La flexibilización laboral y sus consecuencias En 1994 Julián Helman y Paula Kleiman filman Los hombres de la puerta, un documental que abordaba las consecuencias sufridas por los trabajadores tras la privatización del puerto de Buenos Aires. Veinte años después vuelven para reflejar una lucha que todavía continúa. En 1992 el entonces Presidente Carlos Menem firmó el decreto de privatización (817/92) por el que se vendieron los puertos y borraron los convenios colectivos de 33 gremios. La misma implicó la entrega de la flota mercante del Estado, dándole la última estocada a una industria vapuleada desde tiempos de la dictadura. Este proceso de vaciamiento dejó como consecuencia una enorme cantidad de portuarios sin trabajo. Los hombres de la puerta reflejaba el inicio de una lucha por el reclamo de los derechos que 20 años después continúa y que el binomio de directores aborda en Pulso de puerto (2017). Helman y Kleiman trazan, en su segunda película juntos, varias líneas narrativas. Por un lado la lucha que los trabajadores portuarios siguen teniendo veinte años después para que les sean pagadas las indemnizaciones que el estado les quitó como así también las jubilaciones, mientras que por el otro filman el detrás de escena de la realización del documental y los diferentes problemas a los que deben enfrentarse como la imposibilidad de rodar en el puerto o que una de las integrantes del Movimiento de Estibadores Portuarios de Pie quiera organizarles el relato. Los directores, que desde esa primera experiencia juntos no volvieron a verse por diferentes caminos que tomaron, se reencuentran para continuar con el trabajo realizado veinte años atrás, y esa línea es la que desde lo cinematográfico toma mayor fuerza, pese a que la más potente sea la lucha de los los ex- trabajadores en la pelea de sus derechos laborales, sobre todo en momentos en donde todo indica que situaciones como estas volverán a repetirse en efecto dominó.
Perros de caza La cuarta película de ficción de Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Caño Dorado, Dora, la jugadora) sigue la línea narrativa y visual de sus predecesoras. Hombres comunes en donde por algún hecho fortuito sacarán lo peor de si en un mundo distópico. Corralón (2017) presenta a dos personajes de apariencia tranquila. Juan (Luciano Cáceres) e Ismael (Pablo Pinto), empleados de un corralón de materiales para la construcción. La relación con los clientes es tranquila hasta que cae una pareja de engreídos ricachones (Joaquín Berthold) y Brenda Gandini) que hace del maltrato, la soberbia y la discriminación una forma de vida. En un arranque de locura Juan tomará una decisión que cambiará la vida de los cuatros: reeducarlos como perros. En una sociedad capitalista donde el poder pasa por el dinero y quienes más tienen se sienten con derechos sobre los otros, Pinto construye una historia sórdida, claustrofóbica, por momentos desbastadora, ambientada en el conurbano bonaerense con muy pocos personajes y una puesta en escena sucia pese un extremo cuidado visual de encuadres trabajados y una imponente fotografía en blanco y negro (también de Pinto). Axel Krieger aporta una banda sonora que funciona acompañando el crescendo dramático de cada una de las escenas o creando la tensión necesaria que la historia necesita, algo que a muchas películas termina jugándole en contra ante un abuso innecesario. Desde lo actoral no solo hay un gran trabajo en la composición de los personajes, sino que también el cuerpo cumple un rol esencial de poses y posturas digno de destacar, y que para no spoilear partes significativas de la trama no revelaremos. Cada movimiento, cada gesto, será más relevante que las palabras. Corralón tiene todos los ingredientes para tener una carrera exitosa. Es cine de género en su estado más puro y crudo, es cine social, tanto técnica como artísticamente es lograda. Cuenta una historia creíble que no es para nada previsible y entretiene. ¿Qué más se le puede pedir?
La danza de la realidad Martín Solá vuelve a trabajar en la línea del documental antropológico de observación indagando sobre la experiencia de vivir en territorios ocupados por otra nación. Si en su última película, Hamdan (2014) reconstruía a través del retrato de Hamdan Alí Mahmoud Sefan el conflicto israelí-palestino, en La familia chechena (2015) toma como protagonista a Abubakar y su familia para apuntar al conflicto entre rusos y chechenos. Solá parte de ese punto de acción para ahondar en otras zonas menos exploradas por el cine como la adaptación a una vida dentro de una zona en constante guerra. Y como esa adaptación consiste en entregarse a la devoción por lo religioso a través de la danza. Con muy pocos diálogos, aunque intensos y definitorios como el que mantiene Abubakar con su madre, el ojo se posará sobre la práctica de “zikr” baile colectivo sufista, que Solá encuadra a través de una cámara fija y en plano detalle. Tres danzas diferentes, que se irán intensificando en fuerza y sonido, serán definitorias para entablar una serie de relaciones que el cineasta logra captar a través de una sensibilidad no muy frecuente. Cada vez la cámara si irá acercando más cerrando el plano para finalmente fundir a un negro cada vez más largo. En esas tres danzas que parecen iguales pero son muy distintas, Solá, desde la concepción visual, abordará temas como la religiosidad y la política pero también sobre el rol de las mujeres dentro de una sociedad machista. La familia chechena pareciera ser en un principio una película sobre las tradiciones y la entrega, pero la visión de Solá es mucho más profunda y va más allá de lo previsible, construyendo un film donde a través de la simple observación de una familia se puede llegar entender un conflicto político que pareciera no tener fin.
Un mundo de girasoles La ópera prima de Dorota Kobiela y Hugh Welchman Loving Vincent (2016) es una película artesanal, pintada a mano por un equipo de 125 pintores al óleo, encargados de los 65.000 fotogramas que componen el largometraje. Los directores concibieron una sesión especial de “modelaje” para algunas de esas telas previo rodaje de escenas con personas reales. La película, sin embargo, es mucho más que una curiosidad técnica. Inspirada en gran medida en uno de los clásicos del cine mundial como El ciudadano (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles, es un viaje vivo a través del universo de Vincent van Gogh. Verano de 1891, un año después de la muerte del pintor. El joven Armand Roulin, cuyo padre cartero fue uno de los amigos más cercanos de Vincent, tiene la misión de entregar una nota que escribió antes de morir a su hermano Theo. A tenor de las trágicas circunstancias que rodearon la muerte del artista, esta nota podrían significar mucho más que unas simples palabras. Armand tiene sus reservas al principio pero, a medida que va encontrando a la gente que conoció a van Gogh, en especial a las mujeres Adeline Ravoux y Marguerite Gachet, quedará absorbido por el universo de este artista torturado cuyo amor por el mundo era casi tan grande como las dudas que tenía sobre sí mismo. El trabajo invita a una inmersión total en el mundo de van Gogh mediante sus icónicas pinturas y su incomparable estilo. El viaje emocional se ve ayudado en gran medida por la banda sonora de Clint Mansell y las fantásticas interpretaciones de los dos actores principales, que sirvieron de “modelos” de los personajes para los cuadros de van Gogh. Si sus caras resultan familiares es porque hablamos de Saoirse Ronan, Chris O’Dowd, Helen McCrory, Douglas Booth y Jerome Flynn. Al propio van Gogh le da vida el debutante Robert Gulaczyk. El binomio de realizadores, que estudió a fondo los cuadros y las cartas de van Gogh, invitan al público a mirar con mayor profundidad no solo su lucha como artista sino la naturaleza de su creatividad. Su pregunta es la ya recurrente: ¿cómo algunos (como Vincent) puedan agitar con semejante facilidad corazones y cabezas de otra gente con su trabajo a la vez que otros (como el doctor Gachet) nunca podrán llegar a hacer nada parecido?
Verdad y consecuencia Después de un documental potente como Seré millones (2012), Fernando Krichmar, Omar Neri y Alejandra Guzzo regresan a la dirección grupal con El futuro llegó (2017), una obra que conceptualmente se ubica dentro de la línea que el llamado Grupo de Cine Insurgente viene desarrollando, pero que estéticamente se aleja bastante de su predecesora. En Ingeniero White –puerto comercial de Bahía Blanca- se afincaron miles de inmigrantes que en la década del 50 vieron una posibilidad de progreso que no tenían en los países que los vieron nacer. Muchos vivieron una época de bonanza que les permitió progresar y vivir sin la necesidad de escasez a la que estaban acostumbrados, incluso sus descendientes pudieron acceder a una educación universitaria. Pero el tiempo transcurrió y la llegada de políticas neoliberales terminó con la etapa de felicidad reinante. Ingeniero White fue librada a su merced y uno de los mayores polos petroquímicos de Argentina se instaló en el lugar con lo promesa de que ahora si la mejora definitiva llegaría y Bahía Blanca se convertiría en la “California” nacional. Pero nada de eso sucedió y hoy sus habitantes viven en una de las ciudades de mayor desempleo del país siendo víctimas de la contaminación ambiental y la precarización laboral. El futuro llegó se encuadra dentro del tipo de documental que a través de una investigación denuncia un hecho. Para eso se nutre de un formato netamente periodístico donde diferentes involucrados brindan testimonio y a través de un montaje alternado se va construyendo el relato. Básicamente está conformado con gente que habla frente a cámara (desde historiadores hasta vecinos comunes) para contar cronológicamente los hechos que llevan desde la fundación del puerto hasta las consecuencias de la instalación del polo petroquímico con todo el daño colateral que provoca Al tratarse únicamente de cabezas parlantes y en donde claramente no hay ninguna intención de correrse de ese lugar, la potencia de la historia pierde fuerza ante la reiteración de la forma elegida para narrar los hechos. No está mal para un programa periodístico de investigación, pero para una película, sobre todo con los antecedentes de sus directores, hace que uno espere algo más que gente hablando durante 97 minutos, por más que lo que tengan para decir sea importante.
Otoño del 76 Virna Molina y Ernesto Ardito, que forjaron una carrera cinematográfica trabajando en el cine documental con obras como Raymundo, Alejandra, entre otras, debutan en la ficción con la adaptación cinematográfica de la novela de Gaby Miek Sinfonía para Ana, basada en hechos reales ocurridos durante los albores del golpe cívico militar de 1976 en el Colegio Nacional Buenos Aires. Sinfonía para Ana (2017) es una historia de iniciación juvenil que gira en torno a Ana (Isadora Ardito), una adolescente de 14 años que va descubriendo mientras cursa sus primeros años de la escuela secundaria el amor y la militancia en medio del desgaste peronista y la llegada de los militares al poder. Amor y política, militancia y represión, vida y muerte se conjugan en una trágica historia que trabaja sobre un pasado visto desde el presente. La historia lleva el punto de vista de Isa (Rocío Palacín), amiga de Ana y alter ego de Gaby Miek quien es la encargada de rearmar la historia cuyo eje principal se basa en la historia de amor entre Ana y Lito (Rafael Federman), dos estudiantes del Colegio Nacional Buenos Aires que en plena euforia adolescente deberán enfrentarse no solo a los miedos propios de la edad sino también a las fuerzas represivas que comienza a gobernar el país en un ámbito donde ser joven, militante, pelear por derechos y tener convicciones era considerado un delito. Los directores recurren a una serie de recursos narrativos y estéticos que vuelven a Sinfonía para Ana una propuesta diferente a la forma en que muchas veces se abordó el tema. Por un lado ponen el eje en una historia de amor con toques de melodrama juvenil para colateralmente mostrar lo que sucedía en el país y como lo vivían los jóvenes pero narrado desde la construcción de una serie recuerdos fragmentados a través de una suerte de estado de ensoñación. Desde lo estético utilizan una puesta en escena en la que se destaca el uso de la luz para trabajar la época con recursos que ya habían empleados en sus documentales, los planos cerrados y reforzando algunas situaciones con el insertado digital de los actores en grabaciones reales de la época, de manera similar a como se hizo en Forrest Gump (1994). Hay una impecable reconstrucción pese a no tratarse de una superproducción con detalles cuidados al extremo. Premiada en los festivales de Moscú y Gramado, Sinfonía para Ana, es una película que abre el debate porque trabaja sobre la construcción de la memoria en épocas donde la memoria pareciera querer ser extirpada de raíz. Que se estrene en momentos donde nuevamente un gobierno utiliza la represión ante la manifestación popular para inculcar el miedo no hace otra cosa que otorgarle a este tipo de propuestas un doble agregado.
Mi vida sin mi La sensibilidad de Mariano Luque para retratar universos femeninos, cargados de conflictos internos, es admirable. Sobre todo porque proviene de un hombre. Después de abordar la violencia de género en su ópera prima Salsipuedes (2012) incursiona en el interior más profundo de una madre recién separada que debe rehacer su vida a los empujones y como pueda. Mabel (otro soberbio trabajo de Mara Santucho) vuelve a la casa de su madre, acompañada de su pequeña hija, luego de separarse de su marido. Pero en la casa no estarán solas, también viven su abuela y una hermana. Mabel debe trabajar todo el día en una tienda y como profesora de aquagym para poder sobrevivir, lo que le resta tiempo a la hija que espera el regreso. Luque aborda la compleja situación a la que muchas veces deben enfrentarse las mujeres separadas con hijos a cuestas. El dinero que no llega y la ausencia de un padre que está pero no todo lo presente que debería. Lo hace de un modo realista, duro, pero también honesto, donde no hay lugar para la sensiblería barata, el clisé o el golpe bajo. Otra madre es una película de mujeres, en un mundo donde los hombres parecieran no existir aunque rijan sus destinos, del vínculo entre ellas y esa complicidad que muchas veces resulta difícil de comprender. Es sobre madres e hijas, abuelas y hermanas, amigas y vecinas, pero también sobre la problemática laboral, las diferencias sexistas, el abandono y la infelicidad. De luchas internas y externas, algunas que tal vez se ganen en un futuro incierto y otras que se pierdan para siempre y nunca más se puedan recuperar.
El que calla otorga En Los Perros (2017), reciente ganadora de Horizontes Latinos en el 65 San Sebastián, la directora chilena Marcela Said (El verano de los peces voladores, 2013) aborda un tema controvertido como la complicidad civil durante la dictadura pinochetista que gobernó al país trasandino. Mariana (Antonia Zegers) es una cuarentona de clase aristocrática, amante de los perros, casada con un abogado argentino (Rafael Spregelburd), que comienza a tomar clases de equitación mientras se somete a un proceso de fertilidad. A medida que las clases avanzan descubrirá que su profesor (excelente Alfredo Castro), un ex coronel con quien mantiene una relación ambigua teñida de cierta fascinación, está fuertemente comprometido con la desaparición de personas durante el periodo que el régimen gobernó el país, de la misma manera que su familia enriquecida gracias a los negocios realizados con los militares. Said presenta una suerte de continuación de El mocito (2011), documental que focalizaba en un agente de la dictadura encargado de servir café durante las secciones de tortura. Ahora, desde la ficción, vuelve sobre el tema pero desde el lado de las complicidades civiles que por un lado cuestionan los hechos pero por el otro son cómplices de las acciones que se realizaron. Los Perros es una película incomoda y para nada condescendiente, que interpela al espectador, más allá de la generación a la que pertenezca, responsabilizándolo de la actitud que toma frente a hechos que suceden frente a sus narices, de los cuales toma conocimiento directa o indirectamente, pero mantiene una actitud pasiva, de no meterse mientras a uno no lo manche y pueda sacar un provecho. Retrata la hipocrecía humana en todas sus facetas. El cine chileno, cuyo abordaje de la dictadura pinochetista es dispar y no demasiado transitado, ofrece un relato donde sienta en el mismo banquillo de los acusados a militares y a civiles, a gobernantes y al pueblo, a todos aquellos que de alguna u otra manera colaboraron con hechos o desde el silencio a que la atrocidad se apoderara de un país, una región y todo un continente. Callando sin cuestionar mientras les era conveniente.
Los 80 fueron nuestros Nacida como La Negra en los albores de la democracia, cuando un grupo de estudiantes del Conservatorio Nacional de Arte Dramático (ENAD) son movilizados por una puesta del grupo catalán La Fura dels Baus, La Organización Negra se constituyó como un icono vanguardista de esos años en donde la experimentación estaba más que permitida. Predecesora de De la Guarda y Fuerza Bruta, La Organización Negra fue la marca registrada de toda una época. El documental de Julieta Rocco se centra en la historia del grupo desde sus inicios en 1984 hasta que en 1993 deciden ponerle fin ante el desinterés tanto de organismos públicos como de empresarios privados en apoyar una manifestación cultural. Síntoma de una época en que la desculturización era política de estado. Pero, más allá de los casi 10 años de existencia que Rocco trata de abarcar, el recorte está en la puesta en escena de La Tirolesa, obra que se desarrolló en el Obelisco Porteño convocando en dos funciones a más de 30.000 espectadores. Cómo su título lo indica La Organización Negra (ejercicio documental) (2016) es un ejercicio documental construido de manera bastante clásica a través de testimonios de sus protagonistas, quienes arman la historia cronológica que es ilustrada con filmaciones (recuperadas de viejos VHS) de las obras, ensayos, backstages y hasta algún que otro viaje. Tal vez le falta un poco de riesgo, al ser su objeto de estudio uno de los grupos más innovadores de los 80 se podría esperar algo más jugado en su estructura y no tan esquemático. La gran virtud de La Organización Negra (ejercicio documental) es la de no solo enfocarse en el grupo homónimo sino que a partir de este poder contar la historia de una época. Así, la directora propone un recorrido por 10 años de historia argentina que abarcan desde el surgimiento democrático hasta la llegada del neoliberalismo, siempre poniendo el foco en La Organización Negra pero sin descuidar el contexto sociopolítico del por qué nació, por que creció y porque murió uno de los grupos que marcó un antes y un después en el teatro argentino.
La lista Cox Jayson McNamara es un periodista australiano que en 2013 vino al país para trabajar en el recientemente desaparecido Buenos Aires Herald, el único diario editado en Argentina que denunció las atrocidades de la dictadura cívico militar. Detrás de eso se encontraba Robert Cox, un inglés que como McNamara también vino para trabajar en el mismo diario pero en 1959. El mensajero (Messenger on a White Horse, 2017) es la historia de un hombre que se jugó por la verdad más allá de las consecuencias. Robert Cox comenzó a dirigir el Buenos Aires Herald en 1969 y siempre tuvo una postura de oposición a la izquierda armada. Fue uno de los tantos que creyó que el Golpe Cívico Militar del 76 era la única alternativa para sacar al país de la violencia generalizada en la que se encontraba inmerso, y desde las páginas del diario así lo expresaba. Pero poco a poco empezó a descubrir otra verdad, de la que no se hablaba y que todos los medios locales ocultaban. Fue así que desde el Buenos Aires Herald se empezaron a publicar listas de personas desaparecidas, se informaba sobre secuestros ilegales y fue el propio Cox el que fue a las rondas de los jueves de las Madres de Plaza de Mayo para dar crónica de lo que estaba sucediendo. En El mensajero, a través de un archivo audiovisual en gran parte inédito, McNamara reconstruye el accionar de Cox durante el proceso militar y su relación tanto con el poder político como con las organizaciones de Derechos Humanos, pero también su trabajo como colaborador del Washington Post, el New York Times y la BBC de Londres, sus encuentros con los familiares de desaparecidos que llegaban al diario para ser escuchados, e incluso el momento de su detención ante la publicación de la cobertura de una conferencia de prensa que Firmenich brindó en Roma. Algo que estaba prohibido y que fue la excusa perfecta para ponerlo sobre aviso de lo que podía sucederle si seguía denunciando violaciones a los Derechos Humanos. McNamara focaliza en la historia de Cox para ir ensamblando las piezas de un rompecabezas a partir de entrevistas con familiares de desaparecidos y víctimas que -gracias a las publicaciones del Herald- salvaron sus vidas y así dar forma a una fiel crónica periodística documental sobre el terror que inundó la Argentina durante la segunda mitad del siglo XX. Pero fundamentalmente recuperando la figura de alguien que hizo del periodismo una profesión con mayúsculas más allá de sus contradicciones.