Sin magia para el tono Muchas cosas no se pueden enseñar ni aprender en el cine, no se trata del talento innato sino del sentido del tono. Tal característica es intangible a un nivel que no puede transferirse y que en varias oportunidades su detección tampoco garantiza un análisis asertivo. El tono es una brújula bien calibrada. En Giro de ases no hay brújula, el caos se ve en el horizonte por detrás de lo que sucede narrativamente en el plano de las acciones y los diálogos. El comienzo augura una película de corte familiar, al estilo live action de Disney, por su intento de ternura puesto en el protagonista que, de niño, descubre el amor por los naipes. De adulto lo vemos como croupier de un casino (uno que la puesta de cámara se ocupa de mostrar bien su nombre en un plano) en un día normal, en el que los jugadores tratan de aprovecharse para ganar en el blackjack. La escena permite entender que el mundo extraño de los casinos, sus lugares comunes y los personajes que lo habitan no aparecerán porque el interés de la película se halla en las peripecias del personaje y su búsqueda de lograr confluir su talento con el trabajo. Martín tiene un don; su foco no está puesto en las cartas ni en el mundo del casino sino en la magia, pero la interpretación de Juan Grandinetti no es una interpretación. Solo se para en su marca y recita los diálogos, de la misma manera en la que lo hacía en La maldición del guapo (un estreno de semanas anteriores). No hay posibilidad de empatía por él; el elenco que lo rodea parece sacudirlo para que exprese un sentimiento pero es en vano. En ese aspecto se apoya gran parte de los problemas de tono de la película. En el camino de Martín hay una separación, encuentros con personajes de la magia. Incluso la presencia del mago Henry Evans (que atraviesa toda la película) no parece mover la aguja interpretativa de Grandinetti. La senda del relato tampoco ofrece ondulaciones o curvas narrativas; todo sucede por automatismo y el primer punto de inflexión tarda en llegar, más para una película que dura menos de una hora y media. El tono Disney regresa a la trama en un puñado de escenas, con efectos especiales muy logrados pero algo extraños para una película que se arrastraba entre el drama y el romance bajo una cadencia de reposo, propio de otra clase de películas. Las subtramas que se suceden en el local de magia de Mariana (Thelma Fardin, la mejor de todo el elenco) son las más seductoras pero poco se profundizan, más bien se desvanecen por culpa de Grandinetti, quien hace un esfuerzo encomiable por interactuar con sus compañeros. La pata fantástica (otro ingrediente para formar un tono posible) tiene su costado vergonzoso en la línea de un verosímil endeble que se aprecia en la escena del juego en la calle, en la que un estafador capta víctimas para que adivinen donde está una carta particular. Un escenario común para Hollywood pero no para Buenos Aires. ¿Cuántas veces se vio a alguien jugando a adivinar cartas en una calle oscura en el medio de la noche y con dólares? La escena es además larga en sus tiempos internos, que colaboran a pensar en esta fallida suspensión de la credibilidad; como contrato tácito que los espectadores firman al ver una película. Giro de ases es bien intencionada en presentar una historia sobre una comunidad de magos, ilusionistas y demás personajes de ese mundo, pero sus ejecuciones derriban como un soplido a esas cartas que en los papeles parecían bien ubicadas.
El cine sin ganas Beda Docampo Feijóo es un exponente del cine argentino intrascendente de los 90 que, no obstante, tenía una presencia importante en salas. Cierto es que su carrera comenzó como guionista de películas de María Luisa Bemberg, pero lejos han quedado esos méritos porque su película anterior a La maldición del guapo es Francisco, el padre Jorge (2015), un relato lavado y profusamente dedicado a pulir la imagen del actual Papa Francisco apenas superado por Los dos papas (2019), film que además lava la imagen de la Iglesia hasta sacarle brillo. Luego de unos años, este guionista y director gallego regresa en un intento por hacer una comedia rectangular sin vuelos pretenciosos. La maldición del guapo es una película realizada totalmente en España, en lo que puede ser en un esquema de producción a la inversa de lo que sucede frecuentemente, cuando la coproducción española, además de parte del presupuesto, aporta algunos actores y/o actrices. Gonzalo de Castro es Humberto, dueño de un bar en Madrid que es visitado por su hijo (Juan Grandinetti), con quien no tiene relación, para que le preste una suma considerable de dinero tras un robo que sufrió en la joyería donde trabaja. La oportunidad de Humberto para forjar un vínculo con el hijo (este lo odia por su pasado de estafador que le valió un tiempo de prisión en Buenos Aires) se choca con otra posibilidad que es precisamente la de retomar ese pasado delictivo. La premisa, vista muchas veces pero no menos atractiva, se disipa entre las manos de un Docampo Feijoo que exhibe unas estrategias visuales y dialogales ancladas en los 90, sostenidas por clichés sin alguna manivela de novedad. Poco ayuda que Juan Grandinetti intérprete a su personaje con las mismas ganas que se pueden tener para hacer un trámite en una sucursal de la AFIP, y que habla como “español” siendo su personaje argentino. Tampoco funciona la comedia de enredos donde participan la mujer del jefe con el hijo del Humberto, y este con la hija de esa mujer. Se pone en un grueso relieve la idea del hombre mayor con una chica joven y viceversa, una mujer madura con un chico mucho menor que ella. La última chance para reflotar la historia se asoma cuando el cine de estafadores emerge en la trama, pero el apático Grandinetti, que no ve la hora de terminar la película casi tanto como los espectadores, no ayuda. En el combo de lo arcaico está la búsqueda de acoplarse a la coyuntura de las luchas por las problemáticas de género, las cuales Docampo Feijóo viste con un neón de textos que subestiman y evidencian el forzamiento de su aparición, tal es el caso del reclamo que le hace la ¿novia, amante? de Humberto mientras tienen un encuentro en una plaza. Qué decir del concepto de disfraz entendido por el director cuando el mismo Humberto tiene que verse de otra manera en la construcción del ardid para robarse unos diamantes, dado que en esa faceta solo tira su pelo para atrás y se coloca unos anteojos. La maldición del guapo es una película apolillada, insulsa y sin atisbo de novedad cuya historia se despliega por inercia, en un automatismo que contagia las actuaciones y unas imágenes que parecen publicitar productos de limpieza.
La Ley y el orden Por alguna razón el cine argentino tiene reticencia a hacer dramas de juicio. Si bien es cierto que nuestro sistema judicial no ofrece en sus formalidades una posibilidad de teatralización, hay otras instancias y momentos de una trayectoria en un caso que podrían ser retratadas en una ficción audiovisual. Incluso thrillers como Acusada (2018) desestimaron la escenificación judicial, tratándose de una historia sobre un crimen y la mediatización del caso. Crímenes de familia muestra un esfuerzo por representar este espacio en el juicio a un joven de familia adinerada (Benjamín Amadeo) acusado de abusar, torturar e intentar matar a su ex pareja (Sofía Gala). La madre de él, Alicia (Cecilia Roth), cree en su inocencia y hará lo que esté a su alcance para ayudarlo, a pesar de contar con un apoyo tibio de su marido (Miguel Angel Solá). Lo que hasta aquí parece la premisa suficiente para una película finalmente no lo es; hay otro misterio en paralelo (al menos la diégesis lo sugiere) que es otro crimen; un asesinato perpetrado por la mucama de la familia, cuya víctima y cuyos motivos son mantenidos en suspenso hasta el final. Que los espacios de ambos juicios y que sus involucrados sean casi los mismos genera una confusión difícil de evadir. Tratándose de una película de Sebastián Schindel (El patrón), hay un componente estrechamente asociado a las desigualdades sociales que colisiona en el seno de la alta sociedad, aquí en el de una pareja madura que vela por su hijo en una situación comprometida, sumado al caso de la mucama (que además tiene un hijo, criado por Alicia y su marido). En el afán de las buenas intenciones, el guión de Schindel y Pablo del Teso resulta ser dos mitades de dos películas diferentes sobre juicios. Mientras en la primera no hay que ser muy avispado para entender quién es el hijo de Alicia, en la segunda la historia se sostiene solo por los retazos que el relato ofrece para que en el final se los pueda unir y así develar la trama. En el medio se surfean los temas de coyuntura: la violencia de género, la lucha de clases y un Estado ausente para resolver tales cuestiones. Crímenes de familia pretende ser ancha más que progresiva, y en esa decisión caen todos sus problemas. En una escala de 0 a Spike Lee esta película se ubica en el medio del trazo grueso de representación de la violencia de género; es imposible no advertir el tamaño de los posters institucionales de la línea 144 o el pañuelo verde que el personaje de la psicóloga interpretado por Paola Barrientos exhibe en su consultorio. Las mejores películas sobre coyunturas y temas urgentes son aquellas que esconden mejor los íconos de esas luchas y que los enuncian en un segundo plano. La labor de Cecilia Roth destila mucho oficio, cubriendo en varias oportunidades las falencias que el guion presenta. Es un pesar que la presencia escénica tan poderosa y característica de Sofía Gala solo ocupe un puñado de escenas, sin la espesura que su personaje podría haber alcanzado porque la película prefiriere desdoblarse en virtud de su afán por tachar el casillero de “lo social”. Casillero rayado con énfasis en el epílogo: un encuentro llano y edulcorado entre las dos clases sociales.
La biblia que ametralla Hay grandes temas que tienen una dificultad pasmosa para ser tratados en una película; la adolescencia es uno de ellos. Los motivos pueden ser varios, pero muchas veces se reduce a ese desenfreno por poner todos los subtemas en el mismo casillero, aunque revienten las costuras del tema principal. El recorte es lo único que no está en Yo, adolescente, esa palabra tan valiosa y que en su despliegue conceptual podría colaborar a evitar ese descontrol por ensancharse más allá de las posibilidades físicas y narrativas. Yo, adolescente cae en todas las trampas; en los clichés, en los estereotipos y hasta en la miseria del golpe bajo. El protagonista es Nicolás de 16 años, a quien le dicen Zabo. Su presentación tiene fecha: 30 de diciembre de 2004. Sí, la noche fatídica de Cromañon en la que perdieron la vida 194 personas, en su mayoría jóvenes. La familia de Zabo está preocupada (o al menos es el sentimiento que intentan demostrar los intérpretes que hacen de su madre y su padre) porque él fue a un recital esa misma noche de terror, aunque en otro lugar. Tal hecho es solo una postal o un punto en un mapa de la historia, la cual se desarrolla a continuación; su gran problema es el cómo y no tanto el qué. Durante los meses posteriores, la actividad nocturna (en especial bares, boliches y conciertos) tuvo los ojos de un control inexistente antes de la tragedia mencionada. Aquí el director Lucas Santa Ana hace una recreación de cartulinas de colores de los lugares “alternativos” a los que los adolescentes recurrieron para suplir esa ausencia. La estética planteada parece salida de los productos de Cris Morena; la composición de imagen y las situaciones narrativas responden a ese criterio. Zabo encuentra en un galpón abandonado la oportunidad para armar fiestas, las que se van agrandando en número de presentes por un ”boca en boca”. Las reuniones tienen el tratamiento de un cumpleaños infantil porque los personajes hablan de sexo y de otros problemas como si estuvieran recitando sus textos en un acto escolar; un problema casi de raíz en el cine argentino, del cual esta película no tiene la culpa. Desde el principio todo lo que no se puede contar en imágenes, Santa Ana lo rellena con una voz en off del protagonista, pobremente justificada por la existencia de un blog-diario íntimo. La historia sigue a Zabo en un derrotero por sus dudas en cuanto al amor; si le gusta una amiga muy amiga, si le gusta un amigo muy amigo (ah, por cierto, que se suicidó, nos cuenta un flashback al pasar) o si, finalmente, le gustan las chicas y los chicos por igual. La narración parece encontrar rumbo en el conflicto de la confusión amorosa o en el descubrimiento de sensaciones y demás peripecias. Se podrían resumir en: la amiga que le gustaba se va con otro pibe, una chica mayor que él de la que se enamora pero que tiene novio y, por último, una relación exclusivamente sexual con un compañero. Igual no, a Zabo no le gustan los hombres: él sólo está experimentando. Los cruces y enredos no tardan en hacer mella en su vida, como si fuera una bomba de tiempo a punto de explotar en cualquier momento. El libro del que se transpone el texto para esta película es un best seller, pero ello no resulta suficiente para que la cosa funcione. Que el tema sean los conflictos adolescentes, tampoco. ¿De qué sirven entonces los aspectos del lenguaje? ¿La fotografía está para alumbrar o para narrar con imágenes? ¿El sonido está para que se escuchen los diálogos o para intentar crear capas que cuenten a la par de lo que se ve? La crítica también es responsable: ¿Cuántas veces leemos o escuchamos de una película solo un extracto temático? Es un deber exigirle a una película que se valga de los recursos cinematográficos, de una nobleza que solo el cine puede dar. Yo, adolescente es una ametralladora sin control: sexualidad, muerte, suicidio, música, aborto, amistad y mucho más; todo en un compendio audiovisual de una hora y media. El abordaje propuesto apenas implica una lustrada a los temas, un tratamiento aleccionador de cotillón típico de una tira diaria. No es de extrañar que el libro sea presentado como un manual o una obra definitiva para escuchar a la juventud. De la misma manera que Abzurdah fue abrazada como la novela cumbre sobre las distorsiones alimenticias y el abuso sexual, aquí se pretende universalizar un gran tema. No hay nada más errado y peligroso que sugerir lo general para entender lo particular. Y Yo, adolescente, más allá de sus pobrezas cinematográficas, quiere ser la biblia de una generación, con todo lo terrible que eso conlleva.
La mujer indiscreta Hay un germen, al menos en muchas de las películas argentinas estrenadas durante la cuarentena, que radica en utilizar los procedimientos de los géneros para motorizar inquietudes sobre temas urgentes, sin caer en trazos gruesos. Algo con una mujer, de los directores Lujan Loioco y Mariano Turek, busca articular los últimos días de Juan Domingo Perón en el gobierno con la vida de una ama de casa amante de las películas y novelas de suspenso llamada Rosa (María Soldi). Es el año 1955 y las mujeres tienen un solo lugar: la casa. Rosa, de todos modos, no parece ser la esposa promedio de esos tiempos, y es así que pone en marcha su curiosidad más allá de las actitudes represivas que tiene su marido con ella, aunque casi siempre está ausente o yéndose de la casa. No hay que ser muy avispado para entender qué papel juega este hombre en el candente momento histórico que ambienta la película, ni tampoco para advertir que será parte del entretejido de una trama policial que se divisa en el horizonte del relato. Las producciones de época en nuestra pequeña industria resultan verdaderamente un desafío porque se lucha contra dos obstáculos: el presupuesto y el escaso valor que se le da a la preservación de edificios y fachadas históricas en las ciudades argentinas. Sobre este segundo punto surge uno de los mayores inconvenientes retóricos en esta película, compuesto por el uso excesivo de planos cortos en exteriores y de archivo documental. La trama tarda en alcanzar un punto de giro, el cual divaga entre una narración de ritmo cansino y de largas presentaciones de personajes. Esta otra articulación, la de una producción austera para una película de reconstrucción histórica con un guión parsimonioso para desenvolver el misterio, desvanece las ideas interesantes sembradas en los primeros minutos e incluso no logra recuperar la tensión sobre aquello que Rosa vio, nada menos que el conflicto de la película. Una subtrama que corre en paralelo tampoco adquiere sustancia y se pierde en la previsibilidad, bajo el concepto del triangulo de personajes. Son casi tangibles las similitudes con muchas películas del film noir pero es imposible no pensar la trama como una variación de La ventana indiscreta (1954). De hecho se estrenó en Argentina en el mismo momento de la película; apenas unas dos semanas antes de la toma de poder por parte de la “Revolución Libertadora”, como se la llamó a la Dictadura Cívico-Militar que derrocó a Perón en Septiembre de 1955. A pesar de contar con aceptables interpretaciones de María Soldi y de Abel Ayala (el hombre misterioso), la película se debate entre el estiramiento de situaciones y la modestia en ciertos aspectos que enriquecen a una producción con las intenciones de representar un momento histórico. El cine de planos cortos y pocos desplazamientos, respecto de las películas de género, quedó emplazado en los viejos telefilms que todavía sobreviven en el canal Lifetime, pero ya quedó demodé en sus formas. El final y algunas estrategias de fotografía (encuadres y uso de colores) hacen de Algo con una mujer una decepción porque denotan una materia prima explotable, además de contar a favor con un estreno en el momento del aniversario de los momentos aquí representados. Por lo que, como sucede con La noche de Francisco Sanctis (2016), podría haberse tratado de un gran ejemplo cinematográfico, construyendo un relato de género que acompañe la recreación de un acontecimiento de la Historia argentina sin usar un marcador grueso ni apelar a la solemnidad tan recurrente en nuestro cine.
Cumbia sin destino Un documental sobre un tema gigante puede dispararse hacia diferentes rumbos; la empresa de hacer uno histórico sobre uno de los ritmos más populares de Latinoamérica puede ser abrumadora e inabarcable. El concepto de recorte es fundamental, y no muchas veces opera en aquellos que se aventuran hacia las aguas del documental definitivo sobre un tema. Cumbia que te vas de ronda es una película arriesgada que ambiciona tocar todos los puntos donde alguna vez sonó el ritmo de la cumbia. Sin intentar ser rigurosa en el espesor de los personajes entrevistados, se enmaraña al ubicarlos en un mismo nivel sin distinciones, solo delimitados por las geográficas que denotan una marca propia. El director es el músico Pablo Coronel, cuya banda de cumbia aparece en pantalla y que es protagonista del mejor tramo del documental, al principio, cuando vemos una actuación en Portugal ante un público extraño para el ritmo. En el transcurso de este viaje por el mundo podremos observar que la música -más allá de la cumbia- no tiene fronteras ni recovecos exclusivos. Que Coronel sea músico explica las virtudes pero también las falencias de su intento por contar un camino posible de este estilo por el mundo. Es indudable que él y su equipo técnico (también músicos) exudan una pasión enorme por la cumbia, la misma que los lleva por largos pasajes sin un eje narrativo que aproveche mejor el enorme material de archivo recogido por varios países de Latinoamérica hasta llegar a Vietnam y Japón (donde, por supuesto hay un fenómeno con bandas y hasta discográficas dedicadas a la cumbia). No es casual que el peso de los 87 minutos de duración se sienta en el discurrir de imágenes que, además, parecen repetitivas sin un aporte que se articule con lo anterior ni con lo que sigue adelante en el relato. De hecho, la hipótesis de una globalización de la música por una corriente de acercamiento digital a la información se agota a los pocos minutos y lo que queda es un recorrido redundante. En la década del 90 algunos noticieros enviaban un corresponsal para registrar el fenómeno impensado del tango en Japón. Tres décadas más tarde ya no sorprende que en un país tan lejano se adopten costumbres que parecían ancladas a una identidad particular; el multiculturalismo llegó hace tiempo y de un documental de este corte se espera que aporte algo más que la declaración de un integrante de un grupo de cumbia japonés, o que al menos sus aseveraciones tengan un atisbo de particularidad, más allá de “la cumbia te hace libre”. No sería justo ignorar que la película tiene una dinámica que puede conmover a los que aman este estilo musical, aunque su caos narrativo puede expulsar a aquel que se acerca tímidamente con la intención de entender el fenómeno, la historia, y escuchar a muchos de los referentes entrevistados en varias partes del mundo. Un documental colorido pero dispar en sus búsquedas cinematográficas.
El fuego interno En su primera película en solitario, Franco Verdoia explora la historia de un pasado que vuelve e implosiona en un hombre adulto, y todo en un fin de semana largo que se presentaba como de descanso y familiar. Pablo (Esteban Meloni) llega junto a su mujer y el hijo de ella a una posada de Córdoba desde Porto Alegre, donde residen. La transformación interna se genera por la presencia de una pareja de huéspedes que trastoca la vida de Pablo, quien empieza a tener actitudes hostiles hacia su pareja (ambos están en pleno proceso de fertilización asistida, para colmo). Esa procesión que va por dentro se percibe en la incomodidad de la interacción entre su mujer, el niño y esta pareja. Como siempre, los tonos definen el tipo de película. Si bien los elementos descriptos podrían aventurar un thriller, la narración se direcciona hacia el drama psicológico pero no por ello sin carga de misterio. Lo más importante se construye en ese silencio de Pablo y Miguel (Gabriel Goity), que provoca tensión por la ausencia de palabras que expliquen -por más que la idea primaria en la cabeza del espectador se confirme- qué es lo que ocultan y qué papel juega cada uno. En ese juego de roles, en el que ambos deben simular una calma frente a sus parejas, está la mejor carta de Verdoia y que tanto Meloni como Goity saben jugar. Particularmente el primero compone desde las pausas, las miradas y el fuego interno a un personaje desesperado y roto pero desde la sobriedad interpretativa o, mejor dicho, en un registro cinematográfico. Las elecciones de puesta de cámara también contribuyen a este pesar, que no solo debe soportar Pablo sino también su mujer, como consecuencia de sus actitudes extrañas y hostiles. El uso de la subjetiva, de las angulaciones y de los tiempos de duración de los planos son cruciales para el moldeamiento de una incomodidad, por momentos intolerante. En 2018 HBO emitía The Tale, película semi autobiográfica de Jennifer Fox sobre una directora de documentales que ingresaba en un proceso de desenterrar un pasado que incluía reinterpretar ciertos hechos para entender lo que le sucedía en el presente. En comparación con La chancha, aquella historia se presentaba bajo una trama más compleja, en principio porque no sucedía en un tiempo límite sino que el (re) descubrimiento de la protagonista se cocía a fuego a lento y de manera mucho más turbia. Las similitudes entre ambas historias están en cómo se puede reconstruir un pasado o repensarlo para extirpar un dolor crónico que no se puede comprender conscientemente. Llegando al final, en la secuencia de las aerosillas, Verdoia desempolva una muñeca para manejar los tiempos de la tensión al encastrar los engranajes de un thriller, sin serlo necesariamente. El epílogo, que en apariencia presenta una resolución, marca una prolongación del drama como si se dijera que no existe una manera de ponerle fin al mal porque tan solo es posible entregárselo a alguien más.
La cotidianeidad que aplasta Hay directores que siempre hacen la misma película, dice un rezo pero no necesariamente es una afirmación descalificadora sino todo lo contrario. Hitchcock (casi) siempre hacía películas de hombres parados en el lugar y en el momento equivocado, por ejemplo, y probablemente ese concepto lo obsesionó como para pensar una serie de motivos sobre un mismo tema. De todas maneras, no son muchos los directores que incurren en esta estrategia narrativa con la misma nobleza que Hitch; hay otros que insisten en golpear la misma puerta, en darle topetazos o romperla de cualquier modo. Uno de esos es Marco Berger. Desde Plan B (2009) las películas de Berger son configuraciones exploratorias de la homosexualidad masculina en diferentes recipientes: el descubrimiento azaroso, la cotidianeidad, la comedia de enredos y demás formas de pensar un tema, por cierto, muchas veces llevados en el cine argentino desde el prejuicio o desde los estereotipos más burdos (el maricón o el trolo, por citar dos casos). Su estilo tiene un corazón que es el realismo, no en términos de Perrone pero sí en el de rodear la historia con actores que hacen su primera participación en cine o que nunca tuvieron que cargarse el protagónico de una película. Desde lo retórico también ha logrado una identificación, está el llamado “plano Berger” que no es más que un plano detalle de la pelvis de un personaje masculino, en este punto hay que aclarar que Schumacher en Batman y Robín (1997) ya lo había hecho, con igual fortuna pero sin “reconocimiento” de tal etiqueta. ¿Y qué hay de nuevo en El cazador? No demasiado; aunque, dentro de la monotonía y las limitaciones narrativas para expandir los intereses de las obras anteriores del director, hay un esbozo que ilusiona a pensar que existe un horizonte nuevo en su filmografía. Se narra el despertar sexual de un adolescente, y aquí lo bueno es que su elección en cuanto a preferencia de género no importa en la trama, sino que el film pega un volantazo hacia el suspenso. Para ello se vale de mecanismos como las subjetivas de un ojo voyeur, la música de cierta cadencia sostenida, el manejo de silencios en escenas exteriores nocturnas y la tensión como consecuencia de todos estos elementos enumerados. El castillo formal que Berger arma se vuela de un soplido; el artificio para incomodar (más porque se trata de una historia perversa sobre la explotación de menores) es un mero cadete que lleva los valores del cine a ese micro mundo que ya fue explorado por Berger muchas veces. Es como si en un punto retrocediera sobre sus pasos por miedo a introducirse en un entorno desconocido pues prefiere apoyarse en la seguridad de un terreno (a priori) firme. En la nombrada Plan B el tercer acto era el rulo que esa comedia necesitaba porque reforzaba la idea inicial sobre los temores heterosexuales. No es extraño que tal género funcione como sucede a menudo para resaltar subtextos que en los dramas más gruesos y llanos cachetean la cara del espectador sin mediaciones. Mientras tanto, en esta película, la oportunidad de utilizar los dispositivos del thriller para llevar adelante este triángulo de dos jóvenes explotados por un adulto inescrupuloso cae en el precipicio de la cotidianeidad; es decir, se opta por el camino de la historia sin segundo acto -una vez más- por sobre la chance de un halo de novedad o de alternativas poco transitadas en el cine argentino. El cine de Berger definitivamente se encuentra estancado. Ya da signos más que evidentes de revoloteos por las mismas ideas, pero más que nada no avanza por las mismas resoluciones que, paradójicamente, no resuelven las historias. De la misma manera que Campusano no logra escapar del laberinto en el que se metió su cine, Berger está atrapado en el devenir de los personajes con sus encapsulamientos dramáticos. Su próxima película será un desafío para saber si podrá salir de este pantano narrativo o si se halla cómodo en él.
El interior de los prejuicios La mirada sobre ciertos temas muchas veces peca de circunscribir una totalidad a partir de un único prisma que se tiene en cuenta, por ejemplo una región geográfica. Las problemáticas vinculadas con el movimiento LGBTQ no pueden pensarse de la misma manera en una ciudad como Buenos Aires que en pequeños pueblos de interior. Cristina Tamagnini, guionista y co-directora, decidió ficcionar la historia de Eric Staller (a quien ella conocía), un exponente de la docencia cooperativista en Córdoba víctima de la segregación por su preferencia sexual. Diego Velázquez es quien interpreta a este maestro (con otro nombre y en la localidad salteña de La Merced) de una manera austera y melancólica, pero poderosa en un silencio que lo detiene para vivir libremente dentro de una sociedad movilizada por el prejuicio. Su nombre lejos del mainstream, que hace parar la oreja cuando se atiende la presencia de los Darín, Francella, Peretti y otros, quizá merezca tener una atención más pronunciada tanto en la crítica como en el público. La narración precisa y sobria acerca de un docente que sufre la discriminación por parte de una sociedad anclada en el Medioevo lleva el concepto de alegato a una fortaleza más impactante, en relación con aquellas películas que se ponen un megáfono delante para alcanzar una llegada masiva. El guión de Tamagnini expone el miedo de las comunidades a las que los vientos de cambio todavía no llegaron; en el silencio de su protagonista se cuece la impotencia ante una virulencia infundada. El foco puesto en un personaje que se muestra aliado, como lo es el que interpreta Ana Katz, también desnuda esa hipocresía que se recuesta en la perspectiva rancia y maliciosa de lo que se denomina como “la gente”, en especial para justificar las miserias sociales. En la trama sobre el acto escolar, que atraviesa casi toda la historia, hay también cierta destreza narrativa y de austeridad dramática porque se genera tensión gracias a un tiempo límite trazado: los días faltantes para ese montaje de la obra protagonizada por los alumnos del maestro. El cine argentino estrenado durante esta cuarentena ofrece un halo de esperanza, tanto en el rigor de lo estrictamente cinematográfico como en la continuidad de historias que transcurren en otros espacios del país, lejos del AMBA (Tóxico y Las furias, dos estrenos de las últimas semanas, son ejemplos claros). Probablemente de una vez por todas podamos aceptar historias sobre personajes de diferentes lugares del interior como ya abrazamos normalmente lo que le sucede, por ejemplo, a un redneck de Portland en cualquier película.
La historia la cuentan los que tapan Quizás gracias a Netflix, en los últimos años el thriller español ha pegado un salto internacional sorpresivo: sus productos no sobresalen de la media y casi no aportan una cuota autóctona, aunque parece advertirse el descubrimiento de una fórmula. Esta se basa en los tiempos y en cierto valor de producción que las eleva en comparación con lo que se hace en el resto de Hispanoamérica. Sobre las formas del thriller reposa la historia de “Titanic Gallego”; así se conoce al naufragio del buque “El Santa Isabel”, que embistió el 1 de Enero de 1921 las costas de la Isla de Salvora en Galicia. Una tragedia que se cobró la vida de más de 200 personas pero que tuvo 56 sobrevivientes, gracias a la heroica acción de tres isleñas que, contra viento y marea lograron llevar a tierra a algunos tripulantes de la embarcación. El hecho no es tan lineal como se cree: hay corrupción, muerte, y sí, un intento por ocultar lo que verdaderamente sucedió. En su primera película de ficción, Paula Cons toma el núcleo de lo sucedido pero reconstruye la historia a partir de las omisiones en el relato oficial, aunque también incluye su hipótesis sobre los motivos por los cuales se ignora -casi completamente- el acto de salvataje por parte de Cipriana Oujo, Josefa Parada y María Fernández. Hay un periodista argentino (Darío Grandinetti) que llega a la isla para patear el hormiguero del asunto, que no tardará en desintegrarse, así como también aparecerán agentes del Estado que expondrán conductas ambiguas y sospechosas. Lejos de ser un retrato que solo pretende enaltecer a un grupo de personajes, el film se encarga de presentar grises y contradicciones, incluso de las propias heroínas. Hay una meseta narrativa que genera un caos en los dos misterios, el del hundimiento del barco y el de una desaparición. A pesar de la conexión entre ambos incidentes el guión se pierde en una nebulosa detectivesca que queda en la mera insinuación; ahí es donde el thriller español mete la cola y salpica la estructura dramática y los bemoles (más creativos) sobre lo que sucedió. En los pasajes donde Cons deja la película librada a la fortaleza de la historia (como si bastara para que camine sola), esta exhibe, paradójicamente, la mayor debilidad como obra cinematográfica. Las historias basadas en lo real pareciera que direccionan un relato casi en modo automático, como si el atractivo por tener ese rasgo que vincula la ficción con lo verídico fuera suficiente para ofrecer una narración. El cine no es solo un lienzo sobre el que se vuelca un manchón de tempera; hay muchos aspectos que pueden ponerse al servicio de la historia. Aquí, la destreza visual de Cons se deja entrever entre la necesidad de contar lo que pasó, tipo pancarta gigante detrás de un móvil de noticiero, y la idea de contar con imágenes; pero es tan solo un destello. La mirada femenina sobre este hecho es fundamental para entender qué se puso en juego al pretender ocultar o, peor aún, ensuciar a las protagonistas y provocar su olvido. La isla de las mentiras es una película irregular, que oscila entre la documentación de un hecho y algunas pinceladas cinematográficas para contar lo primero. Una película más bien necesitada que necesaria.