Habitaciones que cuentan historias Un coro de voces y personajes se entrelazan en el exótico hotel Budapest. Morada de fantasmas, recuerdos felices y sinsabores. Correrías de un Ralph Fiennes brillante. Otra muestra del cine personal y fabulesco de Wes Anderson. Sumergirse en el hotel Budapest es varias posibilidades a la vez. Reservar habitación allí es elegir una melancolía exótica, localizada en algún relato brumoso, de esos que solían ser compañía de infancia. Su nombre resulta tan irresistible como increíble, así como la mención sola de Casablanca. ¿Dónde está este hotel? Está y no está. Al este de Europa, en un país imaginario, donde tienen morada sus habitaciones añejas, ya vacías, con sólo algunos inquilinos fieles, perseverantes en el recuerdo que sus paredes guardan. Entre las cuales supo haber, hace un tiempo, alguien cuyo nombre parece esconder varios secretos: M. Gustave, el conserje. Para llegar a él, antes y como corresponde, "érase una vez". Un cementerio conserva un busto etiquetado de llaves que cuelgan, cada una, en busca de la misma cerradura. La llave que inicia la historia, la primera página del libro abierto, revive al escritor. La voz alterna y el narrador aparece, para llevar a quien lee a su recuerdo de hotel. Pero, antes que narrar, dice él, mejor es escuchar. La historia dentro de la historia, así, aparece sola. Por mera, e invencible, intuición. El viaje en el tiempo, con el escritor ahora esbelto, es posible; hacia él, por fin, converge el relato. De boca de quien se dice es el dueño de este hotel decaído. La cena opípara como instancia placentera. A escuchar, por fin, cuál es el misterio de M. Gustave. El cine de Wes Anderson ha construido un mundo personal, al que revisitar resulta inevitable. De alguna manera, algo así como una tríada se ha constituido entre Viaje a Darjeeling, Un reino bajo la luna y El gran hotel Budapest. La fuga hacia mundos que son variaciones de uno solo, cada vez más extenso, imaginario, en el mejor sentido de esta bendita palabra. Escapismo que no renuncia a su lugar de referencia. Un viaje alterado, sonámbulo, pletórico de seriedad infantil, de cariz siempre crítico. Mucho se habla de la simetría en (todos) los encuadres del cine de Anderson. Antes debiera pensarse en su puesta en escena, en que tal entendimiento del plano deviene de su comprensión del cine, de carácter preeminente. El mundo organizado, equilibrado, de Anderson marca un límite difuso ante el humor. Tal es su cine, propenso a incomodar ante su mezcla de slapstick, casi, incongruente. Si todo está tan equilibrado, ¿cómo es posible que los personajes hagan y digan de formas tan ridículas? En este sentido, nada está librado a azar alguno. Todo es consecuencia de la observación cinematográfica del realizador. Como si fuese un libro de imágenes troqueladas, el film de Anderson no esconde el uso de ilustraciones o de animaciones para su recreación. En esencia, El gran hotel Budapest es la historia entre Gustave (Ralph Fiennes) y Zero, el botones (Tony Revolori). Entre ellos se comunica el afecto de un legado, la experiencia de una vida. Hay encuentros y desencuentros, hasta que llegan los momentos de sinceridad, del porqué de la soledad familiar de Zero. Ahora bien, nada de lamentaciones sórdidas o momentos musicales funestos, sino cine marca Anderson. Lo extraordinario es que la emoción surge, intacta. Tanto como lo supone la corrida repentina, atildada, de Gustave ante el arresto policial. O la mirada pícara entre ambos para hacerse con la pintura millonaria. Porque hay un robo, o algo así; pero mejor, mirar la película. También con cárcel y fuga de reclusos. Un cúmulo de situaciones que remedan géneros cinematográficos como ecos que devienen plastilina multicolor en la mano hábil de realizador. En este recorrido alucinado "de historias dentro de historias, décadas transitorias, paisajes cambiantes" se suceden personajes variados, que son hallazgos porque ocultan, hábilmente, los nombres famosos que les interpretan. Todos, menos Ralph Fiennes (brillante, notable), con un maquillaje preciso, que los extraña, que les aleja de la marquesina de publicidad que les dice ser estrellas de cine. Otra vez, bienvenida, la manipulación precisa del cine de Anderson. Entre ellos, entre ellas, Tilda Swinton es quien mejor expone -porque esconde- el nudo del film. Rostro agrietado de años, con el temor de un final planeado, le comunica a Gustave sus sospechas para luego, en plano y contraplano "simétricos", decirse "te amo". Lejos de suponer que Gustave sea un cínico, que se beneficia de los placeres de estas damas entradas en años, el dolor le persigue. A partir de allí, la herencia anunciada, el robo sucedido, las persecuciones inevitables. Entre ellas, un tren comunica lugares y reitera momentos horribles: la guerra aletea como buitre, pero cualquiera sea la situación, nunca dudará Gustave en defender a su querido Zero. Sea por el afecto, pero también porque en él continúa la razón de una sociedad secreta, de "llaves cruzadas", que honran un legado y mantienen un rasgo de civilidad aún en momentos tan oscuros. Civilidad que no es simple, que habrá de cuestionarse a sí misma, que se sabrá equivocada allí donde se supone mejor, de cara a un botones. Por eso, cuando la situación ya no pueda tener sostén sensible, cuando algo así como nazis decidan ocupar las instalaciones del hotel -Saló, de Pasolini, asoma como marca-, el conserje no podrá menos que reaccionar como debe, de cara a un futuro que debe quedar en manos de Zero. Él, justamente, es el narrador último porque también es el primero. O, mejor aún, la voz de Zero es la conjunción de las distintas voces, una polifonía que reconstruye, entre capas y capaz, un mismo relato. ¿Dónde queda el hotel Budapest? Mejor será dejar de preguntarse, y animarse a visitar sus habitaciones de sueños viejos, para hurgar en busca de algún posible relato. En alguna de sus tramas, seguramente el que escuche quede enredado. Lo que hará que la historia vuelva a suceder mientras el hotel, como luz que titila, continúe su albergue renovado.
Encontrarse varado en un silencio terrible La ascendente trayectoria de Celina Murga le confirma cada vez más como cineasta de relieve. Con La tercera orilla, el espectador asiste a un mundo en ebullición silenciosa, el de un adolescente tironeado entre padres, responsabilidades, y un lugar social que espera, que paulatinamente se le asigna. La posición de Nicolás (Alián Devetac) es la del umbral, la de la orilla entre dos mundos, entre lo que le pasa y lo que decida. Atrapado por un padre de familia doble (Daniel Veronese), con hermanos repartidos, y él como si fuese el intermediario eficaz, el guardián del equilibrio, una función que no eligió pero que sin embargo se espera que cumpla. Al respecto, la tarea del novel Devetac es un hallazgo, con una mirada que tiene lo que el cine quiere: profundidad, abismo, torbellino. También porque está atrapado en una edad indeterminada, que le confunde entre los juegos con sus hermanos, los ritos del colegio, el cigarrillo que ya es costumbre. Nicolás mira mucho y habla poco. ¿Qué es lo que le hace zambullirse en la pileta mientras llueve? ¿O esconderse de la mirada paterna? El contrapunto estoico aparece en Daniel Veronese: la situación es como es, a nadie se le ocurre cuestionar cómo se vive o preguntarse por qué. Así también se le respeta dentro del laboratorio donde trabaja, médico como es, en este pueblo de dimensión pequeña, con el campo como ese otro lugar que controlar, someter, donde ir a cazar, guardar tradiciones de familia, criar ganado, y aprender cómo debe tratarse a la peonada, esa otra gente. Allí es donde gradualmente será introducido Nicolás. Parco, siempre responsable, parece percibir todo lo que le rodea pero con un atisbo de duda imperceptible. El whisky, la rubia elegida, no lo seducen; mientras el padre le mira, dentro del contorno que significa este rito masculino, machista. Algunos momentos dejan entrever quiebres que crecen. Uno de ellos es la golpiza imprevista, que sacude al espectador y hace pensar, cómo no, en cierta huella scorsesiana (Martin Scorsese es productor ejecutivo del film); el otro es el karaoke de Rezo por vos, la canción de Spinetta y García: de a poquito, Nicolás suelta su estribillo rabioso, salta y grita. Que su hermana esté culminando los preparativos de su fiesta de quince años, no es detalle menor, sino aspecto argumental que bascula de forma justa con el ánimo de Nicolás: mientras a uno se le asigna cierto rol sucesor, a la otra también: un rito pre-nupcial, que tampoco requiere de la presencia paterna, porque a nadie se le ocurre dudar del estado de las cosas. De lo que se trata es de prepararse, en última instancia, para lo mismo de siempre: ser relevo social, estatuario, jerárquico. También hipócrita. Acá, finalmente, el quiebre último del protagonista.
Voces que rebotan en un vacío aséptico Nadie se toca en la última película de Spike Jonze (El ladrón de orquídeas, Donde viven los monstruos). Acaso eventualmente, pero desde los segundos planos, a través de personajes bien secundarios, casi ajenos a lo que Her/Ella es. Puesto que se trata de la sublimación mayor, virtual y contemporánea, entre el protagonista (Joaquin Phoenix) y su sistema operativo ("feminizado" en la voz de Scarlett Johansson), difícilmente pueda tener una cabida mayor el contacto entre cuerpos. La locación temporal de Her es bien cercana. Ciencia ficción a la vuelta de la esquina -es Shangai lo que se ve, pero no necesariamente para el film-, con algunos pequeños toques vintage; entre ellos, el pantalón masculino de tiro alto. Las mujeres ocultan curvas, el maquillaje casi no prevalece. La coreografía de ciudad es ordenada, de rascacielos gigantes pero con calles distendidas. Hay espacio suficiente para que todos caminen y nadie se toque. En algún momento, una corrida desesperada hace a Theodore (Phoenix) trastabillar en medio de la acera. Está bien?, le preguntan, se le acercan. Pero nadie llega a más, él rápidamente se incorpora, se aleja. Es que no hay señal (de celular), no hay registro de la voz de Samantha, la mujervirtual que es su sistema operativo. Otra vez, la ciencia ficción cercana; entre peatones hundidos en computadoritas portátiles, hablando consigo mismo en voz alta, mediante dispositivos diminutos insertos en sus sentidos. Puesto que todo lo que sucede es bien cercano y distinguible, Ella puede sostener los lugares comunes de cualquier historia de amor, trillada, revisitada. Al aceptar las reglas de este juego, de este verosímil, que disfraza de extraño lo que se palpa en lo cotidiano, el film de Jonze es capaz de volverse ridículo. Por momentos, lo que sucede son disparates. "Mi pareja es mi sistema operativo", dice Theodore, y a nadie se le enarcan demasiado las cejas. Es más, habrá oportunidad para una salida en grupo, con otra pareja -de carne y hueso-, con diálogos distendidos, a la luz de una tarde siempre naranja. Si nadie se toca no hay sudor. Estar en la playa -de colores tan saturados como los de cualquier tarjeta postal con traje de baño o con pantalón y camisa no implica más o menos calor. Hasta la nieve, cuando cae, es tan precisa como cualquiera de los rayos de sol; así como le sucedía a Jim Carrey durante todos y cada uno de los días de su vida en The Truman Show (1998, Peter Weir). Tampoco se sabe muy bien qué es lo que se come. Algo es, nunca se lo ve demasiado. Otro placer vuelto antiséptico. Entre tanto diálogo cada vez más íntimo con Samantha, la cámara se acerca más hasta llegar al primer plano del único rostro posible, el de Theodore. Cuando el film descansa allí, aparece la ambigüedad y el diálogo troca en monólogo disimulado, en voz interior. El dilema de un alienado en una sociedad alienada. Tal rótulo no provocará demasiada sorpresa, pero bien vale destacarlo cuando la misma prédica publicitaria es capaz, hoy día, de evidenciar su desdén clasista y vender todavía más. Ella apela a este mismo esteticismo, pero para pensarlo como estética. Con lo cual, oscila entre el sinsentido más vacío -parloteos con personajitos de video game o disco rígido- y una profundidad inevitable, que habrá de cobrar forma real en algún momento. Al menos, es lo que parece.
El cine como borde de precipicio Balada de un hombre común tiene nexos con muchos films previos de sus realizadores. Si eso es posible, lo es porque ya hay un universo tramado, autoral. Volver allí es rasgo de distinción, que el espectador celebra. En este sentido, el último film de los hermanos Joel & Ethan Coen (Gran Premio del Jurado en Cannes) reincide en la poética del personaje solitario, cuya relación con los demás expresa una visión de mundo. En este sentido, Llewyn Davis (Oscar Isaac) lidia con lo que sucede así como lo hacían Jeffrey Lebowski (Jeff Bridges en El gran Lebowski) y Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones en Sin lugar para los débiles). Entre ellos, el espíritu de Barton Fink (John Turturro) irradia, inserto en una decisión de vida, entre el escribir o no escribir, entre su literatura y el guión para Hollywood. De mismo modo, Llewyn Davis atraviesa un camino que vuelve sobre sí. La semejanza con la pesadilla, con el sueño que toca fondo, hace que el tiempo se suspenda. Por eso, los Coen pueden trasladarse al pasado, a la Nueva York de inicios de los '60, y quedarse allí cuanto deseen, con el folk como lugar vaivén entre la herencia musical y Elvis Presley en el ejército. No será tanto la posibilidad de que Llewyn sea escuchado y aceptado comercialmente lo que incide en el film, mientras que sí el trazo que surge del lugar nodal, único, instancia de un cambio de mundo, que el músico asume. Es decir, en este cantor que insiste y se golpea se cifra una sensación de época, pero también de no lugar. Es un contexto delimitable, si bien podría ser cualquier otro. Así como en Barton Fink. Más allá del momento histórico preciso, lo que asoma -trastocadamente cada vez más- es la mirada de un Llewyn Davis que persiste. No interesa responder por qué, sino mucho más sentir su desvarío, su perplejidad, su empecinamiento. Cuando suceden estas impresiones, el cine de los Coen se toca a sí mismo. Cuando las canciones que atraviesan la película se vuelven momentos de claridad dentro del whirlpool propuesto. Es comprensible que Llewyn Davis no sepa cuánto tiempo ha pasado entre un día y otro. Lo que importa, quizás, sea lograr cada una de las canciones que se le escuchan. Hundirse con ellas y sentir que algo anida allí, cuando lo que apenas se toca se hace inasible. Que haya productores malsanos, que las canciones sean bastardeadas, que exista manipulación comercial, que las relaciones de pareja no son fáciles, que Bob Dylan esté (o parezca estar), que el folk sea o no comercial, todo ello es apenas pátina con la que revestir una sensación de angustia bella. Sólo así es posible escucharle cantar desde el espíritu coincidente de la musa que el film profesa -Dave Van Ronk-, para emocionalmente alterar lo que se entiende por mundo.
Correcta pero a la vez fascinante El inicio de El club de los desahuciados es convenientemente incómodo, así como síntesis del asunto: sobre negro, los gemidos prefiguran lo que luego se revela (apenas) distinto. Lo que parece ser un lamento es de placer. Sexo y enfermedad. Una instancia se resuelve en la otra. Mientras, lo visto es una bandera estadounidense, a caballo en el rodeo. Establecido el ámbito, su personaje, la enfermedad, el film de JeanMarc Vallée fluye "fácilmente", como si no le costara atravesar el periplo que le espera. En verdad, de facilismo hay poco, mientras su construcción se vale de cámara en mano, elipsis, pocos personajes, sonido diegético. Todo esto, también, revestido por una claridad argumental que se sostiene desde: "basada en hechos reales", didactismo médico, qué es AZT, qué no es AZT, cómo funciona el sistema de salud, cuáles impedimentos, Rock Hudson y la "peste rosa", etc. Inevitablemente, un film como éste debe situar a sus espectadores, aún cuando lo haga de manera reiterativa o desde la explicación o desde la confrontación entre personajes estereotipados: lo son tanto los médicos como el mismo protagonista, el Ron Woodroof de Matthew McConaughey, cuyo VIH le lleva a la conformación del club de drogas, con cuota mensual y provisión de medicamentos que el Estado no permite. En este sentido, la dupla conformada por un homófobo texano y un socio transexual (Jared Leto) es irresistible. De todos modos, el planteo fílmico de El club de los desahuciados vale en varios sentidos. Por actualizar el debate sobre la enfermedad y su manipulación farmacológica, por el nivel de compromiso físico asumido por McConaughey en su caracterización: no se trata solamente de lograr una delgadez cinematográficamente extrema, sino de sobrevivir a un estrago físico similar. Hay sinceridad en la tarea del actor, algo que la cámara captura así como el montaje narrativamente compone. No es oportunismo ni nada parecido. Que sea un papel atinado para el Oscar y sus circunstancias, no le quita mérito alguno. Quizás sea al revés. Otro tanto significa la labor de Jared Leto. Alguna vez será un transexual de verdad quien componga un papel similar. (Al menos en Hollywood; el cine de John Waters no sólo ha hecho esto, sino muchísimo más). Mientras tanto, no puede achacársele al actor el papel que sobrelleva: apropiado en lo suyo, contraparte justa para el dueto que compone junto a Woodroof. En rasgos generales, el film es correcto, redentor, justiciero: el desenlace borra un poco el gusto amargo, hace de su personaje un héroe. De hecho, la caracterización de McConaughey es arrolladora. La película es él, su proeza. Cuánto de todo lo expuesto ha sido verdaderamente así, no es lo que importa. La cuestión es cómo organizarlo dramáticamente, desde las convenciones del cine estadounidense. La película, entonces, funciona. Dentro de todo, para bien.
El encanto de perderse en un film Desde lo inmediato, hay un recuerdo de cine que en Nebraska este cronista revive: las ganas de que la película no termine. Otro tanto sucedía con Entre copas, del mismo Alexander Payne. En aquel caso, Paul Giamatti era uno de los motivos. Aquí pasa otro tanto con Bruce Dern. No por ser exclusivamente admirables -de hecho, lo son-, sino por aparecer como el eje perfecto de sus películas. Nebraska, esencialmente, es una historia de padre e hijo. Hay un millón de dólares que Woody (Dern) insiste haber ganado. Para ello, hay un viaje a realizar al que uno de sus hijos, David (Will Forte), finalmente accede. No es ningún millón de dólares, sólo un anuncio de publicidad tramposa. Pero Woody está algo perdido, y no hay modo de hacerle entender lo contrario. Le complementa una esposa de ceño fruncido, voz chillona, temperamento desatado (June Squibb), quien le recrimina lo loco y viejo que está. El viaje a Nebraska, entonces, como túnel del tiempo. Porque antes de llegar, será menester atravesar el pueblo de toda la vida, con sus amistades y amores pretéritos. Un reencuentro del que no se sabe hasta qué punto Woody es conciente -tan ambigua, brillante, es la caracterización de Bruce Dern-, mientras quien descubre el pasado, así como a su propio padre, es David. Algo similar ocurría, dado el caso, en ese otro viaje de vida -narrada desde la voz amorosa de Albert Finney- que es El gran pez, de Tim Burton. Entre el silencio obcecado de Woody y el parloteo de su esposa se cifra algo complejo, sólo posible de ser alcanzado en este periplo de reencuentro, en este intento -para David- de develación. Porque, ¿cómo puede ser que estén juntos? "A mí me gusta coger, ella es católica". Ése es el cálculo y justificación que el propio Woody hace de su historial como padre, de su cantidad de hijos. David, atónito. Pero nada es lo que parece, porque hay algo muchísimo más enorme, que la caricia sobre el cabello despatarrado de Woody ella profesa. En medio de todo esto, Woody aparece como luminaria devuelta a su ciudad, a pesar suyo, incapaz de ocultar el premio que le aguarda. Y despierta, así, las intenciones peores, a veces mejores, de quienes le rodean. Su silencio inmaculado, de pocas palabras, enaltece una dignidad que la película se ocupará -como sólo el cine puede- de validar. Nebraska está filmada en blanco y negro, con lo cual recuerda que la elección del color debiera ser siempre estética. No hay modo de pensarla diferente. Con sus planos encontrados en el azar, entre fachadas, árboles, graneros, rutas, bares. Dan ganas de estar allí y de irse de allí. La apacibilidad figurada no es necesariamente atractiva, finalmente develada como ciénaga donde quienes quedan, parece, gustan de chapotear.
Policía con pocas ironías Desde el vamos, hay algo que este RoboCop asume mejor que Tropas de Elite: el modelo narrativo. En aquel film, su realizador -el brasileño José Padilha- se adentraba a través de un grupo de tareas parapolicial en territorio de favelas. Un periplo sórdido, de violencia terrible, que no terminaba por sensibilizar sobre el descalabro cruel que retrataba. Por eso, su Robocop es más adecuada. En tanto remake, la virtud de la puesta al día de Padilha está en el diálogo que establece con muchas de las alertas presentes en el film original (1987), de Paul Verhoeven. Se habla de drones así como de una inminente vigilancia robótica urbana. Lo notable es cómo lo expuesto guarda diferencias mínimas con el acontecer actual, con cámaras de vigilancia ciudadana, cuyas imágenes digitales son fuente de datos primordial para el accionar de este nuevo poli-robot, muy semejante a Juez Dredd, el otro poli-juez -también norteamericano- de la historieta inglesa. Este RoboCop anuda varias cuestiones ligadas al crimen y castigo: gobierno, policía, empresas. El más importante de estos actores: los medios. Con un showman/periodista que es síntesis perfecta de tantos. Que sea negro (Samuel Jackson) no deja de ser un guiño irónico a los tiempos de Obama. Peor aún cuando lo que exprese sea la mirada más reaccionaria. Pero en este entramado hay una intención que culmina por ser didáctica. Algo de ello tendrá que ver con su calificación atenuada -mayores de 13 años-, lo que obligaría, por un lado, a un ejercicio de violencia contenido y, por otro, a explicar en demasía de lo que se habla. Mientras Verhoeven fuera tan visceral como para provocar escándalos todavía presentes. La violencia del film es, por momentos, de hipnosis. Aceleración digital, precisión de tiro, luz estroboscópica, tomas subjetivas, muertes por cantidad. Si son máquinas o humanos poco importa; es éste otro de los aciertos del film, al tocar una fibra sensible a estos tiempos, donde la diversión de algunos video-juegos consiste en disparar a cuerpos -soldados, zombies, lo que sea- a los que prolongar su agonía. Hay algunos buenos momentos. En particular, el consistente en el atentado al policía con la bomba en el automóvil, a la puerta de la casa familiar. Reminiscente de Glenn Ford en Los sobornados (1953), de Fritz Lang. En ambos casos, antihéroes que deberán hacer un camino propio para sortear la corrupción inserta en la misma policía. Algo noir, en última instancia, anida en este nuevo RoboCop.
La grieta que esconde la mirada La puesta en juego -en escena- del deseo tiñe a Deshora de manera progresiva. Como un caldo infernal donde se quiere pero no se debe caer. Una sensación de agobio, de candor, comienzan a traslucir sus personajes, almibarados entre el aire descampado de una tabacalera. Allí es donde va a parar Joaquín (Alejandro Buitrago), para quizás resarcir su vida, en pleno trance de rehabilitación. La casa es de su prima Helena (María Ucedo) y de su marido, Ernesto (Luis Ziembrowski). Allí viven, entre el trabajo que éste ha paternalmente heredado, en busca de un embarazo que se demora, señal tal vez más honda, encastrada muy adentro. Joaquín es el disparador que altera, es quien se pasea en horas cualquiera, el que fuma marihuana en vez del tabaco que le rodea. Su voz se acerca a su prima entre pasos en silencio, como si deslizara intenciones que, en todo caso, ya también estaban en ella. Hábilmente, la ópera prima de Bárbara Sarasola-Day -presentada en la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín-, introduce al espectador desde los supuestos, para luego liberarle de prejuicios. Para arribar a las resoluciones, críticas, de heridas abiertas, con sangre que presagia, lo que la realizadora construye es un desliz turbio, de fisuras. Hay puertas entreabiertas, jadeos nocturnos, ojos furtivos. Las poses se denuncian en su artificio. Maneras y gestos hoscos que entre estos hombres de campo, con mujeres sumisas o ausentes -sino prostitutas-, debe replicarse la relación entre patrón y empleados, o el ritual compartido de la caza. El desenlace que elige Sarasola-Day es notable, porque la resolución sucede desde el corte de montaje, cuando las situaciones ya han sido conocidas, sugeridas, así como finalmente asociadas desde su organización simultánea en el relato.
Un descenso hacia la oscuridad Algo más turbio que la historia que retrata es lo que se respira en el film. Un mismo malestar ya presente en los títulos previos del realizador. Lograr momentos límites, casi insoportables. Seguramente, 12 años de esclavitud deba lidiar con la mirada torva que sus nominaciones al Oscar (nueve) concitan. A su vez, inevitable, con la corrección política que caracteriza al premio. Ni qué decir de la incidencia directa de la Casa Blanca: Michelle Obama fue la encargada de entregar el Oscar 2013 a Argo, de Ben Affleck. El panorama de Hollywood nunca fue tan pobre. El Oscar es irrelevante desde hace tiempo, tanto como hoy lo es Hollywood. Más interesa pensar por dónde pasan las preocupaciones de su realizador, el inglés Steve McQueen, cuyos films previos permiten completar una mirada autoral: Hunger (2008), Shame (2011). Los dos con protagónicos insustituibles de Michael Fassbender; en el primer caso, desde la caracterización de Bobby Sands, integrante del IRA fallecido en la prisión de Maze, a partir de una huelga de hambre; en el segundo, a través de una de las mejores caracterizaciones que el último cine ha dado sobre la alienación en la gran ciudad (con Carey Mulligan interpretando la versión más triste de "New York, New York"). Ambos, un tour de force que sumerge al espectador en una dolencia aparentemente física. Es decir, McQueen propone momentos explícitos, a veces terribles, donde los cuerpos culminan por llegar al límite. Una vez allí, la percepción ya es otra, se arriba a algo distingo, casi sonámbulo, de dolencia espiritual. No porque ésta aparezca una vez alcanzado este umbral, sino porque es allí cuando finalmente puede percibirse que el drama ha sido siempre esencial, profundo. El dolor, por eso, como calvario. Cuya exposición no es laudatoria, sino de denuncia; esto es: el mecanismo del dolor como justificación que la sociedad encuentra para sí, ritualizado de maneras simbólicas y religiosas. El cine, otra de estas expresiones, acusa recibo y plasma la violencia física. Pero el cometido es otro. Lo predicho replica en 12 años de esclavitud, film que no sólo vuelve sobre tales temáticas, sino que encuentra su móvil en otro personaje cierto: Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), ciudadano del estado de Nueva York que fuera secuestrado y vendido a plantaciones sureñas, años antes de la Guerra Civil. Más allá del relato histórico, sintetizable en una sinopsis, lo que inquieta del film es la manera a través de la cual encuentra allí su fundamento. Y lo que expone no es ninguna lección de manual -algo que, de todas maneras, fácilmente podría también extraerse y reprochársele al film- sino un descenso hacia la oscuridad, hacia lo bajo, amparada en la direccionalidad misma que la relación nortesur señala. Abismarse, en una palabra. Y tratar de encontrar, antes que una respuesta, la pregunta: ¿la violencia es evitable? Por ello, además de ser un film sobre el esclavismo, es una película que refiere preocupaciones temáticas, distinguibles en su director. Allí es donde importa la propuesta, preocupada por algo mucho más profundo, que culmina por exceder el tema que retrata: cuando se alcanzan los momentos límites, cuando ya no queda por ver más que la carne desgarrada por el látigo. Imagen que el film expone y que podría confundirse con gratuidad, pero nada de esto hay en la película sino, antes bien, una confluencia de situaciones, de posibilidades de montaje, que obligan al paso último. Luego de ello, ya no habrá más que ver porque, de lo contrario, no sólo habría gratuidad sino también obscenidad. En este sentido, fue curiosa la animadversión que, en su momento, provocara el desnudo frontal de Fassbender en Shame, cuando el film sucedía, precisamente, de manera vasta -nunca particular-, con conciencia de su totalidad, de su montaje. En el caso de 12 años de esclavitud se asiste a un despojo progresivo, de movimiento alternado. Progresivo en el sentido del ir dejando atrás lo que ya no es (libertad, ciudad, familia, vivienda, afecto, música), alternado en cuanto a la imbricación narrativa que del montaje resulta: Solomon inicia a los ojos del espectador como esclavo y no como hombre libre. Este no es un detalle menor, sino una decisión: la postal de los negros esclavizados -Solomon entre ellos, el espectador lo reconocerá luego-, con la voz del hombre blanco como sonido primero. Así comienza el film, luego habrá tiempo para desandar lo visto y explicar cómo se llegó hasta allí. Lo que implica un desafío: el grupo de esclavos -de negros amontonados- no escandaliza, así como a nadie interesa distinguir sus rostros. La película, entonces, es una propuesta compleja. Ahora bien, allí cuando ya no se pueda retratar lo que subyace entre tanto desprecio, lectura bíblica, sistema económico, guerra incipiente, aparecen las palabras. Quizás algo evidentes, pero suficientes: el cruel amo de la plantación (Fassbender) -punto último en una escalada que incluye a otros, más o menos benévolos, pero todos engranajes concientes de un sistema perverso- culmina por azotar a su esclava dilecta, mientras Solomon le reprocha el pecado cometido. La respuesta de Fassbender es perfecta: nada de pecado, "con mi propiedad puedo hacer lo que quiera".
Una película pequeña y a la vez enorme Como consecuencia del arresto domiciliario que el realizador iraní Jafar Panahi debió cumplir, en vistas a una condena mayor, con una prohibición de no filmar más durante veinte años, aparece esta pequeña obra maestra de 2011. Que hoy Panahi esté libre es un motivo de festejo que replica en la oportunidad que ofrece El Cairo Cine Público, la de poder acercarse a uno de sus últimos y polémicos films. Panahi puede ser comparado con esa otra artista extraordinaria que es Marjane Satrapi, cuya historieta Persépolis -también llevada al cine animado por su mano hábil- es mirada interior hecha explosión, entre infancia y adultez, entre exilios y la historia de un país que es mucho más que la inmediatez epidérmica de los medios de comunicación. Se lo señala porque Esto no es un film expone no sólo la situación de prohibición, las ganas de filmar irrenunciables, sino también un propósito discursivo que enuncia mucho más que un pedido de ayuda -el film llegó clandestinamente a Cannes, Persépolis obtuvo ediciones europeas y estadounidense, vuelto bestseller-. Ambos artistas apelan a la grandeza de un país caído en manos autoritarias, con un fanatismo religioso que amenaza con descomponer cualquier atisbo racional. Si Satrapi puede realizar Persépolis desde el exilio, Panahi hace su cine desde el encierro. Por eso el título, pero también la evocación a Magritte, dúctil a su vez de vincular con la novela-experimento de David Markson: Esto no es una novela (2001, editada por La Bestia Equilátera). Lo visto no es lo que parece y sin embargo sí. De manera tal que a no confundir lo dicho por Panahi mientras tribula, descansa, conversa con su amigo el realizador Mojtaba Mirtahmasb. Hay un fuera de campo que se dibuja desde los rostros, los gestos, que traen quienes ingresan al departamento de Panahi, o los llamados telefónicos con voces más allá de las paredes. Son las que traen noticias sobre el resultado de la apelación de Panahi, cuyas novedades son recibidas por el cineasta mientras la cámara registra. Registro hecho desde recursos hogareños, cercanos, inmediatos. Lo que expone la ventaja extraordinaria que las nuevas tecnologías han aportado al discurso audiovisual, a la vez que ratifica el saber necesario para un lenguaje articulado. Esto no es un film es pura puesta en escena. Hay conciencia de cine. Ni qué decir cuando lo que se dramatiza es el guión de la película que no podrá filmarse, entre cintas de papel en el suelo mientras se evocan líneas de diálogo nunca dichas por los intérpretes elegidos. En síntesis, es una lección de cine, hecha cine. Sobre el desenlace habrá un atisbo del afuera, a partir de la visita del encargado de la basura del edificio. Un pequeño viaje descendente, en el ascensor, hacia un exterior esbozado entre los fuegos de artificio del año nuevo iraní. Toda una ironía, genial, encontrada allí, delante de la cámara. Lo que importa, por eso, es saber cómo filmar.