novela sobre la cual hizo esta transposición), es la de armar el relato a partir del punto de vista del niño, desde la narración en off hasta las miradas subjetivas. Luego de los primeros minutos, la voz en off solo parece ser un recurso necesario para inyectar más emoción y decorar así una historia que bordea el telefilm vespertino. La Habitación tiene una filiación con La Niña del Sur Salvaje (2012), otra mimada de la Academia en su momento, porque ambas plantean desde la perspectiva infantil una misma mirada al mundo, del cual desde la niñez se lo cree un lugar mágico hasta que llega el primer baño de una realidad cruel. En ambas hay un exceso de sentimentalismo, principalmente por el in crescendo del volumen de la música incidental en momentos claves, la que parece ser un amplificador de emociones cuando no existe una inventiva dramática para suplir la pereza en la utilización de recursos.
De Marte con humor. El mayor mérito de Misión Rescate está en poder hibridar dos géneros: la ciencia ficción y la comedia. Hoy en día es complicado que cada uno por separado logren escapar de la mediocridad sin volverse conservadores o repetitivos en el uso de recurrencias y fórmulas gastadas. Tratándose de una transposición, es imposible no atribuirle la unión exitosa de dos géneros al autor del libro, Andy Weir (quién publicó on line el texto en fascículos), aun así Ridley Scott es el verdadero artífice porque logra llevar a otro lenguaje, con dinámicas propias, una historia fácil de etiquetar a priori e incluso de compararla con otras películas recientes: Interestelar, Gravedad y por sobre todas, Naufrago. Nada de esto último. Mark Watney (Matt Damon) es dado por muerto luego de que una tormenta en suelo marciano obligara a sus compañeros a dejar el planeta. Mark recurre al ingenio y a sus aptitudes como botánico para crear, por ejemplo, una huerta orgánica de papas, a racionar comida y a sobrevivir a cualquier otro imprevisto. La diferencia con otras películas de “muerto que revive” es que Scott pone de base al montaje paralelo entre lo que sucede con Mark y el tiempo límite de los hombres y mujeres en la Tierra que planean la forma de traerlo con vida, barajando todas posibilidades suicidas, mientras que la tripulación que tuvo que dejarlo sigue en la órbita del espacio exterior sin saber de la noticia. Entre esos espacios juega el bueno del autor sin la necesidad de relamerse en la solemnidad ni mucho menos en el dramatismo más vetusto, es ahí que el humor y la comedia más simple se potencian como combustible de una historia, que sin esta variable, sucumbiría de la misma manera que otras películas que han intentado retratar historias de misiones fallidas en Marte. Así como Zemeckis en la mencionada Naufrago se las rebuscaba para que su protagonista no estuviera en silencio durante gran parte de la película, Scott utiliza las cámaras de la bitácora para que el astronauta relate cada uno de sus pasos en la espera del rescate, en forma de video blog. Otro de los puntales de Misión Rescate (horrendo título local que quita la sustancia del original The Martian) es el elenco de secundarios, los cuales brindan pequeños duelos actorales, en especial Jeff Daniels, en el papel de un director de la NASA villanesco, y Sean Bean, el director de vuelos del organismo. Todo es parte de un engranaje infrecuente para el Hollywood actual, incluso Scott sorprende al incluir dramáticamente una playlist de música disco sin caer en la mirada irónica y antipática sobre ese estilo musical. La carrera contrarreloj por momentos parece ganarle al humor, presente desde los primeros diálogos, y es ahí que la tensión se maneja casi simétricamente entre Marte y la Tierra, en esta oscilación Scott prueba que los espacios en los que se desarrollan estas historias son accidentales, no así los tonos y las perspectivas. Nunca en toda la película se hacen planteos sobrenaturales ni otros más emparentados con el género de la ciencia ficción, mucho menos hay una filiación con el cine clase B de mitad de siglo pasado o de su revival que generó Tim Burton con ¡Marcianos al Ataque!. Ridley Scott, como suerte de correlato invisible, hace un planteo sobre qué tan lejos estamos de que estas películas emplazadas en lugares inhóspitos puedan dejar de categorizarse dentro del sci-fi, porque más bien deberían ser llamadas películas de “sci-fact”. El tono visual, ya hablamos de lo temático y de lo genérico, es de un realismo inusitado para las producciones sobre el planeta rojo, es así que las locaciones rocosas pueden compararse con cualquier desierto terráqueo sin romper el verosímil, ya que la tormenta del inicio aporta la cuota necesaria a lo fantástico. En la misma sintonía que los últimos Scorsese, Miller y otros viejitos casi octogenarios, Ridley Scott se inscribe en la rebeldía casi punk. En su caso para corromper la falsa estabilidad de los géneros y dar rienda suelta al humor, algo que parece mala palabra, en especial para una crítica ultra conservadora, la cual seguro verá como una aberración este desplante del director de Blade Runner.
Castigos y pecados. Woody Allen es un caso particular dentro de la cinematografía estadounidense: se halla lejos de Hollywood pero sin embargo toma prestada a sus estrellas para que protagonicen películas que se distancian temáticamente de la urgencia de la industria. Joaquin Phoenix es el protagonista de Hombre Irracional, una película que tiene una clara frontera entre dos géneros bien delimitados. La primera parte presenta a Abe Lucas, un laureado profesor universitario de filosofía que atraviesa una crisis existencial. Allen no tarda en desenvainar el clásico juego de seducción entre profesor y alumna (Jill Pollard, interpretada por Emma Stone) cuasi cliché, aunque el autor logra distanciarse de esos lugares comunes y aplicarle un cierto encanto visual desde la fotografía del enorme Darius Khondji. No obstante, el tufillo del contexto de pequeña burguesía aparece desde el comienzo aunque como señal de alarma, las menciones a autores literarios, filósofos y músicos académicos no presentan la sustancia de otras películas de la filmografía del director, sino que parecen simplemente para adornar un espacio o una conversación entre personajes. La segunda parte llega para confirmar que la primera simplemente sirve de apoyo teórico para probar una idea radical, nacida del azar y que involucra a Abe y a Jill, a partir de la escucha de una charla casual en un restaurant. En esta suerte de segundo acto tácito se despliegan más motivos del Allen oscuro, ese que con Crímenes y Pecados alcanzó su punto álgido, en la faceta de laboratorio científico de carácter social, interesado en probar con argumentos algunos conceptos sociológicos políticamente incorrectos. Es decir, aquellos que por alguna razón resultan más blasfemos por solicitarle a la filosofía que, como ciencia, realice al mundo un aporte práctico. Dicho aporte lo intenta de concretar este profesor, el cual reúne todas las cualidades del héroe alleniano: mujeriego, existencialista, amargado y -casi siempre- merodeador del suicidio. Lo que en principio aparenta ser un acto altruista, completamente desinteresado, se convierte en su salvación porque la consecuencia inmediata es la recuperación de una razón para vivir. Bajo una capa de timidez, Allen se anima en una escena a jugar a ser Hitchcock en la elaboración de un montaje asfixiante pero que puede pasar desapercibido porque se halla desprendida del resto del tratamiento visual. En un par de escenas posteriores, Khondji -el genio detrás de la luminosidad del Allen europeo- abre el obturador de su cámara para dejar entrar todo el sol (la escena de las bicicletas), el cual funciona también como el nuevo amanecer del protagonista. Phoenix y Stone, en estas escenas post clímax se muestran en una suerte de dialéctica actoral digna de las mejores parejas con las que ha trabajado el director. Si bien Lucas tiene esos elementos característicos mencionados, la composición de Phoenix se mueve por el carril de la sobriedad y más cercana a una filiación con su propio registro, el cual no parece alterarse si está en una película de Paul Thomas Anderson o James Gray. Emma Stone, en cambio, es una suerte de todo terreno, sin importar el protagonista de turno. El trío lo completa la ex princesa indie Parker Posey, como una profesora también atraída por Abe. Más allá de los aciertos, méritos y estrategias retóricas, Allen cae en la trampa de la misantropía al direccionar su historia hacia un final no solo predecible sino antipático pero cuyo problema no está en la teoría, precisamente, sino en la ejecución práctica de un cierre que no está a la altura con el famoso concepto del “crimen perfecto” que atraviesa toda la película.