Un tema apasionante, una película insustancial.El tema, el secuestro y muerte del General Pedro Eugenio Aramburu, ex presidente de facto de Argentina tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, es uno de los más descarnados y violentos de la historia política reciente y un hito en la historia de la voluntad (para tomar la palabra de Caparrós/Anguita) y la militancia de los años setenta. La película de Filipelli aborda el tema sin prestar atención, o eso parece, a alguna serie mayor donde englobar estos hechos. Dejando, por un momento, de lado lo ideológico (si fuera posible), digamos primero que como película no convence mucho. Acumula desaciertos, la nula dirección de actores, los diálogos inverosímiles y mal dichos, la dirección de arte incoherente, por citar algunos. Lo peor, aburre… Esto es particularmente grave, sobre todo si aceptamos que Rafael Filipelli y por qué no, Beatriz Sarlo, están rodeados de un halo de master class en cuestiones de cine, de historia, de cultura argentina que para nada se corresponde en los hechos con esta película. De todos modos, una vez que nos sobreponemos al fiasco fílmico tenemos que tragarnos el fiasco ideológico. La película nos llena de preguntas, que no se satisfacen ni desde o estético, ni desde lo comunicativo… ¿Por qué esos diálogos? ¿Por qué el anonimato de los personajes? ¿Por qué hacer quedar a los cuatro captores como cuatro adolescentes un tanto ignorantes (no saben ni quién es Perón) que juegan al poliladrón? y en cambio, ¿por qué hacer quedar al militar de facto tan íntegro, digno y lúcido hasta su muerte?. ¿Por qué no contextualizar de ninguna manera ese hecho, no hablar de cómo todo se desparramó la noticia a través de todo el país? ¿Qué significa esa frase dicha por alguien (¿Perón?), desde Madrid sobre la muerte del Che, así de la nada? Más, y aunque pueda parecer un detalle insignificante… ¿Por que la pelìcula no puede mencionar el nombre Evita, más no sea, cadáver de Evita? ¿Por qué dice, así, sin más secuestro y muerte? ¿Hubo uno solo, el de Aramburu? O por el contrario, hay tantos que conforman una marca, y por eso el sintagma, sin mayor aclaración ni genitivo, un modelo de la disgregación actual, uno de los tantos actos de violencia relatados en los medios cotidianamente, donde justamente los secuestro y muerte abundan? No tengo muchas respuestas, tengo más interrogantes. Quizás con el paso de los días se irán generando polémicas en torno a esta película y podamos empezar a comprender qué quiso mostrar este film elegido como apertura allá por el Bafici 2010. Publicado en Leedor el 11-04-2010
Samuel Maoz (Tel Aviv, 1962), vuelca en Líbano parte de lo que vivió, cuando le tocó disparar en un tanque durante la primera guerra del Libano de 1982. La película es dura, realista y descarnada. Contrasta el mundo dentro del tanque, que parece un especie de caverna, un interior oscuro, sucio y húmedo, con mucho de infierno, que solo se abre para dejar entrar y salir a quien da las órdenes, con el exterior, de campos soleados. Allí, 4 jóvenes israelíes intentan sobrevivir a una guerra, que por lo que la película se encarga de resaltar, como toda guerra, no tiene el más mínimo código. El tiempo narrativo se condensa en un día intenso y traumático, que nos da la pista de que como espectadores no podríamos resistir mucho más, por la claustrofobia y el estrés que trasmite. El tanque es una especie de aplanadora que recibe indicaciones permanentes para avanzar. Forma parte de las fuerzas que invaden Líbano, y su potencial destructivo contrasta con el perfil de sus cuatro jóvenes integrantes, inexpertos y pareciera que reclutados sin demasiado convencimiento. Uno de los elementos más interesantes es el del punto de vista: es el del tanque: vemos prácticamente toda la acción de la película a través de la mira de su cañón. Seguimos el afuera por su objetivo, que se mueve barriendo la realidad con un ruido de máquina industrial. Nos hace recordar mucho a la maravillosa Waltz con Bashir (Ari Folman, 2008). En ambos casos se trata de una película antibelicista, que rescata lo afectivo, la amistad, el deseo frente a lo irracional del conflicto y el sinsentido de las órdenes impartidas, frente a las cuales la desobediencia es la única manera de sobrevivir. También habla de matar o no matar, cuando hay que ejecutar una orden y de quienes se rehúsan a hacerlo.
Biutiful es la cuarta película de Alejandro Iñárritu (México 1963), luego de Amores Perros, 21 gramos y Babel. También ha realizado cortometrajes, uno de ellos, Powder Keg (2001), protagonizado por Clive Owen, es campaña publicitaria de una marca de automóviles y hoy forma parte de la colección del MOMA de Nueva York. Para los interesados, pueden verlo en este link: http://youtu.be/FgOOU0z_Pik, donde el director confirma una de sus maestrías cinematográficas: la fotografía. Biutiful es un film de muy buen nivel cinematográfico, que consolida a Iñárritu como uno de los mejores directores contemporáneos. Compite en los Oscar como mejor película extranjera, junto, entre otras con la canadiense Incendies y la griega (recomendadísima) Colmillo. Si bien es mexicana por su factura, es totalmente española por sus intérpretes, historia y ambientación. Pero es una historia de extranjeros y de fronteras, de seres que están de paso, en territorios indefinidos, aunque se sitúen en Santa Coloma. Que Barcelona es una ciudad fuera de serie no lo descubro yo. Es la reina de Europa, y ha tenido numerosas películas. Entre ellas, los homenajes de Woody Allen (Vicky, Cristina, Barcelona) y Pedro Almodóvar (Todo sobre mi madre). A nivel actoral la película ofrece un elenco destacable y ciertas particularidades interesantes. Protagonizada por Javier Bardem (Las Palmas de Gran Canaria, 1969), cosechador de todos los premios: Cannes, BAFTA, Goya, Globo, Oscar… cuya larga trayectoria es bien conocida. Un dato para destacar, lo acompaña Maricel Alvarez, actriz y coreógrafa argentina que debuta en cine, proveniente de una de las experiencias más interesantes de las artes escénicas latinoamericanas potsdictadura: El Periférico de Objetos, trabajando con este grupo en La última noche de la humanidad y Manifiesto de niños. Ha sido dirigida entre otrxs por Rubén Szuchmacher, Emilio García Wehbi, Laura Yusem y Villanueva Cosse. Se trata de una película intercultural. ¿O deberíamos decir transcultural? ¿o poscultural?. Esta película de Iñárritu pone en evidencia que el cine comercial afirma este fenómeno de la globalización. Por eso mencionamos los papeles secundarios, pero muy llamativos, de orientales y africanos: en el papel de Ilgé a DIARYATOU DAFF (Louda, Senegal, 1978) seleccionada de un casting de 3000 mujeres africanas y los dos actores chinos Cheng Tai Shen y Luo Jin. Una particularidad es la presencia de dos coguionistas argentinos, uno es Armando Bó nieto del director de cine, el otro Nicolás Giacobone, del ámbito de la literatura. La armadura de clave de esta película es el melodrama, actualizado a los tsunamis del dramático contemporáneo. Una línea muy interesante y a la que hicimos referencia es la de la mirada poscolonial, que implica desplazar lo fronterizo al centro de la escena (Barcelona se convierte en una ciudad chino-africana), el explotador es un español tierno y fracasado, padre de dos niños que quedarán huérfanos, hijo de un anarquista que huye a México. Pero, la mirada posromántica se devora absolutamente toda sensibilidad, todo rasgo moderno, todo final feliz. Biutiful además, nos permite disparar la idea también contemporánea de la belleza sórdida. Sórdido, en su raíz etimológica, es sucio. La poética de estos personajes está marcada por lo sucio, la mancha, la mezcla. Desde el orín de Uxbal, hasta el estado en que se encuentra su hogar de padre de familia. Desde el sótano del trabajo esclavo hasta el techo tachonado de manchas negras (mariposas). Es una Barcelona terriblemente bella, pero terriblemente sucia. Así le damos otro vuelo al término Biutiful, palabra manchada también, en su pureza lingüística, por la contaminación del latino y del español, en la lengua padre y monolinguísmo del rey dueño de casa, que explota y cuida a todos el resto del tercer mundo y su heteroglosia. Solo un momento no está manchado y es de una blancura ominosa, el de la nieve, de la secuencia que abre y cierra, limbo, nacimiento y muerte. La película ha despertado hasta ahora todo tipo de críticas. Iñárritu sigue siendo un residente, y sigue retratando el caos y la irracionalidad como fenómeno constructivo de la cotidianeidad urbana. Pero también hay en esta historia triste algo de alegría, de reconocimiento, de esperanza. Algo nos angela en este tercer mundo expandido a todos los rincones, y es la certeza de los vínculos, quizás el verdadero meollo de la película.
La última película de Luis Ortega se pierde por la palabra, pero es muy estética y, sobre todo, propia. Los santos sucios, al decir del director y como punto de partida, hace referencia a gente que vive en la calle, como sus protagonistas, que hablan un lenguaje extraño, una patada casi, un sopor. Luis Ortega se acerca al cine fantástico y metafísico, estetizando el soporte hasta el límite de su permiso. Filmada en un pueblo de Entre Ríos logra que la fotografía convierta un medio rural y apacible en un infierno post destrucción donde acecha omnipresente y escrutador lo desolado, escultura del Corned Beef incluida. Todo es un enorme hospicio de paredes semiderruidas, sin puertas pero con un picaporte. Entonces llega Fijman, el río que hay que cruzar. Aqueronte para salir del infierno, y también, por qué no, referencia a Jacobo, loco y maldito, deambulante por Stalker. La naturaleza es plácida pero oscura, y he aquí una de sus mayores virtudes: la terribilitá que todo se lo lleva. El río se cruza. La corte de los milagros sigue su camino, aunque nunca sepamos por qué y Ortega no encuentre lo que nosotros buscábamos cuando fuimos a ver su película. Todas las palabras son esenciales. Lo difícil es dar con ellas, dijo el poeta loco con nombre de río.
La adaptación cinematográfica de un texto fundamental de la joven literatura (considerado de culto entre los nuevos públicos), el relato de Fabián Casas, Ocio, es una propuesta que no se siente a la altura de su punto de partida. Más allá de lo que haga con el libro de Casas, en sí misma carece de ritmo y no tiene una fotografía muy feliz, por nombrar dos elementos propios del lenguaje sobre el que busca sostenerse. Para comenzar, el guión no logra transmitir el mundo que propone el relato y muchas veces cuestiones tecnicas de la película no permiten ver demasiado lo que sucede entre los vínculos externos e internos de la vida del protaonista. Esto hace que la película sea otra cosa, todo bien con ello, más parecida a un cine de escuelas profusamente hecho. Ocio como película no logra convencer, y se acerca tanto a ciertos ejemplos del Nuevo Cine Argentino de hace más de una década que atrasa... Hay un contacto con lo cotidiano, con la realidad del protagonista literario de Ocio, con su mundo culturalmente rico, y desde allí interesantemente desencantado que la película no ahonda en lo más mínimo. Lo mejor que tiene es el barrio, sus imágenes, cuando logra asomarse y mostrar el mundo de los adolescentes de Boedo, el rescate de sus identidades locales: el club San Lorenzo de Almagro, la placita Butteler, el rock de los setenta, como auténticas pertenencias por encima de otras marcas. Para cerrar, destaquemos el hecho de que en el último BAFICI agoto sus localidades siendo un fenómeno de expectativa para fanáticos y público en general.
Campusano muestra con esta película, premiada en festivales y estrenada en Buenos Aires en 2009, una historia que, sin tener la altura de tragedia griega de Vil Romance, le permite transitar el mismo terreno hiperrealista y de arte bruto. En este caso además, ordenada a medio camino entre el documental y la ficción, ahondando con la crudeza de los hechos una mirada social descarnada, Porque detrás de la ficción que nos habla de Rubén Benítez, conocido como "Vikingo", cuya vida es el tema de la película, dos son los grandes protagonistas que logran ser mostrados como pocas veces en nuestro cine: el destruido y pauperizado paisaje suburbano de la provincia de Buenos Aires y el enfrentamiento entre subclases marginales, que se aniquilan mutuamente. Por un lado, el mundo de las motos choperas, del heavy metal, del rockabilly. Por otro el mundo de la droga barata y la vida efímera, del paco, del delito infanto juvenil, de la violencia internalizada que implica la exclusión hecha sistema, Ambos, sectores sin chances sociales, políticas o económicas de modificar sus vidas. Superando la cosmética de la pobreza de reallities repletos de desnutridos, cárceles y travestis a los que nos tiene acostumbradxs la televisión argentina, Campusano propone una estética fresca, propia y de testigo privilegiado. Cuando alguien le pregunta qué quiso hacer, él dice que sólo busca mostrar la realidad sin tergiversar, Más allá de que la postura suene ingenua, guarda verdad. Si bien es cierto que todo ojo tergiversa, o dicho en otros términos, que el punto de vista crea el objeto, nadie puede negar que en este caso esa creación y ese ojo ofrecen un producto inédito. Vikingo es un biopic que construye ficción pero lo hace desde un punto de vista tan radical y distinto que es una bocanada de otra realidad en la malversación de imágenes del discurso único de los medios. Vikingo además marca el crecimiento del lenguaje cinematográfico de su director que sabe de romper muros y expectativas a partir de creer en lo que hace. Y desde allí, desde sus certezas en su propio dios, es desde donde despierta homofobias y prejuicios de clase, pero también asombros, devoluciones de afecto, amores y una sensación de estar haciendo historia dentro del modo de registrar imágenes y contar historias de nuestra contemporaneidad, La anécdota: Vimos Vikingo en Pinamar. La película termina y salimos. En el hall la gente se agolpa para votar, estimulada y con ganas de decir lo suyo en el puntaje que premia y decide. En la puerta del cine su director, con campera de cuero, alto, fornido, morocho y de pelo largo, recibe abrazos, apretones de mano, felicitaciones, y sobre todo, un respeto increible, que se siente en el aire, de un público cuya apariencia física hace prejuzgar la pertenencia a la clase opuesta a la de los seres de Vikingo. Más allá de cómo lo trate la crítica, hay algo a nivel comunicativo hacia el público general que este cine logra, como pocas propuestas lo logran en Argentina. Es bueno verlo.
En el caso de Lengua Materna, estamos ante una película pequeña que apunta a las relaciones entre madre e hija. El planteo va más allá de la identidad lésbica del personaje de Virginia Inocenti. Los estereotipos de una madre con su nuera o su yerno son universales, así como las culpas y peleas, y responden a modos de comportamiento esperados, que, cuando se cuestionan mínimamente descolocan a todos los integrantes y producen una tensión a subsanar. Esto también provoca el sano efecto de desnaturalizar lo no marcado y hace foco en una relación que rápidamente se asimila. Se destaca especialmente el papel de Claudia Lapacó, que ya ha dado amplias muestras de su fuerza dramática en su extensa y variada trayectoria, como la madre que, a la hora de aceptar, no tiene conflictos. Más allá de cuáles sean las intenciones de su directora, hay un interesante atisbo de crítica al rol del fetichismo en las mujeres, y una carga paródica al piscoanálisis de café sobre las presuntas motivaciones de una lesbiana. La relación madre hija se sobrepone a todo esto, y la película ofrece una mirada que demuestra, más que nunca, que ninguna teoría puede ofrecer una explicación de todas las formas de las relaciones sociales o de cada modelo de práctica política. Frente a ello el cine se revela como un elemento disparador, y siempre es de aplaudir el hacer independiente que profundice estas líneas. Lengua materna alude a eso que se hereda, a lo que, como la lengua que aprendemos al nacer, tiene que ver con mandatos y determinaciones. Es una película donde lo afectivo es estructurante, y dispara complicidades, con un broche final muy consistente que sostiene lo dicho.
La labor de Sylvia Vesco y su hijo Gerónimo, las propias imágenes de Carlos Gorriarena (1925 -2007), el testimonio de amigos, colegas y discípulos fortalece la idea de relevamiento que implica todo cine. Ahora bien, el soporte digital puede ser un escollo, deformando en muchos casos la verdad plástica de los originales que plasma. Cuadros pixelados, colores y contrastes trastocados y temas con la luz no hacen de Gorri un film que le haga mérito al artista. En cuanto a pieza documental, la búsqueda de Guarini no queda muy clara. Hay un aparente hilo conductor que es el traslado de la obra del artista desde las 6 am hasta las 13 pm, al lugar de su última hasta ahora exhibición en el Centro Cultural Recoleta. Lo demás no se comprende mucho. Algunas secuencias son sobre el maestro, en blanco y negro y en cámara lenta. Percibimos que el documental intenta plantear un problema en relación a su ausencia y qué pasa en el taller de un creador cuando este se marcha, pero no alcanzamos a comprender cómo opera el documental sobre su ausencia o su vacancia. Más allá de esto Gorri tiene su mayor valor en el archivo al que contribuye. Implica entre otras cosas la oportunidad de asomarnos a su taller y que muchas de sus obras queden registradas. Destaquemos que se trata de un creador muy particular en cuanto a la autopreservación de su propia obra, que viene experimentando una gran puesta en valor de todo su corpus por parte del mercado nacional e internacional de coleccionistas y de toda la crítica.
Sin fecha de estreno en Buenos Aires por falta de sala, lo que constituye una pena para la cinefilia local que por suerte cuenta con el siempre acogedor cine Club Núcleo dando la chance de disfrutar calidad cine, películas como esta esperan tener un lugar y subsisten en circuitos alternativos. Los senderos de la vida parte de un hecho autobiográfico de su directora, So Yong Kim, quien encara aquello que al menos en teatro suela estar prohibido: trabaja con infantes, en este caso dos niñas. La historia cuenta como Jin y Bin, de 6 y 4 años aproximadamente realizan un viaje por el mundo de sus afectos y reencuentran una familia, a partir de la imposibilidad de la madre de mantenerlas, un padre ausente y una situación económica que promueve la necesidad de migrar y reacomodarse. En este peregrinaje deberán dejar la escuela, adaptarse al trato de una tía pobre y deprimida y aprender a juntar centavos para la alcancía, rescatando finalmente el valor de los vínculos familiares primarios en un nuevo hogar. Mostrando una vez más el lado seco y pauperizado de Corea del Sur, la película logra un excelente contraste con el paraje idílico del final, pobre pero afectivo, cuando las niñas llegan a la granja de los abuelos. Con algo de rito de iniciación, esta película nos habla de lo inevitable del crecimiento. Destaca la belleza del silencio y los planos de las caras infantiles, la captación de un mundo de inocencia que ha ganado un lugar en el cine de los últimos años. Quizás eso sea de lo más interesante que aporte esta película: marcar un nuevo jalón en los films sobre niños y niñas que están solos, como fenómeno de las grandes ciudades, cuyas condiciones económicas promueven orfandades y destierros, pero también solidaridades y poesías.
En las playas de las afueras de Lima, dándole la espalda a cualquier síntoma político y social que los impugne, en propiedades que emulan Florida o Punta del Este, la vida de las mujeres y los jóvenes se sucede en la más absoluta inutilidad. Una familia conformada por padre poderoso industrial, hija descerebrada y hermano obsesionado sexualmente con ella, ya forman de por sí un triángulo digno del mejor culebrón que se precie. Pero Dioses da una vuelta de tuerca en cuanto al tema de clase, apuntando a la moral desquiciada de las burquesías vernáculas, que en el caso de la historia argentina nos hace acordar profundamente al despilfarro y sordera de las políticas de los 90. A este núcleo familiar se le agrega la nueva esposa del padre, una atractiva mujer mucho menor que reniega de su origen de clase y oculta a su familia (abuela, mujer de pollera, incluida) a los ojos del marido que intenta confirmar a toda costa. Las preocupaciones de este entente se centrarán en su propio olimpo. Los adolescentes de fiesta en fiesta, entre el coma etílico y la ausencia de responsabilidades. La joven esposa, por su parte, concentrada en aprender las pautas de ingreso a la nueva clase social: los nombres de plantas y las claves de la jardinería, la mitología griega y las teorías new age de autoponderación de gurúes del norte. Frente a ellos, las empleadas domésticas trabajan, hablan en lenguas originarias y comentan la flojera de sus patrones, focalizando el esudio como modo de superar esa situación. Aquí encontramos la actuación de la particular actriz que luego protagonizará La teta asustada, Magaly Sollier. Más allá del vuelo cinematográfico que pueda tener la película, es destacable que se estrenen producciones de directores peruanos jóvenes, y da mucho gusto poder ver otras imágenes, como estas que transcurren en parajes y capitales latinoamericanas, algo muy inusual en os circuitos cooptados por los filmes de hechura hollywood. Dioses es la segunda película de Josué Méndez, (Días de Santiago, 2004), y conforma una coproducción interesante surgida entre Perú, Argentina, Alemania y Francia y realizada a partir de Cinefondation, el programa de estímulo del Festival de Cannes.