En las últimas décadas, el cine de superhéroes ha sabido ganar una comunidad global de fanáticos y ha redefinido el rumbo del cine de Hollywood. Para los detractores de estas películas, se trata de un símbolo de agotamiento de un Hollywood que no da para más. Mientras que los amantes de estos suculentos festines, disfrutan con entusiasmo la supervivencia de un gran espectáculo, que con el paso de los años se debate entre la amenaza del abuso de la autorreferencia y los bienvenidos chispazos de frescura. Spider-Man: lejos de casa pendula con irresistible encanto entre el manojo de información que ha generado Marvel a través de 23 films, y la soltura con la que entrelaza los códigos más clásicos del cine de aventuras con las secuencias pirotécnicas más deslumbrantes, a puro motor de efectos de altísima tecnología. Este eslabón está directamente conectado con cierto acontecimiento de Avengers: Endgame que a esta altura, con casi 4 millones de espectadores en nuestro país, se puede mencionar sin que resulte un spoiler fatal. Todo fan de este mundo de héroes y heroínas, está asomándose a una nueva era sin Tony Stark/Iron Man. Y ahí, en medio de esta suerte de duelo que ya se anticipaba como inevitable, irrumpe la burbujeante secuela de Spider-Man: de regreso a casa. Un combo luminoso que incluye acción a granel, romanticismo adolescente y bocadillos de comicidad irresistible. Esta bomba de entretenimiento tiene todo lo necesario para mantener su mecha encendida durante poco más de dos horas, incluyendo un bonus fundamental que está durante los créditos de cierre. Tom Holland le imprime a su Peter Parker/Spider-Man un carisma que no se apaga ni en una sola escena de esta aventura trepidante que se reparte entre Venecia, Praga, Berlín y Londres. Un viaje de estudiantes por las mencionadas ciudades europeas, en donde Peter piensa declararle su amor a MJ (Zendaya), sirve como impulsor de gran parte del tono juguetón con el que transcurre este divertimento pasado por hormonas teen. La referencia inmediata son claramente las comedias adolescentes de los '80, con aliados y antagonistas que tienen matices similares a los de aquellas entrañables películas, aquí ligeramente actualizados a estos tiempos, por ejemplo uno de los compañeros está obsesionado con compartir todo lo que va pasando en el periplo a traves de lives e historias en las redes sociales. Obviamente, Nick Fury (Samuel L. Jackson) vuelve a funcionar como una suerte de guía protector para las decenas de peripecias que atraviesa el joven arácnido, aunque esta vez con una presencia a que le falta un toque de encanto. El flamante villano, Mysterio (Jake Gyllenhaal), aporta la necesaria cuota de amenaza y desconcierto, sin teñir por demás el relato de una oscuridad que hubiera resultado inconexa con la atmósfera ligera que propone el conjunto de este capítulo. A contramano de otros episodios de la factoría Marvel, opacados parcialmente por ciertas codas explicativas o algunos momentos de solemnidad en pos de entregar "un mensaje" a la platea, aquí todo es adrenalina. Un espectáculo que huele a espíritu adolescente. Una aventura efervescente para abrir por lo alto una nueva era marveliana. Spider-Man: far from home / Estados Unidos / 2019 / 129 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Jon Watts / Con: Tom Holland, Zendaya, Jake Gyllenhaal, Samuel L. Jackson, Marisa Tomei
Cuando hace nueve años nuestros ojos se empañaron de emoción con el superlativo final de Toy Story 3, muchos supusimos que estábamos frente a un dignísimo cierre para la saga fundacional de Pixar. Ahora, esta cuarta entrega de la historia del cowboy Woody y sus aliados, sostiene el irresistible tono emocional y la excelencia en la calidad de animación conquistados en los tres eslabones anteriores. Pero además, la franquicia que ya ha fascinado a un par de generaciones, hace un operativo refresh para ponerse a tono con los tiempos que corren. Con locaciones repartidas entre una casa rodante, un parque de diversiones y una tienda de antigüedades, Toy Story 4 nos zambulle en una vertiginosa aventura. Woody se impone la misión de salvar a Forky, un juguete que la pequeña Bonnie ha creado durante su jornada de adaptación en el jardín de infantes. La inesperada estrella de esta película es un simpático engendro confeccionado con un tenedor descartable, un palito de helado y algunas chucherías más. Como Forky siente que su hogar de pertenencia es la basura, todo el tiempo trata de arrojarse a cuanto paradisíaco tacho se cruce en su camino. Accidentalmente, el simpático personaje queda atrapado en la mencionada casa de venta de antigüedades, entonces el vaquero y sus secuaces se lanzan por separado a un intrépido plan de rescate. En su primer largometraje como director, Josh Cooley logra mantener por lo alto el carisma de los protagonistas que vimos en las entregas previas de la saga, incorpora algunos nuevos, y vuelve a poner en escena a la pastora de porcelana Bo Peep. La muñeca de quien Woody siempre estuvo enamorado, se presenta esta vez en versión empoderada. En una era de conquistas feministas, Bo Peep ha logrado superar la categoría de "juguete perdido", para disfrutar a sus anchas de toda aventura que ella esté dispuesta a correr, sin el imperativo de que su juego esté supeditado a los designios de un niño o una niña. El combo "girl power" se ve reforzado en el desempeño de la vaquera Jessie, quien a puro motor de astucia y valentía, también tiene un rol decisivo en el salvataje de Forky. Pero los retoques de actualización no se agotan en agitar luminosamente la fuerza y sensibilidad de las heroínas de esta historia, sino que también se manifiestan en la multiplicación de secuencias de acción con ritmo sostenido, aderezadas con generosas cuotas de gags físicos. Pero Pixar no traiciona su esencia. Si por momentos da la impresión de que Toy Story 4 coquetea con la fórmula de frenéticos productos de la compañía Illumination como Minions y La vida secreta de las mascotas, el realizador Josh Cooley está siempre listo para dar oportunos volantazos de detención. Son esos momentos intimistas, ajenos a todo despliegue de pirotecnia, los que siguen confirmando a esta saga como una auténtica joya en la historia del cine. El público que haga su primera incursión con el flamante capítulo que ya es un rotundo éxito de taquilla, seguramente pasará un momento tan entretenido como conmovedor. Para quienes venimos acompañando el largo viaje de Woody, ser cómplices del gran abrazo entre el vaquero y Buzz Lightyear, es un cariño a nuestros sentidos y la confirmación de que a pesar de la chatura dominante en las producciones con destino masivo, todavía hay algunas excepciones que siguen apostando a la nobleza. Toy Story 4 / Estados Unidos / 2019 / Apta para todo público / 100 minutos / Dirección: Josh Cooley / Voces en la versión original con subtítulos: Tom Hanks, Tim Allen, Annie Potts, Keanu Reeves, Jordan Peele, Tony Hale, Christina Hendricks, Flea, Timothy Dalton, Patricia Arquette.
A pesar de que en las últimas décadas haya caído en desuso el concepto de "autor" como sinónimo de director con impronta propia, lo cierto es que a nivel mundial aún perduran realizadores con marcas temáticas y formales distintivas que atraviesan sus filmografías. Desde Lucrecia Martel a Hirokazu Koreeda, pasando por Clint Eastwood o Quentin Tarantino, hablamos de artistas que siguen un permanente camino de evolución, profundizando sus universos cinematográficos a medida que las arrugas van avanzando sobre sus rostros. Algunos otros, como Tim Burton, quedan bajo la sombra del esplendor de su pasado, replicando un estilo visual inconfundible, pero sin alcanzar las cimas de sentimiento de sus orígenes. Con Dolor y gloria, Pedro Almodóvar viene de compertir por la Palma de Oro en el Festival de Cannes, premio principal que pierde por sexta vez en dicho certamen. A punto de cumplir 70 años, el manchego no solo conquista una obra maestra en la que resume con absoluto refinamiento los tópicos que ha desarrollado a lo largo de más de cuatro décadas, sino que da en la tecla con su película más elevada y cercana. Al igual que en títulos como La ley del deseo y La mala educación, nuevamente un director de cine ocupa el centro de la escena. Salvador Mayo (Antonio Banderas) es un aclamado realizador que vive encerrado en su elegante departamento, preso de diversas dolencias y trastornos de salud. Una invitación de la Filmoteca de Madrid para proyectar su ópera prima en versión restaurada a 32 años de su estreno, será el detonante para que este hombre inicie un periplo de reencuentros que van más allá de la idea de saldar cuentas con el pasado. El piso que habita Salvador fue prácticamente calcado del mismísimo hogar de Almodóvar. De hecho, los cuadros colgados en las paredes son las obras que Pedro tiene en su casa. Por supuesto, el asunto autorreferencial no se agota en uno de los escenarios de Dolor y gloria. La película entera está atravesada por los planteos medulares de su creador. El deseo, el vínculo madre/hijo, el deterioro físico y el envejecimiento; son algunos de los temas que vuelve a poner en órbita el cineasta español más aclamado a nivel internacional. Pero a diferencia de otros tiempos, en los que ese abordaje aparecía teñido de pretensiones y hasta de cierta arrogancia, este nuevo film se erige como una experiencia absolutamente conmovedora, que tiende puentes hacia esa platea que ha seguido incondicionalmente la obra de aquel desfachatado agitador que emergió en tiempos de "la movida madrileña", y que hoy lejos de transitar el letargo del personaje central de su nueva obra; ha ganado la madurez suficiente como para amalgamar una variada paleta de conflictos desde un pulso tan honesto como sensible. Varios teóricos sostienen que la diferencia entre el nostálgico y el melancólico radica en que el primero está anclado en una era de oro que quedó atrás en el pasado, mientras que el segundo observa con cierta añoranza algunos acontecimientos distantes en el tiempo, pero desde una perspectiva que siempre está ubicada en el presente. Dolor y gloria, con sus flashbacks y reencuentros, logra desplazarse desde la nostalgia a la melancolía. Estamos frente a una película de absoluta precisión e inmensa profundidad, que fluye con unos niveles de calidez cada vez más ausentes en el panorama del cine actual. Como un artesano que atravesó el umbral de la sabiduría, Almodóvar ya no necesita de ningún despliegue de altanería. Hoy lo suyo consiste en entretejer un relato cristalino que le regala a su público una generosa cantidad de escenas inolvidables, y a sus protagonistas un puñado de momentos que quedarán marcados a fuego en sus carreras actorales. El trabajo de Antonio Banderas, muy merecido ganador del premio a Mejor actor en el Festival de Cannes, es de un linaje descomunal. Una de las interpretaciones más viscerales que haya dado el cine en los últimos tiempos, con un dominio de los tiempos y la mirada, que hace que más allá de la centralidad de su personaje, el resto del elenco termine brillando a la par de él. El abrazo entre el director que interpreta y un ex novio al que no ve desde hace décadas (superlativo Leonardo Sbaraglia), es uno de los tantos instantes que traspasan la pantalla en este sentido relato confesional. Más allá de que Dolor y gloria cuenta con una logradísima concisión narrativa en la que no sobra ni un diálogo ni una escena, también hay que destacar un par de puntos para nada menores. Uno tiene que ver con el hecho de que Almódovar recupera algunos pasajes de juguetona comicidad, como el que acompaña a la mencionada presentación de la ópera prima de Salvador Mallo. Y otro con el desafío de mostrar el despertar sexual de un niño, en tiempos en que la corrección política dominante ha llevado a que la mayoría de los autores esquiven estos temas. Esa pulsión, ese primer deseo, es retratado con una magistral mixtura en la que convergen el erotismo y la mirada poética. En absoluto estado de gracia, Pedro concibe su film más noble e inmanente. La confirmación de que aquel joven que coqueteaba con la estridencia y la desmesura kitsch, supo transitar hacia la madurez y el clasicismo manteniendo siempre en foco su distintiva sensibilidad. Dolor y gloria / España / 2019 / 114 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Pedro Almodóvar / Con: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Cecilia Roth, Nora Navas, Julieta Serrano, Raúl Arévalo.
Tras una espera que se estiró durante una década desde la oscarizada El secreto de sus ojos, el director Juan José Campanella regresa a la pantalla grande con una nueva ficción con actores después de la exitosa incursión en el cine de animación que significó Metegol. Siempre activo, el guionista, productor y realizador lideró en estos últimos años proyectos en televisión y teatro, hasta desembocar en El cuento de las comadrejas, una nueva versión del clásico film de culto Los muchachos de antes no usaban arsénico, dirigido en 1976 por José Martínez Suárez. Con una marcada impronta teatral y un elaborado trabajo visual, Campanella muta la tensión de la película original hacia el territorio del humor mordaz con resultados dispares. Graciela Borges interpreta a Mara Ordaz, una veterana diva del cine de oro, que convive en una mansión en decadencia junto a tres hombres a quienes doblega por su indudable condición de mega estrella. Luis Brandoni juega el rol del marido, un actor en silla de ruedas opacado eternamente por el fulgor de Mara. Mientras que Oscar Martínez y Marcos Mundstock, dan vida al director y al guionista de algunos de los films más taquilleros en la carrera de la legendaria actriz. El cuarteto protagónico se saca chispas en una relación que deambula entre el cinismo y la interdependencia. Campanella exprime al máximo la estelaridad del combo, aunque claramente es Borges la indiscutida dueña de un brillo inmanente. Su sola presencia se lleva puesta la película, y está bien que así sea, ya que su personaje es el eje medular sobre el cual giran los conflictos de la trama. Mundstock sorprende con un ajustado debut en un rol protagónico, Martínez está como siempre correcto; y Brandoni despliega su habitual parafernalia de sobreactuación. Desde el comienzo, El cuento de las comadrejas se instala con acierto en la dualidad de la relación entre los protagonistas, que se reparte entre la idea de que todo podría estallar en cualquier momento; o bien la sospecha de que su juego tóxico y animalesco podría perdurar por siempre. Pronto, dos personajes jóvenes irrumpen en la casona y le ofrecen a Mara comprar la propiedad. Ellos están interpretados por Nicolás Francella y Clara Lago, siendo claramente la actriz de Ocho apellidos vascos y Al final del túnel quien logra dar en la tecla con su criatura amenazante, mientras que Francella permanece a la deriva de principio a fin; sobrepasado por un rol que no logra escapar de la maqueta. Más allá de que la mayoría de las escenas de El cuento de las comadrejas son grupales, sin dudas los momentos más inspirados son aquellos en los que la película se permite un repliegue intimista a través de diálogos entre duplas. Cuando el cuarteto protagónico está en escena, y más cuando se suman los dos antagonistas, todo luce demasiado cronometrado y poco fluido. Desde los remates de los chistes hasta unas cuantas bajadas explicativas, la película cede por demás al subrayado, diluyendo rápidamente el clima mordaz y claustrofóbico trazado en los primeros minutos. Sin embargo, estos deslices no alcanzan a transformarse en un despropósito porque la película jamás se erige como un ejercicio pretencioso. Campanella deja en claro desde el principio que estamos ante una propuesta que coquetea con el artificio del cine clásico, tanto del argentino como el de Hollywood. Ese universo de glamour en declive remite automáticamente a Sunset Boulevard, mientras que a lo largo del metraje se reparten múltiples referencias a la era dorada del cine nacional. Si El cuento de las comadrejas resulta un divertimento eficaz es porque asume con plena autoconciencia cuáles son sus modestas reglas de juego. Más allá de las consabidas vueltas de tuerca de toda comedia negra con toques de suspenso, la película se abstiene saludablemente de vacilar sistemáticamente a la platea a puro motor de soberbia. Es cierto que el mencionado tono subrayado y algunas ingenuas resoluciones no encajan con la atmósfera sombría que esboza Campanella. Así y todo, el film juega sus cartas con la suficiente gracia como para que el interés y la empatía se mantengan encendidos hasta el final. El cuento de las comadrejas / Argentina-España / 2019 / 129 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Juan José Campanella / Con: Graciela Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez, Marcos Mundstock, Clara Lago y Nicolás Francella.
A los 38 años, el director Alejandro Fadel ha trazado una laboriosa ruta desde su Tunuyán natal hasta el Festival de Cannes. Guionista en películas de Pablo Trapero como Leonera, Carancho y Elefante blanco, más tarde conquistó un premio y dos nominaciones en Cannes con su aclamado largometraje Los salvajes. En estos últimos meses, Fadel viene cosechando el elogio de la prensa con Muere, Monstruo, Muere, una inquietante apuesta que compitió en la sección Un Certain Regard, el apartado del certamen de Cannes que reúne lo más innovador del cine mundial, a la vez que su film estuvo nominado en la Competencia internacional del Festival de Mar del Plata y postulado como Mejor película en Sitges, la meca del cine fantástico y de terror. Desde la primera escena, Alejandro Fadel juega una carta de alto impacto. Una mujer degollada en las inmediaciones de la cordillera intenta sujetar su cabeza con sus propias manos. A partir de ese momento, el director induce al espectador en una atmósfera pesadillesca que transita múltiples códigos y texturas. A contramano de películas que despliegan algunas de las convenciones más clásicas del cine de horror, para ensayar una mirada sobre los temas más candentes de la coyuntura; Muere, Monstruo, Muere se ubica en las antípodas del relato discursivo. El guión de esta inquietante película, escrito por el propio Fadel, transita a sabiendas un flagelo tan espinoso como el de la violencia de género, pero se desentiende de las pretensiones de denuncia porque su objetivo no es el de cumplir con la agenda, sino el de renovar el pacto del cine como un ejercicio creativo que se zambulle en las profundidades del riesgo. No estamos frente a un relato de cronometrada concisión narrativa orquestado desde un manojo de lugares comunes, sino ante una experiencia movediza que requiere algo más que la atención de la platea. Frecuentemente, se han señalado puntos de contacto entre Muere, Monstruo, Muere con títulos de maestros como John Carpenter, David Cronenberg y David Lynch. Con respecto al último, este film rodado en diferentes locaciones mendocinas, ofrece tonalidades cercanas en su banda sonora y en su capacidad de labrar escenas que oscilan entre la incomodidad, el aburdo y el desconcierto, que aquí alcanzan su apoteosis con la irrupción de la canción de Sergio Denis Te irás, me iré. Es evidente que Fadel antes de ser un gran cineasta ha sido un cinéfilo alucinado, y como tal comprende que para atravesar una película que se propone como trance hipnótico, lo mejor es abandonar paulatinamente la resistencia lógica hasta desembocar en la más absoluta entrega sensorial. Más allá del talento del director, guionista y coproductor que estuvo a la cabeza de esta creación, para alcanzar un hito como el de Muere, Monstruo, Muere es necesario el encendido compromiso de todo el staff técnico y artístico. Esa alianza traspasa la pantalla, con un notable trabajo de fotografía y sonido, que sella su estado de gracia con las precisas actuaciones de un elenco que incluye figuras con largo tránsito en las tablas mendocinas como Víctor López, Tania Casciani, Romina Iniesta y Francisco Carrasco, ensamblados a la perfección con referentes del cine argentino como Esteban Bigliardi y un magistral Jorge Prado. Si bien en este relato hay una investigación policial frente a múltiples femicidios, con un triángulo amoroso de fondo, todo desarrollado desde premisas de western y terror enrarecidos, lo que prima no son los eventos shockeantes, sino lo que hay detrás de ellos. Fadel logra construir una tensión que va in crescendo valiéndose de imágenes afiebradas, pero también preservando el misterio de todo aquello que permanece fuera de campo. El horror está representado en algo tan concreto como esas mujeres que son decapitadas una a una, pero por debajo el film va trazando un perturbador viaje a las entrañas del miedo. El meollo está en lo inasible, en aquello que escapa a un puñado de temas coyunturales o lecturas psicoanalíticas. Muere, Monstruo, Muere es una película que se atreve a hincar el diente en la desmesura. Una experiencia que demuestra que el cine todavía puede llevarnos al limbo de la conmoción. Muere, Monstruo, Muere / Argentina-Chile-Francia / 103 minutos / Apta para mayores de 13 años con reservas / Dirección: Alejandro Fadel / Con: Víctor López, Jorge Prado, Tania Casciani, Esteban Bigliardi, Romina Iniesta, Francisco Carrasco / Complejos que exhiben la película: Cinemark Mendoza y Village Cines Mendoza.
Mientras millones de personas en el mundo llenan toda sala de cine donde se proyecte el flamante tanque de Marvel, en Argentina el fenómeno se replica con un récord de asistencia en el día de estreno en 700 pantallas a lo largo y a lo ancho del país. Puede resultar un tanto abrumador que una sola película venda el 90% de las entradas que se cortan en estos días en los cines argentinos, con cadenas que están programando aquí en Mendoza cerca de 30 funciones diarias. Hay que decirlo sin vueltas, en la última década Marvel cambió el rumbo del consumo de films en las salas del mundo, apostando a cartas y fórmulas que exceden largamente los códigos del cómic y el lenguaje cinematográfico. La gran factoría ha dado en la tecla con la receta para conformar una enorme platea mundial, siempre ávida de devorar cuanta producción de superhéroes se estrene en cada temporada. No se trata de un nutrido pelotón de nerds, conocedores de cada detalle de los íconos de historietas, sino de una masa que disfruta de ser parte de una gigantesca comunidad fascinada por un espectáculo exuberante. Sin deslizar ningún spoiler, y ni siquiera anticipar elementos de la trama, es indudable que Avengers: Endgme marca un cierre por lo alto de una fructífera etapa de la usina Marvel, que va por más en la próxima década. Una película que a lo largo de tres horas reparte dosis de acción, emoción y nostalgia. Si bien es continuación de Avengers: Infinity War y forma parte de todo un conglomerado de más veinte películas, no hace falta ser un erudito para disfrutarla de comienzo a fin. Con un planteo narrativo old school, en el que priman los vínculos de familia, pareja y compañerismo; el film le da a la platea la chance de alternar entre la adrenalina y el lagrimón. Focalizada en sus personajes centrales: Iron Man, Capitán América, Hulk, Black Widow, Thor y Hawk Eye; esta entrega también cuenta con un nutrido pelotón de secundarios, sin generar un colapso de información ni subtramas innecesarias. Que los protagonistas emprendan una odisea en pos de un objetivo concreto sin tantos vericuetos y derivaciones, hace de esta película una experiencia disfrutable e integradora. Marcando el reparto más estelar del cine de las últimas décadas, este film incluye participaciones de nombres de la talla de Robert Redford, Michael Douglas, Michelle Pfeiffer, Tilda Swinton y William Hurt. Sumando el plus de una banda sonora irresistible, con canciones de Traffic, The Kinks y The Rolling Stones; estamos frente a una celebración de los triunfos de un poderoso equipo. Una película que cumple con todas y todos, dotada de pinceladas que remiten a premisas actuales como el empoderamiento feminista, y otras más clásicas como la lucha del bien y el mal. Todo bajo un manto de corrección política, muy a tono con una producción que pone en juego cientos millones de dólares de presupuesto. Frecuentemente, prensa y cinéfilos han comparado el fenómeno masivo del universo cinematográfico de Marvel con el de tanques como Star Wars, Harry Potter o El señor de los anillos. Pero lo cierto es que esas franquicias han girado completamente sobre una historia y personajes determinados, mientras que la factoría de superhéroes cuenta con un abanico de decenas de figuras, que dan lugar a sus respectivas sagas, y también a reuniones como la de Avengers, que funcionan como un compendio de grandes éxitos. A su vez, el triunfo de las películas de Marvel va por un camino muy distinto al de las aclamadas y legendarias producciones mencionadas. Mientras directores con fuertes rasgos autorales como George Lucas y Peter Jackson han estado al frente de las aventuras intergalácticas y los libros de Tolkien, la fábrica de héroes y heroínas en cambio opta por el permanente recambio de realizadores, borrando así cualquier atisbo de impronta personal. La clave del acierto en este pelotón de films marvelianos es justamente la imposición de la marca por encima de los nombres detrás de la cámara. De esta manera, es absolutamente lógico que estas películas sean ejecutadas por artesanos con oficio. Lo que sí es cuestionable en esta veintena de títulos iniciales es cierta pereza narrativa, ese afán de explicar más que desarrollar. Otra clavija que podría ajustarse tiene que ver con el ímpetu de unos villanos no del todo bien trazados. Thanos en las últimas Avengers es más una pieza de diseño que una criatura con una malicia avalada en un historial con sustento. Por último, también es cierto que la salida de algún o algunos personajes tiene más que ver con una cuestión de mercado, o hartazgo de una estrella tras haber acumulado unos cuantos millones de dólares, que con una plena justificación narrativa. Tal vez Marvel nunca se encamine a pulir dichos aspectos, y a juzgar por sus brillantes resultados de taquilla, es comprensible que no apuesten a mover mucho la aguja. Así y todo, la maquinaria funciona y entretiene con nobleza, motivo más que válido para augurar otra década triunfal para este emporio. A pesar de los tiempos oscuros que transitamos, una nueva generación se prepara para ingresar en la comunidad de devotos del mundo de los superhéroes. Nada podrá apagar la luz del gran espectáculo como refugio contenedor. Avengers: Endgame / Estados Unidos / 2019 / 181 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Joe y Anthony Russo / Con: Robert Downey Jr., Chris Hemsworth, Chris Evans, Mark Ruffalo, Josh Brolin, Don Cheadle, Scarlett Johansson, Brie Larson.
James Wan, director de las dos primeras entregas de El conjuro y productor de títulos como Annabelle y La monja, se aferra con uñas y dientes a esa premisa del espectáculo que consiste en no arriesgar demasiado cuando una fórmula funciona. Y así, mientras ocupó la silla de realizador para la saga Aquaman o el capítulo número 7 de Rápidos y furiosos, también se encargó de mantener en funcionamiento su fábrica de sobresaltos, apadrinando a diversos directores para que despachen suculentos embutidos de taquilla, con resultados notablemente inferiores a las creaciones del maestro malayo. En este caso, el debutante Michael Chaves sigue a rajatabla los aspectos más superficiales manual de estilo Wan con La maldición de la llorona, a la vez que se prepara para estar al frente del tercer episodio de El conjuro. El punto de partida tiene que ver con la leyenda de una mujer que presa de un ataque de celos por un engaño de su pareja, ahoga a sus propios hijos en un río y acto seguido se suicida en el mismo lugar. Devenida más tarde en una figura fantasmal que deambula en eterna culpa, la llorona va captando niños a quienes somete a traumáticos martirios con el fin de hacerlos suyos. Linda Cardellini, actriz de series como Bloodline y películas como Green Book, da en la tecla interpretando a Anne, una asistente social que ha enviudado joven quedando a cargo de sus hijos. La acción se remonta a comienzos de los años '70, en algo que parece ser un vicio de toda película proveniente de la factoría de James Wan, ese afán retro está vinculado con tres motivaciones: conectar a sus películas con hitos del cine de terror de la mencionada década, buscar en la dirección de arte con aire vintage un aliado visual para seducir al público, y sobre todo; dotar a los personajes y a la historia de una ingenuidad que no resultaría viable en estos tiempos. El envoltorio funciona y la factura técnica es impecable. Pero a diferencia de clásicos como El exorcista, con el que La maldición de la llorona tiene más de un punto de anclaje, aquí no hay una lograda creación de atmósfera que convoque a un verdadero horror, sino una sucesión de instancias de sobresaltos tan perezosos en términos de planteo narrativo, como de resolución en su puesta en escena. En cuestión de unos pocos minutos, el fantasma de aquella madre asesina asechará a los pequeños de la protagonista, y Anne hará todo lo posible para mantener a sus criaturas a salvo. Al contar con un guión tan pobre como esquemático, la película se refugia permanentemente en la búsqueda de propinarle unos buenos sustos a la platea. Como todo film que no entiende la verdadera esencia del terror, La maldición de la llorona es incapaz de construir una trama dotada de una inquietud que vaya in crescendo. Más que apostar por la progresión de un misterio, va rápidamente por el subrayado. Es cierto que gran parte del público que consume estos productos, concurre en masa a las salas con avidez de atravesar una serie de descargas adrenalínicas, pero el nivel de desgano en el trazado de un puñado de personajes que no tienen matiz ni carisma alguno, sumada a la compilación de cuanto cliché haya transitado el género (un pasillo con luces intermitentes, la consabida escena en el altillo, o el clímax durante una noche de tormenta); transforman a este film en un trámite que ni siquiera cuenta con un folio de originalidad. En síntesis, tras los prometedores dos capítulos iniciales de El conjuro, los siguientes subproductos se han encaminado al mandato de apilar muñecas, monjas y fantasmas, para que cada cual genere su correspondiente y millonaria saga. Mientras tanto, el terror duerme una larga siesta en la oscuridad de un rincón. The Curse of La Llorona / Estados Unidos / 2019 / 93 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Michael Chaves / Con: Linda Cardellini, Tony Amendola, Roman Christou, Madeleine McGraw.
Desde hace un par de décadas, el cine de Tim Burton entró en un largo letargo creativo. Poco queda de aquel universo en el que queribles freaks, perdedores y anti héroes, lograban sobreponerse a la incomprensión de su entorno, para a través del dolor volverse más fuertes y tenaces en sus convicciones. Lejos de los capítulos más inspirados de una filmografía que contiene hitos como Beetlejuice, El joven manos de tijera y Ed Wood, Burton hoy es apenas una sombra de sí mismo. Un hacedor de productos que identifican al autor por componentes que tienen más que ver con la dirección de arte, que por su potencia narrativa. Y así, película a película, encontramos vestigios burtonianos que emocional y cinematográficamente están a una galaxia de aquel esplendor. Mientras tanto, una larga racha de auto repetición se despliega en versión cada vez más lavada. Esta nueva versión de Dumbo coincide con la premisa de Disney de trasladar algunos de sus éxitos en el cine de animación al territorio de la acción con protagonistas reales, sumando una abundante y atractiva catarata de efectos digitales. De aquel inocente largometraje animado de poco más de una hora, que logró salvar de la debacle a la factoría del enorme Walt tras el fracaso comercial de Fantasía, queda la simpleza de su anécdota, ahora con el agregado de nuevos personajes, dispuestos como jugadores con escaso carisma, apenas destinados a emitir conceptos políticamente correctos. Claramente, el único que vuela alto en esta película es el elefantito. El resto, más allá de uno que otro momento de lucimiento, no logra sobrevivir a la maqueta diseñada con escasos matices. El relato nos lleva hacia 1919, tras la finalización de la Primera Guerra Mundial. Un padre (Colin Farrell en piloto automático) vuelve de la contienda sin un brazo y al reencuentro de sus hijos, que viven en un desvencijado circo comandado por un líder un tanto caótico (Danny DeVito siempre eficaz). El ex combatiente ha sido un jinete estrella perteneciente a esa troupe, y durante su ausencia no solamente ha sufrido el flagelo del trauma bélico, sino la pérdida de su mujer, también artista circense. El componente Disney de la familia fisurada está trazado aquí a partir de esos niños que han quedado huérfanos de madre, y el regreso de un papá que demorará más de una hora de metraje para cobrar cierta impronta protagónica. La galería de personajes excéntricos que pueblan esa tambaleante carpa constituye el elemento Burton, aunque dichas criaturas aquí funcionan apenas como decorado, y jamás conquistan la empatía con el espectador que lograban las marginales protagonistas del cine inicial del realizador. El nacimiento del pequeño y orejudo elefante volador, adoctrinado por los mencionados niños, especialmente por la pequeña que sueña con ser una eminencia en el mundo de la ciencia (Nico Parker, hija de la actriz Thandie Newton, que aquí gana su pasaporte al estrellato), sirve como disparador de una serie de planteos aleccionadores sobre temas como la lucha contra el bullying y la reivindicación de los circos sin animales. Cada vez que el simpático animalito, creado por un equipo de talentosos creadores de efectos digitales, está ausente de la acción, la narración se resiente. A esto se suma, la aparición del villano de turno (un neutralizado Michael Keaton), empecinado en sumar al elefante bebé como estrella de su gigantesco parque de atracciones, y obsesionado con controlar cada movimiento de su pareja, una diva de la destreza aérea (desdibujada Eva Green). Más allá de que esta película esté destinada mayormente al público infantil, el "malo del cuento" resulta excesivamente caricaturesco y poco temible. Sin una contundente tensión entre fuerzas antagónicas, el relato tiende a deshilacharse y los personajes nunca conquistan la necesaria cuota de entidad para volverse irresistibles. Finalmente, el film deviene en un ameno pasatiempo musicalizado por el eterno aliado burtoniano Danny Elfman. En el balance no queda mucho más que eso. Apenas la resaca de un creador que lleva largo tiempo haciendo la plancha. Dumbo / Estados Unidos / 2019 / 112 minutos / Apta para todo público / Dirección: Tim Burton / Con: Colin Farrell, Danny DeVito, Michael Keaton, Eva Green.
Basada en una historia real y nominada a cinco premios Oscar, incluyendo Mejor película, Mejor actor protagónico (Viggo Mortensen) y Mejor actor de Reparto (Mahershala Ali), Green Book cuenta la historia de un excéntrico y afamado pianista negro que emprende una gira por el sur profundo de los Estados Unidos hacia 1962. Para mantener a salvo su integridad, en una región del país dominada por las tensiones raciales, contrata a un chofer blanco que no sólo se encargue de conducir el auto; sino de protegerlo frente a eventuales percances o agresiones. Tony Lip (Mortensen), un empleado de seguridad de un club de jazz que permanece cerrado por refacciones durante unos meses y que por ende ha quedado temporariamente sin trabajo, es el elegido para cumplir la misión de que la ronda de actuaciones sureñas de Dr. Don Shirley (Ali) sea realizada con éxito. Los contrastes entre ellos son más que evidentes. Tony es un tosco descendiente de italianos, que pasa gran parte del día fumando y comiendo vorazmente. El señor Shirley es un refinado y solitario artista, con modales configurados a medida de las aristocráticas audiencias para las que se presenta en teatros y eventos privados. Como toda película narrada en formato de road movie, el viaje que emprenden los protagonistas por el sur de la geografía norteamericana, se transforma en una experiencia de auto conocimiento y mutuo aprendizaje. El chofer/guardaespaldas incorporará, inicialmente a regañadientes, pautas para un comportamiento más formal y civilizado. El pianista, a pesar de su ultra estructurada personalidad, progresivamente logrará soltar su rígido estilo de vida para permitirse algunas instancias de verdadera diversión. Esta dinámica aquí narrada no es un spoiler. De hecho, el el título de este film en Argentina es Green Book: una amistad sin fronteras, y el relato está orquestado bajo las típicas premisas de toda road movie. Por lo tanto, no hay mucho lugar a mayores sorpresas, pero el realizador y coguionista Peter Farrelly maneja con destreza los resortes de una historia previsible, con personajes tan estereotipados como queribles. En los comienzos de su carrera, junto a su hermano Bobby, Peter concibió una serie de películas con humor de trazo grueso que contribuyeron a construir los cimientos de la llamada Nueva comedia americana. Poco hay en Green Book de aquel director desatado e insurrecto que hace más de veinte años comandó títulos como Loco por Mary y Tonto y re tonto, Farrelly va ahora por la senda de la madurez artística con esta propuesta que discurre sin mayores exabruptos, y está ceñida al molde de crowd pleaser que va de lleno por la conquista de los corazones de la gran platea mundial. La coyuntura actual de Estados Unidos, con un presidente y parte de una sociedad alineados en el rebrote racista, ha contribuido sin dudas al posicionamiento de este cálida y algo subrayada historia en la carrera por el Oscar. Cinematográficamente hablando, en el apartado de películas de temática racial nominadas al más codiciado premio de la Academia, El infiltrado del KKKlan, dirigida por el legendario Spike Lee, tiene mayores méritos creativos y un poderoso discurso que logra anclar el pasado con el presente de la poderosa nación del norte eternamente signada por divisiones entre etnias. Así y todo, el viaje que propone Green Book, film que toma su título de los libros de ruta que la comunidad negra utilizaba décadas atrás en los Estados Unidos, para saber dónde hospedarse o a qué bares ir sin atravesar por una cruda situación de maltrato, funciona por el tono ligero que asume en términos generales su guión. Salvando algunas instancias marcadamente explicativas, el relato fluye con encanto y logra no desbarrancar en el melodrama lacrimógeno. Farrelly cumple con su misión de narrar con buen pulso una historia real ocurrida hace más de cincuenta años, manteniendo viva la reflexión sobre la problemática racista, y sin el imperativo de inclinarse a un planteo profundamente político. Conducida en piloto automático, esta película logra que su calculada y predigerida receta, resulte una agradable experiencia. En parte, por la eficacia de los diálogos y la química entre los protagonistas. Pero sobre todo, por saber siempre dar un volantazo a tiempo antes estrellarse contra la solemnidad. Una paradoja que contradice el tono conciliador e igualitario que enarbola Green Book, consiste en que Mahershala Ali esté nominado al Oscar en el rubro Mejor actor de reparto, cuando claramente es coprotagonista de Viggo Mortensen. Si bien es cierto que su personaje aparece unos minutos después de comenzado el film, y que de hecho el relato carretea sin mayor brillo antes de que la dupla se lance a su largo periplo, su rol claramente no es secundario. Otro indicador llamativo, es el que coincide con un film de hace tres décadas de similar impronta a este estreno. Estamos hablando de la ganadora del Oscar a Mejor película Conduciendo a Miss Daisy, cuyo realizador fue ninguneado en las candidaturas, al igual que Peter Farrelly, ausente entre los nominados en el rubro Mejor director. Pero todo eso, ya es parte del consabido y rancio folklore de la Academia de Hollywood. Green Book / Estados Unidos / 2018 / 130 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Peter Farrelly / Con: Viggo Mortensen, Mahershala Ali, Linda Cardellini.
Tras una sostenida escalada en festivales internacionales de cine y la generalizada aclamación de la crítica, el director griego Yorgos Lanthimos (Colmillos, Langosta, El sacrificio del ciervo sagrado), desembarca en los cines del mundo con una millonaria producción ambientada a comienzos del siglo XVIII, dotada de un tono menos hermético que el de sus obras anteriores y propulsada con un sostenido ritmo narrativo. Los habituales dardos de sordidez del realizador, se ven aquí matizados en el primer tramo del relato con apuntes de un humor que deambula entre el absurdo y el grotesco. En el centro de la escena están la reina Anne (una Olivia Colman como posible candidata a llevarse el Oscar a Mejor actriz protagónica, aunque su brotado desempeño esté claramente unos peldaños debajo de la principal aspirante al mismo galardón, Glenn Close por La esposa), la duquesa de Marlborough (ultra precisa Rachel Weisz, también nominada), y Abigail, una noble caída en desgracia (Emma Stone, dando en la tecla con el único personaje que despliega un mayor arco de matices, y sumándose junto a sus compañeras de elenco a la carrera por el codiciado premio de la Academia). Por su deteriorada salud física y mental, la reina Anne delega toda decisión política en su asesora y amante Sarah Churchill (la mencionada duquesa de Marlborough). Mientras que Abigail hace su entrada como sirvienta en el palacio, con su vestido todo embarrado tras ser empujada por un libidinoso patán desde un enclenque carruaje. De comienzo a fin de este crispado relato de intrigas palaciegas, queda en claro que las mujeres son las que esgrimen el poder, ya sea desde la defensa frente a sus contrincantes masculinos, o desde la manipulación y el juego de tensiones entre ellas mismas. Los toques de sarcasmo presentes en el primer tramo del film, se encargan de remarcar que no estamos ante otra acartonada película ambientada tres siglos atrás. Uno de los divertimentos puertas adentro del palacio consiste en insólitas carreras de patos, mientras que la reina cada tanto permite soltar los 17 conejos que tiene enjaulados en su habitación. Sin embargo, con el correr del metraje ese tono ligeramente irreverente se va diluyendo, y la tensión dramática se acerca a la de otra legendaria película de época que desarrollaba un magistral abanico de pasiones y traiciones: Relaciones peligrosas. El permanente uso de planos captados con gran angular, tiene la pertinente intención de marcar cierta impronta de artificio y distanciamiento, aunque por momentos resulta un tanto abusivo. El mayor acierto de esta propuesta consiste en circunscribir toda la acción a lo que sucede puertas adentro del palacio. No hay ni un solo plano de la batalla que Gran Bretaña libró en ese entonces con Francia, y tampoco hay en este film un afán de rigor histórico, sino más bien la avidez de indagar en los mecanismos del poder, el empoderamiento feminista y las luchas de clase. Los diálogos no van en dirección de una impostada declamación de época, sino que fluyen a velocidad picada con expresiones y giros contemporáneos. La película se maneja con soltura en los márgenes del anacronismo, sobre la base de una elaborada ambientación de época, pero siempre transitando sobre premisas que tienen un marcado anclaje con la coyuntura actual. Que una reina evidentemente desequilibrada gobierne los destinos de un país, es también reflejo de lo que está sucediendo en estos años en la escena política de una cuantas regiones del planeta. La resistencia con uñas y dientes frente a la caída en la escala social, es otro de los motores de una historia que tiene sus momentos de lucimiento e intensidad. Si bien el progresivo abandono de la ironía que se despliega en el planteo inicial del relato, es el punto clave de cierto desplome en la mordacidad del film en pos de calar en una veta más dramática, Yorgos Lanthimos es capaz de mantener expectante a la platea. Los ingredientes de esta historia estaban servidos en bandeja para que el aclamado realizador desembocara en el mismo banquete de frialdad, sordidez y arrogancia, que había despachado en su película anterior, El sacrificio del ciervo sagrado. El griego en cambio, practica una pirueta afortunada, logrando no pasarse de rosca en sus pretensiones, y saliendo airoso de su primera incursión en el cine de alto presupuesto. Teniendo en cuenta la voracidad y chatura que predominan en la escena de la producción industrial, este logro tiene sabor a conquista. The Favourite / Reino Unido-Irlanda-Estados Unidos / 2018 / 119 minutos / Apta para mayores de 16 años / Dirección: Yorgos Lanthimos / Con: Olvia Colman, Emma Stone, Rachel Weisz, Nicholas Hoult y Mark Gattis.