Antes de que cualquier fan de la legendaria película El resplandor ingrese a la sala a ver la secuela Doctor Sueño, sabe que el nuevo film es víctima de una pesada herencia por partida doble. Por un lado, la novela en la que se basa este flamante estreno fue publicada en 2013 por Stephen King y contó con un tibio recibimiento de la crítica. Por otro, y a pesar de que el rey de los relatos de terror haya denostado durante cuatro décadas los resultados del capítulo inicial rodado por Stanley Kubrick en 1980, aquella adaptación se transformó en un clásico de culto que ya ha estremecido a un par de generaciones. Es sabido que las comparaciones son odiosas, y más allá de que Doctor Sueño ha estado signada de antemano por una alta expectativa, esta producción no triunfa ni el territorio del homenaje a un exponente icónico del cine de horror, ni en la ambición de una apuesta propia que jamás logra remontar vuelo. El director Mike Flanagan (Ausencia, Somnia: antes de despertar, Ouija: el origen del mal), despacha el trámite apoyado en una notable factura formal y una catarata "de chanes" sonoros y visuales. De verdaderos climas de tensión... ni hablar. Si en El resplandor el Hotel Overlook cobraba una dimensión protagónica transformándose en un determinante personaje de la trama, en Doctor Sueño, tanto en su versión literaria como cinematográfica, la acción se abre a una mayor cantidad de subtramas, espacios y derivaciones. La aglomeración de elementos de la novela que durante algunos años fue considerada como imposible de trasladar a la gran pantalla, es resuelta por Flanagan a puro motor de ritmo vertiginoso y subrayados explicativos. Tras un innecesario prólogo que ilustra cómo Danny Torrance y su madre (interpretados por artistas que replican los tics y se parecen a los originales Danny Lloyd y Shelley Duvall), sobrevivieron al traumático desenlace de El resplandor, el relato salta a la actualidad partiéndose en tres vertientes que no logran cuajar de manera orgánica ni dramática. Torrance (un Ewan McGregor que aporta todo su linaje a este combo pasteurizado), está sumido en una adicción al alcohol que remite al infierno de su padre. Más allá de su refugio en un grupo terapéutico, trabaja en un asilo acompañando los últimos momentos de vida de varios enfermos terminales. En otra línea, una pandilla de vampiros liderados por una desaprovechada Rebecca Ferguson secuestran, torturan y asesinan mayormente a niños para alimentar la eternidad del grupo con el vapor que producen el pánico y el dolor que emanan de sus víctimas. La calidad de vida de esta tribu que se debate entre aires de comunidad hippie y la brutalidad propia de una secta como la del Clan Manson, se ve deteriorada porque esos vapores que para ellos resultan tan vitales, "están cada vez más contaminados por el masivo uso de teléfonos celulares y de Netflix". Ese postulado pudo resultar doblemente irónico, tanto por la alusión al gigante del streaming, como por el hecho de que Mike Flanagan creó para esa plataforma la serie La maldición de Hill House. Sin embargo, lejos del sarcasmo ese condimento se vuelve totalmente chapucero, ya que Doctor Sueño es tan anodina y previsible como el grueso de los productos que mensualmente Netflix estampa en su grilla. Por último, la tercera pata de la narración se sostiene sobre una adolescente afroamericana que tiene un enorme poder para "resplandecer". Al establecer contacto con Danny, deciden unir fuerzas con el propósito de destruir a la mencionada patota siniestra en medio de una contienda entre fuerzas sobrenaturales tan inverosímil como despatarrada. Hay una secuencia en el abandonado y temible Overlook que más que un outlet de El resplandor, parece una apresurada venta de remate, acumulando todos sus objetos más reconocibles y estrellándolos contra la pantalla sin ninguna operación de resignificación. Planos calcados del laberinto de arbustos nevados, los pasillos del hotel, los chorros de sangre que emanan a borbotones, el misterio de la habitación 237, la puerta destrozada a hachazos, las gemelas espectrales y el salón de baile; se apiñan en una desesperada operación que se desplaza sin prurito del homenaje a la vergüenza ajena. No hay nada sugestivo en Doctor Sueño. Apenas destellos de cada uno de sus personajes que por momentos conquistan un mínimo ápice de convicción. Sin embargo, en la interacción entre pares o contrincantes, la química es tan nula que el desgano se vuelve inevitable y la película se reduce a dos horas y media de automatizado metraje con uno que otro hallazgo de puesta. En su conjunto, el film no zafa del inexorable clic con destino a la papelera de reciclaje. Doctor Slepp / Estados Unidos / 2019 / 151 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Mike Flanagan / Con: Ewan McGregor, Rebecca Ferguson, Kyliegh Curran, Carl Lumbly.
Sin lugar a dudas, Desertor representa un importantísimo eslabón dentro de la historia del cine hecho en Mendoza. Con un notable esfuerzo de triangulación, muy a tono con la idea de reforzar la apuesta por una producción audiovisual de impronta federal, esta película ha contado con el apoyo del INCAA desde Buenos Aires, sumando la participación de un ensamble de productores, técnicos y artistas de Córdoba y Mendoza. Con un relato que se reparte entre pinceladas de western y de thriller, el aporte de nuestras montañas va más allá del condimento visual, para transformarse en una pieza fundamental dentro del enrarecido espiral de tensión dramática que va labrando esta ópera prima de Pablo Brusa. Rafael Márquez (impecable Santiago Racca en su debut protagónico) es un cabo que se está formando como médico en un regimiento ubicado en Uspallata. Instalado en Buenos Aires desde hace seis años e integrante del staff de Fuerza Bruta, el mendocino Racca aporta la entrega física y la contención emocional que requieren las aristas de su conflictuado personaje. Con una mirada atravesada por un traumático acontecimiento del pasado, signado por un padre dado de baja y tildado de "desertor" del ejército, Rafael enfrenta la vuelta de un sombrío coronel (Marcelo Melingo haciendo gala de su habitual destreza para calzarse el guante de villano), quien remueve algunas facetas desconocidas del papá del joven cabo. Simultáneamente, la sorpresiva aparición de una mochila con las pertenencias de aquel militar desaparecido en extrañas circunstancias, termina por configurar un inquietante punto de partida en el que a su vez se ve involucrado un ermitaño (superlativo Daniel Fanego), que habita en un inhóspito rincón de esa desolada geografía. Más allá de las referencias genéricas que confluyen en este film, las coordenadas centrales tienen que ver con las del "ajuste de cuentas" y la "búsqueda de la identidad". Con un pie en el cine de fórmulas de consabida eficacia y otro en el de la búsqueda que corre sus riesgos, Desertor traza un particular recorrido en el que se entremezclan toques de extrañeza y misticismo, con otros en los que se impone cierta tendencia a la propulsión de frases solemnes y algunos subrayados en modo explicativo. La película encuentra sus momentos climáticos más inspirados cuando reina el silencio montañés, y sube la apuesta con una enigmática india que tiñe la acción de un hipnótico halo que oscila entre la amenaza y la redención. A pesar de que algunos flashbacks y vueltas de tuerca del relato resulten un tanto embrollados, el film sale airoso en su propuesta de mantener la atención de la platea con un ritmo sostenido que no se basa en el imperativo de la aceleración. Con pocos personajes en cuadro y la inmensidad de la montaña mendocina captada a través de un esmerado uso de drones, Desertor propone un viaje sensorial que además de su lograda factura formal se aventura en ir más allá de lo estrictamente anecdótico. Desertor / Argentina / 2019 / 85 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Pablo Brusa / Con: Santiago Racca, Marcelo Melingo, Daniel Fanego, Pablo Tolosa, Milagros Ponce, Guillermo Olarte.
En plena era de spin offs y secuelas, y con el antecedente de más de 700 millones de recaudación en la primera entrega de Maléfica, la franquicia de Disney está de regreso con más efectos y menos ideas. Si el capítulo debut había sido una mera excusa para detonar un nuevo fenómeno de taquilla, esta segunda entrega llega a niveles bochornosos con un guión que ideológicamente atrasa y narrativamente nunca despega. El punto de partida es la chance de la unión de dos reinos antagónicos a partir del casamiento del Príncipe Philip y la cándida Aurora, es decir la mismísima hijastra de Maléfica. La confrontación entre las madres de los tortolitos no solo constituye una amenaza contra la concreción de la soñada boda, sino también una lucha por el poder entre dos mundos opuestos, el de la "normalidad" (así entre comillas) y el de la "fantasía" (también entrecomillada). Tratándose de un producto Disney, sería insólio que la película se inclinara al territorio de la audacia. Sin embargo, sus niveles de cursilería e ingenuidad son tan altos que hacen absurda la calificación de esta propuesta en Argentina como "Apta para mayores de 13 años". Más allá de la elemental concepción de una ultra ñoña Aurora (Elle Fanning no tiene la culpa), que lejos de todo empoderamiento acorde a estos tiempos, sueña con casarse con un príncipe que la redobla en ñoñez; las reinas madres tampoco logran salvarse del despropósito. Maléfica (una Angelina Jolie que vuelve a poner toda la garra para sacar a flote lo insalvable), mide sus fuerzas con Ingrid (una Michelle Pfeiffer imperdonablemente desperdiciada). Da un poco de vergüenza ajena ver a dos notables actrices pronunciando diálogos imposibles, y haciendo malabares con su magnetismo para sortear la pereza del equipo de guionistas responsables de este trámite. Ante la falta de alquimia, la película apuesta a la sobredosis de efectos. Decenas de hadas, árboles caminantes, soldados listos para disparar todo tipo de municiones; pueblan la pantalla para rellenar un abismo narrativo que no logra conquistar ni un momento de química o verdadera tensión dramática. El gran problema de este engendro es que se toma demasiado en serio a sí mismo. Cada tanto se filtra una que otra bocanada de ironía, que se ensambla con frescura a esa paleta visual saturada de un barroco kitsch. Pero esas escasas instancias quedan sofocadas bajo insufribles parrafadas, tan solemnes como subrayadas, que anulan el juego con cualquier tipo de alegoría. No hay nada sugerente en Maléfica: la dueña del mal. Todo está torpemente dicho en este relato que involucra a un reino de fantasía, en el que paradójicamente el hechizo brilla por su ausencia. Maleficent: Mistress of evil / Estados Unidos / 2019 / 119 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Joachim Rønning / Con: Angelina Jolie, Michelle Pfeiffer, Elle Fanning, Harris Dickinson, Sam Riley y Chiwetel Ejiofor
En tiempos en que la maquinaria de Hollywood produce películas de cuanto superhéroe o juguete haya provocado la fascinación de masas, era esperable que en algún momento llegara el turno de trasladar a los legendarios muñecos de Playmobil al mundo del cine. Con una factura de animación a la altura de las circunstancias, los entrañables y variopintos personajes de 7,5 centímetros que han cautivado ya a tres generaciones, tienen su merecido pasaporte a la pantalla grande con una aventura que es absolutamente fiel a la cándida esencia de sus ojos redondos, su articulación mínima, sus manos en forma de U invertida y su sonrisa permanente. El punto de partida del relato tiene a dos púberes con sed de recorrer el mundo. La adolescente Marla, interpretada por la carismática y ascendente Anya Taylor-John (Fragmentado), incentiva a su hermano menor a lanzarse a la odisea de conocer destinos remotos, pero en un par de minutos esa ilusión se cae a pedazos cuando la policía les anuncia que sus padres fueron víctimas de un accidente fatal. Cuatro años después, y por una pirueta del guión entre arbitraria y juguetona, esta dupla queda inmersa dentro de la dimensión Playmobil, convertidos también en muñecos que se verán envueltos en una huracanada peripecia que incluye personajes y lugares muy diversos. Jugando con astucia con el componente nostálgico, la película incluye piezas icónicas de estos juguetes de origen alemán, como el barco pirata y el set del lejano oeste, combinando vikingos con los que seguramente jugaron niños hoy devenidos en cuarentones, con modelos más acordes a la nueva generación que van desde hadas voladoras hasta un agente símil James Bond. Con un final que incluye un guiño que apunta a que esta franquicia cinematográfica sea generadora de más capítulos, Playmobil: la película ofrece un mix de referencias de diferentes factorías de animación. Su ritmo vertiginoso está sin dudas dentro de los cánones de las propuestas de Illumination, aunque sin el humor entre absurdo e irreverente de la compañía impulsora de Minions y La vida secreta de tus mascotas. Si bien este flamante estreno apunta de lleno al público infantil, para la platea adulta oficia como un divertimento que conecta con la magia de esos juguetes tan disfrutados durante la infancia. Dada la crítica coyuntura de recesión por la que estamos atravesando en nuestro país, difícilmente el film motorice una mayor llegada y venta de estos muñecos importados. A diferencia del costo racional que tiene este juguete tanto en Alemania como en varios países del mundo, en Argentina siempre han sido sinónimo de producto elitista. Desde hace algunos meses, en los kioscos de revistas está disponible la colección La aventura de la historia, con la que Playmobil recorre personajes legendarios de las más diversas latitudes del planeta. Quien firma esta nota confiesa que viene sumando estos ejemplares al nutrido pelotón de Playmobils que habitan en cada rincón de su hogar. Más allá de cualquier fanatismo personal, lo fundamental es que esta propuesta para la pantalla grande no traiciona la matriz ingenua, colorida y pop de los muñecos que han atravesado generaciones. Por lo tanto, es muy pertinente que el pulso narrativo tenga la velocidad de las producciones de Illumination, pero un tono emocional decididamente naif. Por otro costado, el hecho de que los protagonistas queden huérfanos en los primeros minutos del relato, conecta directamente con premisas de algunos de los clásicos de Disney. Es posible seguir acumulando múltiples influencias, pero lo que aquí importa es que Playmobil: la película fusiona todas esas fórmulas y las orienta a homenajear a unos muñecos de nobleza infinita. Playmobil: the movie / Francia-Estados Unidos / 2019 / 99 minutos / Apta para todo público / Dirección: Lino DiSalvo
Hay que decirlo sin vueltas y de entrada, Guasón es la más estimulante y provocadora anomalía que haya sido lanzada desde las entrañas de Hollywood en más de dos décadas. Una película que se encarga de subvertir de un bofetón todos los paradigmas de los films de superhéroes y villanos, que han sido meticulosamente forjados por expertos en marketing y luego concretados por directores que simplemente han oficiado como operarios de las decisiones de ejecutivos con gran interés en el rendimiento financiero y poca pasión por el verdadero cine. Exceptuando autores como Tim Burton o Christopher Nolan, el resto de los realizadores han puesto su oficio al servicio de una maquinaria que funciona a motor de fórmulas tan alienantes como previsibles. El universo de Batman parece entonces ser el único refugio posible para creadores con una fuerte impronta autoral, y con Guasón Todd Phillips, mentor de la saga ¿Qué pasó ayer?, da rienda suelta a un a un elegante ejercicio de estilo con una libertad afiebrada que la gran industria del cine raramente suele otorgar. El primer eslabón de consagración para esta joya de Hollywood se produjo recientemente en el Festival de Venecia, cuando Joker se llevó León de Oro, es decir el galardón máximo, el premio a mejor película. Luego siguió la aclamación casi unánime de la crítica a nivel mundial, y en estos días la concurrencia masiva de público a las salas, con una clara división de aguas entre quienes adhieren fervorosamente a esta propuesta y quienes salen indignados frente a una película que consideran demasiado densa y violenta. A diferencia de decenas de tanques sobre superhéroes que han sido despachados con el solo objetivo de embolsar una recaudación millonaria, en Guasón tenemos una obra maestra orquestada plano a plano por un realizador que se muestra comprometido con la misión de subir la vara de la apuesta artística del cine industrial, sin descuidar su vocación por el gran espectáculo. En este film no hay una catarata de datos vacíos destinados a satisfacer la voracidad de todo nerd del comic, sino un relato que parte de una premisa concreta: la ira de un hombre que vive con su madre enferma mientras aspira a ser una figura del stand up, sobreviviendo como puede a la hostilidad de una Ciudad Gótica tan sucia como decadente. Para transitar este tour de force por el infierno, Todd Phillips concibe un guión sin fisuras que conquista una tensión dramática que va en implacable in crescendo, mientras se abstiene del abuso de una parafernalia de efectos especiales y focaliza en un puñado de escenas de enfrentamiento rodadas con absoluta precisión y una visceral contundencia. Mucho se ha hablado de la relación entre este esperado estreno y films de Martin Scorsese como Taxi driver y El rey de la comedia. Lo cierto es que más allá de algunos puntos de conexión narrativos y climáticos con aquellas joyas del legendario neoyorquino, Guasón está íntimamente ligada con el cine de la ultraviolencia que tuvo su mayor auge a comienzos de los '70 a través de exponentes icónicos como La naranja mecánica. Aquella corriente de películas no solo proponía historias salpicadas de escenas explícitamente agresivas, sino que versaba sobre la violencia como núcleo temático. De esta manera, Joker no es solo una anomalía de Hollywood que se atreve a ir por secuencias descarnadas, sino una creación que postula sobre un universo violento que atraviesa los más diversos niveles, que van de lo familiar a lo social, todo atravesado por la codicia del poder político y mediático. Ambientando la acción algunas décadas atrás, Todd Phillips habla del presente de un mundo que se debate entre la destrucción y el autoritarismo. Es cierto que el dolor crónico del protagonista por momentos está presentado con algunos subrayados y bajo el manto de cierta solemnidad, pero lejos del mero panfleto discursivo, aquí estamos frente a una película de enorme nobleza cinematográfica, donde la excelencia de todos sus rubros artísticos y técnicos se impone sobre la tentación del ejercicio pretencioso. En Guasón no hay pose, hay ferocidad. Un film catártico, oscuro, crítico e hipnótico. Con un enorme Joaquin Phoenix, deslizándose con maestría de la angustia a la explosión, dando en el blanco con una actuación que pendula entre la empatía y la revulsión de la platea. Esta película freak y rabiosa podría transformarse en la más estimulante bisagra dentro del adormecido panorama de Hollywood. Como siempre, los números determinarán el destino. Después de más de dos décadas haciendo mayormente un cine pochoclo tan inflado como repetitivo, tal vez la gran usina del espectáculo esté lista para una nueva camada de éxitos que tiendan a renovar aquella esperanza con la que tanto soñaron hacedores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian De Palma y Steven Spielberg. Aquel trunco deseo de dar con una producción que concilie el entretenimiento taquillero con la libertad creativa, podría estar en la puerta de la más anhelada revancha. Joker / Estados Unidos-Canadá / 2019 / 121 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Todd Phillips / Con: Joaquin Phoenix, Robert De Niro, Zazie Beetz, Frances Conroy
Con unos cuantos minutos más de duración que la entrega anterior y un presupuesto en millones de dólares otro tanto más elevado, llega la esperada segunda parte de It, dirigida por el argentino Andy Muschietti. Una propuesta que funciona como auténtico festín de sobresaltos y un puñado de buenas ideas de puesta, en el marco de una narrativa coral que se reparte entre los personajes del relato original y ellos mismos devenidos en adultos. Una vez más, el desafío grupal es el de sumar fuerzas para aniquilar al miedo, encarnado en la pesadillesca imagen del payaso Pennywise (notable Bill Skarsgård bajo múltiples capas de maquillaje). El punto de partida de It: Capitulo 2 retoma la férrea promesa de la audaz pandilla de adolescentes que lograron lidiar contra el horror 27 años atrás. Aquel "Club de los Perdedores" ha mutado con el tiempo -al menos en apariencia- y la mayoría de sus integrantes son cuarentones profesionales con contundente éxito en sus carreras. Pero pronto un llamado desde el pueblo de Derry sacudirá las existencias burguesas de estos ex adolescentes intrépidos. El único integrante del grupo que quedó viviendo en esa pequeña localidad de Maine, alerta al resto de que Pennywise ha regresado. En honor a aquel juramento de antaño, unidos se disponen a dar una nueva batalla contra el mal. A pesar de que el flamante capítulo de este material escrito por el legendario Stephen King, que tiene su cameo en la película con un mate con el escudo de Independiente incluido, es una bomba de estímulos y sobresaltos, su pirotécnico despliegue de efectos visuales poco tiene que ver con la verdadera matriz del cine de terror. Para paliar una duración exagerada, que llega casi a las tres horas, el film ingresa en una suerte de montaña rusa adrenalínica, olvidando la construcción de una tensión a base de generación de climas y apostando de lleno a una batería de golpes de efecto. It: Capítulo 2 transita conceptos muy jugosos como el de la inmortalidad de los eventos traumáticos que quedan marcados a fuego desde la infancia o adolescencia, pero no logra profundizar demasiado en sus consecuencias. Hay un acertado planteo sobre la imposibilidad de borrar aquellos hechos, y esgrimir como única arma de supervivencia la permanente voluntad de reformular la existencia. Sin embargo, todo suena demasiado subrayado y carente de inquietud en este nuevo eslabón dirigido por Andy Muschietti. Los puntos más críticos consisten en el nulo abordaje del horror desde una mirada adulta, y la falta de química en un elenco multiestelar que incluye figuras de la talla de Bill Hader, James McAvoy y Jessica Chastain. Muschietti en esta oportunidad esboza maquetas en lugar de personajes, y para insuflarle algún tono emocional al relato apela al constante uso del flashback. Aunque los protagonistas en su versión adolescente tienen una porción de metraje más acotada que la de los adultos, vuelven a propulsar la necesaria cuota de encanto frente al trazado tan superficial que de ellos mismos ya crecidos hace esta nueva historia. De todas formas, It: Capítulo 2 esgrime las armas suficientes para mantener encendida la atención de la platea. El director argentino, que se ha transformado en el mimado de la industria de Hollywood, tiene buen pulso para generar escenas tan eficaces como creativas. Si para algunos la entrega inicial de este díptico estaba lejos de ser un exponente absoluto de cine de terror, este cierre se despega más todavía de la plena esencia del horror. Como si fuera una suerte de alocada coctelera en la que caben desde texturas cercanas a las de los films iniciales de Sam Raimi (con su trilogía Evil dead), o al primer Peter Jackson; Andy Muschietti combina el espanto con la desmesura, para dar con un ultra intenso trip de aventuras. Bajo esta premisa, el realizador logra trazar una propuesta que se abstiene de todo lastre de solemnidad. En lugar de formular un relato maduro sobre cómo sobrevivir frente al miedo, Muschietti prefiere seguir jugando como adolescente en las calles, alcantarillas y alguna siniestra casona abandonada de pueblo. En esta apuesta, confluyen los logros y también las falencias de una de las películas más esperadas del año. It: Chapter Two / Estados Unidos / 2018 / 169 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Andy Muschietti / Con: James McAvoy, Jessica Chastain, Bill Hader y Bill Skarsgård
La novena película de Quentin Tarantino tiene un título a todas luces pertinente. Por un lado, es un relato que habla sobre una etapa única en la historia de Hollywood, la de fines de los '60. Una era en la que proliferaban todo tipo de producciones, desde películas sombrías y cuestionadoras, la mayoría de ellas dirigidas por realizadores llegados desde Europa, hasta los más bizarros experimentos clase B destinados a alimentar las carteleras de los autocines. Una época en la que podían convivir el cine ultra violento de Sam Peckinpah, con las vibrantes propuestas de artes marciales estelarizadas por Bruce Lee. La televisión también vivía en aquel entonces un inédito boom de diversidad, mientras como telón de fondo Estados Unidos se encaminaba a una fulminante derrota en Vietnam y la utopía hippie se caía a pedazos. Por otro costado, el "Había una vez...", responde a la conocida fórmula de todo cuento de hadas, aquí cristalizada en una resolución que obviamente no vamos a anticipar. Corre el año 1969 en la ciudad de Los Ángeles y los protagonistas de esta historia son Rick Dalton (majestuoso Leonardo DiCaprio), en la piel de un actor que transita su declive tras la cancelación de una serie de televisión que lo transformó en estrella algún tiempo atrás, y Cliff Booth (correcto Brad Pitt) interpretando al doble de riesgo, chofer y eterno sostén psicológico de Rick. Trazada esencialmente como una buddy movie que sigue el derrotero de estos dos amigos al borde de la debacle, la nueva película de Quentin Tarantino vuelve a a echar mano a la nostalgia y a la cita cinéfila como materia prima del relato. Con una duración que alcanza los 161 minutos, Había una vez... en Hollywood se ubica en las antípodas del vertiginoso ritmo narrativo que predomina tanto en cualquier exponente del cine industrial norteamericano, como en toda propuesta disponible en el universo del streaming televisivo. Es necesario destacar que esta no es una historia repleta de sucesos y múltiples giros en la trama, sino más bien un retrato detallado de esa mezcla de tristeza, desesperación e incertidumbre; que envuelve a la dupla protagónica. En este sentido, para quienes se acerquen a este film con ansias de encontrar una suerte de Wikipedia ilustrada sobre el asesinato de Sharon Tate, saldrán invariablemente defraudados. La exploración en el universo de la secta liderada por Charles Manson, ocupa una porción ínfima en este extenso relato, aunque sin lugar a dudas contiene la escena con mayor tensión dramática, la de Cliff ingresando con Pussycat, una de las chicas del clan Manson (magnética Margaret Qualley) en el rancho Spahn, un recinto que fue construido como set para rodar westerns, y que más tarde se transformó en el refugio del líder criminal y sus seguidores. Si la existencia de Rick y Cliff está dominada por un tono crepuscular, la de sus vecinos de barrio Roman Polanski y Sharon Tate está impregnada de un brillo promisorio. Él era por aquel entonces uno de los directores europeos más aclamados, tras un rutilante debut en Hollywood con la icónica El bebé de Rosemary. Mientras que ella, interpretada en este film por una espléndida Margot Robbie, representaba el glamour de las chichas go-go de los '60, una estrella en ascenso que venía de participar en roles secundarios en cine y televisión. Frente a esta disyuntiva, y con todas las cartas en su manga disponibles para despachar un crudo tour de force sobre la masacre que se vivió en la casa que alquilaban Polanski y Tate, Tarantino practica una jugada similar a la de Bastardos sin gloria para reescribir a su manera la historia oficial con mayor nobleza. Algunos podrán sostener que Había una vez... en Hollywood se estira más de la cuenta, y hay algo de cierto en esa sentencia. Sin embargo, en un contexto en el que los directores de la gran industria son meros operarios regidos por directorios de ejecutivos a quienes les importa mucho más el dinero que el cine, la supervivencia de un Quentin Tarantino aferrado sin concesiones a su pasión cinéfila y al amor por la cultura pop, resulta una bienvenida anomalía del sistema. También es pertinente destacar que Tarantino, en espejo con su creación de Rick Dalton, se anuncia a sí mismo como una suerte de héroe en retirada. Su nueva película puede ser vista por todos, pero solo ser profundamente disfrutada por su núcleo duro de seguidores. El regodeo en las citas cinéfilas y televisivas, por más caprichosas que puedan resultar para un sector de la platea, constituyen el vehículo esencial para que Rick pueda tener un diálogo con una niña actriz en pleno set de rodaje, y acto seguido largarse a llorar de la manera más desconsolada. A diferencia de otros cineastas prestigiosos con larga trayectoria, Quentin Tarantino parece no estar interesado en labrar una nueva generación de fans. Si este es el preludio de su despedida, estamos frente al canto de cisne de un artista que hizo del homenaje un estilo tan personal como distintivo. Un cineasta al que muchos le colgaron el mote de arrogante, cuando cada fotograma de sus películas es un gesto de amor por las variopintas producciones que consumió desde pequeño, sin perder ni un ápice de devoción por aquellas imágenes que lo marcaron para siempre. Once upon a time... in Hollywood / Estados Unidos / 2019 / 161 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Quentin Tarantino / Con: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Emile Hirsch, Margaret Qualley, Dakota Fanning, Bruce Darn, Lena Dunham.
Paradójicamente, en medio de un año que marcará un récord histórico de venta de entradas en las salas de nuestro país, el cine nacional pasa un durísimo momento. En lo que va de 2019, Toy Story 4 se ha convertido en la película más taquillera de todos los tiempos en Argentina con más de 6 millones y medio de espectadores, seguida por otros tanques del emporio Disney como Avengers: Endgame que merodeó las 4 millones de tickets; y El rey león que ya ha superado la barrera de los 3 millones y medio. Mientras tanto, solo una producción de nuestra factoría logró sobrepasar la barrera del medio millón, El cuento de las comadrejas, del siempre rendidor Juan José Campanella, quien esta vez no logró acercarse a las contundentes ventas de éxitos anteriores en su filmografía como Metegol y El secreto de sus ojos. Triste paradoja: en un año récord de taquilla, el cine argentino atraviesa un durísimo momento Más allá de la coyuntura económica particularmente aguda que estamos atravesando, el cine argentino se ha estampado este año con dos grandes ejes de conflicto. Por un lado, las producciones nacionales han enfrentado las complicaciones de un mercado cada vez más descarnado y desigual, con una cartelera que ha priorizado más que nunca un pequeño puñado de exponentes de Hollywood. Pero por otro costado, también es justo reconocer que en esta temporada ninguna película industrial de nuestro país ha tenido el atractivo comercial y la excelencia cinematográfica de sucesos de taquilla de años anteriores como El Ángel y Relatos salvajes. En un operativo de cuidado, que oscila entre el blindaje y el acompañamiento, la crítica ha repartido múltiples elogios a las dos películas argentinas de 2019 con mayor potencial de rendimiento en boleterías. Una de ellas es la mencionada El cuento de las comadrejas. La otra es el estreno que aquí nos convoca, La odisea de los giles. Se trata de dos obras craneadas por realizadores con notable oficio y buen pulso narrativo. Son films que entretienen con nobleza y sin mayores pretensiones, pero que carecen de ese plus cualitativo que podíamos encontrar en los citados títulos de Luis Ortega y Damián Szifron. Basada en la novela La noche de la usina, escrita por Eduardo Sacheri, (también autor de la exitosa El secreto de sus ojos), La odisea de los giles nos traslada a los fatales tiempos del "corralito", en nuestro convulsionado pasado reciente de fines de 2001 y comienzos de 2002. Que este film se estrene en plena coincidencia con el momento de turbulencia e incertidumbre que atraviesa el país, le agrega una pizca de inquietud a un material que no tiene ni remotamente como propósito la intención de interpelar o incomodar al espectador. El director Sebastián Borensztein (Un cuento chino), concibió junto a Sacheri un guión que combina con destreza momentos de tensión dramática con unas cuantas bocanadas de humor. El resultado general es óptimo y el relato conquista una automática empatía con la platea. Con un elenco multiestelar que funciona como relojito, la película discurre con un aceitado engranaje de ligereza y encanto, aunque con una notoria falta de factor sorpresa. El disparador de la historia nos lleva a agosto de 2001. Un ex futbolista que ha sido una suerte de estrella en la pequeña localidad bonaerense de Alsina (Ricardo Darín), embarca a un puñado de vecinos del pueblo en un emprendimiento agropecuario. Víctimas de la inescrupulosa maniobra de un empleado bancario y un abogado, estos personajes de clases sociales y temperamentos diversos pierden los 300.000 dólares que aportaron al incipiente proyecto. A partir de ahí, y sumando un hecho aún más trágico que conviene no anticipar, el grupo emprende un plan para recuperar lo que le pertenece. A mitad de camino entre el ajuste de cuentas y la justicia por mano propia, La odisea de los giles hilvana una serie de situaciones con brillo dispar. En pos de evitar que el conflicto del relato se torne demasiado sombrío, la película prioriza una atmósfera bonachona que funciona como reflejo del deseo de todo argentino: tomar revancha de quien nos haya hundido en lo más profundo del fango. Apelando a subrayados que afortunadamente logran zafar del exceso, y a personajes que bordean el estereotipo y el trazo grueso, Borensztein organiza cada pieza con precisión sin correr mayores riesgos. Hay cierta tendencia al regodeo en un arsenal de chistes elementales, mayormente propulsados por los personajes más pobres en la escala social. Mientras que los destellos de comicidad del anarquista que interpreta Luis Brandoni trazan un simpático juego autorreferencial con la filiación partidaria del actor. "Compañero, las pelotas", retruca en el momento más álgido del plan este hombre de marcada identidad anti peronista. Sin lugar a dudas, el principal motor de La odisea de los giles es el que aportan los Darín. Ricardo y el Chino aquí no solo brillan replicando el mismo vínculo de la realidad en la ficción, sino que también ofician como coproductores de este proyecto capitaneado por la compañía K&S, mentora de la icónica Relatos salvajes. La factura de producción reúne los condimentos necesarios para transformar esta propuesta en el gran éxito del cine argentino del año. Entretenimiento eficaz al que le falta apenas una vuelta de tuerca para conquistar la magia propia de un espectáculo concebido en pleno estado de gracia. En un año en que Disney ha dominado completamente la taquilla, este es sin dudas el último eslabón nacional cosecha 2019 que tiene la chance de superar el millón de espectadores. Nuestras películas vienen demostrando en las últimas décadas que han sido capaces de reconquistar al público masivo del país. En un contexto de crisis, la industria cinematográfica argentina sigue dando pelea. De momento, el debut de La odisea de los giles en cerca de 400 pantallas destronó a El rey león del podio de la taquilla. Que la temporada próxima nos encuentre con una fuerte alquimia entre hacedores, funcionarios, productores y espectadores. Que las butacas sigan poblándose con una platea ávida de acompañar nuestras historias. La odisea de los giles / Argentina-España / 2019 / 115 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Sebastián Borensztein / Con: Ricardo Darín, Luis Brandoni, Chino Darín, Verónica Llinás, Daniel Aráoz, Carlos Belloso, Marco Antonio Caponi, Rita Cortese y Andrés Parra.
En 2016, el director John Favreau sorprendió con una inspirada versión live action del clásico de Disney El libro de la selva. En esa oportunidad, el también realizador de las dos primeras entregas de Iron Man, acertó cambiando algunos giros de la historia original y dotando al mencionado film de una inquietante atmósfera sombría. Nada de eso sucede en esta operación de mercadotecnia y animación de alta tecnología que oficia como refrito de El rey león. Estrenada en más de 500 salas en el país, era lógico un debut por lo alto para el majestuoso felino, que llevó casi a 350.000 personas en sus primeros dos días en pantalla. Con críticas poco estimulantes por parte de la prensa especializada, sumadas a un boca en boca que oscila entre la decepción y la evocación nostálgica de los fans de la versión de 1994, habrá que ver si este engendro de animación digital sostiene el interés del público masivo cuando pasen las vacaciones de invierno, y si logra acercarse al récord de una auténtica obra de linaje como Toy Story 4, que se prepara para llegar a los seis millones de espectadores y es la película más vista en la historia de los cines argentinos. A esta nueva versión de El rey león, le alcanzan unos minutos para poner en absoluta evidencia sus virtudes y falencias. El extremado realismo visual de las imágenes, con todo tipo de detalles de la geografía donde transcurre la acción, así como la apabullante precisión para plasmar el movimiento, la gestualidad y las texturas de los animales protagonistas; son de de un prodigio indiscutible. Paradójicamente, esa elección que coquetea con el hiperrealismo, termina jugándole en contra a esta producción de Disney en todo momento. Aquellas escenas con simpáticos gags, que permanecen en nuestro recuerdo como frescas y luminosas, quedan aquí malogradas en su transición del clásico de los '90 a este ultra diseñado trabajo de animación digital. El director intenta apropiarse de los alocados códigos humorísticos propios del cartoon, cuando lo que tenía que hacer era buscar un efecto de comicidad que resultara más orgánico con la propuesta realista que decidió trazar sobre la pantalla. La falta de actualización, tanto a nivel narrativo como ideológico, es sin dudas el peor lastre de El rey león. Hay que remar una hora de metraje hasta llegar al legendario Hakuna matata, y de paso comprobar que ni siquiera Timón y Pumba pueden elevar la temperatura de este freezer. El pajarraco Zazu, justamente el único personaje con un atisbo de fantasía, carga sobre sus alas la titánica tarea de insuflarle algo de frescura a esta amansadora. Pero esto no es todo. Si los pasajes "divertidos" no funcionan, los "dramáticos" se deslizan con pasteurizada cautela. Tratándose de un tanque industrial dedicado al público familiar, no se puede pretender que esta producción se zambulla en rincones demasiado perturbadores. Pero se hace muy evidente que cada instancia de tensión está fríamente calculada para no incomodar por demás a nadie. Más allá de que los 88 minutos de El rey león de 1994 aquí se estiran a 118, destrozando en su camino las canciones originales con covers impresentables, lo más cuestionable de esta fallida operación de copy/paste, es su pereza absoluta, con algunas escenas calcadas con encuadre incluido; y un nulo refresh ideológico. Que en pleno siglo 21, una película se construya sobre las coordenadas de la moraleja aleccionadora en su vertiente más didáctica y culpógena, es un verdadero despropósito. A mitad de camino entre un documental de Nat Geo y una de esas propuestas religiosas que aterrizan cada vez más seguido en los cines, El rey león no exuda ni una gota de fervor creativo. Lo suyo es puro sermón con diseño de alta tecnología. Un rugido pinchado para una historia que cumple con la absurda proeza de atrasar más que su versión original. The Lion King / Estados Unidos / 2019 / 118 minutos / Apta para todo público / Dirección: John Favreau / Voces en la versión original subtitulada: Donald Glover, Beyoncé, Chiwetel Ejiofor, James Earl Jones, John Oliver, Seth Rogen, Billy Eichner.
Tras ponerse al frente de la saga Mi villano favorito y de la anterior entrega de La vida secreta de tus mascotas, Chris Renaud, esta vez en colaboración con Jonathan del Val, potencia las premisas centrales de los estudios Illumination, compañía propulsora de éxitos a gran escala como Minions. Con un pulso narrativo trepidante y una intensa paleta de colores, esta película se abre a la aventura de una narrativa coral dividiendo a los protagonistas en tres líneas narrativas paralelas. Por un lado, los adorables perros Max y Duke están procesando el hecho de que la familia a la que pertenecen se ha agrandado, y "su niño" (cualquier parecido con la saga Toy Story no es mera coincidencia), está en vísperas de ingresar al preescolar. Unos días de paseo en una granja, supondrán para esta dupla salir de la zona de confort del hogar neoyorquino, para entrar en contacto con una variada gama de animales que podrían transformar esos días familiares de campo en todo un desafío. De los tres hilos del relato, este es el que más tiende a la declamación discursiva , con moralejas como la de aprender a superar los miedos. La dupla perruna queda unos pasos detrás de los niveles de adrenalina y sucesión de divertidos gags que protagonizan las mascotas de las otras dos vertientes de esta historia. En ambos recorridos hay caninas empoderadas a cargo de vertiginosas misiones. Gidget en colaboración con la gata Chloe se arriesga a entrar un departamento repleto de felinos amenazantes para rescatar al juguete preferido de Max, que el perro protagonista le ha dejado bajo su custodia. En tanto que Daisy junto al conejo Snowball enfrentarán la valiente hazaña de salvar a un amoroso tigre de las garras de un siniestro dueño de un circo. A diferencia del didáctico mundo de la granja, aquí los momentos desopilantes se multiplican, y la película encuentra un aire desfachatado muy a tono con los tiempos que corren. Hay una escena en la que Chloe está literalmente fumada y otra en la que Snowball queda travestido en medio de un juego con "su niña". Las enseñanzas que recibe Max en el campo resultan un tanto demodé frente a bocanadas de frescura como la del conejo transformado en coneja en medio de un subidón lúdico. En una coyuntura en la que saludablemente se van naturalizando las opciones de que niñas y niños jueguen o vistan libremente según lo que sugieran sus impulsos, momentos como el mencionado son todo un ejercicio de refresh en el muchas veces conservador mundo del cine de animación. La vida secreta de tus mascotas 2 encuentra sus mejores momentos mientras es fiel a su propio espíritu juguetón. En otros en cambio, luce un tanto forzada en su búsqueda de una sensibilidad característica del universo de Pixar. Cuando cae en codas emotivas como las de un texto en off que habla de los cambiantes ciclos de la vida, se diluye un poco ese huracán de enredos y comicidad física propulsados por esta bombástica película. Si Illumination intensifica sus motores de desenfado, asumiendo que su lugar en el territorio del entretenimiento infantil no es el mismo que el de Disney, estaremos frente a una oleada de propuestas refrescantes que aunque no ganen en profundidad, funcionarán como recreación animada de este caótico y desopilante mundo. The secret life of pets 2 / Estados Unidos / 2019 / 86 minutos / Apta para todo público / Dirección: Chris Renaud, Jonathan del Val