Los 7 locos En el 2008, Martin McDonagh saltó con la pequeña película que sorprende cada año con Escondidos en Brujas. Enseguida tuvo el beneplácito de críticos y de muchos que disfrutaron de la historia de unos gangsters y sus enredos que rozaban el patetismo, y que podían emparentarse al menos en intención con los de Tarantino y Guy Ritchie. Ahora McDonagh vuelve a probar con la misma fórmula (con Colin Farrell como protagonista incluido) pero la acción se traslada de una ciudad medieval ideal para esconderse a Hollywood, una ciudad de menos de cien años donde todos quieren mostrarse. Y pareciera que la mudanza al epicentro de la industria cinematográfica occidental fuera una mera excusa para la intención del escritor y director de hacer una de "cine dentro del cine". Si ya van dos veces que hablo de "la intención" en sólo dos párrafos, es porque el film de McDonagh está lleno de (buenas) intenciones como así está lleno de "buenos muchachos", pero de ahí a que éstas lleguen a buen término hay un trecho más largo que las casi dos horas de su duración. Así como en Escondidos en Brujas el desfile de personajes y situaciones lograban un recorrido que actuaba en favor del film, en Sie7e Psicópatas sólo contribuye a la dispersión. Ahí lo tenemos a Marty (Colin Farrell con carita de preocupado, pero sin tomarse en serio, lo cual es una mejora desde su Alejandro Magno con cara de preocupado y tomándose en serio) un escritor alcohólico que intenta empezar su guión -sobre, justamente, siete psicópatas- y queda enredado en un enfrentamiento con Costello (Woody Harrelson que por supuesto sería un psicópata excelente, sólo que no acá), un jefe mafioso dispuesto a matar y morir por recuperar a su perro, secuestrado por Billy (Sam Rockwell, otra vez como loco simpático, que le sale muy bien) el actor/secuestrador de perros amigo de Marty, y Hans (Christopher Walken, otro de ojos saltones celestes que es candidato directo a hacer de psicópata, y que como el veterano del elenco logra una complejidad y empatía en su personaje que muchos otros carecen). A ellos se les agregan los psicópatas ficticios sobre los que escribe Marty y los reales con los que se topan, que pueden o no ser a su vez los mismos. El film entra a su dimensión de cine dentro del cine al contar estas historias, como la de Zach, el asesino serial justiciero, interpretado por un Tom Waits al cual los años arrollaron. McDonagh pareciera confundirse dinamismo con dispersión y aunque a veces las inserciones resultan en algunos de los mejores momentos, como la puesta en escena de un "tiroteo final" en un cementerio, narrado por el personaje de Sam Rockwell, también crea un efecto de mero listado de personajes excéntricos cuyas particularidades en sí no justifican su existencia, como si con eso bastara para la creación del universo que quiere construir el director. Al mismo tiempo, el concepto de "cine dentro de cine" que se establece junto al paralelo entre el guión de Marty y la película en sí, sirve para constantes meta-referencias que McDonagh debe considerar un recurso simpático para evitar la responsabilidad de sus propias falencias. Como cuando Hans le critica a Marty la ínfima participación y pobre construcción de los personajes femeninos. Lástima que ninguno critique que el que se supone el psicópata máximo (Harrelson) termine siendo el más sensato de todos. Podemos una vez más especular que ésa haya sido la intención de McDonagh, pero de nada sirve porque su ejecución, una vez más, falla. Puede que la máxima referencia autoconsciente del film sea cuando el personaje de Marty expresa su deseo de una película de gangsters cuya parte de acción a tiros se dé sólo en la primer hora, y que el resto sea sobre hombres hablando y tratando de solucionar sus problemas de forma no violenta. Después de una primer hora de entrecruces de historias y alguna que otra muerte innecesaria, Sie7e Psicópatas encuentra su páramo en un desierto, con Marty, Hans y Billy simplemente hablando, esperando su enfrentamiento final.
Creer o reventar La capacidad de los chicos para creer, y para poder hacerle gastar plata a sus padres, ha sido el sustento por décadas de muchas de las festividades repartidas durante el año. Pero en el universo de El Origen de los Guardianes, todo está en peligro por un plan maquiavélico de Pitch Black, una versión anglo del cuco. Un equipo especial a lo SWAT y aggiornado (como en la estrenada hace unas semanas Hotel Transilvania), compuesto por Norte (o Papá Noel, con sus listas de niños buenos y malos tatuadas en los brazos), el Conejo de Pascuas armado con un boomerang, el Hada de los Dientes y Meme el hombre de los sueños -todos bajo el comando del Hombre de la Luna- intentarán salvar a los niños de un destino lleno de pesadillas y miedo. Para ello, reclutarán a Jack Frost, el responsable de la llegada del invierno, que olvidado por los infantes del mundo lleva un par de siglos como paria. Visualmente impactante, El Origen de los Guardianes es una película de aventuras. De demasiadas aventuras, tal vez. La excelente animación -con humanos llenos de expresión y que no recaen en el uncanny valley (esa instancia que termina causando repulsión, como ocurría en la ya lejana Expreso Polar)- está muy bien aprovechada para las constantes secuencias de acción, llenas de recursos visuales orginales (hay un poco de Fantasía por ahí, eso sí). Pero tanto afán de aventuras, que lleva al público de un desafío a otro por el cual los protagonistas tienen que pasar para vencer al villano, puede generar que sus 97 minutos de duración se sientan como bastante más. Si bien la mayoría de sus personajes surgen de costumbres y mitos anglosajones, la traslación al mercado latino no presenta mayor problema, salvo por el doblaje. Se pierden no sólo las voces originales de Alec Baldwin como Norte, Chris Pine en el papel de Jack Frost, Isla Fisher haciendo de hada y Jude Law interpretando a Pitch Black; si no que en el camino quedan varios chistes, como la chicana de Frost al Conejo de Pascuas, al que lo confunde con un canguro (y que está interpretado por el australianísimo Hugh Jackman). Las risas quedan reservadas para el humor físico a cargo de los duendes de Norte y los Yetis (que en esta versión son los verdaderos encargados de armar los juguetes de Navidad). El film basado en una novela de William Joyce (quien ya incursionó en la animación con The Fantastic Books of Mr. Morris Lessmore, que ganó el Oscar a Mejor Corto Animado) y dirigido por Peter Ramsey (veterano del storyboard) permite disfrutar los momentos concebidos espectacularmente para el 3D, pero la historia en sí no pasa de los tópicos clásicos del cine infantil; en este caso no dejarse vencer por el miedo y aprender a trabajar en equipo. A cargo de la producción ejecutiva estuvo Guillermo Del Toro, y por ahí resurge la obsesión del director/productor con los pozos, lo subterráneo y lo que allí habita, como ya lo exploraba en el Laberinto del Fauno, Mimic, El Espinazo del Diablo y su producción de No Temas a la Oscuridad.
Relaciones peligrosas Bel Ami, Historia de un Seductor, basada en la novela de Guy de Maupassant, peca de recaer en los peores clichés de las llamadas "películas de época". Intrigas palaciegas, pero con un grupo de burgueses y nobles de poca monta en departamentos rococó, donde pululan lustrosos vestidos de satén, seda y raso, como si fuera una versión B de Las relaciones peligrosas, ambientada un siglo después. Para demostrar que las señoras bien de la alta sociedad también desean: pechos que se inflan y respiran agitados, contenidos por los las restricciones de los corsets y las normas sociales de la época. Bel Ami, Historia de un Seductor hace uso y abuso de dos dicotomías construidas burdamente. Por un lado, la pasión como enemiga de la razón puesta al servicio del avance económico individual. George Duroy (Robert Pattinson) es un hombre sin pasión, salvo la de subir la escalera social y ser rico, tras volver del servicio militar en Algeria y encontrarse en la más absoluta miseria mientras otros disfrutan de la buena vida. Los ojos ausentes de Pattinson, que pueden ser muy mal aprovechados como el vampiro más aburrido de la historia en la saga Twilight o muy bien utilizados por directores como Cronemberg en Cosmópolis (tanto más recomendable para ver si necesitan una dosis del rubio inglés), acá están a mitad camino de lo que pueden llegar a ser. El Duroy de Pattinson es profundamente resentido, con su mandíbula tensa y mirada fija de asesino serial. O eso pareciera intentar componer el actor, que a veces parece tan perdido en la construcción de su personaje como lo está Duroy entre la alta sociedad a la cual quiere llegar. Un encuentro fortuito con Forestier (Philip Glenister), un ex camarada del ejército, es el puntapié para que el protagonista inicie su ascenso. En una cena conoce a Madame Madeleine de Forestier (Uma Thurman), quien será su mentora y artífice en la incursión de Duroy en el periódico que dirige su marido. Madeleine hace honor a su título de Madame y lo presenta entre sus amigas casadas, ya que como bien le dice: "las 'mujeres de' son las que realmente manejan a la sociedad", en un incisivo y (reconozcamos revolucionario para la época) planteo de la novela original. Duroy se convertirá en el amante de dos de ellas, la ignorada por su marido Madame Rousett (Kristin Scott Thomas) y la joven e ingenua Clotilde de Marelle (Christina Ricci). Pero a ellas dos -al contrario de Madame Forestier que enérgicamente le deja en claro al protagonista que sólo serán socios de negocios (al menos en un principio)- las traiciona la pasión que les despierta Duroy, y que la película poco sutilmente postula es la razón por la cual las mujeres podían manejar todo entre bambalinas, pero no ocupar los mismos cargos que sus maridos. Se recalca una y otra vez que los sentimientos como los celos de los rivales de Duroy -empezando por Monsieur Forestier que no ve bien las andanzas de su mujer- son los que los hacen caer al desconcentrarlos del juego del ascenso social y la razón calculadora que requiere. La misma escalada del protagonista se tambalea al enamorarse de Clotilde y al recelar a Madeleine una vez que ésta sea su esposa. Por otro lado, el film reconstruye con más estereotipos a la París de la Belle Époque (aunque la novela data de cinco años antes), donde la Bohemia francesa reunía en bares decadentes a los hombres (y en medida ínfima, a mujeres) de la alta sociedad con los mismos que ellos se encargaban de condenar a la marginalidad: artistas hambrientos, prostitutas y borrachos. Están los departamentos elegantes decorados en colores pasteles y dorados de piso a techo por un lado, y por el otro los bajos fondos feos, sucios y malos. En el guión adaptado de Rachel Benette sus personajes sólo desean lo que tienen los otros, los pobres como Duroy quieren riqueza y los ricos quieren vivir desenfadadamente como la guionista y los directores Donnellan y Ormerand torpemente postulan. Así de lineal son las motivaciones del desaprovechado elenco de Bel Ami, Historia de un Seductor (sobre todo Scott Thomas), pese a los esfuerzos de este trío por adornarlos con secretos, mentiras y vueltas de tuerca intrincadas, como si fueran una parte más del más del mobiliario estilo Luis XV de las casas donde transcurre el film.
Monstruos autotuneados El inicio de Hotel Transylvania a fines del siglo XIX, con un Drácula cuidando a su hija bebé mientras empieza la construcción del hotel del título, podría ser la coronación del concepto alguna vez postulado por Hanna Arendt sobre la banalidad del mal: no siempre hay una monstruosidad inherente a quienes cometen actos de maldad y son capaces de actos bondadosos también. De las secuencias más simpáticas en el film, el Drácula con voz de Adam Sandler le cambia los pañales, canta canciones de cuna ukelele en mano y le enseña a volar como murciélago a su hija Mavis (Selena Gomez). También le lee cuentos donde los villanos son los espantosos humanos que persiguen y atacan a los pobres monstruos. Esta inversión de posiciones entre humanos como victimarios que van tras los monstruos (ya reformados de sus viejas costumbres sanguinolentas) por ser diferentes -y por ende, amenazantes- es la base que tiene Drácula para criar a su hija y para construir un refugio vacacional para todos aquellos "cansados de vivir en las sombras". Para el Conde tantas veces usado en el cine, los humanos son los verdaderos monstruos que no comprenden a quien es distinto y lo atacan (y la historia de la humanidad le da la razón). Éste es el punto de partida que toma el guión de Robert Smigel y Peter Bayham para la moraleja principal del film: no hay que temerle a lo desconocido ni perseguir al diferente. Hay que aprender a convivir. La acción continúa en la actualidad, a días del cumpleaños numero 118 de Mavis, cuando pasará a ser mayor de edad y Drácula deberá cumplir su promesa de dejarla ver el tenebroso mundo exterior, lleno de humanos. El trajín de la llegada de los huéspedes y los preparativos para la fiesta le dan excusa al director Genndy Tartakovsky (creador de dos de las animaciones favoritas de fin de siglo pasado, El Laboratorio de Dexter y Samurai Jack) para movimientos vertiginosos de cámara que presenten al castillo en pos de aprovechar el 3D y para que se arme la pasarela de personajes secundarios, con las voces de los amigos de Sandler (productor ejecutivo del proyecto), unos cuantos de ellos ex alumnos de Saturday Night Live: Frankestein (Kevin James), su esposa Eunice (Fran Drescher), el hombre lobo (Steve Buscemi), su mujer Wanda (Molly Shannon), el hombre invisible (David Spade), la momia (el cantante Cee Lo Green) y el chef Quasimodo (Jon Lovitz). Este mismo ritmo de chistes de una línea y bocadillos a las apuradas por el elenco y corridas y vuelos por todo el hotel (donde todo vuela, mesas incluidas) se mantiene el resto del film. Los personajes padecen del fenómeno que surge ante el encierro entre cuatro paredes en ciertas animaciones, que unilateralmente denomino "síndrome Madagascar 1": una hiperactividad por momentos irritante para que todo el tiempo pase algo, cuando los creadores podrían dejar que la misma historia lleve a la película a su destino. Entre la ola de monstruos para todos los gustos que llegan al hotel, cae un desprevenido humano, Jonathan (Andy Samberg), un mochilero de 21 años que se enamora a primera vista de Mavis, así como Mavis de él. Drácula deberá actuar para que sus huéspedes no se enteren que un humano está entre ellos (y que la seguridad que él pretende proveerles ha fallado) y hará pasar a Johnny por un miembro de la familia Stein. Así nace la verdadera historia de amor de Hotel Transylvania, cuando el vampiro y su potencial yerno mortal emprenden su aventura de organizar el cumpleaños de Mavis y esquivar las sospechas crecientes del chef Quasimodo sobre la verdadera identidad de Jonathan. La relación entre los dos, que sirve para que Drácula cambie sus prejuicios -bastante fundados- sobre los humanos, sirve por momentos de centro para un film que en su afán por mantenerse entretenido se pierde por los mismos pasillos intrincados del hotel. Una lástima, considerando su elenco, pero sobre todo por Tartakovsky y Smigel (creador de los muy recomendados sketches de TV Funhouse para Saturday Night Live, si están buscando ver animación sin chicos alrededor). Una lástima también para Mark Mothersbaugh, el músico de DEVO hace años dedicado a la musicalización de films y a cargo de la música en todos los films de Wes Anderson, pero que acá corona Hotel Transylvania con un soso show pasado de autotune con todo el elenco.
Con una pequeña ayuda de mis amigos Días de Vinilo empieza con un momento mítico en la historia de la amistad entre cuatro chicos: una lluvia de vinilos que caen desde una ventana hacia la calle, directo a las manos de los protagonistas. Desde ese momento, como el narrador (Damián, el personaje de Gastón Pauls) comenta, el escuchar los vinilos hará las veces de rito de pasaje para los cuatro adolescentes, que a la par de su amor por la música, descubren su amor por las mujeres. Un amor a la distancia, claro, como para cualquier puber que ve al objeto de su afecto como algo inalcanzable (tan inalcanzable como ver cara a cara a alguno de los músicos que escuchan obsesivamente). Y veinticinco años después, encontramos a Damián y sus amigos en un momento donde no mucho parece haber cambiado. Todos están atascados en algún aspecto de sus vidas. El personaje de Pauls no termina de olvidar a su ex, una crítica interpretada por Carolina Peleritti, que lo dejó porque él no tenía suficiente ambición. Y ahora se encuentra sin novia y sin poder avanzar en el guión de su próximo film. Luciano (Fernán Mirás), un locutor de radio, se obsesiona por las llegadas tarde y las compañías masculinas de su novia, una cantante pop en alza, interpretada por Emilia Attias. Marcelo (Ignacio Toselli) sigue tocando en la misma banda tributo a Los Beatles que tiene hace más de dos décadas y tiene encuentros fugaces con las extranjeras a las que les alquila una habitación de su casa. Y Facundo (Rafael Spregelburd) es el que tiene una vida más cercana a la estabilidad, pero a punto de casarse y habiendo dejado de lado su sueño de ser compositor para trabajar en una funeraria, empieza a dudar de ambas elecciones. Pronto los cuatro amigos deberán salir forzados del letargo. Damián conoce a Vera (Inés Efrón) que lo ayudará con su guión, muy a pesar de él, que tiene varias reuniones con Leonardo Sbaraglia (haciendo de él mismo, en un muy buen "cameo" recurrente) para que lo protagonice. Marcelo recibe en su casa a Yenny y deberá enfrentarse al síndrome Yoko Ono con el que su mente conspira. Facundo tendrá que decidirse si se deja llevar por viejos sueños de rock star componiendo para Lila (Attias) y alejarse de su futura esposa Karina (Maricel Álvarez), productora en el programa de Luciano. Días de Vinilo comparte -deliberadamente- varias de las características que se suelen asociar a la nueva comedia americana. Ante todo, y para destacar, el timing de los chistes -que abundan-, son buenos, parejos a lo largo de todo el metraje y por momentos no dan descanso. Por otro lado, el mundo de referencias a la cultura pop, que servirá como atractivo para muchos de quienes vayan a ver la película y que estén al tanto que Gabriel Nesci (escritor y director del film) es el creador de la serie de Todos Contra Juan, en el que prevalecían las mismas características. Si nos ponemos en cínicos, algunas referencias pueden sonar forzadas, como por ejemplo el equilibrio canónico en las listas de músicos enumerados, con un cálculo parejo de bandas más reconocidas como Los Beatles y artistas un poco más alejados del mainstream como Leonard Cohen y Tom Waits (y que en boca de ciertos personajes suena más al recitado de la lista de compras en una verdulería para armar una ensalada de frutas gigante). Además, hay un fuerte elemento de bromance (la amistad entre hombres vista como una historia de amor que suele coincidir con protagonistas emocionalmente inmaduros que actúan más como púberes previos al despertar sexual y prefieren la compañía de sus amigotes) que en definitiva sirve como la gran historia de amor que enmarca a la película. La otra gran historia de amor macro en el film, es obviamente, por la música. Así es como en Días de Vinilo hay varias historias de amor entrecruzadas: por la música, entre los cuatro amigos y la de cada uno del cuarteto para con sus parejas, ya sean las existentes, las pasadas y las potenciales. Aún así, no todas las actuaciones son parejas. Gastón Pauls encarna una versión cinematográfica del letárgico Juan Perugia que interpretaba en el programa creado por Nesci para la TV. Spregelburd compone a una versión un poco más amable del pedante de clase media educada con el que protagonizó El Hombre de al Lado. A Mirás y Toselli les queda el lugar de comic relief. El primero se destaca como una versión a la décima potencia en neurosis del protagonista de Alta Fidelidad (la comparación es casi inevitable: con las listas, los discos y el motto de "a través de la música que una persona escucha, uno puede saber quién es") pero consigue que no sea una completa caricatura y que genere empatía. El personaje de Marcelo, en cambio, es el más estructurado y con menos recursos para poder salir del lugar de alivio cómico. Las mujeres de Días de Vinilo corren con menor suerte. Los personajes femeninos se dividen en mujeres copadas y mujeres no tan copadas. Las primeras son las que ayudan a los protagonistas a avanzar en sus vidas y los acompañan. La Vera de Inés Efrón es una de ellas, y su personaje queda reducido a sólo eso. En cambio, Maricel Álvarez como Karina logra un personaje más humano y completo, con dudas e intereses propios. La otra clase de mujeres, son las que pretenden que los protagonistas cambien: Ana (Peleretti) y Attias como Lila, que no aguanta los celos de Luciano y seduce a Facundo. Coincidentemente, éstos dos son los personajes femeninos que demuestran un interés en avanzar en sus carreras personales. De todos modos, Nesci logra exitosamente un equilibrio entre todos los elementos puestos en juego y vueltas narrativas, para que cada una de las historias sean desarrolladas y tengan una conclusión: con guiño incluido de circularidad una vez que los cuatro amigos crecen y se dan cuenta que es hora de darle el pase a la siguiente generación.
Dream a little dream of me Calvin (Paul Dano) es una estrella de la literatura que escribió lo que muchos consideran una de las grandes novelas americanas hace una década, cuando era un wunderkid de sólo 19. Desde entonces, vive a la sombra de su éxito precoz, recluido en su mansión californiana de la que emerge sólo para visitar a su psiquiatra y para sacar a pasear a su perro Scotty con la tímida esperanza de conocer a alguien en el camino, mientras trata de superar su bloqueo de escritor. Estos tres elementos -el bloqueo de escritor, una sugerencia de su psiquiatra y su perro- van a funcionar como disparadores de una nueva situación: la llegada de Ruby Sparks (Zoe Kazan) a la vida de Calvin, cuando literalmente aparece en sus sueños. El bloqueo desaparece y Ruby pasa a ocupar las páginas que Calvin tipea furiosamente, donde describe su versión ideal de una mujer. Es artista, es linda y su vida está llena de particularidades simpáticas. Un prototipo de la manic pixie dream girl, concepto propuesto por el crítico Nathan Rabin, sobreabundantes en recientes comedias románticas de los últimos años: una chica que abraza la vida y le enseña al protagonista masculino a dejar de lado sus neurosis y realizar su destino. Cuando Calvin se empieza a preguntar en sus sesiones de terapia si no estará enamorándose de su personaje, una mañana se produce la segunda llegada de Ruby en la vida de éste: esta vez, en carne y hueso. Y en su cocina. Es linda, es artista y está llena de particularidades simpáticas. Y aunque hacen viajes ruteros al ritmo de canciones yé yé y del pop francés, sacan a pasear juntos a Scotty y Ruby le cocina, surge con mayor fuerza otra dimensión en el film, la misma que aparece en toda relación en cierto punto: lo ideal versus lo real. Porque Ruby, si bien es su personaje, no es una mera manic pixie dream girl sin intereses propios más que el de ayudarlo a él a avanzar con su vida. Y Calvin deberá elegir entre una relación con una versión de su chica ideal a la que puede controlar a gusto (cada cosa que él redacta sobre Ruby en el papel, se cumple en la vida real) o una relación con la mujer de carne y hueso que él creó a partir de la ficción, pero que quiere tener vida propia. El guión de Zoe Kazan (que no sólo se pone en la piel de la protagonista, ella misma es una dramaturga reconocida desde su adolescencia; y sí, también es la nieta del polémico Elia Kazan) presenta algunas ideas interesantes en su acercamiento a temas clichés como el bloqueo creativo, la reclusión y las expectativas por relaciones potenciales que puede albergar un hombre joven. La dirección de Jonathan Dayton y Valerie Faris, en su primer película desde Pequeña Miss Sunshine en el 2005, es correcta, particularmente en la construcción de las otras relaciones de la vida de Calvin. La interacción entre Calvin y su psiquiatra el Dr. Rosenthal, interpretado por el genial Elliot Gould (uno de los tantos aciertos -aunque un poco obvios- del casting), podría caer en cierta ridiculez, pero la interpretación honesta y cálida de Gould en sus interpelaciones a la neurosis del personaje de Dano terminan ganando. Lo mismo va para Annette Bening como la madre new age, Antonio Banderas como su pareja, Steve Coogan como el agente cínico y Chris Messina como el hermano casado que hace de contrapeso al idealismo naif, y en muchos momentos controlador, de Calvin. Pero todos los factores y cuestiones que se van agregando a la historia compiten en la atención de la audiencia, desdibujándose unos a otros. No se puede decir si es irónico sin intención o un brote de autoconciencia que en el film, el hermano de Calvin, al ver un borrador de la novela sobre Ruby le pregunte: "¿Pero a dónde querés llegar con esta historia?".
El rock en la era de Glee Concebida como viaje nostálgico a una época donde el desborde estético del rock mainstream (recitales en estadios gigantes, peinados enormes llenos de spray, falsettos agudísimos por parte de los cantantes del glam rock y el hair metal, fiestas descomunales pagadas por las discográficas; sólo sus pantalones y los bikinis de las chicas en sus videos eran mínimos) combatía desde el discurso al conservadurismo de los Estados Unidos bajo el dominio de Reagan, La Era del Rock intenta reconstruir desde sus personajes y la puesta en escena -atravesada por diversos números musicales basados en los hits rockeros de la época- ese ansía de cumplir el sueño americano y triunfar mientras se la pasa bien, muchas veces asociada a la juventud y el rock, bajo una idea particular del zeitgest de fines de los '80. Los protagonistas son la parejita conformada por Sherri (Julianne Hough, de la remake de Footloose) la blonda naif con corazón country recién llegada a Los Ángeles, y Drew (Diego Boneta, actor de la versión mexicana de Rebelde Way y haciendo su debut en Hollywood) el buscavidas que trabaja en The Bourbon Room, el ficticio bar de rock donde transcurre la mayor parte de la historia, en el famoso Sunset Strip angelino. Ambos quieren dedicarse a la música, y tras un encuentro fortuito que deriva en que Sherri termine trabajando de moza en el bar, rápidamente se enamoran y se cantan canciones de amor el uno al otro. Porque así es como la gente se enamora en los musicales, obviamente. Mientras, el dueño de The Bourbon, Dennis Dupree (Alec Baldwin con pelo largo y chaleco de cuero) y su fiel asistente y cercano amigo Lonny (interpretado por el cómico británico Russell Brand, quien fuera Aldous Snow en Olvidándome de mi Ex) se preocupan por salvar al bar de las deudas impositivas. El plan es que Stacee Jaxx, la máxima estrella del rock and roll (Tom Cruise) dé su primer recital solista tras separarse de su banda Arsenal. Pero varias amenazas se ciernen: el alcalde de la ciudad, Whitmore (Bryan Cranston, de Breaking Bad y desaprovechadísimo), apoya una cruzada moralista anti-rock comandada por su mujer Patricia (Catherine Zeta-Jones, pegando patadas can can en polleras rosa viejo), que tiene un odio particularmente obsesivo hacia Stacee Jaxx. Éste último está pasando por una crisis existencial y la entrevista con una periodista de la Rolling Stone (Malin Akerman) le hará replantearse su estilo de vida. Al mismo tiempo, su manager (interpretado por un Paul Giamatti, vestido en polyester de pies a cabeza) tiene otros planes para la plata recaudada por el recital de Jaxx en The Bourbon Room. ¿Y la parejita protagonista? Un malentendido causa una ruptura y que cada uno a su manera comprometa sus ideales en pos de triunfar en la ciudad de Los Ángeles. Así, cada uno de los múltiples personajes tendrá que luchar por lo que cree y lo que quiere, pero todos sabemos que lo van a conseguir porque con talento siempre se triunfa, ¿no es cierto? La Era del Rock tiene sus mejores momentos cuando abraza sin vergüenza su carácter camp y desbordado. Hasta consigue momentos de autoconciencia genuinamente cómicos, como la primer aparición de Stacee Jaxx. Su camerino ambientado como una selva tropical con su mono mascota (Hey man) es un momento digno de Una Guerra de Película (y puede que tenga que ver que Justin Theroux haya trabajado en ambos guiones). Lo primero que se ve de Tom Cruise es su entrepierna (casi treinta años después de mostrarla en Risky Business) y sus nalgas (o las de su doble de cuerpo), gracias a los pantalones de cuero con recortes que usa. La mayoría de sus parlamentos, atravesados por la mística del rockero que se cree un dios, son entregados por Cruise con toda la seriedad de un actor que cree en su personaje. Y eso hace que funcione. Otras líneas de los personajes pueden causar gracia, pero es dudoso si ése era el efecto buscado, al revelar la ridiculez, cursilería y lo estereotípico de los mismos. Como cuando Dupree (reducido a un comic relief junto a su relación con Lonny) afirma que los impuestos son poco rock and roll, o Sherri compara el horizonte nocturno de L.A. con una capa de terciopelo negro cubierta por diamantes. Pero esas declaraciones grandilocuentes entran dentro del verosímil del género musical y de éste en particular. Lamentablemente, los personajes no pasan allá de estas fórmulas y son tantos que, más allá de tener un momento o dos en el que cantan en solitario o a dúo, no tienen un desarrollo mayor. Esto no ayuda a que el público pueda comprometerse con la intriga de si podrán vencer los problemas que se les presentan y la resolución de los mismos es anticlimática. Esto último ocurría también en la versión de Hairspray que dirigió Adam Shankman, a cargo de esta película. Las canciones elegidas para reflejar los sentimientos de los personajes pasan por himnos del rock más glam y mainstream: Bon Jovi, Journey, Foreigner, Guns N' Roses, Twisted Sister y más, en versiones pasteurizadas dignas de Glee. No es casualidad que La Era del Rock (tanto la película como la obra musical en la que se basa) tome el rock de estadio como símbolo de quienes están abajo y quieren subir. Con un discurso anti-establishment basado meramente en el derecho a pasarla bien, era mucho más cercano al status quo y parte del mainstream que otras corrientes del rock de la época. Sus íconos querían disfrutar de las mismas ventajas de quienes estaban en control, pero su solución no era destronarlos, si no unirse a ellos. La Era del Rock no busca revolución, a lo sumo, reforma.
Julie (Jennifer Westfeldt) y Jason (Adam Scott) creen tener el plan perfecto. Mejores amigos desde la universidad, el par de treintañeros ve cómo su círculo de amigos ya se han establecido y empiezan a tener hijos, pero también observan las consecuencias que tiene esta decisión en las parejas de su círculo íntimo. Y así como comparten un mismo edificio (viven a unos pisos de distancia del otro), llamadas telefónicas a altas horas de la noche, chistes internos, el relato de sus conquistas amorosas y prácticamente la mitad de su vida, deciden compartir un hijo también. El plan parece sencillo: concebir y criar juntos a un retoñito entre los dos, como socios equitativos en responsabilidades como llantos nocturnos y pañales sucios, para poder reservarse la parte romántica de sí mismos a potenciales intereses amorosos. Originada en una tendencia que Westfeldt y su pareja en la vida real Jon Hamm -el mismísimo Don Draper de Mad Men- observaban entre sus amigos, incluido el mismo Adam Scott (de las series Party Down y Parks and Recreations), El Plan Perfecto parte de una exploración de qué ocurre cuando un grupo de amigos -en este caso, de treinta y tantos y clase media alta en Manhattan- se asientan en la vida de pareja y deciden traer nuevas vidas al mundo. Principalmente desde el punto de vista de aquellos quienes en un principio están afuera de esa carrera, donde las metas (o vallas a saltar) forman una seguidilla de: encontrar a la persona indicada, estar juntos un tiempo prudencial para considerar casarse, casamiento con fiestón, concebir hijos, baby showers, mamaderas, pañales, berrinches nocturnos, pelelas, conseguir vacantes en el jardín. Pero eso sí, el gran sacrificio es mudarse a Brooklyn, donde los metros cuadrados no se miden en oro (aunque sí en dólares). Si algo hemos aprendido de las películas y series Manhattan-céntricas es que Brooklyn es el destierro de la tierra de los elegantes solteros ejecutivos para aquellos que se reproducen. El plan en cuestión se verá puesto a prueba cuando la criatura ronde el primer año y ambos padres encuentren el amor (o lo que creen es amor)... en otras personas. En el caso de Jason, la bailarina Mary Jane (Megan Fox, que tranquilamente podría ser reemplazada por un mannequin con parlante ya que hasta Michael Bay le daba más lugar a que desarrolle una personalidad en Transformers) y un padre divorciado que llena todos los casilleros del mejor-hombre-del-mundo (encarnado por Edward Burns) para Julie. A partir de esto, los miembros adultos de la incipiente familia tendrán que confrontar la posibilidad de si, además de compartir un crío y una amistad de casi dos décadas, lo que sienten el uno por el otro sea algo más. En el medio están los otros "amigos con chicos" (Friends with Kids es el título original que se perdió en la traducción) encarnados por el cuarteto principal de Damas en Guerra y todos igualmente desaprovechados: las parejas interpretadas por Kirsten Wiig (también escritora de Damas...) y Jon Hamm -que reviven a medias y con un tinte dramático la gran química de la mejor-peor-pareja que tenían en Damas...- y Maya Rudolf (Saturday Night Live, Idiocracia) con Chris O'Dowd (de la serie británica The IT crowd). Estos dos matrimonios que sirven sólo de muestrario de lo que puede ocurrir a una relación cuando nacen los hijos (en la primera, resentimientos cada vez mayores; en la segunda, la cotidianeidad omnipresente que subyuga al idealismo romántico) y no son desarrolladas más allá de su funcionalidad de parámetros del horror rutinario que quieren evitar los protagonistas. También pueden funcionar como un muy buen método anticonceptivo para todas aquellas parejas que vayan a ver El Plan Perfecto. La química entre Scott y Westfeldt (quien escribió y dirigió la película, y ya había co-escrito Besando a Jessica Stein hace una década) es buena y la relación de amistad hombre-mujer que construyen - como también las cuestiones que pueden plantearse a partir de ella- recuerda a la de Cuando Harry Conoció a Sally, o por lo menos ésa es su intención. A pesar de que sus personajes tengan un buen pasar, vivan en la ciudad más famosa del mundo y sus mayores preocupaciones pasen por baby showers y el no-sé-si-lo-quiero-y-no-sé-si-me-quiere, El Plan Perfecto intenta generar empatía con los que serán los dos grupos principales entre su público: aquellos que ven cómo sus amigos se convierten en padres y desaparecen de sus vidas y aquellos que tienen hijos y un mundo de preocupaciones inherentes a la tarea de crear y criar a una persona. Pero este plan no siempre funciona.
La corista que quería vivir Tan cliché como el "los caballeros las prefieren rubias" es el "todas quieren ser Marilyn". Unas cuantas revisiones biográficas en formato de libros, artículos periodísticos, alguna miniserie olvidada a las que ahora se suma Mi Semana con Marilyn, están determinadas a afianzar la contracara de ese cliché con otra concepción trillada sobre la rubia entre rubias: "Qué difícil fue ser Marilyn" (o su variante de señora de entrecasa "Pobre Marilyn", como cuando comenta desgracias ajenas de vecinos). Es que al cine se le ha hecho difícil taclear a Marilyn post-Marilyn. Y ésa es la tarea que se encomienda Mi Semana con Marilyn: mostrar en su intimidad a la rubia más compleja, que despertó en vida pasiones y envidia por igual y tras su muerte se convirtió en uno de los grandes íconos de la cultura occidental del último medio siglo (y si no, pregúntenle a Madonna, porque a Warhol es imposible a esta altura). Por eso tal vez, Mi Semana con Marilyn desde el vamos intenta acotar su sujeto apelando a mostrar sólo un momento en la vida de Monroe, interpretada por Michelle Williams, quien fue nominada al Oscar por el papel. El período elegido es la filmación de El Príncipe y la Corista en Inglaterra. Allí llega Marilyn acompañada por su por entonces esposo, el escritor Arthur Miller, y su coach de actuación, Paula Strasberg (esposa de Lee Strasberg, quien popularizó "la actuación por método" y fue profesor de drama de Marilyn). En el set embelesa a todos, empezando por Colin Clark (Eddie Redmayne), un joven de clase alta interesado en el cine que consigue su primer trabajo como asistente en la productora de Sir Laurence Olivier, el actor de teatro devenido estrella fílmica, devenido director (a cargo de Kenneth Branagh, otro actor/director asociado a Shakeaspeare). Colin hace las veces de narrador y punto de vista predominante del film (que tiene una estructura de coming of age, o película de maduración, sobre su paso de recién graduado seducido por la industria fílmica y sus estrellas a hombre que tras ser testigo de las bambalinas del show business crece a partir del desencanto) ya que la película está basada en las memorias del Colin Clark real. Pronto comienzan las complicaciones en la filmación a raíz de los cambios de humor y plantones por parte de Marilyn, que la película explica explícitamente como una falta de confianza en sí misma ante las presiones puestas en ella como estrella y mujer. El embelesamiento de todos es efímero, particularmente en Olivier, que alterna su admiración por la estrella de Hollywood y su carisma en pantalla, con la tiranía de director cuando la actriz no logra recordar sus parlamentos. Se muestra como también Monroe lidia con las presiones de su marido -uno de los grandes intelectuales del siglo XX- y de Strasberg, que más allá de animarla a creer en sí misma y su talento, tiene el interés (no muy) velado de convertirla en un ejemplo exitoso del método promulgado por ella y su marido. El film explota de forma trillada el paralelo entre las presiones a Marilyn y a Olivier, quien tiene que mantener la filmación dentro de los tiempos requeridos -lo que se le complica por el comportamiento de Monroe- mientras lidia con los celos de su esposa, Vivien Leigh (Julia Ormond), que ya no es la joven starlet que se consagró haciendo de Scarlett O'Hara en Lo que el Viento se Llevó, y que nota la mirada de su marido ante la presencia de la rubia. Marilyn ejerce el escapismo de todas las presiones del set y su vida junto a Colin, quien como todo joven, tiende a extender su infatuación. Él no la juzga, no le pide nada. Con él, Michelle Williams da paso a la Marilyn más vulnerable y más encantadora en el film, alejada de la criatura titubeante carcomida por la falta de autoestima que tanto enerva a Olivier; pero alejada también de la femme fatale con la respuesta exacta a las preguntas cínicas de los periodistas, o de la diosa de celuloide que con un par de movimientos de cadera y un mohín de su boca conquistaba a todos. Williams se luce como la "Marilyn íntima" cuando larga pequeñas frases epifánicas sobre "el ser Marilyn" con igual parte de resignación y autoconsciencia, pero lamentablemente no la dejan desarrollar más ese aspecto cuando tiene que encarnar todas las otras facetas del ícono en menos de dos horas. A esto se le agrega un cierto tono infantiloide con el que se encaran sus acciones en esos días que decide escaparse junto a Colin de la filmación, lo que resulta en una versión Hollywood medio trunca de La Princesa que Quería Vivir. Así como se desaprovecha bastante la muy buena actuación de Williams y la conexión con el Colin Clark de Redmayne, el director debutante en cine Simon Curtis no sabe qué hacer con tantos actores de renombre encarnando figuras míticas del cine clásico. Está Emma Watson como una vestuarista que es el otro interés amoroso de Colin, que a conveniencia de lo que le ocurra con Marilyn, la guardan entre los percheros de ropa. Está Judi Dench haciendo de Sybil Thorndike, una actriz teatral y precursora de films mudos que una vez que muestra su apoyo a Monroe como actriz y la legitima, desaparece completamente de la historia (acá le podemos echar la culpa a Adrian Hodges, el guionista). La Vivien Leigh de Julia Ormond queda reducida a una mujer de mediana edad que añora cuando ella generaba los suspiros que ahora causa la protagonista de su marido, un Branagh que pareciera ser simplemente un neurótico frustrado y frustrante. En su fijación por mostrar el conflicto interno de Marilyn, el de Colin, el de Olivier y las bambalinas de la filmación de una película, Curtis y Hodge se dispersan y se traban más que cuando Marilyn intentaba recitar sus líneas.
Hasta que la muerte o la amnesia nos separe Votos de Amor empieza con un impacto. El de una camioneta chocando contra un sedán en una noche nevada en Chicago. Adentro están Leo y Paige, una pareja de recién casados. Aunque Paige no permanece dentro del auto por mucho tiempo más: le toma unos tres segundos atravesar el parabrisas. Ven, las películas románticas pueden ser educativas, chicos. Siempre usen cinturón de seguridad aunque el auto esté detenido. La referencia que hice al impacto no es producto de una afición mía a la metáfora; pero sí de los guionistas (que han trabajado en Simplemente no te Quiere, Día de los Enamorados y Jamás Besada). La voz en off de Leo (interpretado por Channing Tatum, de la reciente Comando Especial y la próxima Magic Mike) nos subraya que en la vida hay momentos de impacto, que dejan el mundo que conocemos patas para arriba. Esto es lo que les ocurre a él y su esposa (Rachel McAdams), que cuando despierta en un hospital ya no recuerda que está casada con él y su última memoria es de más de un lustro atrás, cuando estaba comprometida con otro hombre. Convenientemente, la amnesia de Paige la dejó en un momento de su vida previo a tomar varias decisiones importantes, previas a conocerlo a Leo: terminar su compromiso con Jeremy (Scott Speedman), dejar la escuela de Derecho, abandonar su postura política conservadora y ser más progresista y decidirse a estudiar arte, lo que implicó que se distancie de su familia de clase alta. Ésa es la chica que Leo conoció un par de años antes por casualidad, a la que invitó a tomar un café al bar "Mnemonic" (nombre poco sutil), con quien convirtió un loft en su hogar, con un estudio para que ella trabaje en sus esculturas mientras él trabaja en su estudio de grabación; nos enteramos a través de distintos flashbacks. Todo esto va a tratar el personaje de Channing Tatum que recuerde su esposa, con varios obstáculos en el medio: los padres de ella, el ex prometido en cuestión y principalmente, el miedo de la Paige de McAdams, que se debate entre una existencia cómoda y familiar, o arriesgarse por decisiones que tomó en un pasado que no recuerda, junto a completo desconocido. Hay que reconocerle a Tatum (que ya ha incursionado en el drama romántico con Querido John) que logra manejar el tono de su personaje: un hombre que trata de mantener la entereza mientras trata de ganar el amor de su mujer de nuevo y se niega a que la Paige que él conocía haya desaparecido para siempre. Llega a transmitir (no sabemos si conscientemente o por casualidad) la desesperanza que poco a poco le va ganando, pese a sus limitados recursos actorales (hay un poco de abuso de "cara de perrito triste bajo la lluvia" en su versión Golden Retriever -porque obviamente si Tatum fuera un perro esa sería su raza- pero no llega a vicio). Mucho más cómoda en su rol -aunque no con su partenaire, pero esto en cierto punto tiene que ser así, ya que interpreta a una mujer que de repente se encuentra casada con un completo extraño- está Rachel McAdams, a esta altura veterana del género. No sólo maneja con buen timing los momentos cómicos -que no son muchos- donde su personaje se entera de todo lo que cambió, desde votar a Obama a hacerse vegetariana. También consigue demostrar que el conflicto de Paige no es sólo ver si puede enamorarse una vez más del mismo hombre. Su desafío es animarse una vez más a cambiar, pese a las intervenciones de sus padres quienes esta vuelta no la quieren dejar ir: Jessica Lange como la mujer rica con tristeza y Sam Neill en piloto automático como el padre que le-dice-qué-es-lo-que-debería-hacer-con-su-vida-pero-es-sólo-porque-la-quiere, en una versión muy lavada del gran personaje que compuso en Vampiros del Día. El director Michael Sucsy sólo dirigió la adaptación televisa de Grey Gardens antes de Votos de Amor y sabiamente no se arriesga demasiado: a lo sumo algún flashback no muy disruptivo de la cronología (pero es una película que incluye a una amnésica) y la metáfora de los impactos que retoma hacia al final del film para darle un cierre circular a la historia. Se centra más bien, estereotipos mediante, en el crecimiento de los personajes ante la situación que viven y escapa junto a los guionistas de ciertos facilismos narrativos, asegurándose que todo llegue a buen puerto (aunque el final no sea un gran impacto, pero nada en la película verdaderamente lo es).