Para contar la vejez en el cine no basta con que los protagonistas de la historia la estén atravesando. Captarla es, además, encontrar formas para configurar ese futuro último, más o menos distante y casi completamente inconcebible en el que se encuentra (¿alguien realmente imagina su vida a los ochenta y pico?), y hacer que parezca cercano y verosímil. Pero, curiosamente, el mejor verosímil de la vejez no es otro que el absurdo, porque eso es lo que es una vida que está por llegar a su fin; alguien que violentamente dejará de caminar, toser o reírse a carcajadas, y no despertará nunca más. Entonces —y quizás para que la ancianidad sea una ficción menos absurda— los personajes de la película de Stéphane Robelin deciden vivir en comunidad. Lejos de buscar experiencias únicas y exóticas como lo hacían los protagonistas de Antes de partir o El exótico Hotel Marigold, los de ¿Y si vivimos todos juntos? no tienen otra estrategia que enfrentar la muerte con la unión y la amistad, el sexo, el humor y el juego. Gran parte de esa mirada tiene su apoyo en los personajes (impecables actuaciones de Jane Fonda, Geraldine Chaplin, Guy Bedos, Claude Rich y Pierre Richard), a quienes la película protege y desliga casi por completo de la tarea de ofrecer una visión nostálgica o incluso una enseñanza. Más bien los compromete en la generosidad y el poder de sus gestos, tonos y movimientos para construir un humor constante, tan candoroso y sutil como cada uno de ellos. Justamente en ese punto es que también se distancia de otras películas de temática similar: mientras aquellas buscan tanto el humor como la realización de sus personajes entre paisajes y situaciones exóticas, la de Robelin los encuentra en los diálogos de las sobremesas y los paseos con el perro. Pero no sólo eso. ¿Y si vivimos todos juntos? se mimetiza con sus protagonistas y observa su mundo con la misma inocencia, ternura y, por qué no, torpeza. La música lo confirma en cada una de sus numerosas apariciones. Pero también lo hacen algunos planos, que cortan o se detienen en detalles ínfimos, tal como si registraran tesoros. Uno de estos puede ser el que muestra a Claude preparando un sobre para una mujer, y que de repente corta a primer plano sólo para registrar el momento en que éste huele el perfume. Otro de los muchos es el que protagoniza Dirk (Daniel Brühl) finalmente teniendo sexo con una chica de busto generoso (como a él le gustaban), hecho que se muestra de un modo lento y expuesto, casi como si se lo intentara explicar a un niño. Al final, puede que su única falencia sea, justamente, no terminar de cerrar la trama que constituye la presencia de Dirk dentro de la comunidad y su tesis sobre la vejez en Europa. Pero la importancia de su mirada no podría haber sobrepasado todo lo demás: eso sería como volver a poner la vejez en un mundo aislado, que se observa a la distancia y que luego se plasma en un papel tal como si fuese una ficción. En cambio, ¿Y si vivimos todos juntos? nos ofrece presenciar un último paseo junto a sus personajes. Aunque gritan el nombre de alguien que ya murió, nosotros buscamos con ellos. Después de todo, aún es absurdo que alguien se vaya y no vuelva nunca más, y la película ya nos ha mostrado que, mucho más que la lógica, lo que vale son los momentos juntos.
Cuerpos felices. Aun cuando que se sabe que Magic Mike no es un film acerca de strippers (o, al menos, que intenta no serlo), la sensualidad alegre de los cuerpos que la recorren la hace mucho mejor de lo que en realidad es. Así, los momentos en que la película de Soderbergh juega a ser oscura, seria y hasta conservadora tienen su contrapeso en la masculinidad festiva de sus hombres, que se sacuden, juegan y hacen reír cada vez que pueden. Por lo demás, Magic Mike es un relato que se abre hacia múltiples direcciones interesantes pero que, al forzarse a sí mismo a dirigirse a una en detrimento de las otras, pierde su oportunidad de ganar la soltura que sus bailes sí poseen. Mike (Channing Tatum) es reparador de techos, diseñador de muebles y, desde hace años, la estrella del club Xquisite. Desde el comienzo se lo señala como una persona ambiciosa y que disfruta de sus logros, alguien que goza de la vida con mujeres, tragos y baile, y que pretende hacer mucho dinero para mantener ese estilo de vida. A la par, la película abre varias líneas que tienen que ver con las aspiraciones personales, la economía, el problema de las drogas, o el deseo femenino. Pero cuando de pronto Mike se enfrenta a su jefe Dallas (Matthew McConaughey), se aleja de su amigo y discípulo Adam (Alex Pettyfer) y se vuelve cercano a Brooke (Cody Horn), sus deseos y prioridades cambian rotundamente, y así también los del film. El mundo de los strippers se tiñe de azules fuertes y, con ellos, el club de los cuerpos alegres se torna oscuro, triste y lleno de almas perdidas. Finalmente nuestro protagonista decide alejarse, y allí es cuando la película de Soderbergh se vuelca a su costado más serio y conservador: Mike deja su trabajo como stripper, decide no irse a vivir a Miami y, en cambio, se escapa a desayunar con su chica. Así, el film abandona la magia, que no se pierde en las decisiones de su personaje sino en el esfuerzo por pintarnos el contraste de esos dos mundos (y así probar la conveniencia del gran giro del relato). De todos modos, cuando Mike se va para siempre del club en su camioneta, le caen lágrimas. La adrenalina de ese lugar que ahora se escucha de fondo no lo hace feliz, pero él sabe (y nosotros también) lo difícil que será abandonar la alegría de esa fiesta que consistía en hacer divertir a los cuerpos.
Fragmentos de una historia real Aunque el cine esté hecho de imágenes y sonidos, unas pocas palabras escritas sobre un fondo negro pueden hacer que la experiencia de ver una película sea completamente distinta. Eso es lo que ocurre, en general, con las placas que aclaran (ya sea al principio o al final) que lo que cuentan está basado en hechos reales. Y también es lo que puede verse en Lo imposible, un film para el que esas palabras funcionan no sólo como complemento de un efecto emocional buscado sino también como una declaración general acerca de sus objetivos y su búsqueda estética. Al volver a insistirnos en esa placa inicial acerca la veracidad de los acontecimientos, Bayona nos señala aquel aspecto al que dirige sus mayores esfuerzos; una forma de garantizar aquello con lo que sí podrá cumplir: emoción y realismo. En cierto modo, podría decirse que la naturaleza de lo que va a contarse —la historia de una familia víctima del tsunami que sacudió a Japón en 2004— pide ese tratamiento. Los primeros planos nos muestran a María (Naomi Watts), Henry (Ewan McGregor) y sus tres hijos mientras disfrutan de sus vacaciones. En esos minutos iniciales y aparentemente intrascendentes están diseñados para generar suspenso y contraste con lo que viene: las imágenes son cálidas, con sonrisas amplias, paisajes bellísimos y silencios profundos. Luego llegan las olas, el caos y, con ellos, la efectividad de Lo imposible, que logra la fluidez y emoción necesarias a partir de las interpretaciones de sus actores, buenos efectos especiales y un registro sumamente realista (por momentos hasta televisivo). Hasta acá, al menos, la película no se traiciona: consigue a la vez conmover y respetar el azar de las catástrofes y su acción sobre los personajes. Sin embargo, hay algo de Lo imposible que de a poco va destiñéndose, como si el alejamiento de las grandes cantidades de agua dejara cada vez más a la luz el artificio. Esto es lo que se puede ver en la evolución de algunos personajes como el de Lucas (Tom Holland), el más grande de los hermanos a quien el film trata de volver más adulto que sus propios padres, o en la irrupción mágica y desarticulada de otros como el que interpreta Geraldine Chaplin. Pero donde la búsqueda de realismo del film se vuelve realmente contradictora es en los múltiples momentos en los que se fuerzan las piezas para hacerlas encajar perfectamente. Así ocurre con el comienzo y el final (ambos en el avión), las casuales apariciones de la pelota roja o los encuentros entre los mismos personajes (incluso aunque los lugares estén repletos de gente). Es como si, de algún modo, el film de Bayona quisiese mostrarnos la crudeza de una tragedia pero sólo tuviese imágenes sueltas y objetivas de lo ocurrido, como flashes traumáticos que sólo consiguen unirse en mundo ya armado. En suma, Lo imposible consigue su objetivo de hacernos creer sus escenarios, maquillajes y efectos, pero se pierde de dar vida propia a aquello que de entrada tenía a su disposición: una historia original y única.
Si es que resulta viable que una película pueda estar contenida dentro de otra, no hay dudas que este segundo film de Martin McDonagh ya tenía gran parte de su esencia en el primero. Escondidos en brujas, la ópera prima del director, presentaba un mundo atraído por la ficción y protagonizado por asesinos de tiempo libre, algo así como turistas hipersensibles a quienes a los lugares y sus historias les pesaban más que a nadie. Siete psicópatas, su segundo film, no sólo mantiene intereses y formas parecidos sino que además los potencia: el jugueteo con lo ficcional se hace constante y los ambientes inspiran estructuras mismas de puesta en escena, que se amolda a los personajes a la misma vez que juega con la intertextualidad y la autoconciencia. Tal como ocurría en Escondidos en brujas, los de Siete psicópatas son personajes perturbados y peligrosos, que asesinan pero que por sobre todo viven su cotidianeidad de seres excluidos, casi presos de un mundo más cinematográfico y televisivo que real. La premisa, de hecho, apunta a lo mismo: Marty (Colin Farrell) está escribiendo un guion sobre un grupo de psicópatas, entre ellos sus amigos Billy (Sam Rockwell) y Hans (Christopher Walken), quienes no sólo sirven de inspiración para los personajes sino que además le ayudan a Marty a mejorar aspectos de la historia. En ese proceso creativo libre y desprolijo, Siete psicópatas juega a ser el objeto felizmente manipulado de sus criaturas, y se construye a sí misma a partir de las ideas que éstas proponen. En ese vínculo inquieto y dinámico con la ficción, el film de McDonagh encuentra una de sus vetas más atractivas: los psicópatas, seres reales atrapados por sus propias mentes y la cultura cinematográfica, crean a su vez una historia, especie de sub-ficción en la que también son héroes. Entre esas dos dimensiones están los espacios en donde el psicópata merodea, como el flaneur de un mundo extraño que no lo toca y a la misma vez le influye por demás. Si en Escondidos en Brujas eso ocurría entre las callecitas doradas y solitarias del pueblo belga, en Siete psicópatas tiene lugar entre desiertos, hospitales, autos y cementerios. Y si en aquélla la cámara se aquietaba para perderse entre los paisajes, en ésta se dejará llevar con entusiasmo por los relatos de sus protagonistas, una suerte de imaginario del cine que irrumpe y trasforma cada espacio en un ambiente de juego e intertextualidad. Así ocurre con las primeras secuencias, inevitablemente remitentes a Tarantino, o en la escena del tiroteo en el cementerio, relatada por un genial Sam Rockwell y a mitad de camino entre la parodia y el homenaje (en ésta última cabría el momento en que Christopher Walken sale a disparar desde la tumba a lo Drácula). A su vez, el relator expresa todo lo que debe ocurrir de acuerdo con su memoria cinéfila: las mujeres tienen que morir primeras, los malos cruelmente, y los animales han de sobrevivir siempre y sin excepción. Siete psicópatas no será una obra maestra, pero sí una película vigorosa y entretenida que aprovecha sus recursos sin desperdiciar la aventura de someterse a los caprichos de sus personajes. Pero no sólo eso. El de McDonagh es un relato que toma vida a través de la imaginación y el placer de contar historias; un recorrido que atraviesa mundos de ficción y sus paisajes con libertad juguetona, tal como si fuese una película hecha por locos.
Si hay algo atractivo acerca de Despedida de soltera es que sus protagonistas no están ahí pura y exclusivamente para hacer reír. Pero hay algo aún mejor y es que, en realidad, no parecen estar ahí para ningún otro propósito más que ser ellos mismos. Observarlos es confundirse, sorprenderse y, sobre todo, acostumbrarse a mirar con los mismos ojos con los que se apuntan entre sí: ojos que juzgan, que odian, que compadecen y aman con velocidad (aunque no sin razones). La película de Headland resulta entonces una historia de héroes y antagonistas huidizos que, sin pretender llegar a un lugar determinado, atraviesan su mundo de la forma que pueden. Si casi no existen escenas o diálogos que puedan pasarse por alto es justamente por eso: lo importante es pintar un universo y a sus habitantes y no utilizar ambos como simples vehículos del humor o el romanticismo. Tal es así que la despedida de soltera de Becky (Rebel Wilson), la amiga de las protagonistas próxima a casarse, casi termina siendo una excusa. Lo que verdaderamente construye el relato es el fluir de los hechos junto a Regan (Kirsten Dunst), Katie (Isla Fisher) y Gena (Lizzy Kaplan), tres chicas que de no ser por lo complejo y problemático de sus carácteres, preocupaciones y aspiraciones, podrían haber protagonizado la secuela de Chicas pesadas. Pero Despedida de soltera está lejos de ser una comedia sobre adolescentes o una excusa para el humor absurdo del que gustan las películas sobre fiestas y celebraciones. Sí es una historia acerca de cada uno de sus personajes, una comedia con humor ocasional que apenas alcanza a suavizar el costado más frustrado, envidioso, egoísta y hasta discriminatorio que sus criaturas ofrecen. Pero si sólo fuese posible mirar con los ojos desencantados que nos muestran que la amistad está hecha a base de hipocresía y que el amor escasea demasiado como para dedicarle un relato entero, la película de Headland no sería tan libre ni valiosa como lo es. Por eso, nada impide que la visión más ideal del amor pueda hacerse un lugar entre Becky y Dale (Hayes Macarthur), la pareja que va a casarse. Aunque Becky tenga dudas antes de casarse y Dale mire a otras mujeres: tampoco ellos son forzados a representar una idea perfecta e irreal del amor sino a una que pueda adaptarse al mundo del que forman parte. Algo parecido ocurre con la mirada sobre la amistad. Por detrás de toda la envidia y el resentimiento, finalmente es posible ver como las amigas se ayudan, protegen, reaniman y dan esperanza las unas a las otras. Despedida de soltera esconde y dispersa lo que une a sus personajes tal como si fuese una historia de enigmas, en la que recién al final descubrimos la razón por la que los novios se casan o aquello que explica por qué Regan, Katie, Gena y Becky aún comparten una amistad. Como muchas otras películas, la de Headland también termina con un casamiento feliz. Pero, esta vez, el epicentro no sólo está en la pareja que va a casarse. Gena, Regan y Katie están sentadas en un punto alejado y apenas si conceden la mirada y el silencio para unir sus contraplanos y el fuera de campo sonoro con los de la ceremonia. Eso es lo bueno de Despedida de soltera: su mundo, el de los héroes escurridizos y libres, jamás va a dejar de sorprendernos.
Contar desde adentro Sentarse a observar el remolino de la adolescencia sin meterse en su interior es, en cierto modo, olvidarse de cómo era, perder la memoria. Recordarla, en cambio, es adentrarse en su vorágine y buscar un espacio y tiempo específicos; es recuperar un clima, un tono, un cúmulo de sensaciones únicas. Ese es el esfuerzo de Las ventajas de ser invisible: girar y girar para así captar todo lo que surja. En este sentido (y en muchos otros), la película se refleja en Charlie (Logan Lerman), el tímido y solitario protagonista, cuya mirada a la misma vez participativa y distante intenta vivir y contar la adolescencia con la mayor conciencia posible. La película no rehúye, entonces, de mostrar sexo, drogas y violencia y de hacerlo con naturalidad: una vez más, lo que pretende mostrarse es aquello que posiblemente aparezca frente a las retinas de sus propios personajes. El de Las ventajas de ser invisible es, por lo tanto, es un mundo de paisajes extraños y tumultuosos vistos con familiaridad y deseo. Si bien no faltan algunos lugares comunes (la última escena es, lamentablemente, uno de ellos) Chbosky no desvía la miradade las entrañas del remolino en que se encuentra. La persistencia de esa elección puede sentirse en el clima constante de incomodidad, que no permite demasiado color ni luz en las escenas, así como tampoco deja aparecer el humor o la música sin algún dejo de melancolía. El reflote constante de conflictos —sobre todo el de la enfermedad de Charlie, hacia el final y cuando todo parecía resuelto— también reflejan su modo de contarse: de acuerdo con las reglas de su mundo y de la adolescencia, pero especialmente con las de sus personajes. Así, la puesta en escena de Las ventajas de ser invisible tiene que ver con la puesta en presente del sufrimiento, de las dudas, del descubrirse: una estructura en constante tensión y revuelo que la película elige no sólo como historia sino también como su propia manera de contarla.
No importa qué es lo que esta vez venga a contar: el retorno de Tim Burton siempre augura imágenes inolvidables, de esas que la memoria se apura a apretar y guardar como tesoros. Pero no sólo eso. Sabemos que el mundo en el que el film tendrá lugar será el mismo que conocemos (sólo que en otro rincón), y que estará regido por las únicas lógicas de la magia, el afecto y la inocencia. Más aun expectativas habrá si es uno de los rincones animados de la filmografía burtoniana, especie de submundos subterráneos, como un sótano de juguetes en donde la fantasía y el juego gozan de la espacialidad para expandir sus reglas. Frankenweenie, el último descubrimiento en la geografía del director, confirma ambas sospechas: lo previsible es el molde de la innovación y la sorpresa, y la combinación resulta, una vez más, inolvidable. La historia está basada en un mediometraje del mismo nombre que Burton realizó en el año 1984, y que en su momento fue rechazado por no ajustarse (y asustar) al público infantil. Paradójicamente, haciendo realidad la gran esperanza de todo niño (al menos de los que vivimos esa pérdida): Víctor, el pequeño protagonista, revive a su perro. Y como siempre que algún personaje burtoniano regresa de la muerte —y eso suele ocurrir— la vuelta es un problema, pero también una fiesta. La eternidad como condena y al mismo tiempo condición de posibilidad del juego y las risas sin razón (y sin fin): eso es Frankenweenie. Las múltiples y evidentes referencias a otros films de terror clásicos complementan, asimismo, esa celebración que es la permanencia y el retorno a la vida, regalos que sólo el cine ofrece y que Burton —como siempre— aprovecha. Y eso no sólo está presente en el montaje de citas e innovaciones sino también el trabajo sobre el stop-motion y la música, que parten de figuras y lugares conocidos pero finalmente resultan no solamente nuevos sino también conmovedores. Ese es el sello que Frankenweenie lleva en cada plano y que también contienen las mejores películas de Burton: imaginación y fantasía que invaden, no sin la suficiente ternura, los rincones oscuros del recuerdo.
La antagonista inoportuna Cambio de planes es una de esas películas que uno cree poder predecir. La sinopsis, de hecho, lo permite: un hombre infeliz, aquí llamado Manolo (Diego Peretti) cambia su vida cuando conoce a Antonio (Andoni Hernández), un adolescente enfermo de cáncer. Pero, y si a la presencia de la muerte como protagonista le añadimos la navidad –en tanto contexto y junto con toda la densidad narrativa que ha ganado en el cine, por la que siempre resulta asimismo un personaje más-, menos difícil aún es imaginar el horizonte hacia el cual la película se dirige. La unión de estos dos, fantasmas enormes que gozan de unificar y suprimir todo lo particular y pequeño (y que por eso mismo también suelen frecuentar los desenlaces), adelanta no sólo el final sino también aquello que será lo verdaderamente importante. Sin embargo, la previsibilidad hacia la que la película de Arango se dirige no socava en absoluto los aciertos de su desarrollo, que reunirá humor y personajes sólidos en pos de contar, ante todo, la infelicidad. Una infelicidad que, por rebelde y particular, se convierte en la antagonista perfecta. La insatisfacción que afecta a casi todos los personajes de Cambio en planes podría resultar fingida -cuando no una excusa o un mero conductor hacia el esperado final- si no fuese porque arriesga, en todos los casos, la identificación. En lugar de manifestarse cual si fuese una maldición escondida e inamovible, la infelicidad en la película de Arango es algo que no solo sufren sino que también hacen y contagian los personajes, y que permite juzgarlos tanto como entenderlos. Manolo, así, deja de ser cercano y simpático al aparecer junto a su hijo, a quien trata con dureza e indiferencia. Su esposa, por otro lado y cuando no se altera exageradamente por las cosas, lo engaña con otro hombre. Antonio, nuestro protagonista enfermo, es gracioso, decidido, y también trata mal a su madre y se escapa de ella en cuanto puede. Hasta la cena de Nochebuena, punto cúlmine en el que un estallido de reproches y angustias reconfigura las relaciones –y con ellas, el relato-, Cambio de planes esquiva con soltura la mayoría de las trampas de la aproximación tanto de la navidad como de la muerte. De allí en adelante, el afán por querer cerrar todos y cada uno de los destinos de los protagonistas traicionará en parte la fluidez precedente. No lo hará así con su propia mirada acerca de aquello que les ocurre a sus personajes: de todos los destinos que se nos muestran, sólo falta el de la madre de Antonio. Su evidente ausencia cuenta que su futuro próximo, no equiparable al de ningún otro personaje, tampoco cabe entre los toques luminosos y humorísticos del final de la película. Ese lugar vacío e inabarcable que Cambio de planes admite en su final es el último reflejo de un gran acierto: dar lo lugar a lo inconveniente, incluso cuando no parezca haber espacio ni tiempo para que surja.
Una buena parte del encanto de Masterplan está ligado a sus personajes coloridos y correctamente interpretados, seres tan artífices del humor que suaviza sus vidas como víctimas del drama silencioso que las define. La película de los hermanos Levy tiene la fuerza de ser una comedia con una premisa sencilla pero original y, por sobre todo, con personajes que trascienden tanto la importancia de las acciones que llevan a cabo como los límites del género al que se inscriben. Ocasionalmente, sin embargo, aparecen ciertos elementos que la vuelven levemente forzada, acaso menos encantadora que la individualidad de sus protagonistas. Así se manifiesta, por ejemplo, en la escena en la que un personaje llama por teléfono desde Miami: para dar cuenta de que verdaderamente se encuentra allí, el plano toma una calle con una disposición prolija y ordenada de un letrero en inglés, una palmera y un edificio moderno. El personaje en la escena encuentra en el medio de la esquina y, como no podría ser de otro modo, viste una camiseta colorinche. En otro nivel, la cuota considerable de humor –con más tintes de machismo que de gracia– toma como punto a la novia del protagonista y se asegura las risas generosas sin demasiado esfuerzo, y esto mismo ocurre con el hombre de la calle que roba el auto, quien fácil y progresivamente se adueña también de toda comicidad. Masterplan es una comedia aspectos valiosos, cuya mayor virtud consiste en tomar lo trágico de sus personajes y convertirlo en humor; un humor que, finalmente, no llega mucho más allá del aprovechamiento de los rasgos destacados que cada protagonista ofrece.
Con un silencio inesperado, casi brusco, la nueva película de David Frankel (El diablo viste a la moda, Marley y yo) hace trizas la primera expectativa: en lugar de la típica introducción musical y movediza coordinada rítmicamente con una voz en off, Meryl Streep seduce sigilosamente a un espejo. Cuando su suavidad choca de repente con el rostro duro y la voz grave de Tommy Lee Jones, el portazo final ya adelanta que, una vez más, Frankel ha decidido hacer de los conflictos en sus personajes el principal narrador de la historia. Kay (Meryl Streep) y Arnold (Tommy Lee Jones) llevan más de treinta años de casados y, con ellos, el peso de la rutina y el acostumbramiento. Todos los días, Kay intenta sin demasiado éxito llamar la atención de su marido, hasta que un día conoce al Doctor Feld (Steve Carrell), un especialista en terapia de parejas que ofrece una serie de sesiones intensivas para reavivar la pasión en la pareja. Expuesto de esta forma, no parece haber mucho por descubrir. Pero tampoco lo había en El diablo viste a la moda antes de verla (quizás sean las mismas expectativas que llevaron a alguna crítica a afirmar que la película desarrolla un drama a partir de algo que no lo necesita). Y lo mismo con Marley y yo: ¿A quién no le generó impacto el sentarse a ver una película acerca de un labrador y sus travesuras que terminaba siendo el testimonio de un hombre ocultamente insatisfecho con su vida familiar? El nuevo film de Frankel no va a ser la excepción. ¿Qué voy a hacer con mi marido? dispone, sí, instantes cómicos, pero sobre una base dramática que narra, ante todo, los obstáculos de una pareja en la lucha por recomponerse. Por su parte, la música y el sonido acompañan esa seguidilla de tensiones y desencantos matrimoniales con una gracia notable. Los silencios profundos son reiterados, sobre todo dentro del consultorio del Dr. Feld, donde sus efectos se potenciarán junto a una Kay pensando seriamente en volver a la soltería, o un Arnold desesperado por poder comunicar lo que siente. Los instantes musicales también son frecuentes y, si es que no acompañan lo narrado, por momentos revelan aquello que no se ve. Éste último caso es el de Why, la canción de Annie Lennox que se extiende durante sus casi cinco minutos (todos sabemos que es un tema para escuchar hasta el final, incluido su último y desgarrador susurro: “No sabes lo que siento”), pero que principalmente pone palabras casi exactas al momento más crítico de la pareja. Y, sin más, la última melodía en la película (Bright Side of the Road, de Van Morrison) expresa por sí misma una síntesis de lo que vimos: “Desde extremo oscuro de la calle / hasta el lado iluminado de la carretera / seremos amantes una vez más”. Quizás es recién en ese final cuando la insistencia en subrayar el drama cobra su verdadero sentido. Si bien El diablo viste a la moda, Marley y yo, como así también ¿Qué voy a hacer con mi marido? no se privan de recurrir al sentimentalismo y a la ingenuidad que antes habían esquivado, por algún motivo, sus desenlaces funcionan. Supongo que Frankel ha decidido –una vez más y entre risas– pinchar la expectativa de un final medido y acorde al resto del relato, y nos ha obligado, seducción dramática mediante, a creer en la viabilidad de uno feliz. O mejor, en la de uno felizmente feliz.