La mujer que interpreta Charlize Theron es abundante desde todo punto de vista: inmadurez, vicios y, por supuesto, belleza. Y puede ser, además y entre todos los personajes del universo Reitman de los últimos años, el más visiblemente dañado. Tal es así que, si no fuese por la gran cuota de humor y el correlato en off que narra ficciones escritas por la protagonista, su historia sería casi una tragedia. Pero, de cualquier modo y en algún punto, no deja de serlo: los maquillajes de la comedia y de las fantasías literarias frecuentemente exaltan más que esconden la base dramática de la trama. Los elementos claves de este contrapeso encuentran su refugio levemente por fuera del campo visual, y desde allí despliegan gran parte de las cuestiones más profundas. La primera escena ya introduce a la ilusión que desde entonces albergará el sonido. Un pasaje citadino se acompaña, por algunos segundos, de un llanto angustiado que balbucea problemas de autoestima. Al situarse la cámara en el cuarto desde donde esa voz parte, vemos que tan solo es alguien hablando desde un televisor, y que Mavis está en realidad acostada en la cama. La iniciativa recae luego en la voz off de ésta última, que escribe y relata historias de amor que va inventando mientras busca reconciliarse con su novio de la adolescencia. En ese espacio invisible de lo ilusorio, la juventud y sus sobredimensiones encuentran la libertad que no cede el presente, tan anclado en la verdad como en el cuadro. Las canciones y la narración sonora son así el contrapunto de la cruel soledad que azota a la protagonista en pantalla. Y mientras el abismo entre la realidad y la fantasía se mantiene a la vez que ambos se acompañan hasta el final, Reitman explora esa brecha y la exprime, sin miedo alguno de que pueda ampliarse irreversiblemente. La sufrida protagonista está ahora en el bar donde la actual esposa de su ex novio Buddy va a tocar con su banda. La canción que comienza es, justamente, aquella que Mavis escucha una y otra vez, y que solía ser la que el mismo hombre compartía con ella en sus épocas de noviazgo. La melodía entra en su fragmento más emocionante y la cámara de Reitman se aproxima a su rostro lentamente, aprovechando sin pudor el cachetazo de la música, que esta vez engaña y conjuga la brutalidad de lo real en su composición interna. Con cierta melancolía pero sin grandes pretensiones ni sentencias morales, Adultos jóvenes llega a su fin con la misma gracia y profundidad de toda la película. Una vez allí, todo parece reacomodarse casi igual que en un principio: Mavis escapa de aquel pueblo de la infancia en compañía de su incurable rebeldía adolescente, llevando consigo la idéntica e inmutable pasión de sus ficciones. ¿Y Reitman? Como siempre: justo y atento a la intuición, esta vez indica que no es necesario un desenlace visiblemente feliz. Las palabras, quizás, puedan sugerir algo semejante.
Antes de entrar a la sala, el cartel de Un dios salvaje obliga a detenerse una vez más. El mismo muestra a sus protagonistas –nada más y nada menos que Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz y John C. Reilly– ubicados en filas diferentes, cada uno con tres gestos o estados: sonriente el primero, luego serio y, por último, enojado. Seguidamente, al iniciar la película, los títulos asoman por entre medio de dos árboles situados en un parque. Aparecen y se agrandan, hasta esfumarse. Aunque no resulte llamativo, ninguno de estos fenómenos es casualidad: desde el comienzo hasta el final, el film de Polanski es pura expansión progresiva, una inflamación creciente que con el tiempo va ganando un espacio más amplio. El living de los Longstreet es bastante pequeño. Incluso a pesar de su calidez y luminosidad, la estrechez de las medidas del escenario predominante en la película lo hace un lugar propicio para la tensión. Las palabras rebotan más rápidamente, las miradas se intensifican, los cuerpos reclaman con irritación la falta de confianza. El motivo por el que los personajes se someten a un encuentro de esas características es la necesidad de aclarar un problema entre dos niños. El hijo de la pareja anfitriona compuesta por Penelope (Foster) y Michael (Reilly) ha sido golpeado por Zachary, primogénito de Nancy (Winslet) y Alan (Waltz). El incidente, apenas disparador de los primeros conflictos, queda luego relegado ante una lucha descarnada por defender lo propio- ya sea posturas, valores o profesión- así como por descalificar lo ajeno. Casi en forma constante, esta medición de fuerzas los empuja a un estado de desesperación del que principalmente el humor extrae sus mejores recursos. Tanto la caracterización de cada personalidad como los diálogos y el modo en que los actores se los adueñan es realmente excepcional. Pero, por momentos, y si bien cada uno de los intérpretes sobrevive al protagonismo de manera formidable, los apretones del guión y las reminiscencias del teatro irrumpen y plantan el desequilibrio. Ante la necesidad de un cambio rotundo de tema, por ejemplo, un personaje reflexiona en voz alta, haciendo las veces de una forzada introducción a un nuevo tópico que se corre del flujo de la conversación, tal como si se lo hiciera ante un público presente. Así, el curso al menos aparentemente arbitrario de los hechos se detiene, y la sobreactuación parece ser la consecuencia directa e inevitable que surge ante las exigencias no tanto de curva dramática como del vínculo con los orígenes teatrales de la historia. Es, quizás, uno de los pocos momentos en que Un dios salvaje se vuelve visiblemente artificiosa. Casi llegando al final, la inflamación que anteriormente motorizaba la cólera se detiene. Ya pasaron los vómitos, insultos y los reproches conyugales. Pasó el genial desquite de Nancy tirando el celular de su marido al florero, y las maléficas risas de Penelope al ver a su esposo intentando recuperarlo con un secador. Con la ayuda del alcohol, los cuatro protagonistas se rinden ante el doloroso placer de sus mutuas compañías. El parque vuelve a tomar la pantalla y es casi un alivio. Un dios salvaje culmina sin problemas un relato extrañamente adrenalínico, por momentos al borde de perderse en su propia lógica, pero con la facilidad para hacer de todos sus personajes y atmósferas algo sumamente atrayente. Esa jaula donde las emociones desbordan es el tesoro del que pretende adueñarse una cámara ansiosa por desmantelar todo fingimiento, no con pleno éxito pero sí con una dosis de impiedad parecida a la que reina entre sus criaturas.
Veintisiete años tenía la actriz Lori Singer cuando interpretó a Ariel, una adolescente pueblerina a punto de graduarse, en la Footloose original. Kevin Bacon (que tenía veintiséis) era Ren, un joven rebelde que al llegar al pueblo se encontraba con prohibiciones y leyes insólitas en contra de la danza. Hoy, pasado el tiempo y con ambos actores doblando la edad que tenían en ese momento, la remake de Footloose revive aquella historia. Esta vez, los papeles principales caen en manos de Kenny Wormald y Julianne Hough, dos caras nuevas y frescas que se ajustan a los cánones de belleza actuales. Pero ni los años trascurridos ni la renovación del casting inquietan lo suficiente una película que, por su mismo trastorno de identidad, se encadena a un mundo donde lo contemporáneo no es más que la pantalla de una nostalgia ciega. Si en el fondo latía alguna esperanza de dar revancha, entre otras cosas, a la chatura y a la falta de matices de los personajes del film original, ésta se esfuma rápidamente. Ren y Ariel son los mismos y dicen más o menos las mismas cosas, y sus personalidades se reducen a un único y perezoso dilema: la necesidad de hacer algo importante luego de no haber podido evitar la muerte de su madre, en él; y la costumbre de poner en peligro su vida para alejarse de un padre sobreprotector, en ella. Los diálogos y escenas exactamente idénticos desdibujan no solo los aspectos interesantes de los protagonistas y los esbozos de una gran química entre ellos, sino también la posibilidad de un valioso enfoque sobre la juventud actual, el conservadurismo estadounidense y la curiosa asiduidad de la violencia física. Footloose avanza temerosa por las huellas de un camino marcado al que no explora ni cuestiona, como si el mismo fuese lo suficientemente inmutable para no rendirse ante el paso del tiempo. Por suerte, todavía queda una vía de diferenciación ineludible: el baile. Al sonar la música (mayormente contemporánea), la película de Craig Brewer encuentra su pequeña redención: el ritmo es la única fuerza que imanta sin sacrificio los movimientos de los cuerpos antes vacíos de verdad, convirtiéndolos en una genuina expresión de alegría y vitalidad. Incluso el lenguaje corporal de los actores delata, apenas disimuladamente, el disfrute de algo que no precisa sostenerse con un personaje; un instante de escape a la mareada individualidad del resto del relato. Al bailar, Footloose no solo deja de mentirse a sí misma, sino que también refuerza su mensaje: bailar es liberarse, es no fingir; bailar es estar vivo. Pero, con todo, los pequeños instantes verdaderos se diluyen en un reciclaje desprolijo que no termina de saber separar lo valioso de lo prescindible. La remake de Brewer posterga constantemente su propia actualidad, y funde sus posibilidades en los intentos de compaginar nostalgias con un presente que se resiste a hacerles lugar. Muchos años después, Footloose regresa sin más pretensión que la de imitar a la original, aunque eso le cueste renunciar a todo aquello en lo que pueda aflorar el brillo de lo desconocido.
La mirada justa Acercarse a una definición o quizás emitir algún primer juicio sobre Yatasto apelando a su prolijidad sería, además de ambiguo, injusto. La película de Paralluelo es de la clase que puede contar con una fotografía o un montaje impecables y, aun así, no sobrepasar jamás la importancia de la historia o de los personajes (pienso, tal vez como contrapunto, en la última escena de su contemporánea Caballo de guerra, tan increíblemente anaranjada como entorpecedora). El trabajo sobre la estética es, entonces, doblemente eficaz: cada plano o composición es casi tan irresistible como los gestos y las palabras de los personajes en éstos. El peso de la pobreza como tema, pero también y esencialmente como escenario principal, es un gran obstáculo. Es el tipo de entorno que sus protagonistas Bebo, Pata y Ricardo habitan día a día al llegar a casa, luego de recorrer las calles de Córdoba juntando cartones para poder ganarse la vida. El ser consciente de la indigencia que impregna sus espacios le otorga a Paralluelo la posibilidad de evitar que esa sombra oprima sin piedad a sus criaturas. Por eso, la verdadera trama es la que describe el proceso de trasmisión de valores entre las diferentes generaciones, los sueños y aspiraciones de los niños, sus maneras de ver el mundo, etc. Así, cada escena se vuelve el reflejo de un triunfo: el de los personajes por sobre los paisajes o, lo que es mejor, el de una historia descubierta entre los matices del sentir y pensar particular y cotidiano, lejos de la uniformización, de la pura descripción y de la atemporalidad que muchas veces inspiran los mismos contextos. Paralluelo consigue un retrato profundo de sus protagonistas aun frecuentemente excluyendo sus voces y cuerpos del cuadro, sin acercarse a los rostros o incluso ocultándolos bajo las sombras. Es una mirada que si bien distorsiona y oculta, no genera ansiedad por descubrir o acercar, ya que lo puesto en relieve casi siempre es más valioso. En este sentido, uno de los momentos más inquietantes se genera en una charla que comparten Ricardito y su hermana. Él, casi totalmente oscuro; ella, bajo la luz de un rinconcito. En el rostro entre curioso y admirado de Dámaris al escucharlo se sintetiza no sólo la relación entre ambos sino lo diferente de sus vidas, incluso a pesar de ser hermanos. Yatasto supera –y muy bien– cada una de sus propias barreras. La visión global del director finalmente se impone y termina de dar forma a este relato incesantemente bello, con la dosis de humanidad suficiente para dar lugar a la esperanza.
Volver a construir la realidad Una vez más, Hollywood reúne juventud y enfermedades terminales. Esta vez, para contar la historia de Marley (Kate Hudson), una chica con un sentido del humor muy particular que, de repente, debe hacer frente a un cáncer de colon. Cuando Julian (Gael García Bernal) llega a su vida, el temor a enamorarse se volverá tan intenso como el de morir. Lo mejor de Amor por siempre es algo aún más meritorio que el haber podido despegarse –y aunque sea al cabo de treinta minutos de duración– del peso de un título mediocre y un trailer soso y con poca gracia. La redención de la película de Nicole Kassell llega, más bien, en el preciso momento en que la memoria hollywoodense se atrofia y el realismo de una enfermedad mortal como tema se vuelve prioridad. Así, la emoción genuina que constantemente se produce y que además se mantiene hasta el final es, en parte, el resultado de una conjunción de elementos que son funcionales a la idea de un verosímil realista. Es notable, en este sentido, el trabajo tanto sobre el maquillaje como el vestuario, que complementan perfectamente a una Kate Hudson rellenita, casi a cara lavada y con muy poco del glamour que suele acompañarla. Así, la sencillez en el aspecto de su protagonista (y también, por qué no, de la manera en que se la filma), juega como un pilar narrativo incluso antes de que la palidez de su rostro y sus ojos cansados tomen la ineludible iniciativa. Kassell no pasa por alto que hasta el más mínimo detalle puede influir en el universo que está intentando moldear, y por eso es que se inclina antes por el realismo que por la fidelidad al cúmulo de posibles construido por el género y la industria. Otro resultado de esa concepción toma su forma en Amor por siempre a través del manejo de tiempos exteriores y/o anteriores a lo que se narra. Es como si, de alguna forma, los personajes dieran cuenta de que sus vidas preceden a esta película, como si delataran a propósito las elipsis del relato que los incluye. En ese aspecto, la escena en la que Marley le pide disculpas a uno de sus mejores amigos es clave. Aquí, mientras se parodia a sí misma citando sus frases corrientes, Marley menciona lo mucho que últimamente habla de Vinnie, el stripper con quien hace unos días mantuvo una profunda charla. En ese momento nos enteramos del impacto que había tenido sobre ella ese encuentro de varios minutos atrás, ya que nunca hasta ahora habíamos vuelto a oír de éste. Luego, Marley le pide a su amigo si puede concederle “ese” baile, retomando una situación de la que no se tiene registro y que se asume como parte de la vida cotidiana y oculta de estos personajes. Lejos de querer revelar la inexistencia que la define por fuera de lo que duran sus tomas, Amor por siempre parece dejar abierta la posibilidad de que haya partes de ella que nunca se filmaron. Finalmente, y si bien todavía conserva algunas mañas (especialmente en esos primeros treinta minutos mencionados anteriormente), la mayor parte del film de Kassell enseguida hace olvidar sus defectos. Es que, en superposición, aparece el esfuerzo por situarse lejos de las marionetas en las que a veces Hollywood impone vestidos y peinados impecables y resistentes a todo clima –o clímax– desafiante; objetos y personas alienados del ambiente que los condiciona. En definitiva, la inquietud del realismo en Amor por siempre hace viable la emoción con pocos elementos y la convierte en prueba de que, para contar nuevas historias, es necesario hacer un ajuste en los estrictos manuales de cómo vivir y morir mientras la cámara está encendida.
Ese oscuro objeto de deseo Finalmente la saga creada por el escritor sueco Stieg Larsson llegó a Hollywood. Luego de la adaptación cinematográfica a cargo de Nies Arden Oplev, Fincher tomó el mando. Para esta primera parte, el gran cambio derivado parece estar en el título: La chica del dragón tatuado en lugar de Los hombres que no amaban a las mujeres. Por mucho que éste último lo supere, la elección parece la adecuada al menos en lo que se refiere al foco desde el cual Fincher construye su película: Lisbeth Salander. La potencialidad de este personaje (que ya podía verse en la versión sueca de la saga, cuando Noomi Rapace era quien la interpretaba) es ahora desplegada casi en su totalidad, de modo que funciona como el núcleo alrededor del cual todo lo demás gira. La trama es prácticamente idéntica. Con la esperanza de huir de una acusación de difamación que pesa sobre él, un periodista llamado Mikael Blomkvist (Daniel Craig) decide trasladarse a una isla en el norte de Suecia, donde el crimen no resuelto de una joven aún atormenta a su viejo tío. Blomkvist pasará meses investigando a la rica y extraña familia, para lo que contará con la ayuda de Lisbeth Salander (Rooney Mara), una ingeniosa hacker de veinticuatro años que se volverá imprescindible para la resolución del caso. Ya desde los títulos, con una oscura danza de cuerpos y seres extraños que se mueven al ritmo de Inmigrant Song de Led Zeppelin, la estética general queda planteada. En esta especie de videoclip introductorio, Fincher deja claro que todo aquello que transite el mundo Millennium contribuirá antes a completar la armonía del universo Lisbeth que a un desarrollo independiente: los asesinatos, la familia Vanger e incluso Mikael Blomkvist son, aunque todavía autónomos, siempre complementarios de su caracterización. Así, tanto la trama como los personajes en general constituyen siempre un puente para llegar a la joven protagonista, no solo desde lo narrativo sino también desde la puesta en escena. Pero, y aunque gran parte de los picos de emoción, impresión o humor están fuertemente concentrados en el accionar de Lisbeth, el gran logro de Fincher está en lo intachable del resto del relato. Aún concentrándose en un único elemento, su película sobrevive a las adversidades de la adaptación sin problemas, con una calidad visual notable y sin agotar las posibilidades de una historia a la que, por cierto, aún le quedan dos capítulos más. Si bien muchos señalan el gran parecido narrativo entre ambas, Los hombres que no amaban a las mujeres suena ya a un título imposible. Es que La chica del dragón tatuado no sólo es la familia Vanger, los asesinatos o la carrera de Blomkvist sino, por sobre todo, David Fincher y Lisbeth Salander, la protagonista que con su carisma y conjunto de afinidades estéticas parece haber inspirado gran parte de esta digna adaptación.
A través de amplios territorios nevados, un tren avanza silenciosamente por los frecuentes y oscuros túneles. Secuencia de títulos mediante, esta primera escena también muestra aquello que un ingeniero ferroviario llamado Horten (Baard Owe) ve todos los días desde hace cuarenta años. Forzado a retirarse de su trabajo, este paisaje cotidiano está a punto de tener su reemplazo en las frías y desoladas esquinas de la ciudad, donde lo absurdo se vuelve tan habitual como los individuos solitarios que noche a noche transitan por sus rincones en busca de alguna aventura. En el enigmático presente de este personaje es que Hamer construye un relato que consigue convertir la frialdad típicamente nórdica en un escenario de magia y calidez, así como también la vejez y la soledad de sus protagonistas no logran emanar más que gracia y vitalidad. Con un humor siempre ruidoso y visible irrumpiendo constantemente en el plano, y lo dramático apenas sugerido en algún fuera de campo y/o desde un ángulo lejano (la ambulancia llevándose al amigo de Horten, muerto a su lado mientras manejaba el auto con los ojos vendados), la película de Hamer parece haber situado su punto de vista en el lugar exacto entre el drama y la comedia, tanto desde lo técnico (casi no hay primeros planos, por ejemplo) como desde lo estrictamente narrativo. Grandes cantidades de años junto a otras más de nieve pueden ser la más simple fórmula de la melancolía, tanto como grandes rostros con melodías de fondo podrían serlo para el drama. Pero si bien El extraño Sr. Horten pareciera no esconder el componente trágico en su ADN, no hay desgracia que le gane suficiente terreno al humor. Pudiendo sólo reprocharle algunas situaciones de una cierta artificialidad, como la del hombre que repetidamente entra a la farmacia para pedir fósforos con la excusa de haberlos perdido, la película aúna entretenimiento y emoción sin golpes bajos, con inteligencia y sin abandonar la sencillez, con magia pero sin caer en el absurdo superficial. Horten toma los esquís de su fallecido amigo y se dirige a la montaña. Es de noche y las luces de la ciudad brillan a lo lejos. Aunque no es esquiador, está decidido a tirarse por esa pista. Cuando lo hace, la cámara nos deja sólo ante la vista de la ciudad, mientras los sonidos de Horten bajando a toda velocidad por la montaña nos hacen temer lo peor. Fundido a blanco: otra vez el tren, los túneles y la nieve. Drama, solemnidad, ¿traición del director de último momento? Para nada, pues todavía queda una escena más: sí, Horten aún sigue allí, y está vivito y coleando.
Alma en busca de un dueño Paul Giamatti está tremendamente agobiado. Su nueva obra de teatro está próxima a estrenarse, pero él aún no consigue encontrar al personaje. La solución llega a través de una nota del diario en donde se informa de una empresa que se dedica a insertar y extraer el alma de las personas y así aliviar sus penas y estrés cotidianos. A pesar de las dudas, Paul decide someterse al tratamiento. Veamos: un actor que hace de sí mismo y una empresa que realiza extraños procedimientos para sanar a las personas. No hay dudas de que, de entrada, lo único que Intercambio de almas dice entrelineas es ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Pero, y más allá de ser lugares de paso a veces inevitables, estas comparaciones podrían brindar al menos una pauta de cómo funciona el mundo diseñado por Barthes. Si bien la naturaleza de los hechos que se cuentan estaría dando rienda suelta a las más absurdas e imaginativas situaciones –al estilo Kaufman, podría decirse– aquí la ficción toma un camino más o menos contrario. El prescindir, justamente, de los artificios y efectos especiales disponibles ante este tipo de relatos no sólo acerca la película a una exploración más dramática sobre el tema sino que también contribuye a la concomitancia de sus elementos más esenciales: paisajes y personajes siempre blancos, secos, vacíos. En la misma dirección se manejan las imágenes que rompen con la linealidad del tiempo, y que reflejan, a modo de flashbacks o recuerdos, las reminiscencias del alma prestada. El ir caminando por un pasillo con grandes ventanales podría ser un hecho irrelevante, de no ser por el misterio, casi aterrador, con que esa especie de invasión ajena llega de repente a la memoria, y que vale por sí misma toda posible representación. Casi como un déjà vú extraído del mundo real, esta es la clase de momentos en los que Barthes pareciera entender los beneficios de la simpleza en su puesta en escena. Por otro lado, no es extraño que el mundo frío y desolado haya encontrado su correspondiente protagonista en Giamatti, así como tampoco lo es que sus cualidades interpretativas carguen con una gran e importante porción de esta película. Su cuerpo parece ser el perfecto para desalmar, su presencia única para ser la esencia de todo el relato. Ahora: ¿y si Giamatti no estuviese? O mejor dicho: ¿Y si éste no aportara su ductilidad como actor, su talento tanto para la comedia como para el drama o el atractivo contraste entre la tristeza de sus ojos caídos y la gracia de sus gestos y su forma de caminar? Todo lo que Giamatti es y acapara en Intercambio de almas sirve para revelar el mayor defecto de la película: sólo es posible apreciarla por pequeñas partes, únicamente a través de fracciones o elementos aislados es que se hace factible saborear su austeridad visual. Así, la magia que Barthes consigue sacar tanto de su protagonista como de una fila de perros corriendo por la vereda o el sonido de las palabras extrañamente pronunciadas por Olga (su protagonista rusa) contiene también la crueldad de evidenciar la existencia de los instantes sin resplandor alguno. Los créditos asoman justo después de un adusto desenlace, exterminando definitivamente la posibilidad de los embrujos de un buen final: sin los ojos de Giamatti ni las palabras de Olga, sin los perros ni los brillos del paisaje nevado, el film de Barthes se descubre en el desierto mismo de su escenario, apenas pudiendo disimular la melancolía por sus ausencias.
Durante los años sesenta, una joven del sur de Estados Unidos llamada Skeeter (Emma Stone) regresa de la universidad con el sueño de convertirse en escritora. Pero una vez allí revolucionará a sus amigos y a todo el pueblo con su objetivo: entrevistar a las mujeres negras que limpian las casas y cuidan los niños de las familias blancas de la zona. Si a Historias cruzadas no la delataran signos de contemporaneidad como el protagonismo de la flamante Emma Stone, uno podría fácilmente confundirla con alguna película estrenada hace años. Si bien la convencionalidad a la hora de estructurar un relato a veces favorece la trasmisión de algún mensaje o contenido, la aparente falta de registro del paso de los años y la cantidad de películas sobre los graves conflictos raciales de esos tiempos opera en Historias cruzadas de forma totalmente inversa. Cada personaje parece estar preso de una única faceta que lo identifica: Skeeter es la joven buena e inteligente; Elizabeth Leefolt, la madre cruel; Hilly Holbrook, la desalmada y rencorosa enemiga. Una vez que la relación entre un adjetivo y un rostro se interna en la memoria, las escenas se vuelven tan previsibles como las mismas reacciones de sus protagonistas. Y aquí es donde cabe la observación sobre el aparente desfase temporal de Historias cruzadas: ¿dónde es que lo cinematográfico puede enriquecer un relato en el presente si no le es posible esquivar los lugares comunes ya agotados hace una década? Y también: ¿es posible generar llantos, risas o siquiera la empatía para comprender una época de estas características a partir de fórmulas copiadas de otras ficciones? El mensaje originario, relacionado con cuestiones relativamente atemporales como el racismo o las diferencias de clases sociales, encuentra todo tipo de obstáculos a la hora de hacerse comunicar. Es que ni lo apasionante de la historia, ni el carisma de Emma Stone o lo impecable del vestuario y la fotografía alcanzan a compensar las notables falencias del guión. Historias Cruzadas entrega a sus personajes ante el fantasma de los estereotipos, ignora las posibilidades del humor y la originalidad y, lo que es más importante, rehúye del potencial contenido en el paso del tiempo. Es que, al menos la mayoría de las veces, este último permite revivir y resignificar todo aquello que fue creado bajo las marcas de otro espacio y época; porque sólo así se desautomatizan los pensamientos, porque recién ahí llega a sentirse el pasado.
La infidelidad es un misterio a resolver. En Nueva York, el amor de un matrimonio joven se pondrá a prueba cuando Michael (Sam Worthington) realice un viaje de negocios con Laura (Eva Mendes), su atractiva nueva colega; y su esposa Joanna (Keira Knightley) se encuentre con su antiguo compañero Alex (Guillaume Canet). Ambos se sentirán tentados por sus acompañantes. A lo largo de una noche tomarán decisiones que pueden tener consecuencias para el resto de sus vidas. Al menos hasta el momento en que uno se descubre inmóvil e híperatento mientras observa sus primeros minutos, La última noche era sólo el título mediocre y poco invitante de la ópera prima de una cineasta llamada Massy Tadjedin. Entre ambas instancias lo que media pasa principalmente por los diálogos, pero también por los buenos intérpretes cuyos gestos y movimientos acaparan toda la atención. Además, y junto al magnetismo que provocan los interesantes intercambios verbales y el trabajo actoral, aparecen otros elementos que completan ese dinamismo, como el simpático jugueteo con el plano y contraplano que por momentos incomoda con su descontextualización o la música, que como si representara las condenas de la moral y la sociedad, acompaña a los personajes con cierta gravedad constante. Justamente, el mayor acierto en La última noche está en reunir los elementos necesarios para que se produzcan el suspenso y la tensión, pues así es como refleja lo más denso de la infidelidad: la incomodidad, las culpas y los deseos reprimidos conviven más cerca aún de los personajes que el erotismo o la seducción. Consciente del lado angustioso del adulterio que absorbe a sus protagonistas, Tadjedin coloca la puesta en escena en favor de ese conocimiento. No obstante, todos estos esfuerzos parecen rendir fruto de forma desproporcionada, ya que las escenas que comparten Knightley y Canet son considerablemente más logradas en ese punto. Las secuencias que protagoniza la otra pareja de amantes (interpretada por Mendes y Worthington) pierden fuerza frente a la intensidad de aquellos, lo cual da cuenta de un mayor descuido y de una pérdida de eficiencia en la combinación de recursos técnicos que sí funcionaba anteriormente. Si La última noche contara con su fortaleza dentro de ambos relatos y si, a la vez, no se esforzara tanto por remarcar ciertas situaciones con planos como el que precisa cortar la toma y acercarse a la mano de Joanna sobre su cartera ante la preocupación de que llame su marido mientras está con Alex, la fluidez y naturalidad derivadas quizás alcanzanzarían a terminar de cerrar la idea general. Así, la potencialidad del planteo de esta historia de (¿des?)amor como un acertijo a resolver carece de la solidez suficiente para completar su visión sobre la infidelidad. Pero, aun con sus debilidades, la película de Tadjedin nunca llega a perder uno de sus puntos más fuertes: el misterio, la interrogación. Sin develar las verdaderas consecuencias de las acciones de sus personajes luego de esa noche y con cuidado de no dar respuestas o soluciones, la gran duda del desenlace queda reservada al espectador. Aunque en realidad, y una vez más, Tadjedin nos ha dejado una pista, y justo detrás de la mediocridad del título: ¿Por qué (o con quién) ha sido la última noche?