Si no fuese por el humor que la atraviesa desafiando su costado cercano a la pasión (y, por lo tanto, a la seriedad propia de esta), La despedida sería apenas una película sobre fútbol y para sus amantes. Y si es que, por otro lado, la fuerza de sus personajes y diálogos no alcanzaran a constituir la credibilidad que logran, tan solo quedarían allí los rastros del esfuerzo esteticista que continuamente amaga con anularla. Así, la clave de la película de Juan Manuel D’Emilio es el jugueteo con elementos diversos que no siempre consiguen fundirse correctamente, pero en cuyas mejores combinaciones surge la esencia de un relato nostálgico, afectivo e inocente que supera sus propios errores. José (Carlos Issa) es un jugador de fútbol que, al descubrir que está enfermo, decide viajar con sus amigos y su novia a Mar de Ajó, para entonces jugar allí su último partido. En una de las escenas más logradas, los cuatro personajes están sentados al sol, cada uno en su reposera y hablando simultáneamente sobre fútbol y Los puentes de Madison. Sus diálogos se superponen mientras la cámara enmarca continuamente planos medios y generales, recortando la acción aunque no la naturalidad y la fluidez, que jamás se ven irrumpidas. En otra escena, y luego de que almorzaran juntos en una cantina, los personajes deciden irse sin pagar. Mientras planean la huida, un foco selectivo destaca sólo a dos de ellos. Luego, al escaparse, una cámara lenta registra cómo uno de los personajes consigue huir justo antes de que el cantinero los alcance. Nuevamente, la técnica juega un papel activo y protagónico, pero también lo suficientemente discreto como para sostener y acompañar la mezcla de espontaneidad, humor, y buenos diálogos e interpretaciones construidos en la escena. Aunque habrá ocasiones en donde ciertas torpezas técnicas o diálogos mecanizados anulen la posibilidad de creer en lo que se nos muestra, La despedida tendrá en sus personajes y sus mejores momentos un contrapeso aún mayor. Llegando el final ya no será fácil ignorar el corazón simple y apasionado que estructura toda la película, y que nos ofrece más bien la opción de disfrutarla en sus escenarios cotidianos, charlas en reposeras y almuerzos sin pagar: es decir, en la verdadera esencia, sencilla y pequeña, nostálgica e inocente, que irrumpe entre sus grandes conflictos.
Encuentros imprevistos Acostumbrados a ver y escuchar personajes poseídos por una voz que intenta nombrar y conceptualizarlo todo por encima de la acción, el encuentro con lo que se dice y se hace en Dos más dos resulta de una frescura notable. En contraposición a los monólogos catárticos y repletos de puteadas como los de Un novio para mi mujer o No sos vos, soy yo, la película de Kaplan ofrece diálogos, gestos y tonos de voz entremezclados y cotidianos, sin grandes ni memorables líneas. La infidelidad, el matrimonio y el swinguerismo no son, entonces, el objeto de opiniones y reflexiones ingeniosas sino simplemente aquello que practican y/o dejan de practicar sus protagonistas. Pero esta falta de imposición no sólo genera voces propias: el film de Kaplan persigue -y consigue- la naturalidad en casi todos sus rincones. Diego (Adrián Suar), Emilia (Julieta Díaz), Richard (Juan Minujín) y Betina (Carla Peterson), amigos desde hace varios años, deciden intercambiar parejas entre sí. Si bien Diego no está convencido de hacerlo, todos terminan aceptando. Pero cuando dos de ellos rompen las reglas, la crisis y los conflictos se desatan. Lo interesante de la mirada de Kaplan a partir de ese punto de quiebre es que simplemente sigue a los personajes en sus probables recorridos, incluso aunque eventualmente éstos obliguen a torcer el tono de comedia que venía primando. Y es en esa sensación de autonomía del mundo visto, pendiente sólo hasta un punto del espectador, que Dos más dos encuentra una forma propia de contar(se), y también una de interrogar(se) acerca de lo que muestra. Si la película autoriza a sus personajes a dialogar sin exigirles grandes reflexiones, así como a explorar temas que son considerados tabú con total libertad, también les permitirá sufrir y ser desbordados por sus propias decisiones. Comprobar el verdadero drama que sobrepasa al humor define a la película de Kaplan, una vez más, en su cuidado del devenir de los hechos apropiado a su mundo y a las características particulares de sus habitantes. Dos más dos escapa con éxito a la costumbre de existir sólo para un afuera, casi tanto como a la risa continua, la reflexión brillante y al sexo metaforizado. Y esquivarlos supone, más precisamente, deshacerse de esos adjetivos y dejar sólo risas, reflexión y sexo. O, mejor, sumar al drama y dejar que surjan las sorpresas del encuentro.
Jóvenes skaters destructivos en una Serbia de protestas y descontento. Eso es Tilva Ros. Pero, un poco más adentro, también es protagonismo cambiante, multitudes que irrumpen y obligan a abrir el plano, violencia y ternura en simultáneo, cambio, fluidez y transiciones constantes. En la película de Nikola Lezaic todo sigue un camino definido, pero no de forma que sea un sólo paisaje el que pueda verse, sino de manera que sea posible encontrar en un hecho o personaje múltiples lazos y relaciones con todo lo demás. Ni la contundencia del punto de vista de Toda (Marko Todorovic), personaje dominante, intenso, acaso principal fuente emisora y sobre todo receptora de las mayores destrucciones (emocionales y físicas) consigue limitar el amplio terreno sobre el cual Tilva Ros elige moverse. Y los múltiples travelling y panorámicas no son más que otra expresión de esa voluntad: la de no aislar, la de abrir y hacer converger personajes, relaciones y conflictos para fundirlos en un espacio común. El mejor ejemplo de ese programa es una escena en la que, y luego de que Toda se enoja y se aparta de sus amigos, aparece tras las paredes una multitud marchando. Toda sale caminado, y el grupo entero lo sigue. Al pasar junto a los manifestantes, nuestros personajes se confunden entre otros, hasta que se desvían hacia un supermercado en donde se organizan para destruir todo a su paso. En ese recorrido en patineta, mientras los productos caen de las góndolas, la cámara los sigue a cada uno por tan solo unos segundos, hasta cruzarse con otro de ellos y entonces perderlo, y así sucesivamente. Al final de la misma escena, los encargados del supermercado llegan y entonces vemos a nuestros protagonistas salir por la puerta de atrás, hasta alejarse en sus patinetas por la calle. Pero el contraplano de los trabajadores en el supermercado nunca aparece. Lo mismo que en los hogares, el lugar de trabajo o la calle, no hay registro de una mirada ajena, extrañada y sentenciosa que pese demasiado por sobre sus acciones. Y allí es donde la película nuevamente se libera de ser capturada rápidamente por una visión que reduzca las particularidades y quiera fundirlo todo a una concepción unidimensional (y en algunos casos, quizás peyorativa) acerca de la juventud. Así, Lezaic expone la certeza de que es posible encontrar mucho más por fuera de los límites de lo que parece estar cerrado en sí mismo. Por eso es que la pista de skateaparece como refugio, y no como hogar; los dobles de riesgo como confirmación y desconfirmación de una amistad, y no como un simple hobbie peligroso; Toda como una plataforma desde la cual se observa mejor la velocidad de los cambios, antes que protagonista indiscutido. Y el esfuerzo es mucho menos un intento de psicologizar y explicar comportamientos que una forma de observación y comprensión más expandida y menos forzada. Lo que resulta es una especie de danza entre figuras y fondos, que se juntan y se separan, se chocan con fuerza y luego se abrazan, justo en el momento en que, tal como sus personajes, parecían irreconciliables entre sí.
A pesar de sus personajes travestidos, sus numerosas puertas cerradas con llave y romances tras las sábanas tendidas del patio, en El secreto de Albert Nobbs casi todo es translúcido. Incluso hasta aquello que uno no quiere que lo sea. El artificio comienza por invadir ciertos diálogos y situaciones, pero llega hasta detalles visuales mínimos que todo el tiempo frenan la verosimilitud, cuando no producen la sensación de estar viendo a actores disfrazados y bien maquillados en perfectos decorados de época. Glenn Close interpreta a Albert Nobbs, un hombre que tras su traje de mozo esconde un cuerpo de mujer. Al conocer a Hubert (Janet McTeer), quien también es una mujer encubierta (y que lamentablemente lo es mucho antes de que el director decida revelarlo), Albert empieza a proyectar un futuro completamente nuevo. En alguna ocasión, estos proyectos toman forma a través de una cámara móvil, que atraviesa la puerta de una tienda vacía y se encuentra con la mujer anhelada por el protagonista. En otras (la mayoría), esto se da en planos de unos pocos segundos, en los que Albert se detiene y deja lo que estaba haciendo para preguntarse en voz alta acerca de los pasos a seguir. Ambas escenas caracterizan de igual forma la ingenuidad del personaje, pero en una y otra el efecto es completamente distinto. En la primera situación, el acceso a la imaginación del personaje es una especie de descubrimiento móvil, espontáneo y hasta curioso (el espacio imaginado –que forma parte de la visión de una casa propia– es muy similar al que comparte Hubert con su mujer). En la segunda, en cambio, se presenta como algo programado casi rítmicamente, y las reminiscencias teatrales en su disposición no hacen más que terminar por destruir ese mundo y su posible autonomía. Así, la primacía del artificio va coartando la capacidad de la ficción para disfrazarse, y un final en el que un bebé con apariencia de muñeco atrae a los ojos más que la acción es su lamentable prueba definitiva. Sin estas elecciones (y/o descuidos) y su acumulación, no puede entenderse cómo es que El secreto de Albert Nobbs cuenta con personajes sólidos y buenas actuaciones que sin embargo lucen coreografiados. O cómo es que a pesar de contar con una historia atractiva en su propuesta, finalmente resulta un film llano y despojado de toda intensidad.
Decir que en una semana de muchos estrenos El camino pasa casi completamente desapercibida no es un intento por rescatarla o reivindicar su valor. Más bien, es una forma de definirla en su naturaleza aislada y autónoma, que la aleja de protagonizar la cartelera tanto como de apuntar a ser masiva y convencional. La historia, que narra el cambio que se produce en la vida de un hombre a partir de que decide recorrer el Camino de Santiago en honor a su hijo fallecido allí, revela en este sentido un trasfondo fundamental. Ese hombre es interpretado por Martin Sheen, padre del director, guionista y actor del film (y también su hijo dentro del relato) Emilio Estevez y El camino es, en cierto modo, una conjunción de experiencias que ellos mismos han vivido allí. De este origen íntimo y familiar surge una película que se anima a ser libre, pero que en su expansión pierde de vista lo particular y se mantiene quieta en el horizonte de lo grande y lo acabado, desde donde resulta demasiado lejana como para despertar el interés por aquello que muestra. En El camino, cada plano se justifica en la búsqueda de lo enorme, lo infinito y lo universal, que encuentran su soporte en paisajes alargados, personajes de temperamentos y orígenes diversos y también en los temas que se desprenden de todo lo que sucede allí: la muerte, el amor, la amistad, la fe. Así, cada elemento o situación reniega enseguida de sus particularidades en pos de ser ilustración de algo de una idea más general. Este es el claro caso del hijo y el padre gitanos, en el que ambos representan (y a partir de que el niño le roba la mochila a Tom, nuestro protagonista) la idea de la honestidad y de la relación padre-hijo cuando es estricta, y a tal punto lo hacen que es imposible ver en ellos algo más que esa funcionalidad abstracta. Continuamente, El camino corre en busca de una reflexión que una sus planos, sus personajes y sus paisajes tal como si estos no fuesen capaces de significar en su individualidad, como si nada por fuera de lo grandilocuente pudiese tener algo más que contar. La libertad que la película de Estevez ejerce sí tiene su correlato apreciable en la liviandad con que trata el drama, además del desprejuicio con que filma algunas escenas (como la de la ceremonia en la iglesia, a primera vista oscura y sospechosa, que se resignifica luego en el valor y la belleza que la cámara le otorga) y hasta los dos horas que se permite durar. Aun así, El camino no consigue generar curiosidad ni emoción: el único sentimiento es el de estar espiando un mundo lejano, de una belleza evidente pero cuyos detalles y esencia no es posible observar, sino tan solo en su forma más general. El film se pierde así de la accesibilidad y la cercanía a la que apunta mediante sus reflexiones sobre la vida y los valores, y la verdadera singularidad de su naturaleza apenas permitirá ser divisada dentro de los amplios márgenes del gran paisaje (mostrado, no descubierto ni explorado) que pretende captar.
Vi el tráiler de Blancanieves y la leyenda del cazador unas cinco o seis veces antes de ver la película. En cada repetición se hacía evidente eso mismo que el título intentaba señalar: los siete enanitos y la carga lúdica e infantil de sus presencias habían desaparecido, y ahora solo quedaba la belleza, la oscuridad, la sangre, el bosque tenebroso y un cazador que ganaba en protagonismo y gracia. La presencia de Kristen Stewart constituía entonces el complemento perfecto, y la sospecha de que esta Blancanieves se vería afectada por la estética oscura y obsesiva al estilo de la saga Crepúsculo aumentaba cada vez más. Por suerte, una buena parte de esa sospecha no se cumplió. Los enanitos sí estaban y, a pesar de que la película comparte elementos con la trilogía vampiresca, el mundo que finalmente se crea permanece lejos de reducirse al esteticismo puro y porque sí. Sin embargo, la belleza es un elemento fundante de la acción. Todo poder – material o invisible– está determinado por el encanto de un rostro que, sumado a las ideas de pureza y sangre real (Blancanieves es hija de reyes), resulta tanto la gran amenaza de la reina como la mayor esperanza de salvación del pueblo. En la piel de Kristen Stewart ese aspecto fluye más fácilmente, no por su interpretación como siempre acartonada sino por el rostro impenetrable y modesto que junto a su presencia huidiza genera el misterioso impulso de protegerla. Pero si bien Blancanieves es el centro de todo espacio y también protagonista del relato, la historia parte siempre desde ella hacia todo lo demás, sin descuidar a los otros personajes ni al trasfondo social que atraviesa al lugar de los hechos. Esa es, quizás, la mayor virtud de la película: no concentrar sino esparcir, de lo que también se sirve la técnica en relación a los efectos especiales y que el travelling final –desde Blancanieves hacia atrás, dejando ver a todos quienes la rodean– ilustra con suma claridad. Apenas podría reprochársele a la versión de Rupert Sanders la necesidad de anticipar algunas de las sorpresas y apariciones repentinas, que tienen su aclimatación segundos antes de acontecer. Uno de esos momentos ocurre cuando el cazador y Blancanieves cruzan el puente para salir del bosque, y una calma silenciosa junto al plano general anuncia al monstruo que se levanta por debajo de ellos. Otro de éstos es algo más torpe y tiene lugar en una mañana en la que –típicamente– todos duermen y la protagonista se levanta a pasear sola: allí aparece la reina camuflada bajo el aspecto de un aliado y le ofrece la famosa manzana envenenada. La sospecha es clara desde un principio: el falso amigo de Blancanieves tiene los ojos marrón brillante (véase –¡uy!- Crepúsculo), aparente marca imborrable para delatar a aquellos que están poseídos y corrompidos por algo o alguien. Por lo demás, Blancanieves y el cazador sobrevive con originalidad a la versión del clásico cuento de hadas sin perderse en sus rincones más tentadores, ampliando sus márgenes y probando que siempre hay maneras de reactualizar y a la vez recrear aquello que parece agotado.
El ritmo de la vida (cuando está por terminar) Como gran parte de las películas corales, El exótico Hotel Marigold comienza describiendo apresuradamente la vida de múltiples personajes, intercalando sus personalidades y haciéndolas confluir en un momento de unión que, en este caso, representa la decisión de hacer un viaje a la India. Y si bien –y tal como en esa mayoría de films– ningún otro fragmento volverá a tener esa dinámica de síntesis rápida y precipitada, posteriormente el mecanismo se trasmitirá a muchos otros elementos. La película de John Madden podrá definirse, a partir de entonces, en términos similares: predominio de las figuras y sus personalidades y una forma de mirarlos bajo la condensación y el atropello narrativos. Pero no sólo el formato coral representará esa presión sino que también lo hará la misma situación argumental, que les obliga a soportar tanto el peso de la edad (todos tienen más de sesenta años) como el desafío de adaptarse a la cultura hindú. Pasados los primeros minutos, Evelyn (Judi Dench), Graham (Tom Wilkinson), Douglas (Bill Nighy), Jean (Penelope Wilton), Muriel (Maggie Smith), Norman (Ronald Pickup) y Madge (Celia Imrie) se internan dentro del paisaje inquieto y colorido de la India. Aquí Madden despliega los recorridos de cada uno de ellos, cómo y qué lugares visitan, y las relaciones que entablan entre sí. Además y a la par, articula la historia de Sonny (Dev Patel), joven dueño del Hotel Marigold, que intenta superponerse a la crisis económica así como a la rigidez de su madre, que le prohíbe casarse con su novia. Con excelentes actuaciones, algunos buenos momentos de humor y mucho dinamismo, El exótico Hotel Marigold focaliza su desarrollo en torno a la vejez y sus grandes dilemas: la soledad, el miedo, la necesidad de liberarse o cambiar, etc. El temor a que la vida termine ofrece entonces el sostén para la acción narrativa, que se mueve tan ligera y livianamente como el pueblo hindú y como la cámara que lo atraviesa captando sus rincones movedizos. Hacia el final, la soltura con la que la película de Madden se desenvuelve puede verse claramente en una resolución mágica y abrupta que, sin embargo (y es probable que gracias al contrapeso de las actuaciones), no consigue estropear el resto. Pero, en realidad, hay algo que es irreprochable del desenlace y es que, para estos personajes, la cercanía de la muerte impide el querer vagar por aquellas cosas sin fin, sin solución o sin sentido. Por eso es que la frase que articula el film promulga que si no está todo bien, aún no es el final: no importa que la vida siguiese después del happy ending que se nos muestra; basta con haber llegado a esa estabilidad ideal de las cosas resueltas, que uno asume le gustan al cine, pero también a la vida real. En el ejercicio de esa libertad, El exótico Hotel Marigold cierra un relato sin muchas pretensiones más que la de captar esas fluctuaciones que se dan hacia el fin de la vida, y que en un país como la India parecieran ocurrir casi al ritmo de lo cotidiano.
Lo mejor de Votos de amor es que no es engañosa. Sin traicionarse ni retraerse en ningún momento, la película de Michael Sucsy se juega a la efectividad de una trama familiarísima, a la misma vez que juguetea con la autoconciencia. ¿Parodia del género? Nada más lejos de eso: la propia conciencia no tiene más objetivo aquí que el de otorgar credibilidad a un film que procura contar su historia de la manera mas desprejuiciadamente romántica que sea posible. La premisa es, como dijimos, casi vacía de originalidad: Paige (Rachel McAdams) es una artista felizmente casada a quien, y tras un accidente en el que pierde la memoria, su esposo Leo (Channing Tatum) deberá reconquistar. Lo atractivo se da, justamente, en el contraste entre los flashback y el presente confuso y amnésico de la protagonista. O, igualmente, entre el enamoramiento y el descreimiento puros. Así es como funciona el equilibrio de Votos de amor: entretanto Paige observa extrañada la intensidad del video de su propio casamiento, Leo pasea su voz en off sentimentalista en los alrededores de la nieve y las esculturas de su desmemoriada esposa. De ese contrapunto surge la autenticidad de la película, que reniega a través de Paige de sus mismos valores románticos y finge que los olvida, para luego reincorporarlos de forma más natural. En el medio de esa lucha de opuestos desde donde se construye la credibilidad, la película ofrece instantes y elementos logrados, y otros no tanto. Entre aquéllos figura la primera escena, enteramente compuesta de diálogos sobre el clima, de gestos y tiempos muertos, hasta el accidente -impactante y detallado, por cierto- que constituye el giro del relato. Además, el talento de los actores protagonistas y la naturalidad de su interpretación, y un final sencillo y coherente con el devenir de los hechos. Entre los fallos se encuentra un relato en off intrincado y torpe, que subraya y complejiza a todo aquello que no lo precisa. Y, quizás, esa misma manía por que todo concuerde y se relacione; especialmente en lo que respecta a la insistencia sobre el Café Mnemonic, las esculturas y su composición o las partículas y la nieve, que parecen esperar el momento justo para sellar prolija y forzosamente toda metáfora que surja. Votos de amor es un film pequeño, imperfecto, del que sin embargo es posible recolectar fragmentos de encanto mucho más de lo que es distraerse con los traspiés entremedios. Lo que se logra no es excelencia, tampoco originalidad, sino algo tan simple como la genuinidad de lo narrado.
En Cuando te encuentre parece haber una constante preocupación por la credibilidad. O, mejor aún, por la diferenciación (aunque más no sea superficial) con respecto a otros films y sus configuraciones. El problema es, justamente, lo efímero de esa pretensión: sus personajes, diálogos y/o hechos terminan por descartar sus extravagantes maquillajes, sobre todo a la hora de un final en el que la vía de escape habitual y canónica termina por imponerse. En su afán por hacer creíble ese mundo, la película de Hicks encuentra a su mejor garante de amor sincero y durable en un héroe de guerra joven y sensible, heredero de un trauma que lo vuelve maduro casi de repente. Su pareja ideal es madre soltera, víctima de los acosos de un ex marido violento y de la misma guerra, que se ha cobrado la vida de su hermano. Pero cuestiones como el trauma post-bélico o la violencia son apenas accesorios, excusas para ciertos comportamientos en sus personajes en vista de que representen los ideales necesarios para una historia de amor verosímil. La concepción anterior se hace clara en las intervenciones de ese contexto que, si bien son frecuentes, van siempre acompañadas de un aire de forzamiento, como si fuesen piezas estructurales y a la vez implantadas del universo que las sufre. De cualquier forma, la evidente impotencia a la hora de encontrar fórmulas narrativas propias es lo que definitivamente termina haciendo de Cuando te encuentre un film enajenado. Poco después del comienzo de la película, Logan (Zac Efron) intenta decirle a Beth (Taylor Schilling) la razón por la que ha llegado hasta su casa a verla, pero ella, ansiosa e interruptora como en ninguna otra ocasión, completa la frases sin dejarlo hablar. Las escenas trascurren y siempre pasa algo que impide que el problema sea aclarado. Así es como se posterga el único recurso para el conflicto final, justo antes del clímax, que desata la pérdida de confianza de un personaje en el otro (con el beneficio de que el supuesto culpable puede alegar que trató de comunicarlo y ella no lo dejó). El otro atajo narrativo es tan evidentemente popular como engañador. Esta vez, focalizado en el destino de Keith (Jay R. Ferguson), único enemigo, ex marido agresivo y, por supuesto, malo perfecto (justamente porque no elige serlo). Conforme se acerca el final, su presencia va haciéndose demasiado perturbadora y amenazante como para no exigir un desenlace drástico, y por eso es que su muerte en manos de una tormenta es, además de un vergonzoso Deux ex machina, el cierre perfecto de la historia. Es que, al parecer, no cabía otro destino para este antagonista que el de una tragedia resultante de su propia miseria, con la cual además se hiciese manifiesto un aliviante y oportuno karma que supliese la falta de una mejor resolución narrativa. Finalmente, el inconsciente del género se impone de manera que ahoga todo intento de crear un mundo auténtico, en tanto coherente consigo mismo y sus personajes. Cuando te encuentre destella signos de originalidad que construye en forma desprolija, cuando no se rinde a las convenciones, por más ajenas que sean, de cómo debe constituirse ya no una historia de amor sino un drama romántico cualquiera.
Podría decirse que, si bien La suerte en tus manos no es una mala película, tampoco es del tipo que uno calificaría como excelente. El último film de Burman estaría ubicado, más bien, en aquel peligroso lugar intermedio en el que surge tan poco entusiasmo por los reproches como por los elogios. La historia es sencilla: Uriel (Jorge Drexler), un hombre fana del póker, los telos y las mentiras, intenta recuperar a su ex novia Gloria (Valeria Bertuccelli), una mujer sensible y sincera que se debate entre el deseo de un novio serio y el de una relación sin hijos que la ate eternamente. Aunque, como puede verse, los personajes constituyen el núcleo de la película, ni Drexler en su condición de turista cinematográfico ni la frecuente protagonista Valeria Bertuccelli parecen cargar con responsabilidades a la hora de identificar las fallas. A los fines de una distinción más clara que la de simplemente nombrar a Burman y el conjunto de decisiones tomadas por su equipo, yo diría que la culpa es del pelotero. Sí, ese de pelotitas color celeste que no sólo aparece en la historia, sino que también se pasea orgullosamente por el cartel y el tráiler de La suerte en tus manos. La escena en cuestión se encuentra en medio de una secuencia que muestra la incipiente reconciliación de Uriel y Gloria, y se acompaña de otra inseparable dupla que frecuentemente funciona como garantía de contemplación sentida: cámara lenta y música. En esta serie de planos, el director expone casi inconscientemente la raíz del problema: las grietas de un mecanismo de construcción del relato que le da coherencia pero que a la vez resulta desventajoso. Lo que en ese mecanismo se juega es, justamente, el afán por cierta cohesión temática e incluso estética: los juegos, la niñez, la química cuasi adolescente entre los protagonistas. Sin embargo, y más allá de los esfuerzos, lo que trasmite es una imagen forzada, impuesta, coordinada. La huella de una búsqueda visual se hace explícita casi a la misma vez que devela una funcionalidad exclusivamente ilustrativa y, sobre todo, desprovista de todo aspecto espontáneo o azaroso que lo disimule. Burman construye, entonces, un film prolijo pero con la evidente marca de un cauce narrativo que obedece a unir ciertos motivos y temas antes que a producir o generar algún tipo de dinámica al menos aparentemente causal y amoldada a las circunstancias de sus protagonistas. El virus del pelotero finalmente se propaga hacia diversas partes y elementos: personajes como el que interpreta Gabriel Schultz, el gran show de La trova rosarina, e incluso las diversas analogías con el póker también lo sufren. Después de todo, La suerte en tus manos sigue siendo un relato correcto y redondo, donde las diversas piezas que la componen encajan casi perfectamente. Pero la forma en que sus fragmentos se estructuran quita, sistemáticamente, el valor de los efectos que ese conjunto podría llegar a crear.