Rudo y cursi. El tipo está re caliente. Acaban de contarle que su hija adolescente estuvo tomando sol en topless, así que va a la playa a buscarla. Cuando la encuentra le encaja un sopapo y se va. En eso aparece el típico amigo regordete y bonachón para intentar calmarlo. “No puedo más con esta pendeja”, arguye él, a lo que el gordo (que además le está arreglando la pileta del jardín) responde: “Pero che, vos pensá en los litros de agua que hay en el mar, y vos haciéndote problema por una pileta, por boludeces. Aflojá, papá”. Nuestro héroe, víctima de un impulso irrefrenable, sale corriendo y se zambulle entre las olas, con ropa y todo. Nada unos metros, sale y vuelve a su casa, donde, todavía empapado, se prepara un té de espaldas a su madre. “Vos no sos el único con problemas”, le recuerda ella. Una vez en su habitación, encuentra a la nena durmiendo. Sobre la mesa de luz, un papelito con el dibujo de una carita sonriente rodeada de corazones. Conmovido en su espíritu paternal, él pone cara de bueno, se enternece y la tapa con una manta. He allí la esencia de Familia para armar. El padre y la hija en cuestión son Ernesto (Oscar Ferrigno), un malhumorado cuarentón que administra un hotel en Valeria del Mar junto a su madre (Norma Aleandro), y Julia (Malena Sánchez), una joven revoltosa que cae de repente sin decir nada acerca de su pasado inmediato. La relación entre ambos es agresiva y distante, producto de viejos rencores que, con el correr de la película, se irán solventando de la manera más obvia y aburrida posible. Más allá de una manifiesta precariedad formal, el gran obstáculo para el film de Edgardo González Amer es su guión, el cual se empecina en esconder secretos ya sabidos tanto por los personajes como por el espectador, sin mencionar esos diálogos que resultan involuntariamente desopilantes. Con su emotividad zonza y esquemática, Familia para armar se aproxima al peor Burman, al peor Campanella, y así configura un epítome de los vicios más frecuentes del cine argentino. En cuanto a las actuaciones, la debutante Malena Sánchez sale airosa frente a un enojoso Oscar Ferrigno, mientras que Norma Aleandro, madre del actor en la vida real, cumple con un papel que a esta altura de su carrera le sale de memoria. En cualquier caso, el contexto no los ayuda. Escenas como la descrita hay un montón. Hacia el final, la tartamuda y aparentemente retardada hermana del protagonista (Valeria Lorca), harta de que este la basuree, se planta y espeta: “T-t-t-te qui-qui-quiero in-in-s-s-ssultar. S-s-ssos un ca-ca-caprichoso hijo de p-p-puta”. Y Ernesto, que en el fondo es un tierno, le da la razón abrazándola con efusividad. Por suerte esta vez no dice nada, aunque ya es demasiado tarde. El bochorno está consumado.
Corren los años 70. Un joven con cara de De Niro mira la tele. Luego de acostar a la hija de ambos, su esposa le anuncia que deja el hogar. Se escucha el zumbido de una abeja. Por un par de segundos, él no se inmuta y sigue concentrado en el juego de béisbol. Acto seguido sale disparado hacia la escalera. Una vez en la habitación, agarra a la nena dormida y amenaza con tirarla al vacío. La mujer retrocede en su decisión y accede a quedarse mientras cierra la ventana con prisa, aplastando de esta manera al insecto, cuya presencia pasó desapercibida. Así comienza La revelación. En los papeles tenía todo para ser, cuando menos, un éxito comercial. Pero no. No le fue bien con el público ni con la crítica. Allí está el actor scorsesiano por excelencia con su personaje duro de siempre, el que nunca nos cansamos de ver. Allí está Edward Norton, esa eterna promesa que cada vez brilla menos. Ya se conocen: hace una década protagonizaron La cuenta final, una efectiva y predecible aventura heist dirigida por Frank Oz que además contaba con la última actuación de Marlon Brando. Lamentablemente, si de algo carece el film de John Curran (Adulterio, Al otro lado del mundo) es de efectividad. Pasada la tremenda escena introductoria saltamos al presente. Jack Mabry (De Niro) se convirtió en un impasible oficial de libertad condicional. A su lado sigue la pobre Madylyn (Frances Conroy), demente luego de tantos años de aguantarlo. Un día Mabry se topa con un tal Stone (Norton), acusado de incinerar a sus abuelos. Ante la inflexible postura del entrevistador, gorila y santurrón como pocos, el reo hace que su novia, la irresistible Lucetta (Milla Jovovich) lo seduzca. Cuando aquel sucumbe ante la tentación los papeles se invierten, ya que ahora Stone encontró la senda de Dios en una de esas típicas religiones de folleto cuyos postulados acerca de la predestinación terminarán siendo los del relato mismo. Así, La revelación abandona su fachada de thriller y se presenta como lo que realmente es: una fábula pretenciosa y berretona con tufillo a new age, algo que venía insinuándose en los interminables divagues místicos de Norton. Es necesario prescindir de la experiencia religiosa y el simbolismo torpe para poder apreciar el puñado de momentos en que la película acierta y se vuelve asfixiante, pesadillesca. Mucho tiene que ver con esto el personaje de Jovovich, una femme fatale trash cuyo erotismo venenoso constituye, en el clima de incertidumbre reinante, una amenaza de sangre, de fuego, de muerte, que siempre parece estar a punto de materializarse. El final marca una evolución tardía pero segura con respecto a la situación inicial. En todo caso, el problema no es el qué sino el cómo. Curran podría haber dejado el asunto como estaba o resolverlo de otra manera. Si La revelación, cuyo título original es Stone, hubiera entregado menos motivos argumentales para esa traducción, indudablemente estaríamos hablando de una obra mucho más lograda.
Otro muerde el polvo. Ningún deporte le sienta tan bien al cine como el boxeo. Por su dinámica intrínseca, este parece acompañar y exaltar aquella inédita cualidad advertida por Walter Benjamin en los albores del séptimo arte: el efecto de shock producido por la sucesión de fotogramas. En cuanto al abordaje temático, la archiconocida historia del tipo recio y humilde cuya ambición lo lleva a subirse a un ring e intercambiar trompadas no sólo con el oponente de turno sino con sus propios demonios constituye una premisa perfecta, una parábola trágica de hazañas memorables, excesos malditos, oportunidades perdidas y sueños rotos que Hollywood desarrolló en numerosas ocasiones, a veces con grandes resultados. Allí están Toro salvaje, la saga de Rocky, Fat City y Million Dollar Baby para demostrarlo. Si bien El ganador se vale de las convenciones subgenéricas establecidas por estas obras emblemáticas, también explora otros caminos que por momentos la acercan a la legendaria Rocco y sus hermanos de Visconti. El film, ambientado en 1993, se basa en la historia real de Micky Ward (Mark Wahlberg), un discreto boxeador de Massachusetts. Lo rodean su hermano Dicky (Christian Bale), un adicto al crack que también fue pugilista y tuvo sus quince minutos de gloria en los años 70 al derrotar por casualidad a Sugar Ray Leonard, y su madre Alice (Melissa Leo), una inflexible neurótica que mangonea la familia a su antojo. Entrenado por uno y representado por otra, Micky no logra hacer despegar su carrera hasta que una novia, la sexy y temperamental Charlene (Amy Adams), lo convence de intentar triunfar por su cuenta. La estructura narrativa aquí no es la de Rocky ni la de Toro salvaje. El héroe Balboa encarnaba el sueño americano en oposición a los riesgos generados por este –el poder corrupto, la fama, el dinero fácil–, mientras que el antihéroe La Motta sufría los entuertos de un carácter terriblemente autodestructivo. En el caso de Micky la tragedia está dada de antemano. Los primeros dos tercios de metraje conforman un escabroso drama familiar donde las mujeres llevan la voz de mando (sólo falta que suegra y nuera se calcen los guantes). En esta instancia la película se regocija con las miserias que muestra y, pese a lo que se podría esperar de tal estrategia, la cosa funciona. Mark Wahlberg, quien ya trabajó con el director David O’ Russell en la notable Tres reyes, entrega una interpretación sólida y contundente, que hace recordar al Dirk Diggler de Juegos de placer en su función como base de apoyo para los demás personajes, indudablemente caricaturescos. Por cierto, El ganador se acaba de llevar dos Oscar, uno lo ganó Christian Bale (su Dicky recicla algunas payasadas de Psicópata americano) y el otro Melissa Leo. Nada para Marky Mark, que ni siquiera estaba nominado. Una pena. Con respecto a los aspectos formales, O’ Rusell recurre a una efectiva variedad de texturas y lenguajes mediáticos. Los fragmentos de falso documental, archivo televisivo y filmaciones en Súper 8 se intercalan con la acción al ritmo vertiginoso de una espectacular banda sonora. Esto toma relieve sobre el final, cuando el conflicto familiar se resuelve mágicamente y da lugar a una épica deportiva digna de Rocky. Quizá algunos se sientan traicionados por este desenlace tan feliz. No es el caso de quien escribe estas líneas. Después de todo, ¿cómo no sentir ganas de saltar de la butaca y tirar piñas al aire cuando comienza a sonar Here I Go Again de Whitesnake y Micky sale a afrontar la pelea de su vida? ¿Cómo resistirse a ese momento en que El ganador parece revelarse como un compendio brillante de todas las películas sobre boxeo?
La promesa de Desconocido no es otra que hacernos pasar un buen rato. Dirige el catalán Jaume Collet-Serra, cuyo mejor antecedente de los pocos que tiene es la divertidísima La huérfana. Protagoniza Liam Neeson, que ya se probó con éxito el traje de héroe de acción en Búsqueda implacable y además es un actor de la hostia. Lo secunda un elenco internacional que combina estrellas jóvenes con dinosaurios consagrados y, como si fuera poco, la acción transcurre en una nevada y suntuosa Berlín. Que Intriga internacional, que El hombre que sabía demasiado, que Búsqueda frenética, que la trilogía de Bourne. Sí, todas estas películas pueden ser tomadas como referencias fáciles y certeras. Cine de género en estado puro ¿Qué puede salir mal? Bueno, a decir verdad, varias cosas. El doctor Martin Harris (Neeson) llega a la capital alemana con su esposa (January Jones) para hablar en un importante congreso de biotecnología. Al llegar al hotel, descubre que falta un maletín, por lo que súbitamente decide tomar un taxi de regreso al aeropuerto. En el camino es víctima de un tremendo accidente de tránsito. Luego de pasar cuatro días en coma en el hospital, vuelve al hotel, donde descubre que su mujer no sólo no lo reconoce sino que está junto a un impostor (Aidan Quinn) que tomó su lugar. Solo en esa ciudad extraña, perseguido por una pandilla de asesinos e incapaz de recordar enteramente lo ocurrido, Martin debe averiguar quiénes están detrás del complot, algo que, en última instancia, lo llevará a descubrir quién es él. Si por un lado Desconocido repite todos los clichés de las películas de acción al pie de la letra (explosiones, piñas, persecuciones de autos) por el otro parece intentar, quizá involuntariamente, un quiebre de cierta verosimilitud genérica, lo cual en este caso dista bastante de ser un rasgo positivo. Al revés de lo que ocurría en Búsqueda implacable, acá los yanquis terminan siendo los malos mientras que para el bando de los buenos juegan una inmigrante rusa ilegal (Diane Kruger), un ex espía de la Stasi (Bruno Ganz) y ¡un príncipe árabe ecologista! De esta manera el guión logra hacerle decir al pobre Ganz frases medio pavotas como “En Alemania nos olvidamos rápido, incluso de que fuimos nazis”. Por suerte él y Frank Langella nos regalan una escena fabulosa cuya calidad excede notablemente la del resto del film. En esta el personaje del segundo se revela como miembro de una especie de organización asesina cuyas actividades se remontan a la Segunda Guerra Mundial. Y sí, pese a todo, hay cosas que nunca cambian en Hollywood. Cuando se trata de Berlín, la nostalgia por la guerra fría resulta inevitable. Los puntos débiles del relato son numerosos. La memoria del personaje principal parece ser demasiado selectiva –no recuerda bien quién es ni cómo agarrarse a trompadas, pero sí la combinación de un candado–. Por su parte, aquellos que conspiran contra él se quedan con todo lo que le pertenece excepto… el maletín olvidado que contiene su pasaporte y sus documentos personales. No obstante, si se dejan de lado tales inconsistencias, Desconocido tiene sus momentos, y ello se debe principalmente a las sólidas interpretaciones de Neeson y Ganz, a la bella fotografía de Flavio Labiano y a ese increíble plano hitchcockiano de Langella llegando al aeropuerto. En definitiva, queda la sensación de que si se hubiera pulido un poco más, el resultado habría sido otro. Hasta podríamos estar hablando de una muy buena película de acción. No pudo ser.
Al diablo con los exorcismos. Pasan las décadas y parece que la Warner Brothers no se resigna a dejar de lado una temática cuyos signos de desgaste son evidentes. En 1973, el éxito impresionante de El exorcista, esa obra maestra iniciática de William Friedkin, impulsó una secuela dirigida por John Boorman y estrenada cuatro años después: El hereje, que pese a la elaborada estética de muchas de sus escenas fue un fracaso absoluto. Tuvieron que pasar más de treinta años para ver dos precuelas de escasa repercusión: la floja El comienzo de Renny Harlin y la subestimada Dominion de Paul Schrader. Ahora le toca el turno a El rito, film “basado en hechos reales” según proclaman su afiche promocional, su trailer y su introducción. El joven Michael Novak (Colin O’Donahue) trabaja en el negocio familiar, una funeraria, ayudando a su padre (Rutger Hauer). Como este es muy estricto, Michael decide tomar los hábitos. El problema es que no cree en Dios. Cuatro años después, ya de sotana, decide renunciar a la Iglesia. Su superior (Toby Keith), creyéndolo el elegido, se opone a esa decisión y por eso lo envía a un curso de exorcismo en el Vaticano, algo así como un campamento para curas escépticos. Una vez allí queda bajo la tutela del veterano Padre Lucas (Anthony Hopkins), experto en posesiones demoníacas. Es inobjetable que todo gran actor tiene sus muertos en el ropero. Así y todo, resulta curioso advertir la abultada cantidad de bodrios que se acumulan en el currículum del notable Anthony Hopkins. Al tipo parece no importarle, con su oficio le alcanza para cumplir en cualquier ocasión. Y si la película resulta ser tan mala que con eso no es suficiente, siempre puede echar mano de su pequeño Hannibal Lecter ilustrado. El debutante Colin O’Donahue, por el contrario, es tan inexpresivo como una tabla de madera. El clímax del relato, que supuestamente debía ser un contrapunto entre él y Hopkins, termina por convertirse en un risible monólogo del segundo. Uno está muy verde. El otro está pasado de rosca. En una escena, luego de asistir a su primera clase de exorcismo, Michael es interpelado por el Padre, quien, en obvia alusión a la iconografía de El exorcista, le pregunta: “¿Qué esperabas? ¿Sopa de arvejas?”, a lo que cabría responder: “Qué tupé”. El director Mikael Hafström reemplaza el famoso recurso de la sopa por un arsenal de efectos especiales cuya efectividad, en comparación, resulta insignificante, sin mencionar esa ampulosidad que tan mal le queda al cine de terror. La secuencia por medio de la cual nace la fe del protagonista (un puñado de alucinaciones obvias y aburridas, con largas panorámicas, voces en off y demás chiches) prepara la película para un final aun más pobre del que se podía esperar en los primeros dos tercios de metraje. Poco y nada se puede rescatar de El rito: el bellísimo paisaje romano, la lóbrega escena inicial en la funeraria y paremos de contar. Si hasta el más rabioso de los católicos podría considerarla indefendible. A fin de cuentas, es como si aquella famosa maldición de El exorcista se hubiera extendido también sobre el subgénero que esta inauguró.
Un cuento americano. Un país está compuesto por varios países. Esta afirmación podría extenderse, con mayor o menor grado de certidumbre, sobre todas las naciones del mundo. Pero si hay una que la ejemplifica sobradamente es Estados Unidos. A su vez, si hay algo que jamás se le podría reprochar al cine americano es no haberse ocupado lo suficiente de explorar estos contrastes descomunales. Eastwood, Altman, Stone, Malick y los Coen (por sólo mencionar un puñado de los cineastas más importantes, puesto que también habría que considerar un sinfín de sus colegas jóvenes e independientes), abordaron en reiteradas ocasiones la estampa de ese país hermético y arcano conocido como “la América profunda“. Sin ellos probablemente le resultaría mucho más engorroso al resto del mundo actual comprender el por qué de una victoria electoral de Bush, de un tiroteo escolar o del kukluxklaniano Tea Party, fenómenos tan estadounidenses como el pastel de manzana, la Estatua de la Libertad y el jazz. Lazos de sangre se inscribe en esa galería de retratos implacables. Basada en la novela de Daniel Woodrell, ganadora del Gran Premio del Jurado en el festival de Sundance, la segunda película de Debra Granik recibió sorpresivamente cuatro nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor película y Mejor actriz. Si bien méritos no le faltan, es casi imposible que gane. Ya sabemos cómo se maneja la Academia. Ree (brillante actuación de Jennifer Lawrence) es una adolescente pobre de Missouri al cuidado de su madre depresiva y sus hermanos pequeños. Es pleno invierno, apenas tienen qué comer y están por quedarse sin techo: su padre, un narcotraficante fugitivo de la ley que podría estar muerto, incluyó la casa familiar como parte de pago de una fianza. Al enterarse, la protagonista sale en su búsqueda, mas no le será fácil. Quienes saben lo que realmente ocurrió (familiares, lugareños) comparten un secreto que los compromete. Lazos de sangre nos sumerge brutalmente en su mundo rural de chatarra, armas de fuego, motosierras, bares de ruta, animales desollados, aguas pantanosas y banderas hechas jirones. El popular término yanqui “white trash” (basura blanca), utilizado para designar peyorativamente a los blancos pobres, parece encajar perfectamente con la naturaleza de los personajes, cada cual más repulsivo y despiadado. Indudablemente el planteo del film ejerce una fascinación morbosa para el siglo XXI: en pleno corazón de la primera potencia mundial, lejos del esplendor cosmopolita de las grandes ciudades, rige una ley del más fuerte tan ancestral como imperecedera. Recordemos la escena en que Ree le confiesa a su tío (John Hawkes, también brillante) que siempre le temió. Este le responde: “Eso es porque sos viva”. Y vaya si lo es. Acaso por ser un eslabón débil en esa estructura patriarcal que organiza su comunidad, la protagonista termina afrontando una odisea del instinto, una descarnada lucha por la supervivencia. No en vano les enseña a sus hermanitos a disparar un rifle y cazar ardillas: llegará el día en que ella se enrole en el ejército –la única carrera posible, la única forma de salir del infierno– y el ciclo vuelva a comenzar. Granik y su cámara logran aprehender hasta la última partícula del ambiente salvaje que atraviesa la narración. Cada primer plano es un indicio de horror, una amenaza de sangre que puede o no concretarse. Una arruga, una cicatriz, una mirada de odio, una mueca levemente deformada: todo resulta inquietante. Las reglas de la película pasan a ser las del mundo captado, sin concesión alguna para el espectador. Por eso los paisajes nos resultan tan lúgubres y los personajes nos desbordan con su vitalidad chocante y desaforada. Lazos de sangre es un golpe al medio del estómago, una obra poderosa cuyas remembranzas persistirán por un largo tiempo.
El instinto que yace. Se advierten en Amor de madres varias coincidencias con dos películas anteriores de Rodrigo García: Nueve vidas y Con sólo mirarte. La primera consistía en nueve planos secuencia, cada uno contando una vida distinta. La segunda presentaba una estructura coral, que por sus cruces narrativos la asemejaba a Ciudad de ángeles de Altman y a Magnolia de Anderson –y a tantas otras películas de la última década–. Los personajes principales en ambas eran femeninos, así como, en rasgos generales, los tópicos de las historias que protagonizaban. Aquí el relato se centra en la vida de tres mujeres. Karen (Annette Bening) lleva una amarga y miserable vida de solterona con su anciana madre como única compañía. Treinta y seis años antes, siendo apenas una púber, debió dar en adopción a su beba, de quien no volvió a saber nada. Atormentada por ese recuerdo, conoce un día a Paco (Jimmy Smits) y gracias a este amor comienza a ser feliz. Eventualmente, él la convence de buscar a su hija. Esa hija es Elizabeth (Naomi Watts), una cínica y calculadora abogada cuyas relaciones, tanto a nivel personal como profesional, son absolutamente pasajeras. Su falta de escrúpulos para seducir hombres de familia y acostarse con ellos la lleva a tener un amorío con su jefe (Samuel L. Jackson) y quedar accidentalmente embarazada. Empeñada en recomponer su vida, Elizabeth sigue adelante con el problemático embarazo y comienza a buscar a su madre. La tercera mujer es Lucy (Kerry Washington), quien desea, más que nada en el mundo, tener un hijo. Imposibilitada de lograrlo por vía natural, decide adoptar, incluso luego de ser abandonada por su marido. No pocos comentarios se refirieron a las marcas de González Iñárritu en la narración, y tal aseveración no carece de asidero. El mejicano es el productor de la película, cuyo guión, por cierto, es más rígido y forzado que el de Con sólo mirarte. Teniendo esto en cuenta, cabe suponer que Amor de madres bien podría haber terminado siendo un bochorno lacrimoso. El resultado final dista bastante de eso, principalmente debido a la impecable performance de las actrices protagónicas, algo de lo que García sabe sacar provecho en casi todo lo que dirige. Para ser más específico: Anette Bening es lo mejor de la película. Cada gesto, cada mirada, cada movimiento: todo en su personaje es inexplicablemente hermoso y conmovedor. Todos los estados de ánimo abordados por el film se concentran en esta magnífica interpretación. Ante la realidad latente de un pasado doloroso e inexpugnable, la desvalida Karen entrega las dosis perfectas de soledad, frustración, inseguridad, esperanza y resignación, tanto por lo que exterioriza como por lo que reprime. A su vez, Naomi Watts hace el papel que mejor le sale. Su Elizabeth es fría, sofisticada y autosuficiente, aunque tan sólo se trate de una fachada autoimpuesta, producto del abandono de su madre. La premisa, en definitiva, es que para llegar a un final que emocione los personajes deben cambiar su carácter por completo. No hay nada de reprochable en esto. Lo más flojo, acaso, reside en las situaciones del destino que dichos personajes atraviesan para que el cambio se produzca y así, impulsadas por esa épica del instinto maternal, las benditas lágrimas broten de nuestros ojos. Por este exceso de intención, por esta falta de sutileza, Amor de madres no resulta ser todo lo buena que podría haber sido.
En 1978 se estrenó Día de la mujer, una historia tan violenta que apenas unos pocos autocines de Estados Unidos se atrevieron a proyectarla. Meir Zarchi, el director, no podía conseguir que su obra fuera aprobada por los organismos de calificación. Ergo, nadie quería distribuirla. Finalmente fue reestrenada en 1980 con algunos cortes y un nuevo título: Escupiré sobre tu tumba. Las reacciones de espanto fueron inmediatas, y muchos países la censuraron por completo. Interminables debates continuaron con la polémica, a tal punto que algunos críticos, luego del shock inicial, llegaron a advertir en el film una especie de catarsis feminista. La sinopsis es conocida: Jennifer, una joven y sofisticada escritora (Camille Keaton, sobrina-nieta de Buster), viaja a una casa rural para pasar el verano. Al llegar se topa con cuatro hombres del lugar (uno de ellos, retardado mental) que la violan salvajemente. Herida y humillada, la protagonista decide quedarse en la casa y en los días siguientes consuma su venganza, atrayendo ingeniosamente a sus abusadores para luego asesinarlos uno por uno. Inscripta en el subgénero de violación y venganza que inauguró Wes Craven con Pánico a la medianoche –¿o fue Bergman con La fuente de la doncella?– la mediocre película de Zarchi también retoma, con más sexo que sangre, una premisa temática abordada por La masacre de Texas cuatro años antes: el brutal encuentro de una joven clase media liberal y mundana con los espeluznantes y primitivos lugareños de un territorio rural siniestro e inhóspito. Esta cuestión fue expuesta anteriormente por un cine más comercial, ahí están Los perros de paja o Amarga pesadilla para comprobarlo. Con todo, Escupiré sobre tu tumba sigue siendo uno de los films más controvertidos de todos los tiempos. La repugnante atracción que provocan películas prohibidas como esta o como, en un nivel más extremo, Holocausto caníbal de Deodato, tiene mucho que ver con cierto estilo de época. En el cine exploitation de los 70 y primera mitad de los 80 se escarmentaba brutal e irracionalmente a la generación del amor libre, las drogas y los movimientos antiguerra. Con el advenimiento de la restauración conservadora y el SIDA en los años siguientes, este cine perdió algo de su razón de ser. La experiencia posmoderna aligeró el peso del goce, le quitó toda su profundidad transgresora de antaño y lo convirtió en ley, en pura mercancía para nuestras sociedades de consumo contemporáneas. Actualmente estamos acostumbrados al terror de películas como El juego del miedo o Hostel. El éxito de estas impulsó las remakes de varios clásicos, por ejemplo, El amanecer de los muertos y la ya mencionada La masacre de Texas. Ahora le toca el turno a Escupiré sobre tu tumba. En esta ocasión dirige Steven Monroe y protagoniza la incipiente Sarah Butler. El resultado es previsible para los tiempos que corren: más sadismo, más sangre, más golpizas, todo mostrado con lujo de detalle. Una de las diferencias que más se han mencionado entre película original y remake es que en aquella la tortura era únicamente física, mientras que en esta las vejaciones son tanto físicas como psicológicas. En el relato de Zarchi, que no se caracterizaba precisamente por la solidez de sus diálogos, los violadores culpaban a Jennifer de causar el ultraje, aduciendo básicamente que las chicas de la gran ciudad eran putas que sólo buscaban coger. Ella, más allá de cualquier posible trauma, no tenía ningún problema en acostarse con sus descerebrados victimarios con tal de poder ahorcarlos o rebanarles el pene. Esto no parece satisfacer a Monroe. Sus villanos son psicópatas de primera, con todos los clichés correspondientes. Al retardado, quién otro sino, comienzan a atormentarle sus visiones de la heroína, cuya apariencia alucinada se asemeja repentinamente a la de la nena diabólica de La llamada. Cuando les llega la hora, vemos de todo: anzuelos que atraviesan ojos, pinzas que arrancan dientes, escopetas que sodomizan hasta revolver tripas, etc. En su afán por impactar a toda costa por medio de esa infinidad de mutilaciones corporales, la remake se olvida completamente del erotismo retorcido que exhibía la película original. El resultado final se asemeja más a una versión splatter de Mi pobre angelito que a otra cosa. Totalmente olvidable.
Volver al pasado. Supongamos que podemos viajar en el tiempo y así poder saciar nuestra curiosidad acerca del “qué hubiera sido si…”. Marty McFly iba a ser interpretado por Eric Stoltz, mientras que para el papel de Emmet “Doc” Brown habían sondeado a John Lithgow. En un principio, Robert Zemeckis no iba a ser el director, ya que él y el productor Bob Gale pensaban en Leonard Nimoy. En el guión original Marty era un vendedor de videos y su máquina del tiempo, una heladera. Cuando la Universal, con el respaldo de Steven Spielberg, aceptó financiar el proyecto, uno de sus altos ejecutivos propuso que se titulara Astronautas de Plutón. Afortunadamente nada de esto ocurrió. En su vigésimo quinto aniversario, con una imagen restaurada digitalmente, se reestrena Volver al futuro tal como la recordamos. Más allá de la evidente influencia de obras como Un cuento de navidad de Dickens o Qué bello es vivir de Capra, el clásico de Zemeckis es un milagro de la industria hollywoodense, uno de esos casos singularísimos en que todo funciona a la perfección. Elenco, personajes, ambientación, efectos especiales, música, guión, cada uno de estos elementos está en su lugar e interactúa fluidamente con los demás, aportando las dosis justas de fantasía, humor y dramatismo. A su vez, estos constituyen en la actualidad una referencia de época por derecho propio. Sin que su inagotable conquista de nuevos públicos resulte sorprendente, es imposible no identificar a Volver al futuro con su década, un tipo de identificación que, pese a ser común, pocas veces se dio con tanta intensidad en la historia del cine (tanto es así que hasta Ronald Reagan, en ese entonces presidente de Estados Unidos, llegó a elogiar el film en uno de sus discursos). Cabe señalar que la nostalgia, presente en la película original y sus dos secuelas por medio de la evocación a las épocas y mitos más entrañables del imaginario popular americano (los dorados 50, el lejano oeste), convirtió finalmente a esa trilogía en objeto propio, como emblema de una iconografía ochentosa que se halla más vigente que nunca. El reestreno en veintiocho salas de todo el país fue posible gracias a la iniciativa del creador de la página web Cinesargentinos.com, quien puso dinero de su bolsillo y llegó a un acuerdo con la distribuidora UIP. El boca a boca y las redes sociales hicieron el resto. La remasterización de imagen y sonido es impecable y en cierta forma no deja de resultar novedosa, tratándose de una película a la que probablemente la totalidad del público conoce de memoria. Volver al futuro representa, para quienes nacimos entre mediados de los 70 y fines de los 80, una especie de viaje en el tiempo personal, un regreso a la infancia. Frases como “eres un gallina, McFly”, producto de un doblaje al español tan familiar a nuestros oídos como el de la voz de Homero Simpson, quedaron grabadas para siempre en los corazones de una generación. Sólo desde esta perspectiva se puede justificar tanto esfuerzo. Se sabía de antemano que los cines emitirían la película en escasas funciones por apenas una semana, y quizá debido a esto las entradas se agotaron enseguida. El éxito rotundo de la idea echó por tierra el argumento de que no era viable económicamente, sostenido hasta último momento por aquellos que se oponían. Sería bueno que esas voces fueran desobedecidas con más frecuencia. Volver al futuro es un Blockbuster inoxidable, y el cine tiene mucho de rescate emotivo.
Que siga el circo. “El problema de Italia no es Berlusconi, sino los italianos. La sociedad está enferma” expresó hace un tiempo Umberto Eco. Videocracy coincide con este postulado e intenta bosquejar las causas de tal patología colectiva. Toda vez que Silvio Berlusconi da muestras de su poder absoluto, allí está la televisión para que el pueblo, consciente o inconscientemente, le profese un amor incondicional. Primer ministro de Italia, propietario del equipo de fútbol más popular y de los tres multimedios más prominentes, fascista autodeclarado, mujeriego empedernido, mafioso de primera categoría, ya nada de lo que pueda decirse acerca de sus andanzas sorprende en ninguna parte. La revolución cultural y política del rayo catódico sobre la que “Il cavaliere” construyó su imperio, afirma el director Erik Gandini, comenzó hace unos treinta años. Lo primero que se ve es una grabación en blanco y negro de un viejo quiz show nocturno. Por cada respuesta correcta de los participantes una mujer se desnuda. Es el huevo de la serpiente. A partir de este momento, ya nada volverá a ser igual. Videocracy se vale de todos los recursos que puede ofrecer un documental: narración en off, entrevistas, fotografías en primerísimos primeros planos, música de suspenso y un abundante archivo de ese material televisivo con el que se construyen los sueños. Mujeres voluptuosas bailando lascivamente alrededor de septuagenarios presentadores, audiciones públicas a las cuales asisten hermosas jóvenes con ansias de ser estrellas y casarse con un futbolista (y también, por qué no, hacer carrera en la política bajo el ala protectora de Berlusconi), son postales características de un axioma ineludible: para ser alguien hay que estar en televisión. Gandini introduce a los patéticos personajes que desean integrar ese mundo glamoroso pero nunca lo logran –un karateca que canta canciones de Ricky Martin, una anciana gorda que hace números de strip-tease– así como, en el otro extremo, a los que manejan los hilos del jet set –un agente de talentos amigo de Berlusconi que idolatra a Mussolini, un paparazzi pendenciero que se autodenomina el Robin Hood moderno por robar a los ricos y quedarse con el dinero–. En otras palabras, se nos muestra a los gerentes del circo, a sus empleados y a su público. También se nos muestra al dueño, pero sin decir gran cosa al respecto. No se advierte en Videocracy una intención de análisis sobre el oscuro móvil que une poder y televisión. Todo comentario tiene lugar en la superficie farandulera y bizarra de estos fenómenos. Por momentos todo se torna demasiado obvio, y resulta inevitable asociar aquello que nos muestra Gandini con lo que, en mayor o en menor medida, ocurre en todas las sociedades mediáticas de occidente, incluyendo la nuestra. El interés por el efecto social de los escandaletes televisivos, la prensa amarilla y los reality shows prevalece allí donde eventualmente se podrían haber explorado más a fondo otros tópicos, por ejemplo, esa fascinación fellinesca, misteriosa y ligeramente repugnante que sólo puede despertar la increíble figura de Berlusconi entre los italianos. No casualmente los momentos más logrados de la película lo tienen a él como protagonista involuntario. Con todo, la exposición de la Italia televisiva que propone Gandini no deja de ser, en cierta forma, turbadora. Es la tierra que supo engendrar al Renacimiento y que cinco siglos después parece haberse convertido en una nación decadente y retrógrada, con una sociedad cada vez más ignorante. Si, una vez asimilada esa impresión inicial, trasladamos esta cuestión a la realidad argentina, donde un espécimen como Francisco De Narváez logró ganar una elección importante gracias a sus apariciones en el show de Tinelli, quizá podamos valorar un poco más a Videocracy y, acaso, tomarla como una advertencia –una más– sobre la amenaza que representa la asociación entre medios y política, una amenaza que no por obvia resulta menos alarmante.