Con el dolor escrito en la mirada Con tintes de melodrama, el film enfoca en una Polonia que parece víctima de sí misma tras la Segunda Guerra, mientras una pareja procura sostener un afecto transido de dolor, marcado por vigilancias y exilios. De tan meticulosa y obsesiva, Cold War resulta encantadora. Y profundamente perturbadora. El blanco y negro que el encuadre académico recorta, tan plástico, hace de cada momento una experiencia visual para el deleite. Un disfrute que también se hunde en la espesura de lo expuesto, del contexto y sus personajes. Lo primero que el film de Pawel Pawlikowski (La femme du Vème, Ida) ofrece es una selección de voces rurales, en la Polonia inmediata al término de la guerra, en busca de canciones, timbres y bailes, que den cuenta de la raíz folklórica de un país que piensa cómo reverdecer. Desde ya, la gradación tonal del film dice lo opuesto, o por lo menos apunta a direcciones diferentes. El claroscuro vuelve gris lo que toca, y esto es precisamente todo. De esa experiencia surgirá un cuerpo artístico, pero fundamentalmente el nudo amoroso que encarnan Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot). Ella logra cautivarle en el casting, para que él juegue a partes iguales su rol de director musical y enamorado. Con el acento sutil puesto entre ellos, Cold War inicia un derrotero de presentaciones, música y bailes. No pensé que el folklore podría emocionarme, dice uno de los funcionarios, peón que bascula entre el hecho artístico y la política del partido. A partir de allí, el asunto cobrará otra dimensión. El interés del partido requiere ahora de loas hacia el líder, si bien se trata de una devoción que no existe en la profundidad rural, en sus cantos y lamentos, indisociables de las tareas cotidianas. Pero se les puede orientar, se replica. Hacia allí habrán ahora de ir las directivas. La relación entre Wiktor y Zula tendrá su primera prueba de fuego al descubrirse vigilados. La mirada enamorada de ella tendrá que lidiar entre los requerimientos del gobierno y sus propios sentimientos; de esta manera, Cold War expondrá también similitudes con el 1984 de George Orwell. De forma consecuente, con el nervio puesto en los minutos que corren para un encuentro furtivo, el plan previsto por la pareja arrojará un primer eslabón para el melodrama que el film propone. El blanco y negro, se decía, corrobora una angustia que descree de los colores vivos y mucho menos del exitismo efusivo, ordenado y marcial, del rostro de Stalin vuelto bandera: es ése el fondo contra el que se recortan los nuevos bailes. De mismo modo, la tonalidad grisácea sobresale como la expresión de angustia en la que están sumidos los personajes. A su vez, será también un eco expresionista dolido; en este sentido, Cold War dirige su derrotero argumental hacia la tragedia. El devenir habrá de ser resquebrajado, con sus personajes en la procura de encontrar un lugar donde poder, valga la redundancia, encontrarse a sí mismos. De esta forma, el film de Pawlikowski apela a las elipsis, bruscas pero elegantes. Son cortes (o acotamientos temporales) que dan una síncopa peculiar al film, de manera también acorde con las músicas que se escuchan. Cada salto en el tiempo tendrá diferentes expresiones sonoras, a la vez que lugares distintos. Desde ya, París suena de otra manera. El jazz se cuela en el piano de Wiktor, cuya música deja inferir el dolor sucedido durante los años que se omiten. A la vez, las escenas mismas suelen apelar a transiciones algo drásticas, así como las elipsis mayores. Evidentemente, el ritmo elegido por el director polaco es estudiado, bien meditado, y otorga una cadencia que deja bien lejos cualquier golpe de efecto dramático, mientras prefiere ahondar en una sensación de desajuste. Este estar fuera de lugar es lo que se reitera, de hecho, de manera sostenida. Al respecto, uno de los ejemplos lo supone la manera desde la cual Wiktor ha presentado a Zula en los círculos parisinos. Ella lo descubre y se lo recrimina. Pareciera que es menester vestir ciertos disfraces para relacionarse en estos otros mundos. Y si bien la música prosigue, hay algo que permanece; es decir, el rock de Bill Haley (cuyo compás alrededor del reloj es una cita circular y temporal que el film explicita) no podrá alterar el dolor en la mirada que canta la letra de una misma canción y en todas las épocas. De tal modo, el sentir apasionado pero aquejado de la pareja será síntesis de algo más general, que toca a una sociedad y seguramente a ese grupo todavía mayor que es Europa. Cold War comienza en Polonia y termina allí. Una deriva que no puede más que ser de ensimismamiento, de partida con fecha de regreso dilatada pero indudable. En otras palabras, hay algo profundo, que tiene que ver con la raíz que las canciones del inicio ya manifiestan, y que terminará por tocar algo bien íntimo, que la película astutamente confunde con la historia de amor. Es algo inasible, también inmanejable. En algún momento, y a pesar de su voz de terciopelo, Zula sabrá dejar claro que todavía no ha nacido quien pueda contenerla. Por eso, aun cuando las perspectivas no sean las mejores, todo indicará que será allí, en Polonia, hacia donde volverán los pasos. La secuencia final tiene reminiscencias de Tarkovski, se lo respira en las paredes descascaradas de una iglesia derruida, en contacto íntimo con un mundo que abre sus puertas –de cielo y naturaleza- a pesar de la destrucción. Una suerte de sobrevida que se anuncia, pero para la cual hay que saber renunciar. Es un dolor muy fuerte. No es casual, por ello –por este caer para luego renacer- que el director polaco dedique la película a sus padres.
Un mundo sin ley y sin dios Premiada en el Festival de San Sebastián –Mejor Director, Actor y Fotografía-, la película de Naishtat se sumerge en un pozo hediondo de silencios cómplices, con la inminencia de una dictadura brutal. Una película urgente, de su tiempo. Tiempo de maleficios, de pactos siniestros. El eclipse de sol vuelve rojo al mundo, los ánimos se enrarecen. El año es 1975, Argentina. Se sabe, aun cuando el film no lo señale, que hay un “brujo” que sobrelleva alguna misión profunda, de esas para las que se necesitan iluminados o similares, capaces de decisiones finales. Como escena fulminante, es sobre la tierra yerma y desierta que el (ex)policía chileno –ahora detective- dialoga con el abogado (Alfredo Castro y Darío Grandinetti), confrontados, a la manera de un western. El pleito sabrá resolverse de modo atendible, equilibrado, porque el enemigo es otro y más vale que haya acuerdo. La solidaridad es compartida. ¿No se da cuenta?, increpa el detective, mientras llora desesperado la amenaza de un mundo sin ley, sin dios. El rojo contiene aromas variados, de sangre y revuelta. La maldición que irradia el color acobarda a algunos, fascina a otros. Lo que está en juego es el tablero, esa extensión sin horizonte que las piezas habitan de manera calculada. Otras, más díscolas, lo han puesto en jaque. Territorio de cruces y revueltas, de conquistas y sangre derramada. Una muestra plástica –entre otras escenas memorables- representa a esos personajes, gauchos vueltos dibujos, estampados para el vernissage de los gestos de clase, atildados. El film de Benjamin Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) presenta muchas situaciones similares, y las hilvana como si se tratara de la más natural recreación: son los detalles los que contienen el drama más profundo, terrible. El huevo de la serpiente, Bergman mediante, se ha incubado. El accionar sutil y malévolo está en los pequeños gestos que cifra la amistad pueblerina, de talante señorial impostado. Nada mejor que el inicio que el film elige, con la cámara situada en la fachada de una vivienda de barrio. De su puerta salen y entran personas que prolijamente algo se llevan. Es un día como cualquiera. ¿Cuál es la historia de esa casa, sumida ahora en un abandono que a nadie sorprende? El ritmo cotidiano, de sofocación lenta, tiene correlato con el clima sórdido que Michael Haneke supiera plasmar en La cinta blanca. El comportamiento barrial no se altera, sino que continúa en su tesón de conformismo y silencio cómplice. Acá no pasó nada. Así que más vale sacar provecho de lo que ha quedado sin uso. Como eco distorsivo de lo que sucedía en la película El Majestic, en donde el protagonista (Jim Carrey) era adoptado en lugar de quien había “desaparecido”, en Rojo a las ausencias se las disimula, no se las nombra y ladinamente se las consensúa. También un poco a la manera de esas miradas cínicas con las que Clint Eastwood coronaba el desenlace de Río místico, junto a la asfixia de las formas cotidianas y siniestras que Diego Lerman retratara en La mirada invisible. A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro. Alguien no está, así como esos objetos que son prolijamente arrebatados de la casa y nadie echa en falta. Hasta que la investigación aparece, bajo la rúbrica del cine policial, antes bien: noir. A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro. Hunde su mundo de cine lúcido en la espesura de una nebulosa moral, que alude a los dobles sentidos, a la ironía, a lo no dicho, a lo alusivo. En este caso, como ejemplo, es la obra teatral que la hija del abogado ensaya la que también guarda su adoctrinamiento, así como la función mágica con su acto de desapariciones (Rudy Chernicoff). O la relación sexual fallida que el novio no tolera, mientras ella apela a su período y tiñe de rojo las palabras. Machismo tempranamente incubado que reventará en la consumación de un silencio con continuidad en el porvenir. Al respecto, uno de los momentos mejores lo supone el diálogo en la iglesia, entre el detective chileno y la madre desesperada (Claudia Cantero) por la desaparición de su hijo. Allí se prefigura todo. La madre que increpa, y al hacerlo entiende que no tendrá de su lado más que a ella misma. El que está arrodillado y reza es él, cristiano y pinochetista. El ámbito donde todo sucede es un corolario edilicio, santificación mediante, de todo lo que ya sucede, de todo lo que habrá de ocurrir. El film de Benjamín Naishtat es notable, y sabe cómo organizar una puesta en escena de naturalidad sutil y torcida, a la que todos sus personajes ayudan gentilmente. Desde el rubro actoral, en donde Grandinetti ofrece un rostro inescrutable, preñado de lentes y bigote oscuros, quien también sobresale es Andrea Frigerio: los dos, siempre solícitos con los ademanes de la situación social, que gozan, así como indiferentes con el dolor que ha sido (el de la historia y sus ecos, sangrientos y de conquista, que repercuten a lo largo de todo el film) y cínicamente partícipes de un dolor todavía peor: el que sobrevendrá. El gran momento lo significa el acto de fin de curso, con el discurso de la profesora (Susana Pampin). Es la ceremonia de pacto demoníaco, el que tiene toda película de terror que se precie: allí cuando los acólitos del diablo se reúnen y celebran el éxito de la invocación malvada. Es admirable, porque evidencia la astucia estética, y señala a Rojo como una película urgente, de su tiempo: una época que no es otra más que ésta. El año 1975, la indefinición del lugar geográfico, toca a todos por igual. En este sentido, las palabras leídas por la docente teatral, con el asentimiento de quienes escuchan, prefiguran el terror organizado. Basta de política, se dice. Una bandera argentina, algo quebrada, acompaña el decorado del escenario.
Los recuerdos en una bola de nieve Entre un padre de muerte misteriosa y el suplicio de su amada, el personaje central del film tiende lazos hacia un más allá que lo redima y reencuentre con sus seres queridos. La película trae citas cinéfilas y soluciones intimistas. Varias ideas confluyen en la propuesta del santafesino Walter Becker, tendientes a abrir una puerta introspectiva, que sea indagación sobre un costado metafísico, pero también como lazo que vincule afectos desgajados. En este sentido, Eterno paraíso tiene, desde la sinopsis del argumento, el nudo puesto en una pareja de amor indivisible, con la muerte como amenaza latente, a la par de la lejanía de un padre que ha decidido partir de manera temprana en la vida de Pablo, un niño de apenas 11 años. De este modo, el film de Becker bascula entre dos tiempos, que si bien la cronología ordena, el relato superpone adrede, al menos como situación no superada, de rebote con olvido imposible en la vida de ese niño ahora adulto. El lazo con el padre (Guillermo Pfenning), figura fantasma de voz presente, comenzará a estar cada vez más cerca de Pablo (Matías Mayer), mientras Esperanza (María Abadi), su amor desde siempre, hace equilibrio entre la vida y la muerte en una cama de sanatorio. Pablo, desesperado, no dejará de atravesar también una situación cercana al desquicio. Desde lo formal, Eterno paraíso tiene la mira puesta en soluciones intimistas, tanto es así que pareciera no haber gente alrededor de los protagonistas, tan cerrados sobre sí. Es de esta manera cómo el padre pasa los días en su habitación, entre anotaciones amontonadas y una obstinación que lo ciega. Es otro tanto lo que sucede entre Pablo y Esperanza, ensimismados en el cariño que les une y les remonta a un lago bucólico, escenario compartido durante su niñez. En ese lago de luna recortada habrán de reencontrarse, y así dar continuidad a un vínculo que les ha unido de un modo irrenunciable. Pero, la muerte late. Muerte que es final y desenlace imperturbable, las más de las veces no deseado. Lo traumático, sobre todo, está cuando ella aparece en el momento que presuntamente no debiera. Para el caso, es ése el sino fatídico que corroe a la protagonista de Las tres luces, la obra maestra de Fritz Lang: aun cuando se intente variar lo que ha sido dicho –la muerte de su amado-, habrá de comprobarse que la vida no es otra cosa más que un ciclo de reiteración invariable: tantas veces ella lo intente evitar, tantas veces lo habrá de procurar. Por su parte, Eterno paraíso pretende encerrar, desde su mismo título y a la manera simbólica, un recuerdo en forma de burbuja inmaculada. Desde la cita cinéfila, vale recordar que así como el padre dialoga con su hijo, mientras manipula una bola de nieve, es ese mismo objeto el que caía de las manos del Charles Foster Kane de Orson Welles: el recuerdo, la niñez, se partían en pedazos. Todo lo que hubo de suceder después había sido, en la vida del magnate de El ciudadano, un intento fútil por recuperar lo que se había irremediablemente perdido. Ahora bien, lo que el film de Becker viene a ofrecer es otra instancia, tal vez posible, y remite a la chance de acceder a esa alteridad, como una trascendencia a alcanzar que desafíe, precisamente, a la muerte y la victoria del tiempo. Perdidas todas las posibilidades de proseguir juntos en el mundo de los sentidos, será entonces cuestión de acceder a otras maneras de la percepción. Es en esos menesteres en los que se encontraba el padre, según revelará el film, cuyo legado en algún momento resurgirá en el hijo, a través de videos y escritos que permitan proseguir la tarea. El sueño consciente surgirá como una de las vías, y su mención hace que la película roce la percepción alucinada de Alejandro Jodorowsky, cuyos cómics y películas son pensados como vehículos tendientes a alcanzar una promesa trascendente. Si bien Eterno paraíso se propone e incluye tales cuestiones, las más de las veces aparecen como un mecanismo narrativo que, aun cuando permitan el impulso de la historia, no terminan por asumir el desafío. Uno de los ejemplos lo aportan las escenas de sexo entre Esperanza y Pablo, pudorosas, cuando el acto sexual es, simultáneamente, experiencia física y metafísica, acto humano a través del cual el ser se dispersa y reúne. Es esa respiración y estertor, placentero y angustiante –que bien podría tener analogía en los paisajes de óxido y naturaleza del Stalker de Tarkovski-, hacia donde no se decide a ir la película del santafesino. (Stalker, se recordará, guiaba a personajes y espectadores a la Zona, ámbito situado a la manera del otro lado espejo.) Eterno paraíso se vuelve, en ese sentido, demasiado previsible, porque se preocupa por subrayar lo que ya está sugerido: un mismo plano, un mismo diálogo, reiterarán la misma acción del padre, replicada ahora en el hijo. La esposa/madre revive un mismo trauma. De igual manera, allí cuando la alucinación alcance su punto máximo, lo ideal hubiese sido dejar el vuelo a instancias del espectador. La resolución, antes bien, es bastante efectista. Entre tanto cine preocupado por visitar ese más allá –capacidad que es intrínsecamente cinematográfica, dado su cariz fantasmal-, la luz al final del túnel tiene una fisonomía demasiado determinante. Bien viene recordar –a pesar de no ser lo mejor pensable- en los zapatos de Robin Williams resbalando en el suelo pictórico de Más allá de los sueños; mejor aún en el suicidio del Van Gogh de Kurosawa, vuelto aleteo de cuervos (Dreams); o en esa letanía en forma de viaje final y recuerdo vuelto cine que proponía Hirokazu Koreeda en After Life.
Cuando la película es testamento Si bien con ciertos subrayados que podrían haberse evitado, es la poética la que gana en el film más reciente del actor fallecido, en donde el personaje parece señalar la buena fortuna de haber sido quien fue. Habría que hacer ese libro –seguramente esté más o menos publicado, y tenga mayor o menor tino- que reúna aquellas películas testamentarias. Films en donde su protagonista o realizador se saben, tal vez intuitivamente, prestos a partir. Estas películas, entonces, como mirada o decir último, tendiente a prestar una pátina más, de agradecimiento, de síntesis, de rabia cifrada o de eco que despierte tantas otras imágenes allí contenidas. Hay un sentir así, muy profundo, en esa obra maestra que es Desde ahora y para siempre, en la cual John Huston versiona a James Joyce y alcanza una sensibilidad sublime. Saberlo condicionado físicamente, con la salud atendida durante el rodaje, hacen todavía más hondo el aprecio que el film despierta. Otro tanto sucede con Rouge, dedicada a su vez a concluir la trilogía de los colores de la bandera francesa, a cargo del polaco Krzysztof Kieslowski: el rojo como un recuerdo del después, que alerta sobre lo que vendrá, entre coincidencias del azar o el destino. O el tesón de vida al límite que tuvo el dibujante Caloi durante la concreción de Ánima Buenos Aires. Una vez el film llegó a la pantalla grande, con sus historias repartidas entre varios realizadores bajo la dirección de María Verónica Ramírez, pudo entonces el querido Caloi, pocos días después, partir en paz. Cuando Lucky, la ¿última? película (hay algo más, todavía sin estreno) interpretada por Harry Dean Stanton, concluye en un primer plano de sonrisa cómplice, así como en la idea de una transmigración en forma de tortuga, ¿cómo no relacionar lo visto con el hecho inevitable, sucedido poco tiempo después? El actor no llegó a ver el film, y esto parece casi urdido a propósito, como si él mismo hubiese sabido que debía ser así, un gesto último: tal como la muerte misma que Luis Buñuel pensaba para sí, detallada en el libro Mi último suspiro. Stanton juega una escena con el propio David Lynch. A propósito, en Lucky el actor comparte escenas con el dueño de una tortuga huidiza de nombre Roosevelt, personificado ni más ni menos que por David Lynch. Que sean ellos quienes habiten el cuadro, acodados en la barra de un bar, en una conversación minimalista respecto de lo que ambos, por separado y juntos, significan, no puede menos que ser un guiño hacia el espectador y hacia ellos mismos. En este sentido, la reciente temporada de Twin Peaks ofreció su limbo de pesadilla tanto a Dean Stanton como a muchos otros prontos a despedirse, como Miguel Ferrer y Catherine Coulson. A propósito, la escena de Twin Peaks en donde Dean Stanton le explica a ese otro hombre de edad y cuerpo magullados que ya no debe vender su sangre, que acuda antes a él, es un momento precioso. Ahora bien, y con la mirada puesta en Lucky, no se trata de ningún film excepcional. Es más, tiene algunos subrayados que bien vendría haber evitado, en donde se acentúa la intención de lo que se dice, como si un dedo señalara lo que el cine puede y debe resolver de otras maneras: ello sucede cuando es el momento (y son varios) del parlamento, allí cuando la cámara acompaña desde un leve movimiento, para luego acercarse hacia lo intenso y, en lo posible, las lágrimas; nada de eso hace falta, es más, se termina por trivializar lo que se pretende. Ocurre otro tanto con la canción que el actor interpreta en el cumpleaños, cuya intención dramática peligra ante las miradas atentas y sumisas de los demás. Todo tan acartonado. Pero, de todas maneras, mejor será reparar en lo que surge, porque toca de lleno al actor, y es esa sensación bien humana y agradecida la que felizmente se impone. Vale decir, Lucky trata sobre alguien “afortunado”, sea por haber vivido tantos años y de cierto modo, tanto como por ser esa persona de vida dedicada a la actuación que se llama(ba) Harry Dean Stanton. Lucky camina el día a día de manera rutinaria, entre los ejercicios de la mañana, el primero de los muchos cigarrillos, la música mariachi, el camino al bar durante el sol de la mañana, el crucigrama y la compra de más cigarrillos, los diálogos repetidos. El pueblito desértico, los mexicanos, el aire western, hacen de Lucky el film testamentario aludido así como conscientemente vinculado con la tradición cinematográfica de su país. En otras palabras, el cowboy está por desaparecer, su tarea ha concluido. En este caso, porque ha vivido lo suficiente. Es hora de partir hacia otra aventura. Una serie de situaciones entrañables quedarán tras él. Convivencias que, por usuales, parecían triviales, pero que sin embargo cobrarán un sentido mayor, dada la sugestión que comienza a perfilar el accidente doméstico y la visita al médico. ¿Cuándo se toma consciencia de algo semejante? Allí el dilema, y Lucky que –preocupado- busca significados concretos en las palabras cruzadas y en el libro gordo del diccionario. Un detalle nada menor lo supone la atención que el diccionario merece, puesto en un atril, a la manera de esa Biblia tradicional que en ningún momento tendrá cabida. Toda una elección estética. Que comulga con otro momento perfecto, cuando Lucky desprecia el concepto de propiedad. Algo que, en boca norteamericana, suena cuanto menos a blasfemia. Por otra parte, el film tiene contados momentos en donde se vuelve sobre lo vivido. Uno de ellos lo hace desde una revisión dedicada a desmitificar glorias supuestas. Ése es el momento relevante que Harry Dean Stanton comparte con Tom Skerritt; los dos, veteranos de guerra. Entre ellos, además de una camaradería masculina, anida también un horror compartido, que escapa a las palabras, para el que nadie está preparado (aun cuando aquí, de nuevo, el parlamento elucubrado pone un acento y elimine matices). Sencilla en su propuesta, con situaciones disfrutables y el eje puesto en el hacer del actor –cuyo cuerpo exhibe sin pudor-, Lucky es la película precisa que el inolvidable Travis (Harry Dean Stanton en París, Texas) necesitaba: en suelo cinematográfico, con el rostro cubierto de arrugas endurecidas, las orejas gigantes, y su sonrisa amable.
¿Cuál llave abre la puerta del muro? En la tradición del cine episódico, el género tiene aquí una variante de interés, desde el tren fantasma que suponen las historias que se narran, a la capitulación que las reúne y resignifica. Tres casos irresolubles organizan al relato. Terror en pequeñas dosis, todo un lugar desde el cual pensar Historias de ultratumba. Formato que el cine de terror disfruta desde una estrecha colaboración entre con el cómic y la televisión. Hay pastillas de terror con sabores varios; entre ellas: Tales from the Crypt (del cómic al cine, cortesía inglesa del director Freddie Francis), el telefilm de culto Trilogy of Terror de Dan Curtis, la siempre hermosa Creepshow del tándem George Romero/Stephen King, las Obras maestras del terror del dueto local e impensado Enrique Carreras/Narciso Ibáñez Menta, cuya impronta marca Poe comparte mismas venas con Tales of Terror, de otro dúo de temer: Roger Corman/Vincent Price. Sin perder de vista el aporte televisivo que sintetizan los nombres venerables de Rod Serling (La dimensión desconocida, Night Gallery) y Chicho Ibáñez Serrador (Historias para no dormir). Todo esto como ámbito de tradición, de donde viene a abrevar el film inglés de la dupla Jeremy Dyson/Andy Nyman, a partir de la obra teatral de su autoría, y con sello británico presente –-porque más vale recordar, siempre, los grandes ejemplos-- en Al morir la noche, relato coral del año 1945 con la firma de los ilustres realizadores Alberto Cavalcanti, Basil Dearden, Robert Hamer y Charles Crichton. Qué cine. Así que por ahí es donde filtra su cometido este atendible film, consciente del lugar en el que se inscribe, con pulso narrador suficiente como para orientar, desorientar, y reorientar al espectador. Es por ese laberinto como Historias de ultratumba entreteje sus historias a la manera de cajas chinas, en las que habrá que saber perderse, con el resorte puesto en el legado que un anciano desmitificador de asuntos paranormales pone en las manos de otro, más joven y eje del relato. Se trata de tres casos irresolubles, que evidentemente han martirizado a este viejo de tiempo escaso, cuyos malos modales apuran al sorprendido Profesor Goodman (el propio Andy Nyman), “buen hombre” que dedica también sus días a demostrar lo falso de tanto show fantasmal, qué sabe destinado al juego emocional y el dinero fácil. Hasta acá, la película es una propuesta. Pero a partir de acá, la película pasa a ser otra: ocurrirá cuando el primero de los casos ya sea investigado, y el resultado termine por arrojar a Goodman a un reencuentro familiar inesperado, de silencio mutuo ante el cuerpo casi inmóvil de ese familiar cuyo parpadeo, tal vez, remita a cierta alegría o sensación ligeramente parecida. Ahora bien, ¿qué es lo que realmente investiga Goodman? Para llegar allí, habrá que pasar primero por los sustos que guarda la noche del sereno, en ese lugar escabroso que supo ser un loquero femenino: marcas de uñas arañan la pintura del generador eléctrico, la luz de los focos oscila como una voz que grita y se quiebra, una aparición amarilla acompaña un desfile de maniquíes o muñecas grandes, manos sucias acarician en busca de la boca tibia. Son sensaciones que alteran la calma, percuden y sobre todo hieren, porque lo que se narra tiene la densidad puesta en una relación afectiva rota: es lo que trasluce el fantasma de la niña, pero también la historia de vida del propio sereno. En ese lugar de amor filial desabrido es donde habrán de inscribirse los otros casos o expedientes, como quiera llamárselos, con Goodman en el papel del investigador preocupado por desocultar falsedades, ilusiones psíquicas y fantasmas alcohólicos. Desde esa tesitura escuchará la historia del niño que vive oculto en su casa, cuyos padres no ofrecen rostro, entre sonidos de pasos de un presumible hermano. Con los rasgos acerados del actor Alex Lawther (que parece un Cillian Murphy adolescente, de susto metido en la mirada), el chico muestra al visitante su habitación en forma de guarida, con calor anormal, plena de imágenes maléficas que guardan un secreto, contenido en el accidente automovilístico que le reventara en pleno parabrisas durante una noche profunda. La noche, el auto roto, la presencia hedionda, y los padres que increpan desde el teléfono, celan y gritan, subsumidos en una acostumbrada rutina de carcomerse mutuamente. Este sendero de cariño parental caído reaparecerá en el tercer caso, con Goodman en compañía de alguien que todo lo tiene, adinerado (y con un par de zapatos con el que podrían comer tres familias), pero sin embargo de lágrimas secas, sin haber podido cumplir el sueño (programado, digitado, desafectado) de tener un hijo. O tal vez sí. Es cuestión, en todo caso, de ver o mejor aún, de creer y descreer en lo visto, ya que es ése, y no otro, el lugar desde el cual Historias de ultratumba se plantea formalmente. Y lo hace con una lucidez que redimensiona lo que se narra ya que, en primer y última instancia, lo que se cuenta tiene asidero en un lugar hondo, que toca el fondo de quien es el verdadero eje del relato y protagonista, y éste no es otro más que el bueno de Goodman. Para llegar allí, habrá entonces que atravesar este tren fantasma. Y lo cierto es que la manera de sobrellevar el periplo resulta virtuosa, con alguna sorpresa y sustos inevitables, pero sobre todo con la atención puesta en el logro de un clima que hará virar a la película hacia dentro, para que se mire a sí misma y quite de encima cuantas capas sean necesarias. Lo hace desde alusiones, que hacen dialogar al film con el mural expresionista de Fritz Lang en Las tres luces (¿cómo traspasarlo?, ¿quién tiene la llave?) y los cortes de tijera que el sueño de Salvador Dalí pergeñara en Cuéntame tu vida, de Alfred Hitchcock. Llegados a ese punto, cuando la denominada realidad se desvanece y deja surgir lo que esconde, desaparecerá el terror para que surja el horror. Las imágenes serán imposibles. Será por eso que Historias de ultratumba elige una explicación simuladamente convencional, en forma de vuelta de tuerca, con la cual no sólo da cierre preciso a lo que cuenta sino que, fundamentalmente, permite una variable expresionista, de raigambre dual, que es a su vez alma torturada de uno de los ejemplos superlativos de la historia del cine. No vale decir de cuál película se trata, sino mejor descubrirla en el espíritu corrosivo, ensimismado, de estas Historias de ultratumba.
Lograr situarse en el lugar del otro Premiada en el Festival de Berlín, "Teatro de guerra" retrata la guerra de Malvinas en la vida y dramatizaciones de seis veteranos, ingleses y argentinos, en un entramado de situaciones que problematiza al cine mismo en sus decisiones. Encontrar imágenes al horror. Allí hay un imposible. De todas maneras, el cine lo ha intentado. Con algunas películas asombrosas y conscientes de que tamaña empresa no puede alcanzarse. Tal vez apenas arañarse. En todo caso, es un empecinamiento constante, consecuente con una angustia “heideggeriana”, según la cual basta con tener la sensación de que se está a punto de tocar algo profundo, para que la misma situación provoque que el sentir se escurra como agua entre las manos. El abismo metafísico se abre y cierra, el vaivén es necesario. Entre muchas películas, acá se elegirán dos, fundamentales. Una de ellas es Hiroshima mon amour, ya clásica. Allí, la dupla Marguerite Duras y Alain Resnais intentan proximidad con un horror que saben lejano. Y sin embargo, o a propósito, el amor. El inicio del film es ejemplar, dedicado como está a recorrer las diversas posibilidades de imágenes –documental, ficticia, de archivo o museo- que atisben ese mismo fin inalcanzable. A la vez, el film mismo se duplica e incluye un rodaje en su narrativa: el cine despierta al cine, al espectador, ante la evidencia del problema imposible que asume. Otro caso es la efigie terrible que Claude Lanzmann persigue con Shoah. Entre los numerosos testimonios que acumulan horas de proyección, Lanzmann parece querer capturar algún momento en donde sea la misma película la que elija su límite, como puntos suspensivos que peguen al espectador ante la ausencia de palabras porque, justamente, hay un indecible. Es el caso del peluquero polaco, obligado como estuvo a cortar el cabello a mujeres desnudas, destinadas a la cámara de gas. La cadencia del relato se detiene cuando debe rememorar (el recuerdo está, es evidente, el problema radica en volverlo palabra) sobre el compañero que debió hacer lo mismo con su esposa e hija. Contarlo es un ejercicio violento, al que Lanzmann obliga. Y menos mal que ha sido así, porque el impacto obtenido es tan hondo que queda hecho ovillo en el ánimo de quien ve y escucha. Es en ese mismo desafío donde hunde su cine Lola Arias con Teatro de guerra. Lo hace al invocar la guerra de Malvinas, a través de seis ex-combatientes, argentinos e ingleses. Si Resnais debía, invariablemente, hacer consciente de sí misma a la imagen para saberse siempre lejano de lo que invoca, Arias propone un procedimiento similar. El teatro del título tendrá que ver con este propósito, a través de técnicas y procedimientos que le permitan a la realizadora una recreación en donde, a la manera neorrealista, actor y personaje se subsumen. Es como si los partícipes del film estuviesen en un ámbito distinto del que hace a la película. Esta recreación o nueva realidad –porque el cine consiste, precisamente, en este acto de fe, en la puesta en juego de una materialidad alterada- surge pero sin precisar las dotes habituales del cine de ficción. Sino de escenas cercanas a una yuxtaposición, de continuidad aleatoria, que tendrán relación formal a partir de la totalidad del film. La vinculación se transcribirá en el conocimiento tácito de quiénes son los protagonistas, con detalles apenas de sus vidas, profesiones y familias, sin atender al dato de profundidad inútil sino a cómo éste interactúa con el drama por el cual son todos convocados. Las maneras desde las cuales practicarlo serán próximas, sujetas a elementos de decorados cambiantes, que tendrán asilo en el estudio de rodaje, en un bar, o a la vera de una pileta de natación. Estas elecciones resultan extraordinarias, porque replican una lejanía y cercanía que es íntima y distante. La cámara, en este sentido, observa quieta. Por lo general son planos de conjunto, abiertos, sin invadir los cuerpos retratados. Esos cuerpos están más o menos cuidados, los años les han impreso huellas diferentes, alguno está tatuado. Son cuerpos que simulan peleas y practican técnicas de combate. En esos menesteres surgen interrogantes, vista la versatilidad del soldado inglés en la enseñanza de estas técnicas y el flashback inevitable que se dibuja en el espectador sobre el momento, dada la entonces adolescencia de los argentinos. Esta comunión de cuerpos, que se tocan y entrelazan así como las palabras –inglés y castellano como idiomas intercambiables-, señala la configuración de una comunicación intensa, situada más allá de cualquier idioma. Como si los partícipes del film estuviesen en un ámbito bien distinto del que hace a la película, mientras ésta intenta perseguirlos y ser parte de aquello que les vincula, de ese hilo invisible que deja entrever, a veces, alguna punta. Algo que está implícito en cualquiera de los momentos de la película, es cierto, pero de manera intensa en la banda de música, en la rítmica acordada para la ejecución de la canción, en los gritos con los cuales se canta y pregunta sobre estar en la guerra, ver amigos morir, matar y ser muertos. Una de las escenas magistrales –todas lo son- sucede al momento de ver cómo los ejemplares de revista Gente desfilan ante el encuadre de Lola Arias. Lo hacen desde la mirada compartida entre el inglés y el argentino, cuyo padre compraba esas revistas mientras él estaba en batalla, con fotos y titulares repasados junto a quien fuera su enemigo. Desde luego que la sucesión de portadas rememora la manipulación insidiosa, vergonzante, de los medios de comunicación. Pero en el film de Arias no hay retórica burda, sino puesta en escena. La acción dramática le permite –con las tapas de Gente como reencuadres- actualizar el problema. La instancia que organice, dé pie, nudo y desenlace, tratará de un mismo hecho. Recreado desde diferentes lugares. Hay que prestar atención a estas variaciones, porque es allí cuando, finalmente, la película alcance la pretensión perseguida, cuando se sitúa en el lugar del otro para que éste pueda, finalmente, observarse a sí mismo.
“¿Cómo hemos llegado a esto?” Premiada en Berlín y distinguida en otros festivales, The Party indaga en un grupo de amigos distantes, díscolos, que hieren de palabra y esconden la cara. No faltará la chispa que prenda el fuego entre esas cuatro paredes. Como si se tratara de Asalto y robo de un tren (1903), el film pionero de Edwin Porter, precursor del western, en donde el bandido dispara a cámara para escribir un lugar de fundamento en el devenir cinematográfico, el nuevo film de Sally Potter, The Party, propone un inicio similar. Ahora bien, los tiempos han cambiado y ya no se trata de un pistolero, sino que es ahora Kristin Scott Thomas quien apunta con su arma al rostro del espectador. Si habrá disparo, eso es algo que el devenir del film perseguirá. Así que, hecha semejante invitación, cómo no querer ingresar en esta casa donde todo está a punto de explotar. En tanto palabra inglesa, “party” define tanto a la “fiesta” como al “partido político”. Con ambigüedad semejante, habrá que ver por dónde viene el asunto, y esto es algo que el film aclara gradualmente si bien nunca de modo suficiente. Desde lo inmediato y como McGuffin, todos celebran la victoria de Janet (Kristin Scott Thomas), quien radiante no hace más que atender su teléfono, a la vez que su casa se puebla de gente amiga con afectos distantes. De hecho, es en este reconocimiento frío cómo se entreteje el submundo que estos personajes habitan. Entre ellos, un marido hundido en su asiento y vinilos (Timothy Spall); la pareja amiga conformada entre la acidez de ella (Patricia Clarkson) y las frases fast-food de él (Bruno Ganz); una pareja lesbiana y de edades distantes a la espera de ser madres; un financista desbordado, que calma la ansiedad con cocaína (Cillian Murphy). Cada uno irá presentándose desde rasgos delineados de manera atractiva: la púa sobre el vinilo, los comentarios irónicos, los gestos seductores y los gestos despectivos, el celular a la vista y celular escondido. Entre todo esto, destaca como misterio la algarabía supuesta por el triunfo de Janet, el cual será develado de a poco y de manera inherente al juego político y parlamentario en el que ella –y todos- están insertos. Más aún, la particularidad tendrá que ver con el área política de la salud, con las conquistas logradas y el ascenso personal de quien es vista como artífice o consumación de un logro que, antes que colectivo, sería apenas grupal: el del partido. A la manera de una interna, subsumida entre cuatro paredes de fisonomía cambiante –living, cocina, baño, patio-, los partícipes de este partido decaído aprovechan toda oportunidad para largar reproches y herir de palabra. Sus edades delatan una vida de discusiones y alteraciones prolongadas, en donde –dicen- el cambio es bueno. “Alguna vez fuiste feminista”, le espeta la esposa al marido alemán; “¿Recordás cuando éramos idealistas?”, se dicen las “amigas”; para luego arribar a una puesta en duda sobre las virtudes del sistema de salud occidental. “Los médicos son corruptos”, se escucha. “Pero es la ciencia la que me permite tener hijos”, se responde. Scott Thomas es Janet, la nueva ministra de Salud británica. Ahora bien, nada de todo esto apela, desde lo cinematográfico, a criterio formal alguno en donde las máximas de los diálogos pretendan explicar angustias, sino al pleito mismo, como lugar vital al cual los personajes son arrojados; peor aún, es allí en donde están radicados desde hace, presumiblemente, mucho tiempo. Hay -y esto es para celebrar- una sorna continua en el retrato que de ellos la directora Sally Potter practica. Ninguno de los presentes, en este sentido, será santo de devoción, aunque sí se exponen ciertos contrastes dedicados a señalar diferencias que de ninguna manera relativizan lo que sucede, sino que recuerdan determinados fundamentos personales y sociales. Es esto, justamente, lo que dará razón a la frase que Bill, el esposo de rostro sumido en sí mismo –quien desde sus vinilos hace sonar a Bo Diddley, Ibrahim Ferrer, John Coltrane- diga: “¿Cómo hemos llegado a esto?”. La alusión no sólo apunta al grupo en cuestión, sino a la médula de un comportamiento que es extensivo y rebasa los límites de la sociedad inglesa. Desde la tarea docente y política, ellos son profesionales de la salud, esa área que es lugar de esencia para la sociedad, cualquiera sea. Nada impide, de todas formas, que se lo haga entre miserias propias y ajenas. De acuerdo con los lugares de fundamento aludidos, el dinero aparece como una instancia de encuentro y desacuerdo. Allí, entonces, el duelo entre el hombre de sensibilidad musical y el financista exitoso, de traje caro y zapatos con los que podrían comer tres familias. El duelo es evidente, de reminiscencia western, y vale recordar que el drama iniciaba con una cita explícita hacia el género. Allí la cuestión: puesto que se trata de un género cinematográfico de trayectoria masculina, Potter se atreve y lo feminiza. No sólo desde ángulos de cámara y réplicas verbales, sino también en cuanto a la disolución de los habituales lazos heterosexuales y machistas. Es decir, en The Party hay una distribución evidentemente simétrica de las elecciones sexuales. Esto es algo que puede leerse de varias maneras; por un lado, desde los cambios sociales mismos, de los cuales los personajes han sido y son sus protagonistas (la relación entre una mujer mayor y otra más joven agrega, en este sentido, una liberación subrayada); por otro, como señal de cierta pesadez que las edades expresan, en donde las luchas sostenidas han sido más o menos triunfales, algunas perdidas, pero sobre todo hay algo de la ilusión de aquellos años que la institucionalización hiere. En ese lugar incómodo cae el diálogo de las madres primerizas, ahora en el umbral de una vida por completo distinta. También sucede con la revelación que la película guarda en su seno, en tanto chispa que prende el fuego y desoculta episodios de otros tiempos. De este modo, la película cobra un vértigo ascendente que no pierde nunca el toque de humor, a veces sórdido, incluso en los momentos más sensibles. Y lo hace desde un blanco y negro nada gratuito, en tanto juego de contrastes que desborda hacia ese pasado que es habitualmente invocado, como rémora de una vida ya sucedida. Hay algo de desilusión en lo que se ve, y los personajes son, parece, un tanto víctimas de sí mismos. Que el pleito suceda entre paredes y un argumento de similitud teatral no es más que mera apariencia. El desglose de planos y el fuera de campo, la reiteración de ángulos (contrapicados que detallan al personaje y lo yerguen de modo extraño), el ritmo de acciones paralelas, la música siempre diegética, no hacen más que ratificar que esto es cine. Hay algo, de todos modos, que rompe con tanto entrevero, culmina por aclarar el asunto y lo hace en forma de sorpresa. El drama, lamentablemente, se diluye, tontamente se explica. Es por ello que puede objetarse el desenlace, porque pareciera -¿involuntariamente?- rozar los malos vicios de un simple golpe de efecto, de una tonta vuelta de tuerca.
El ojo que mira por la ventanita El director cordobés propone un retrato que se detiene en la angustia progresiva de un personaje detenido entre sus deseos, una madre enferma, las circunstancias y las decisiones. La ilusión de la casa propia ya está inscripta durante uno de los primeros desplazamientos de cámara del director Rosendo Ruiz. Este movimiento de cámara es singular, porque no sólo se conectará desde su cadencia lenta con el resto del film, sino que también habrá de revelar que lo visto no es lo que se piensa; en todo caso, es lo que se anhela. El juego óptico que devela finalmente el uso de una maqueta, se detendrá en el ojo que mira por una de sus ventanitas, y ésta es, vale destacar, la imagen elegida por el afiche de la película. Ese ojo redimensiona la imagen, abre el cuadro cinematográfico mientras éste se reconoce en ese detenimiento, en ese plano detalle que es réplica también de ese otro ojo –el del director- que mira tras la cámara. Hay que tener presente esto, porque en tanto cuestión preliminar, desde la cual el film se concibe y desarrolla, tendrá correlato formal con la escena final, allí cuando los personajes miren hacia el fuera de cuadro: ¿hacia dónde?, ¿hacia qué?, ¿quién? Podría decirse que lo sucedido en ese momento último sería una suerte de contraplano final, de correspondencia visual con lo observado al comienzo de la película. Así, Casa propia, el film del cordobés Rosendo Ruiz (De caravana, Todo el tiempo del mundo, Tres D), abre y cierra su propuesta. La claridad formal que exhibe es admirable. Admira porque da cuenta de un pulso sostenido a lo largo de todo el relato, como narración que avanza mientras se empantana en la angustia del personaje. Son varios, en este sentido, los movimientos de cámara hacia delante, determinados a cerrar cada vez más entre los límites del cuadro a su protagonista. Éste es Alejandro (Gustavo Almada, también coguionista junto a Ruiz), docente, alrededor de los 40, dedicado al cuidado de su madre, tiene una novia que ya es madre, lidia con su hermana por el cuidado de la mamá. Cuando puede, visita departamentos que serían ese lugar donde quisiera vivir. Estos lugares, además de amenazar con garantías y dinero necesario, ofrecen un blanco a estrenar, todavía pintándose, como ámbitos que invitan al deseo que él sueña. El film es de una rigurosidad digna para todo un disfrute. Entre ese lugar abierto y lo cotidiano, Alejandro circunscribe su accionar. Cuando Casa propia comienza, lo hace desde el barrio y el diálogo de quienes por allí están: chicos, chicas, por salir a la noche, entre planes adolescentes, mientras Alejandro golpea una puerta de casa, ingresa y pasa un instante, sale entre discusiones fuertes. La cámara continúa quieta en su observación externa. Ese contexto –que es también generacional, tanto como lo supone el vínculo de Alejandro con sus alumnos y alumnas en las clases de Lengua y Literatura- no deja de ser un recuerdo de lo que ha sido, un contraste con lo que ahora es y no está muy claro qué más podría ser. Este después inseguro tiene escollos, son afectivos y tironean de manera injusta, como expresiones de una culpa seguramente inducida, ante la cual tal vez sea difícil rebelarse. La madre de Alejandro es, cada vez más, una carga. Ahora bien, una enfermedad terminal la aqueja, anuncia su caída, lenta. Habrán de pasar otras cosas también, como para acuciar aún más el malestar en el que está empantanado el protagonista, cuyos deseos, como tales, suelen ser difíciles de manejar, dada la relación familiar y sus cuidados, mientras lo demás –lo suyo- pareciera quedar siempre postergado. Si se piensa la película de Ruiz desde la filiación cinéfila, algo por lo demás siempre válido para toda película, surgen entre muchos más dos personajes. Por un lado, el entrañable George Bailey (James Stewart) de ¡Qué bello es vivir!, ese título por demás irónico del ítalo-americano Frank Capra, en donde Bailey bailaba al compás del designio social y familiar, como depositario de un mandato que le amarga de a poco esa sonrisa siempre predispuesta. El otro caso a pensar es el que encarna Deborah Kerr en La noche de la iguana, en donde John Huston versiona a Tennessee Williams, y la actriz sobrelleva una actuación que es toda una carga simbólica, puesta como lo está al cuidado de un abuelo poeta que no le permite, sin embargo y entre palabras y pinturas, soltarse y vivir de otra manera. Es tan delicado y hermoso y terrible el retrato que Huston logra con la (gran) actriz, que serán los espectadores quienes deban completar esas fisuras emocionales, que el trato entre los personajes perfilan. Es ese mismo lugar incómodo donde se atreve Casa propia, y lo hace desde la asunción de matices que serán, también, desdeñables: el comportamiento de Alejandro es algunas veces reprochable, algún arrebato violento sobresale, pero también hay una angustia que le habita. Dado el caso, es para destacar la tarea de Gustavo Almada, alto y algo desgarbado, de andar cansino, cuya misma camisa determina el momento quieto que vive, su gestualidad es siempre justa, y la articula a la par de comentarios filosos. En cuanto a los momentos más duros, allí cuando la violencia se entrometa y exceda lo verbal, el montaje elige la elipsis, y hace que la acción deposite la atención en el después, con los hechos consumados. En otro orden, es curioso, o no, que el único acto sexual que la película deja ver, lo muestre a Alejandro en una situación algo insatisfecha. Como si la consumación conjunta estuviese impedida, algo que tendrá correlato inmediato con la discusión posterior. En este sentido, no dejará de ser similar el encuentro fortuito, también sexual, con la compañera de trabajo, pero aquí las piezas del drama –y del acto sexual- se invertirán, como gesto simétrico. Es por todo esto que Casa propia exhibe una rigurosidad, en su elección y puesta en escena de los recursos fílmicos, que la vuelve todo un disfrute. Una película que, a la luz seminal de esa obra casi desbordada y notable que es De caravana, toca ahora una proximidad mentirosamente calma. Lo que persiste es la desazón de personajes desajustados, cuya situación de vida no deja de ser consecuencia de decisiones tomadas pero también de un contexto que inevitablemente condiciona. A propósito, allí cuando sea posible ver a Alejandro visitar otro departamento, con una camisa diferente, en presencia de la misma dueña (¡sin inmobiliaria!), ¿se estará en el mismo tren del relato, en su misma temporalidad?, ¿o será la consecuencia de un sentir afiebrado, de un sueño mentirosamente reparador? La ilusión, a recordar, ya estaba presente en la ventanita de la maqueta.
Cuando la película no asume el dolor La casona maldita, el espectro del pasado, la familia a punto de quebrarse, el desequilibrio mental, pero sin embargo nada de esto hace eclipse en la película del guionista de El orfanato. Film de horror contenido, que no duele. Desde lo inmediato, Secretos ocultos ofrece elementos suficientes como para seducir en su misterio. En principio, gracias al título original: Marrowbone. En ese nombre descansa tanto la identificación del pueblito donde se ubica la casona rural avejentada, presa de su abandono, como la raíz familiar de quienes la habitarán. Hacia allí se dirigirá la familia –mamá y sus cuatro hijos- tras abandonar Inglaterra y una figura paterna que les ha signado una convivencia atroz. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que se pretende olvidar? De este modo, el caserón caído en el olvido, remedo de un tiempo pasado, surge en su filiación cinéfila junto a otros como “Tara”, la plantación de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó; “Manderley”, donde Joan Fontaine habrá de lidiar con el fantasma de Rebecca, una mujer inolvidable, de Alfred Hitchcock; Manderlay, nombre de plantación esclavista y secuela de la no menos irascible Dogville, de Lars von Trier; así como la mansión sugestiva de (la obra maestra) Posesión satánica, a la que el inglés Jack Clayton hace ingresar a Deborah Kerr, mientras invoca los espectros de Henry James. Así, la casa roída de Marrowbone se sitúa en un diálogo que tiene atractivo ganado, porque esas casonas vetustas siempre esconden algo, así como la de Norman Bates, quieta en el tiempo y a la vera de la ruta, algo que supo ver el pintor Edward Hopper en su House by the Railroad. Además, el film del español Sergio Sánchez (guionista de El orfanato y Lo imposible) logra un cometido notable. La acción se sitúa en 1969, pero costará darse cuenta del contexto, dado lo estacionario de sus protagonistas, como si hubiesen decidido quedar al amparo atemporal de esas paredes de madera quebradiza. Sobre el afuera y lo que allí sucede, la película ofrecerá pocos elementos, y sólo cuando Jack (George MacKay) realice algunos de sus viajes obligados al exterior, del que tendrá que obtener los víveres suficientes para él y sus hermanos. Ahora bien, antes de llegar allí, hay otro aspecto que es también relevante. Tiene que ver con el inicio del relato, con el librito ilustrado en donde Jack –presumiblemente- ha ido graficando los diferentes momentos de la vida familiar. Las páginas suceden mientras él las relee, para que el film comience su andadura como un cuento de hadas, porque la luz cálida así lo amerita. Hasta que los miedos amenazan, (re)aparecen, y el gris plomizo tiende su manto de amargura. Ese momento tendrá que ver con el fallecimiento de la madre y la tarea que Jack habrá de sobrellevar: disimular la muerte de mamá, cuidar de sus hermanos pequeños, enfrentar al fantasma de papá, y lograr la mayoría de edad. El trabajo de Sánchez propone un misterio atrapante al principio, que luego parece quedar a medio camino. A simple vista, entonces, ¿qué es lo que puede salir mal? Lo que sale “mal” –si se permite tamaña expresión- es que el film no se hunde en el drama que propone. No es capaz de sentir la hendidura mental que dice construir. No deja que sea el malestar depresivo el que se adueñe de él, para que le haga mella. Y esto sucede porque, se intuye, está pendiente de ser claramente legible, fácilmente deducible, a la vez que atento con la signatura que rubrica a tanto cine parecido y “for export”. De manera similar, puede pensarse en una película como la hispano-argentina Nieve negra, cuyo dilema tortuoso no es más que una guinda de pastel que adorna. Nada de trauma fílmico. El “for export”, desde ya, se condice en la intención de lograr cabida en el mercado foráneo, algo que Secretos ocultos lleva adelante con pericia, desde su ambientación e idioma: está hablada en inglés, con intérpretes extranjeros, y filmada íntegramente en España. En verdad, nada de lo dicho debiera inquietar, el cine español tiene cantidad de ejemplos en donde Estados Unidos es cartel de ingreso al drama, mientras la tierra de locación es otra (la relación con la local Extraña invasión, en donde Emilio Vieyra convierte la ciudad de El Palomar en EE.UU. –con protagónico de Richard Conte-, es oportuna), pero lo que no aparece es la asunción del pleito psíquico, moral, aterrador. Hay mucha promesa al respecto, con situaciones que amenazan en devenir terribles. Pero esto es algo que se desvanecerá en su mismo propósito, con resoluciones que guardan efectismo –y virtud técnica, no se puede negar- pero que no se atreven a cometer algún gesto que disguste y se ajuste mejor a la herrumbre psíquica que se persigue. Hay que reconocer que el film de Sergio Sánchez –un film de horror contenido, que no duele- en ningún momento miente al espectador, sino que lo lleva por una sinuosidad que luego tendrá explicación coherente. (Recurso patentado sintomáticamente, si bien lejos de ser el primero, por Sexto sentido). Ahora bien, los sustos por medio de los cuales alambrar el recorrido no terminan de satisfacer, tan empeñado como está el film en tener cuño similar al de otras producciones norteamericanas. Hacia allí, entonces, el interés: por eso la relación triangular entre Jack, Allie (Anna Taylor-Joy) y Tom (Kyle Soller). Allie es la vecina amiga y bibliotecaria, también amor de Jack. Tom, en tanto, es el joven a punto de triunfar en Nueva York, encargado de validar la propiedad donde vive la familia maldita. En suma, se trata de recrear un micromundo “americano”, y si bien el cometido ha sido parcialmente conseguido –desde el empecinamiento por el éxito y la cruel verdad dictaminada por el dinero: esa carrera meritocrática de la que es víctima la propia película-, lo cierto es que el film extraña algún misterio más acorde con su fisonomía, de terruño español pero sin embargo marginado. Al respecto, tan atractiva es la historia del cine de terror español, que mejor sería pensar en títulos de directores como José Luis Merino o Amando de Ossorio para encontrar, allí sí, ese malestar oriundo y para nada impostado, aun cuando esas películas (algunas ridículas, qué duda) no poseían, las más de las veces, el cuidado técnico y meticuloso que sí sabe exhibir Secretos ocultos.
Un retrato con el foco en la tristeza A partir de un prólogo y epílogo perfectos, de obsesión formal y artesanal, la película de la directora Maria Schrader indaga en los fantasmas de un escritor obligado al exilio. Los efectos de la guerra se hacen más palpables. Organizada a través de capítulos situados en el continente americano, antes y durante el exilio, Stefan Zweig: Adiós a Europa dedica su retrato al escritor con el foco puesto en el último tramo de su vida. Sin rasgos de biopic ni cosa parecida, el film de la alemana Maria Schrader ofrece una claridad formal que tiene rúbrica en la delineación de las primera y última escenas. Por un lado, ambas dejan admirar la pericia técnica en la organización del encuadre y sus movimientos internos; y por el otro, tales instancias ofician como prólogo y epílogo del drama, encausado de manera precisa, en donde los intertítulos valen de elipsis durante los viajes de Zweig. Las escenas aludidas debieran ser consideradas, antes bien, secuencias. Se trata de planos quietos –aun cuando la primera de ellas ofrezca un leve movimiento de cámara sobre el final-, en donde el espacio se redescubre de manera amplia a través de puertas que se abren y espejos que reflejan. En el primer caso, la acción se sitúa en la recepción del gobierno de Getulio Vargas al escritor, narrado desde la preparación de la mesa, la comida, y los movimientos exactos del personal. Las puertas se abren, ingresa mucha gente, y entre ellos se evidenciará quién es quién, sin acento alguno por parte de la cámara, sino con la atención puesta en la coreografía del grupo y de su ubicación alrededor de la mesa. Las puertas, a su vez, harán surgir otros lugares, otros escenarios que lograrán prolongar el espacio visual. La misma cualidad formal surge en el desenlace, con el suicidio de Zweig y su esposa, Lotte Altmann, como núcleo. Desde ya, conviene descubrir en el film cómo el montaje interno, en este plano siempre quieto, logra simetría, pantalla dividida, acción paralela, fuera de cuadro, con un diseño sonoro que profundiza todavía más el espacio no visto. Una artesanía en sí, que recrea con respeto algo tan íntimo –la muerte- mientras da cuenta de una confección cinematográfica de elaboración obsesiva. No hace falta, justamente, observar cuándo y cómo la pareja toma el veneno. El ardid cinematográfico se sitúa en otra parte. La alemana Maria Schrader ofrece una claridad formal que rubrica en las escenas inicial y final. Se elige hacer hincapié en esta apertura y desenlace porque ambos ofician como los paréntesis que la realizadora elige para la vida de su personaje. La decisión permite, por un lado, retratar a Zweig por fuera de su patria, siempre en suelo americano –Buenos Aires, Brasil, Nueva York-; por el otro, comentar de modo preferencial, insinuado, sin la necesidad de redundar en explicaciones que el espectador sabrá entrever o dado el caso, completar por su cuenta. En esta intención se sitúan, por ejemplo, el decir admirado de Zweig sobre el Brasil de Getúlio Vargas, o los silencios incómodos en los que insiste mientras le increpan sobre la situación de Alemania, al participar del congreso del PEN Club en Buenos Aires. En suma, una miríada de cuestiones que no necesitan explicaciones, sino que son aspectos dedicados a delinear, desde la profundidad que presienten, la personalidad de alguien complejo, perturbado, cada vez más obligado a vivir contra su deseo. Los capítulos sucesivos en la vida de Zweig profundizarán en esta elección dramática, como una hendidura que crece, situada de modo preferencial en el rostro impasible pero siempre gestual del actor Josef Hader, de una caracterización notable, capaz de comunicar un desasosiego al cual sólo el silencio sabrá dar amparo. Este silencio tiene, al menos, dos momentos ejemplares. Uno de ellos ocurre entre Zweig y su ex-esposa, cuando el apartamento de Nueva York se haya poblado de muchas voces, algunas provistas por cartas que piden ayuda desesperada desde el otro lado del océano, entre libros por editar, jazz, y recuerdos de otra vida en la forma de una torta de bienvenida. Los dos están sentados pero divididos por un diseño simétrico del cuadro, sumidos en el frío –es invierno, nieva profuso- aun cuando entre las paredes prevalezca la temperatura cálida. Hay algo en ese pliegue humano que no encuentra respuesta satisfactoria. El otro silencio magistral le encuentra en compañía del periodista -también exiliado- Ernst Feder. Desde el balcón de éste, en Petrópolis, Zweig admira la naturaleza y dice recordarle una Semmering tropical. Aclara que nunca estuvo mejor que en Brasil, pero sin embargo el pesimismo le cae encima. No entiende cómo ningún país se declare opositor a la guerra. En ese momento se dibuja, se siente, la caída próxima. Son apenas unos segundos en donde nada se dice, mientras el verde brasileño suscita una extrañeza que es también letanía de lo que ha quedado atrás. La tristeza, seguramente, sea el lugar desde el cual la realizadora ha elegido pintar este lienzo, dedicado al escritor austríaco. Tristeza que será pudor, cuando se asista a los momentos cruciales de su vida y muerte. Que no necesitará de ninguno de los trucos habituales, banales, desde los cuales ratificar lo que ya se sabe. Vale decir, en ningún plano del film se lo verá a Stefan Zweig escribir. Sino, mejor, embargado en sus caminatas y viajes de horas interminables, asediado por un calor abrasador y sumido en un invierno polar. Afectado por el cariño de quien ha sido su esposa y por quien lo es ahora. La situación, extraordinaria por horrible, sumida en guerra y exilios, le hace partícipe de idiomas y costumbres diferentes, en ese otro mundo al que mira con la esperanza de una luz que en Europa se ha apagado. Una convivencia pacífica, entre todos, como corolario de un film que inevitablemente interpela los tiempos que tocan. Un después que la carta última de Zweig desea, pero a lo cual él decide adelantarse.