Enrique Carreras, 30 años después Es tan falso asegurar que no existen las buenas películas argentinas como creer que acá sólo se produce mal cine. Está claro que la primera afirmación es muy poco habitual, porque lo que sí no existen (y está bien que así sea) son los fanáticos acríticos del cine argentino. Por el contrario, la segunda es una creencia extendida: son muchos los que desprecian cualquier producción de la cinematografía local sólo por su origen y ni locos pagarían una entrada para ver una película nacional. Aunque no sea fácil de escribir en una crítica, películas como Una cita, una fiesta y un gato negro, debut como directora de Ana Halabe, de estética anticuada y desprolija, son un poco responsables de esa conducta. Pasatista por decisión propia, esta comedia parece no pretender más que su propia ligereza y aunque eso no la redima, al menos le otorga el beneficio de la honestidad. Y es que el más grave de los problemas no es el relato en sí mismo, el fondo, sino más bien una cuestión de formas. Gabriela (Julieta Cardinali) es una chica de clase media que resignó su carrera como publicista para poner una pinturería, con la que le va bien. Hasta que aparece Felisa (Leonora Balcarce), una amiga de la adolescencia a la que dejó de ver porque contagiaba mala suerte. Se trata del viejo cuento del mufa, mito sumamente porteño, pero de raíz europea (sobre todo italiana), al que la película no aporta mucho. De hecho, Felisa se dedica al negocio de la fabricación de pintura y la marca de sus productos no es otro que Fulminex. A partir de su reaparición, la vida de Gabriela se volverá un rosario de infortunios grandes o pequeños, que incluyen desde un robo a la pinturería y el descubrimiento de una posible infidelidad de su marido, a pisar baldosas flojas y cerrar el auto con las llaves adentro. Cercano en estética al cine de Enrique Carreras, pero con al menos 35 años de por medio como agravante, Una cita, una fiesta y un gato negro intenta un humor negro demasiado lavado, que carece de auténtica transgresión como para ser efectivo y, muy por el contrario, muchas veces parece basarse en prejuicios peligrosos. Como aquellas películas de los ’70 y parte de los ’80, el film de Halabe está sobremusicalizado, sobresonorizado, fotografiado y montado de manera rudimentaria. Como broche, sobre el final la moraleja deviene moralina, complicando más el collage que conforma el relato. Más allá de estos argumentos debe destacarse la labor de Rita Cortese, quien consigue rescatar a su personaje, y reconocer a Roberto Carnaghi, Fernán Mirás, Leonora Balcarce y hasta Julieta Cardinali, que a pesar de todo dan muestras de oficio.
El otro yo de Carlos El debut en el largo de la rama más joven de los Bo comienza como una comedia amarga y sigue como drama íntimo, pero termina como una tragedia de Iñárritu, para quien Armando colaboró en Biútiful. Imaginar una película en la cual la premisa es contar las desventuras de un imitador de Elvis que trabaja en una fábrica de cocinas y vive en un barrio populoso del sur del Gran Buenos Aires parece, a priori, un camino de ida hacia la comedia. Y un poco así es como empieza El último Elvis, ópera prima de Amando Bo, hijo de Víctor Bo, el Delfín de los superagentes, y nieto del legendario director de las películas de Isabel Sarli. La sola mención de semejante árbol genealógico es en sí mismo un incentivo a la curiosidad y no es extraño que quienes conozcan el prontuario cinematográfico de la familia Bo sientan deseos de saber qué clase de película será ésta. El caso es que los de sus ancestros no son los únicos antecedentes de Armando Bo nieto: él es además uno de los guionistas de Biútiful, primera película del famoso director mexicano Alejandro González Iñárritu luego de romper su relación profesional con Guillermo Arriaga, el guionista de sus primeras tres películas (las exitosas y maniqueas Amores perros, 21 gramos y Babel). De hecho, que el propio Iñárritu figure en los créditos como productor puede hacer que muchos miren de costado con algo de desconfianza. Y no sin razón: El último Elvis comienza como una comedia amarga y sigue como drama íntimo, pero termina como una de Iñárritu. Durante el primer acto de la película se presenta a Carlos Gutiérrez como un proletario roquero que se gana unos pesos imitando a Elvis Presley en cumpleaños, fiestas y eventos de todo tipo. Las escenas de él entre una multitud de dobles amontonados en la agencia encargada de conseguirles trabajo bien pueden ser el inicio de una comedia que se propone marchar por las diagonales del absurdo. Pero no es así. El último Elvis, aun con humor, comienza a volverse seca, realista, y el espectador descubrirá en Carlos ciertos desequilibrios. Que haya bautizado Lisa Marie a su hija e insista en llamar Priscilla a su ex cuando ése no es su nombre, irá dándole al cuento una pátina oscura. Como en el ensayo de Freud dedicado a Lo siniestro, lo que aparece cada vez con mayor nitidez es la figura del doble, con todas sus aristas ominosas y fantasmales. Pronto se sabrá que él no se siente un imitador: como ocurre con la santa trinidad cristiana, este hombre de patillas tupidas entrado en kilos es Carlos, pero al mismo tiempo también es Elvis (o así lo siente él). Los problemas con su ex, la distancia con Lisa, la frustración de la vida en una fábrica son las piezas de un detonador a punto de hacer estallar a Carlos. Es la crónica de un final anunciado. No puede decirse que el guión tenga fisuras que merezcan marcarse, más allá de su impiedad con los personajes. Tampoco que la película falle en lo técnico, lo estético o en la producción: las locaciones son estupendas; la fotografía es buena; la puesta de cámara, inteligente; los actores están muy bien. Uno de los puntos fuertes de la película de Bo es su protagonista, John Mc Inerny. En la piel de este Elvis del conurbano, Mc Inerny consigue atraer al espectador tras de sí, ya sea por esa extraña y permanente mirada de hastío o por la magnífica voz con que el actor interpreta una decena de temas del repertorio clásico de Presley. Ese es el mayor mérito de la película y de Bo como director: haber encontrado el actor para su personaje. Pero, con la excusa de filmar como quien mira bonito, Bo abusa del preciosismo para perseguir a su personaje hasta acorralarlo sin salida. Que es cierto, es allí a donde el mismo Elvis quiso llegar. Sin embargo, hay un regodeo casi voyeurista en ese retrato magnífico de las miserias tomado casi por la fuerza. En la escena final, los recursos de una cámara súper lenta y el fuera de foco se complotan para mostrar en una sola toma lo mejor y lo peor de El último Elvis. El retrato que Bo traza de Carlos tiene muchas veces la perfección del hielo, un frío que desaparece cada vez que Elvis entra en escena. El debut de Armando Bo nieto como director merece verse, ya sea para amarlo o para pelearse con él.
Todos juntos contra una amenaza exterior La reunión de varios de los más importantes personajes de la factoría de superhéroes Marvel –empezando por Capitán América, Iron Man y Hulk– sublima una de las fantasías fundacionales de los EE.UU. como imperio: combatir a un enemigo externo. Cuando se habla de cultura y arte pop, lo primero en que cualquiera piensa es en una lata de sopas Campbell o en la peluca de Andy Warhol. Si se insiste un poco, seguramente se llega a los cuadros de historieta de Roy Lichtenstein. Nada mejor que empezar por la historieta y el pop para hablar de Los Vengadores, la película que reúne en un mismo plano a varios de los más importantes personajes de la factoría norteamericana de superhéroes Marvel: Capitán América, Iron Man, Hulk, Thor, Ojo de Halcón (Hawkeye) y Viuda Negra. Y está bien decir varios, porque no son todos; también pertenecen a esta casa el Hombre Araña, los 4 Fantásticos, X-Men y con eso alcanza para darse cuenta de la importancia de Marvel dentro de la cultura popular norteamericana y por extensión, guste o no, también global. La apuesta del estudio Marvel, recientemente comprado por Disney, es muy fuerte, ya que apela a reunir a uno de los grupos de superhéroes más notorios, conocidos como “The Avengers” (los Vengadores del título), para conseguir un rendimiento de taquilla acorde con las expectativas. Basta recordar que los seis filmes en los que algunos de estos Vengadores aparecieron en solitario (dos de Iron Man, dos de Hulk, una de Thor y otra de Capitán América), recaudaron unos 2500 millones de dólares, y que si bien está lejos del Hombre Araña, que obtuvo una cifra similar sólo con tres películas, o de los mil millones de Christopher Nolan con su Batman, caballero de la noche, no deja de ser un negocio apreciable. Pop y negocio son entonces las palabras clave para pensar una película como ésta. La historia contiene todo lo que se espera encontrar en ella. Ante la amenaza de una inminente invasión extraterrestre encabezada por el dios Loki, una organización secreta de inteligencia llamada S.H.I.E.L.D. (escudo en inglés), se encarga de reunir a un ecléctico grupo de hombres de acción como vanguardia de la defensa planetaria. En pocas palabras: un escuadrón de súper soldados para combatir una amenaza externa, una de las fantasías fundacionales de los EE.UU. como imperio. No está de más invitar a leer War Stars, guerra, ciencia-ficción y hegemonía imperial, notable libro donde el norteamericano Bruce Franklin aborda el tema en detalle y cuya tapa ilustra justamente Capitán América, líder natural de esta tropa de élite. Pero antes de enfrentar a los malos, estos héroes de egos tan grandes como sus músculos deberán resolver cuestiones de cartel. Y será todos contra todos: Hulk contra Thor; Thor contra Iron Man; los dos contra el Capitán América, y así. Pero la libertad amenazada al fin los pondrá a trabajar en equipo. Los Vengadores es un clásico del comic cuyos seguidores hasta hace poco lo consideraban intransferible al cine. El estreno en 2008 de Iron Man, con Robert Downey Jr., marcó el comienzo de este sueño ahora cumplido. No es ocioso mencionar a Downey, porque sobre su gran trabajo en la personificación del excéntrico millonario Tony Stark y su metálico alter ego se cimenta gran parte del éxito de esa película. El ácido sentido del humor del personaje es tomado y amplificado por el director de Los Vengadores, Joss Whedon, consiguiendo lo que en las películas de los otros tres héroes centrales brillaba por su ausencia. Todo el humor que desbordan las dos Iron Man y que apenas aparece en Thor, bastante menos en Capitán América y nunca en las dos fallidas Hulk (fracasos económicos antes que artísticos, sobre todo en relación con el primero de ellos, dirigido por Ang Lee en 2003), es la herramienta más potente de Los Vengadores. Pero ya no es el personaje de Downey el único capaz de utilizarlo con solvencia. La nueva versión de Hulk, interpretado por Mark Ruffalo (el tercer doctor Banner, después de Eric Bana y Edward Norton), es sin dudas el gran hallazgo humorístico de la película. Whedon y su guionista Zak Penn aprovechan su irascible subnormalidad para hacerlo actuar muchas veces como poseído por el espíritu desquiciado de Tex Avery. Más pop que eso, casi imposible. A menos que se quiera mencionar el clásico traje chauvinista del Capitán América, diseñado en base a las barras y estrellas de la más pop de las banderas del mundo. Acaso por ahí venga lo menos valioso de la película. A esta altura, debe admitirse que esa necesidad de subrayar cada parte del discurso donde se afirma que en el Norte siempre se pelea por la libertad de todo el mundo ya es un poco cínica. Tanto como esa megalomanía tan norteamericana de fantasear invasiones y catástrofes que (casi) nunca les ocurren, pero que siempre se encargan de exportar a todas las latitudes. Pero esta vez ni eso alcanza para arruinar el buen momento de cine pop (y gran negocio) que representa Los Vengadores.
Padre e hijo detrás de la Celeste La película es el relato de un vínculo, un diario de viaje y una road movie con algunos personajes soberbios. El cine es un ritual en el que sus fanáticos se juntan en una platea a disfrutar de su pasión. Quien ama el cine lo hace sin condiciones, en las buenas y en las malas, y por eso sus seguidores son capaces de volver a insistir siempre una vez más, incluso tras haber visto una película horrible. El fanático del cine puede incluso llegar a los extremos de ser patotero y peleador en defensa de los colores de “Su Cine”. Cualquiera que conozca el paño sabe que no es raro cruzarse con algún barrabrava que siempre pretende imponer por la fuerza sus gustos y ardores estéticos. Casi como un hincha de fútbol. 3 millones, la inesperada pero bienvenida película que Jaime Roos dirigió con su hijo Yamandú, siguiendo la campaña de la selección uruguaya de fútbol durante el Mundial de Sudáfrica, consigue reunir en un mismo objeto ambas pasiones del mejor modo posible. Es decir, 3 millones no es sólo una película sobre fútbol sino, ante todo, una película. Y todo el que padezca una pasión (el fútbol) o la otra (el cine,) sin dudas disfrutará de este recorrido múltiple que imaginaron los Roos. Antes de seguir es necesario suministrar cierta información importante. Descontando que todos saben ya que Jaime Roos es uno de los músicos más importantes del Uruguay, lo mejor es decir algo sobre Yamandú, el hijo del cantante. Yamandú Roos tiene 31 años, nació y vive en Holanda, y es hijo de una nativa de las tierras bajas. Además es fotógrafo profesional especializado en fútbol, ligado incluso a campañas publicitarias de la multinacional Nike. Aunque no lo parezca, todos estos datos son vitales para hablar de 3 millones. Primero porque Yamandú es responsable de gran parte de la calidad fotográfica de la película. Luego, y tal vez más notorio, porque el destino quiso que sus dos patrias se enfrentaran dentro de una cancha en las semifinales del campeonato. Un dilema que nunca fue tal para el joven Roos: como su padre, él es hincha incondicional de la Celeste. 3 millones tiene la virtud de ser mucho más que un documental sobre la exitosa participación uruguaya en el Mundial de Sudáfrica. Sí sólo fuera eso sería como ver Fox Sports en pantalla gigante y difícilmente alguien pueda imaginar una tortura más terrible. Pero no. Montada fuertemente sobre ese eje, la película de los Roos es además el relato de un vínculo, diario de viaje de un padre con su hijo y road movie con algunos personajes soberbios. Entre ellos el más atractivo es Yamandú: divertido y seductor, el hijo de Roos recorre la película (y Sudáfrica de punta a punta) tan preocupado por el fútbol como por conseguir chicas, piropeando a cuanta mujer hermosa se le cruza y obteniendo casi siempre el premio de prometedoras sonrisas. Más interesado en la campaña celeste, Jaime se encarga de los textos y, ante los múltiples intereses de su hijo, de aportar el anclaje futbolero y musical de la película. Es él quien deja claro al comienzo que si a un Mundial no se va con la ilusión de ganarlo es mejor no ir; pero también quien, sobre el final, no oculta el orgullo de haber llegado lejos respetando una tradición. Toda la película transcurre basculando entre ese deseo de triunfo y la satisfacción del orgullo por lo propio, dos fuerzas en tensión que los directores consiguen mantener en permanente equilibrio. En los textos que el músico escribió para la película se percibe además cierto aire a la prosa de otro hincha celeste, el Eduardo Galeano de El fútbol a sol y sombra, libro del autor dedicado a ese deporte. En una de sus mejores frases, que tiene sentido ya desde el título, Roos dice con resignación durante uno de los siete partidos disputados por Uruguay en Sudáfrica: “Como siempre, somos visitantes”, aludiendo a ese paisito con apenas tres millones de habitantes, pero dueño de una de las historias más ricas del fútbol. En cuanto a lo estrictamente futbolístico, 3 millones tiene algunas interesantes imágenes exclusivas tomadas por Yamandú (quien asistió al mundial acreditado como fotógrafo y vio todos los partidos dentro de la cancha), incluyendo videos y sobre todo fotos de una potencia envidiable y elocuente. A él también pertenecen algunas tomas realizadas por toda Sudáfrica, incluyendo algunas bellísimas de los barrios más humildes de aquel país, que ni el propio padre se explica cómo consiguió. Por tantos motivos puede decirse que 3 millones es una película de ruta y, además, el relato épico acerca de las hazañas de un gran equipo de fútbol.
Si se pudiera imaginar una cruza entre lo más condescendiente de la comedia francesa y un universo femenino almodovariano pero clase B, tal vez así se pudiera andar cerca de lo que propone Las mujeres del 6º piso, que casualmente es el sexto largometraje del francés Philippe Le Guay. Ambicioso en su concepción, el objetivo del experimento pareciera ser la obtención de una comedia romántica con apuntes sociales, y el deseo de oponer las atrocidades de la dictadura franquista a la realidad pequeñoburguesa de la sociedad francesa a comienzos de los años ’60, cuando la popularidad del general De Gaulle iniciaba su lenta curva descendente. El resultado es una versión ligerísima de ese hipotético proyecto, en el cual los elementos de la comedia resultan convencionales y cuya mirada social, en lugar de conseguir ser aguda, apenas aporta detalles superficiales sobre el contexto histórico. Ambientada en París 1962, el universo de Las mujeres del 6º piso se limita a los habitantes de un edificio que intenta ser un modelo a escala de la sociedad francesa de la época. Ahí dentro, la burguesía acomodada es representada por el matrimonio de monsieur Joubert y señora que, instalado plácidamente en uno de los pisos inferiores del edificio que les pertenece por herencia, encuentra en las exiliadas del franquismo una mano de obra ideal (barata y trabajadora) para cubrir puestos del servicio doméstico. He ahí a las mujeres de ese sexto piso al que alude el título, que al norte de los Pirineos encuentran en sus paellas, su música y la religión un remedo de esa Patria ahora deforme. El cruce entre ambos mundos, el plácido pero aburrido de los Joubert, y el pobre pero vivo de esas mujeres doblemente exiliadas, ocurrirá cuando los primeros deban echar a la mujer francesa que ha servido para ellos durante décadas, y tomar en su reemplazo a María, una joven recién llegada de España. En la simpatía y simpleza de ella, el señor Joubert encontrará mucho más que una empleada: María será para él la puerta de acceso a una nueva vida posible. De esa oposición entre el aburrimiento de los chicos ricos y la felicidad empecinada de los pobres, Las mujeres del 6º piso hará brotar el amor a fuerza de golpes de efecto. Mientras se empalaga con la pobreza digna, la película reduce a la Guerra Civil Española al mismo y triste pintoresquismo histórico, poniendo en boca de una de esas mucamas el relato de la tortura y asesinato de sus padres frente a sus ojos. Escena que aquí es apenas un detalle de color y que ese buen burgués que encarna el señor Joubert utilizará para intentar inculcarles alguna dosis de conciencia social a esos dos hijos suyos que mastican quejas de panzas llenas. No es que todo sea criticable en esta comedia: cuenta con un elenco eficiente que consigue hacer que el relato pueda seguirse a pesar de lo esquemático. Fabrice Luchini –que ha trabajado con directores como Claude Chabrol o Eric Rohmer y a quien se ha visto recientemente en Potiche, las mujeres al poder, comedia kitsch de François Ozon– es el actor ideal para dar vida al caricaturesco señor Joubert. Del mismo modo un compacto grupo de actrices españolas, con Carmen Maura y Natalia Verbeke al frente, entregan un abanico femenino que, aun limitado por los estereotipos, no deja de ser simpático. A pesar de ello, Las mujeres del 6º piso no consigue evadir las moralejas obvias ni los clichés del cuento de hadas. En definitiva, una película apta para amantes acríticos de los finales felices.
Saga de la dama y el fullero Valeria Bertuccelli y Jorge Drexler encuentran papeles a medida y una buena historia para llevarlos, aunque es cierto que, puesta en la perspectiva de su filmografía, no es ésta la película más lograda del realizador de El abrazo partido. A esta altura puede decirse que Daniel Burman es el más prolífico de aquella generación de directores que explotó a finales de la década del ’90 con los cortos reunidos para la primera versión de Historias breves. De ese proyecto participaron varios de los directores que pocos años después se convertirían en los más importantes del cine nacional de los últimos 25 años, como Lucrecia Martel o Adrián Caetano, a quienes por diferentes motivos habría que sumar a Trapero, Campanella, Alonso y algún otro. Sin embargo, ninguno de ellos logró mantener la asombrosa constancia de estrenar un nuevo film cada dos años, con un estándar cualitativo alto y homogéneo. Siguiendo con esta tradición que comenzó en 1998 con su debut Un crisantemo estalla en cincoesquinas, Burman presenta La suerte en tus manos, film en el cual vuelve a insistir con ciertos temas que, extendiéndose a lo largo de su filmografía, ya pueden calificar como obsesión. Interesado en retratar núcleos sociales cerrados, micromundos siempre vueltos sobre sí mismos, o en abordar la complejidad de las relaciones y los vínculos amorosos y de familia, Burman logra en cada título aportar un nuevo ángulo para observar sus objetos de interés. Si en la trilogía integrada por El abrazo partido (2004), Derecho de familia (2006) y El nido vacío (2008) intentaba (y conseguía) deconstruir y reconstruir la compleja red de lazos paterno-filiales, yendo de hijos a padres de ida y de vuelta, en Dos hermanos, su film de 2010, optó por salir de los sistemas de vínculos verticales para sumergirse en la relación horizontal de los hermanos del título, una vez que ellos se veían liberados del peso simbólico de la generación anterior, tras la muerte de la madre. En La suerte en tus manos todos estos tópicos regresan pero, además, con el propio director ya próximo a cantar sus 40, hace su aparición la crisis de la mediana edad. Uriel (el cantautor uruguayo Jorge Drexler, en su debut como actor) es un cuarentón recién divorciado y padre de dos hijos preadolescentes, con una marcada tendencia a las obsesiones y las compulsiones. Dentro de las primeras se cuentan su firme decisión de practicarse una vasectomía y su fijación con los albergues transitorios y hoteles en general. Dentro del segundo grupo pueden mencionarse el poker y la mentira, dos costumbres que parecen llevarse bien entre sí. Aunque en apariencia menos neurótica, Gloria también tiene lo suyo. Con residencia en París, de novia desde hace años con un francés estreñido que ya ni le toca un pelo, y conmovida por la muerte de su papá, ella decide volver a Buenos Aires, donde la espera (es un decir) su madre, una intelectual pretenciosa, fría y dominante. Uriel y Gloria salieron juntos años atrás y ella lo dejó por aburrimiento, por lo que suponía una falta de compromiso de parte de él. Pero el destino vuelve a cruzarlos en Rosario, a donde él fue a matar dos pájaros de un tiro: hacerse la operación y jugar un torneo de cartas profesional. Como en una suerte de versión concentrada del díptico del norteamericano Richard Linklater Antes del atardecer / Antes del amanecer, Uriel y Gloria caminarán por Rosario, volverán a conectarse, pero él no querrá confesar que sigue trabajando en la financiera que heredó de su padre y se inventará el rol de promotor artístico a cargo de reunir a la trova rosarina, con Baglietto, Garré, Goldín y Abonizio. Todo marchará bien hasta que el juego de la mentira se le vuelva imposible. Hay algo woodyallenesco en la metódica producción cinematográfica de uno y otro, pero esa familiaridad también se traslada a las historias, protagonistas y detalles que componen las películas de Burman, mucho más allá de la permanente referencia al imaginario judío. De las criaturas de Burman, el Uriel compuesto por Drexler es sin dudas el que más se acerca al personaje estereotípico del director estadounidense. El uruguayo sale airoso en su debut como actor y parece evidente que para su composición por un lado se ha inspirado en los trabajos de Allen, pero también en los de su compatriota Daniel Hendler, “Chico Burman” de El abrazo partido y Derecho de familia. Hábil para hacer rendir cada recurso, Burman aprovecha la labor de Drexler que, junto al carisma natural de Valeria Bertuccelli (en otro papel a su medida), son la base para que la película resulte un cuento agradable aunque más lineal que otros de sus trabajos. Incluso en los últimos 20 minutos cede a los mecanismos del realismo mágico norteamericano, para recargar la felicidad de un happy ending casi a la Disney Channel. En el balance final y puestos a comparar, La suerte en tus manos se queda algo atrás de la trilogía integrada por sus películas de 2004, 2006 y 2008, que continúan siendo lo mejor de su filmografía.
El viejo sueño de vivir sin laburar Cuatro muchachos de barrio, a quienes las frustraciones de la realidad los empujan tras el sueño del dolce far niente, se asocian para instalar un cartel de publicidad fija en la terraza de uno de ellos y vivir del alquiler de ese espacio. De entre los sueños más típicamente argentinos (y por ello también humanos), el de vivir sin trabajar se encuentra entre los más asiduos. Conseguir el “currito” que permita al afortunado disfrutar del dolce far niente es, sin dudas, el anhelo de quien se precie de pertenecer a alguna de estas dos especies. Un tema del que ya antes se ha ocupado el cine, pero que regresa en El vagoneta en el mundo del cine, un film nacional modesto en términos de producción, apéndice fílmico de una exitosa serie web, que con algunas buenas ideas –que no por buenas dejan de ser también modestas– consigue lo que a otros con mayores presupuestos y pretensiones se les suele escapar: la sonrisa del espectador. Cabe aclarar que muchas veces se trata de sonrisas que ni siquiera llegan a los labios, pero está claro que sonreír es, antes que otra cosa, un estado de ánimo y esta película, ópera prima de Maximiliano Gutiérrez, transita ese tono. Cuatro amigos, muchachos de barrio a quienes las frustraciones de la realidad los empujan tras el sueño antes mencionado, deciden asociarse para instalar un enorme cartel de publicidad fija en la terraza de uno de ellos y vivir del alquiler de ese espacio. Ocurre que ninguno parece ni muy voluntarioso ni demasiado lúcido como para dedicarle tiempo e ingenio al asunto y cinco años después se encuentran con una orden oficial para retirar el bendito cartel, que en todo ese tiempo nunca estuvo ocupado. El problema de los sueños es que al despertarse se terminan: los cuatro amigos en bavia se encuentran de pronto en el compromiso de salvar su proyecto, como si toda esperanza se les fuera en ello. A partir de los problemas y personalidades de cada uno, El vagoneta encuentra en estos amigos la posibilidad de representar distintas formas en que la sociedad actual vacía de estímulos a la juventud. Desempleado crónico, Matías tiene ideas pero se deja atrapar con igual comodidad por la ilusión de las soluciones mágicas y la sabiduría módica de frases impresas en sobrecitos de azúcar. El gordo Walter es una masa de nervios y tensiones contenidos siempre a punto de desbordar, que ama a su mujer pero no puede sacarse de encima la carga de un suegro prepotente. Rama por su parte es inseguro, una suerte de Zelig que tanto le teme a tomar cualquier decisión como a contrariar a los demás con sus opiniones. Ponce en cambio es fanfarrón, mujeriego y mentiroso, aunque sostiene que la verdad es siempre la mejor opción. Los cuatro no son sino adolescentes crecidos que mantienen los traumas y las taras de aquella edad. Personajes que si pertenecieran a un film norteamericano, sin dudas encajarían en las películas de Apatow o Greg Mottola, pero son argentinos y en lugar de la extroversión del norte tienen la melancolía del Río de la Plata. En busca de un cliente para salvar el cartel, llegarán al mundo del cine, yendo tras el productor de la película Un tanque, éxito de taquilla en la ficción. Para firmar el contrato, los cuatro deberán ir a Mar del Plata, en un viaje de algún modo iniciático, donde se lleva adelante el tradicional Festival de Cine. Un acierto de El vagoneta es permitirse oscilar en estilos de humor diverso, y tanto puede recordar ligeramente a las comedias de Olmedo y Porcel, o parodiar otros géneros cinematográficos (la escena del duelo entre Walter y su suegro es un agradable remedo de spaghetti-western), pasando por diálogos truncos y silencios prolongados que parecen reírse un poco de ciertos clichés del Nuevo Cine Argentino. Aunque peque de reiterativa, luzca más cerca de la estética televisiva, cargada de cameos al tono (Francella, Víctor Bo, Silvina Luna, Karina Jelinek, Pocho La Pantera y varios otros), y sin ser una maravilla, El vagoneta en el mundo del cine es una apuesta infrecuente y no negativa.
Ingenio pedestre y ausencia de verosimilitud No es extraño que el cáncer sea un tema habitual en el cine, sobre todo en la industria norteamericana, hábil manipuladora a la hora de trasladar a la ficción las palancas emotivas de la realidad. Una larga lista de obras incluye esta enfermedad dentro de sus tramas, con un nivel dramático tan relevante que hasta puede decirse que se trata de un personaje más dentro de sus argumentos. Las hay lacrimógenas y también de aquellas que, sin desaprovechar las posibilidades trágicas, insisten en tomarse las cosas de modo menos sentencioso y con algo de humor. También Amor por siempre, segunda película de Nicole Kassell –cuyo trabajo anterior es la mucho más rica El hombre del bosque–, intenta circular por ambos carriles. Marley Corbett (Kate Hudson) es una chica trabajadora, graciosa, buena amiga, divertida, casi perfecta. Su única contra parece ser la repetida falta de interés para asumir compromisos sentimentales con los hombres, pecado que en el mundo conservador del statu quo hollywoodense es imperdonable. Un detalle no menor, ya que muchos guionistas y directores creen que no hay mejor recurso para redimir a sus personajes que castigarlos por defectos así. En este caso será un cáncer intestinal el que pondrá a Marley en vereda, para que pueda aprender al fin lo que es amar. Esta sería la parte triste del asunto, que tiene (o le encantaría tener) un contrapeso cómico. Porque como Marley es la más positiva de las almas, buscará soportar su enfermedad a través de la buena actitud. El problema no es ése, sino la abundancia de un ingenio demasiado pedestre, de la incorrección política mal utilizada, y una palpable ausencia de verosímil que pone en evidencia que tanta ligereza tiene como única función subrayar los trazos fatales del cuento. Todo agravado por personajes secundarios de molde y sin gracia, que cargan con una falta de sustancia propia de quienes han construido una vida rodeada de vacío. El retrato de un mundo en donde la gente es feliz sólo si, aun al filo de la muerte, tiene un millón de dólares para ir de compras. Y eso tampoco falta. Dentro de su costado “festivo”, Amor por siempre también tiene una arista new age. En medio de un viaje astral provocado por la anestesia durante una colonoscopia, Marley tiene la suerte mayúscula de ser recibida por Dios, quien le concede tres deseos a la moribunda en cierne. En tren de ser buena onda, la película no sólo convierte a un hipotético dios occidental en un remedo del genio de la lámpara, sino que le calza la piel, la voz y los berretines simpáticos de Whoopi Goldberg (suponiendo que alguien crea que Whoopi Goldberg sigue siendo simpática y buena onda). Los deseos de Marley por supuesto son tan obvios como vacuos: aprender a volar y aquel millón de dólares. Ambos acabarán por cumplirse arbitrariamente. Al tercer deseo, predecible como los anteriores, ella lo irá descubriendo a medida que avance en su odisea. Bastará decir que el coprotagonista es el mexicano Gael García Bernal, atípico galán que interpreta al joven oncólogo que lleva adelante el tratamiento de Marley... Para qué decir más.
Gemelos para un mecanismo de comedia básico Como sucedió antes con otros comediantes muy populares en los Estados Unidos, a Adam Sandler también se le ocurrió que aparecer él mismo multiplicado en una película podría ser algo divertidísimo. Eddie Murphy, especialista en eso de la clonación narcisista, es el caso paradigmático de que esa idea rara vez funciona, por no decir casi nunca. Aunque existen películas notables en las que un actor interpreta varios personajes, como Doctor Insólito (pero claro, se trataba del Kubrick más genial y de Peter Sellers, uno de los más grandes comediantes de la historia del cine). O más humildemente a Mis otros yo, donde el injustamente olvidado Michael Keaton hacía gala de su ductilidad y gracia. Pero el caso de Jack y Jill, último trabajo de Sandler, en el que interpreta a una pareja de hermanos gemelos (hombre y mujer), es más cercano al despropósito de Murphy en, por ejemplo, Norbit. También es cierto que, fiel a su estilo, Sandler no se toma la cosa para nada en serio y su burda personificación de Jill, la gemela, es en parte un efecto buscado, parte de la broma. Aunque la broma no sea nunca demasiado graciosa. La historia, como en casi todas las películas de Sandler y de su productora Happy Madison (que también se encarga de promover los trabajos de algunos de sus amigotes, como Rob Schneider), es apenas la excusa para activar un mecanismo de comedia muy básico. Jack y Jill son gemelos, pero él la detesta y con razón. Ella vive en el Bronx y una vez por año visita a su hermano en Los Angeles, donde él trabaja como director publicitario y todas las veces lo saca de quicio. Jack está preocupado porque debe conseguir que Al Pacino se interese en filmar una publicidad para la cadena Donkin Donnuts (su mejor cliente), para promocionar un nuevo producto, el capuchino Donkachino, aprovechando la rima del apellido del actor. Pero su hermana es una molestia permanente y no consigue concentrarse. El humor de Sandler nunca ha sido fino, ni en sus mejores películas, como No te metas con Zohan. Pero la permanente apelación a recursos cómicos tan elementales como los pedos y sus consecuencias, o los contrastes culturales entre el pequeño burgués norteamericano y los inmigrantes latinos o los indigentes con dificultad consiguen una sonrisa. Algo mejor le va con la subtrama de Al Pacino, aunque no precisamente porque esa historia sea más sólida o tenga mejores gags. No. Lo gracioso es ver a Michael Corleone, a Caracortada, quien ha sido reiteradas veces criticado por reducir sus últimos trabajos a desmesuradas parodias megalómanas de otros anteriores, hacer exactamente eso mismo, pero en broma. Sus escenas de desborde durante una interpretación shakespeareana son, por lejos, lo mejor de la película. Lo mismo se aplica a su aparición junto a Johnny Depp en un partido de básquet; sus intentos por seducir a Jill; el chiste del Oscar o su entrada final. Es que si algo inteligente hace Adam Sandler en casi todas sus películas, es elegir buena música y buena compañía. El spot final de Donkachino lo confirma. Pero tal vez el viejo Al esté tan arrepentido de todo esto como su alter ego en la pantalla.
Peter, experto en el arte de hacer reír Las dificultades de llevar un programa a la gran pantalla se diluyen en la efectividad de pasajes que producen verdaderas joyas de la comedia: alcanza para compensar otros menos logrados, y certifica por qué la dupla Capusotto/Saborido es auténticamente popular. Muchas veces se confunden los conceptos de lo popular y lo masivo, por lo general para hacer pasar por uno lo que apenas es lo otro. Mientras que lo masivo no es más que un valor estadístico que indica un determinado nivel de consumo (uno muy alto, claro), lo popular es aquello que los pueblos hacen propio por cultura, tradición o afecto. Ninguna de estas categorías incluye de facto a la otra, y tanto pueden cumplirse de manera independiente como simultánea. El caso de Diego Capusotto es paradigmático. Su programa de televisión (Peter Capusotto y sus videos) se ha convertido en un auténtico fenómeno popular, al punto de exceder el formato original para multiplicar su éxito a través de redes sociales, libros y ediciones en DVD. Y sus personajes no sólo se han vuelto recurrentes en charlas cotidianas, sino que han propiciado la aparición de ensayos como La sonrisa de mamá es como la de Perón, donde varios intelectuales (Horacio González o María Pía López entre ellos) utilizan estas creaciones para proponer algunas interpretaciones de la realidad y la historia en tiempo presente. Por su parte, la condición masiva puede comprobarse antes en el carácter viral de la circulación de su trabajo a través de Internet o la piratería, que en las cuestionables mediciones del rating televisivo. Sin dudas el estreno de la película Peter Capusotto y sus 3 dimensiones suma un nuevo elemento a estas cuestiones, y alimenta una bien ganada reputación. En principio, la premisa es sencilla: trasladar a estos personajes de la pantalla chica a la grande, intentando replicar su espíritu anárquico y subversivo dentro de una narración cinematográfica. La apuesta requería de un trabajo nada sencillo de adaptación, ya que la sucesión de sketchs, tan propia del formato televisivo, no necesariamente deviene en película. La excusa para hilvanar las diferentes situaciones es el relato realizado por Violencia Rivas, uno de los personajes icónicos de la factoría integrada por Diego Capusotto junto a su guionista y director Pedro Saborido, quien con la excusa de escribir una carta a sus hijas, comenzará a lanzar sus diatribas contra el mundo del entretenimiento. Empezando por el cine en 3D, artilugio comercial del que también se supone intenta servirse la propia película. A partir de allí, y como ocurre con el programa que le da origen, el relato intercalará una serie de situaciones protagonizadas por personajes también clásicos como Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero; el cantante de pop nazi Micky Vainilla; o Jesús de Laferrere, el mesías rollinga del conurbano. Y también algunas oportunas creaciones nuevas, como el Jefe de Gobierno de ciudad del Orto, evidente alter ego de Mauricio Macri. Claro que no todo lo que se proyecta en una pantalla panorámica es cine sólo por eso. De hecho, Peter Capusotto y sus 3 dimensiones sigue estando mucho más cerca de ser televisión magnificada, y en eso se parece a títulos como los que integran la saga Jackass, con quienes comparte ese carácter fragmentado. Sin embargo, eso no alcanza para ocultar el hecho de que esta creación conjunta de Capusotto y Saborido contiene verdaderas joyas de la comedia argentina, que representan los puntos más altos del género realizado en el país en muchísimo tiempo. Todo el segmento de Bombita Rodríguez, con una excelente versión digital del general Perón y la idea de exportar el peronismo a los Estados Unidos, es sencillamente magistral. No sólo por lo que tiene de cómico sino por la relectura en clave grotesca de algunos de los episodios más traumáticos de la historia reciente. “La del absurdo y el grotesco son dos poderosas tradiciones de la vida cultural argentina”, señala Claudio Rinesi en el prólogo de La sonrisa de mamá es como la de Perón, y con eso no hace otra cosa que colocar al trabajo de Capusotto en una línea histórica que lo liga al trabajo de, por ejemplo, Armando Discépolo. Un mérito real y nada menor. Pero así como otros de sus microrrelatos mantienen este gran nivel de humor (el de los tres amigos del chat; el spot de las pastas de mamá, o algunas intervenciones de los mencionados Micky Vainilla y Violencia Rivas), otros aportan poca sustancia. El largo episodio de Jesús de Laferrere o la secuencia del roquero Pomelo nunca explotan y en el caso de este último, cuya aparición se realiza sobre los títulos finales, se parece mucho a una despedida para un personaje posiblemente agotado. Puesto todo en la balanza, no caben dudas: lo bueno, por muy bueno, bien vale el efecto colateral de los momentos menos logrados del trabajo de dos hombres que supieron entender al humor como un vehículo para la expresión popular. En el mejor sentido de la palabra.