En la real compañía de lobos y conejos Con diez nominaciones al premios Oscar, el film del director griego presenta con tono irónico un triángulo femenino formidable, puertas de palacio adentro, durante la Inglaterra de los albores del siglo XVIII. Puertas adentro de palacio lo que se respira no puede menos que ser fantasía de película y realidad para unos pocos. Con la mirada afilada, de punzón que toca primero y se hunde cada vez más, la cámara del griego Yorgos Lanthimos se sumerge allí con el placer malsano más característico, el mismo que exhibe en su filmografía ejemplar, con títulos como Langosta y El sacrificio del ciervo sagrado. A partir de la figura del triángulo, con el vértice puesto en la reina Anne (Olivia Colman), última monarca en la casa Estuardo de Inglaterra, otras dos mujeres disputarán relaciones de poder y seducción. Por un lado, Lady Sarah (Rachel Weisz), cuyo marido está enfrascado en la guerra con Francia mientras ella dispensa palabras de poder y caricias de lujuria a la reina. Por el otro, Abigail (Emma Stone), dama caída en desgracia, que llega con el barro impregnado en su cuerpo a pedir residencia y trabajo en la corte. Las dos, primas. Una de ellas, la favorita. De esta manera, el impiadoso y excelso Lanthimos se divierte con el cuidado de las formas palaciegas, e inserta comentarios y gestos de una procacidad que bien podrían recordar a los ejercidas por Mel Brooks en su Loca historia del mundo (allí cuando el mismo Brooks acarrea el balde en el cual orinan los nobles de palacio, durante el episodio dedicado a la Revolución francesa). Yorgos Lanthimos se divierte con el cuidado de las formas palaciegas. Si con El sacrificio del ciervo sagrado, el realizador griego había utilizado encuadres y una profundidad de campo que dialogaban con el Stanley Kubrick de El resplandor, otro tanto podría pensarse en el vínculo que La favorita tiende hacia esa otra película maestra que es Barry Lyndon. La incidencia pictórica, las maneras atildadas, el maquillaje, los decorados, todo un repertorio que es atracción inevitable al cine, y que tanto el film de Kubrick como el de Lanthimos indagan desde personajes marginales o indeseables. En otras palabras, no hay nadie que valga un décimo moral en La favorita, percudida como está la situación y corrupción en la que se enlodazan sus protagonistas. Un mundo de poder concentrado, en donde la armonía se traduce en jardines pulcramente cortados. Lanthimos corroe lo que parece intocable y desde la misma cimiente: cuando para la diversión se dispara sobre pájaros (el golpe de sangre en el rostro de la Weisz fascina), cuando se arrojan naranjas sobre el cuerpo desnudo de algún noble (entregado a tamaña tarea por mera diversión), o cuando se vomita con prontitud en uno de los muchos adornos de la habitación real. Habrá que recordar que es el gesto del barro primero, acompañado de un olor pestilente, el que hace ingreso en la corte. Y lo hace desde el semblante luminoso de Emma Stone, quien sabrá cómo jugar unas cartas que evidentemente ya conoce. Un pleito de celos y oportunismo que no guarda otro rédito más que el placer personal. Un placer que se rodea del privilegio y la comodidad. Rasgos que vuelven todavía más terrible lo que las noticias dejan entrever paredes afuera. En otras palabras, la guerra sucede. ¿Dónde? Lejos, no se la escucha. El dolor y la muerte no se perciben. Su continuación depende de las artimañas que mejor dejen parada a Inglaterra. Pero aún quien se manifieste atento con la finalización de la contienda, lo hará desde la elección también oportuna, pues será la que mejor le convenga: es uno de los que se divierte arrojando naranjas, y chantajeando de modo humillante a Abigail. Pero Abigail, se decía, no deja nada librado al azar. El barro que le acompaña se irá lavando de a poco, hasta alcanzar el cometido que internamente la impulsa. En suma, todos son piezas de una misma pulsión tragicómica, tendientes a devorarse entre sí y a matar de hambre y munición a quienes sea. De organización arquitectónica perfecta, hermosa, el castillo de la reina será profanado por el uso del objetivo ojo de pez en la cámara de Lanthimos, que así como el gran angular, deforma lo rígido y lo vuelve elástico, agobiante. ¿Dónde estoy?, grita en un momento la reina, en la piel de la estupenda Olivia Colman. Su cuerpo, como superficie que todo lo contiene, que todo lo expresa, será el lugar en donde las heridas surcarán un derrotero progresivo. Primero sus piernas, cada vez más doloridas. Siempre en silla de ruedas. La estabilidad le falla, se cae en público. La mitad de su rostro y cuerpo se paralizarán. Misma mitad que afectará, con una cicatriz para siempre, a Lady Sarah. Golpes y laceraciones que obtienen réplicas que espejan en el otro. En esta deformación que crece, el olor podrido -de putrefacción humana, tal como se aclara al inicio del film- habrá de proseguir en su cometido hasta carcomerlo todo. No hace falta que el film lo atestigüe, sino que lo presagie en la delineación de esta prisión de cristal malsano, en la que habitan sus protagonistas. A la manera de la reina carrolliana, Anne -retorcida, gritona, pálida- se rodea de conejos a los que nombra como sus hijos perdidos. Hay un gesto que comunicará el dolor en el que se han hundido, como si se tratase del dolor de un hijo propio, un gesto tan demente como acorde con la mentalidad de una clase privilegiada, acomodada, de olor asqueroso. La favorita es un gran film irónico, que recrea una época desde la fascinación y mantiene una distancia prudente, casi grotesca. Por ejemplo, cuando el baile de palacio, de coreografía suntuosa -tan ridícula como las pelucas-, se vuelva casi una pieza de rock, con pasos desenfrenados. Es un límite justísimo, que Lanthimos sostiene hasta el grito iracundo de la reina, para el logro de una sonrisa sarcástica. Sonrisa que es la síntesis de un regodeo cinematográfico magistral.
“Lo único que me queda es el arte” El realizador invoca nombre de Perséfone, cuya raigambre poética y trágica, con promesa de despertar de inframundo, habita entre pasillos de villa y paredes descascaradas. Lo único que me queda es el arte, pero también la solidaridad, podría agregarse a los diálogos que surcan, como grietas profundas, los parlamentos de Atenas, la película de César González (Diagnóstico esperanza, Exomologesis) que integra la 25° edición del Festival de Cine Latinoamericano Rosario. La inclusión del film de González es valiosa y a la vez consecuente con una mirada de pantalla amplia, plural, dedicada a las fisuras por entre las cuales la cámara puede mostrar y decir lo que la narrativa oficial oculta o deforma. El cine de González, de hecho, sería parte de la tesitura siguiente: la cámara es una herramienta y arma estética sin igual, de potencia poética fatal. En esta fatalidad se inscribe, desde ya, el título mismo de Atenas, de raigambre trágica y traslación urgente al entorno más inmediato. Así como lo realizara Arturo Ripstein en Así es la vida, o Pasolini con su traslaciones trágicas dolorosas; un grito mudo es el que circula entre las vicisitudes de la Atenas de César González. Mujer, recién salida de la cárcel, sola. ¿Quién asistirá a quien nada ya tiene? Sin embargo, allí los gestos, pequeños y tremendos, porque encierran un afecto que la ciudad parece haber perdido: si no tenés la Sube el colectivo no te lleva, el cartelito anuncia cámaras de vigilancia en medio del espacio público, y las “gorras” están por todas partes. Perséfone (Débora González) ha pasado unos cuantos años tras las rejas en Ezeiza, y ahora vuelve a la libertad que el tatuaje del forastero de la guitarra promete. Pero el afuera no augura demasiado. En este sentido -si bien desde un lugar más cercano a la vanguardia neorrealista y la vertiente pasoliniana-, Atenas no deja de codearse con la crítica desoladora que Fritz Lang expusiera en Sólo se vive una vez: salir de la cárcel es oportunidad para que el afuera exponga sobre el “cuerpo extraño” sus prejuicios y distancia de clase. A la manera también griega, Lang devolvía su personaje central (Henry Fonda) a decisiones de las cuales quería alejarse. En el caso de Atenas, Perséfone tiene el rostro caído, habita el silencio, recibe ayudas y varios golpes con forma de palabras. Lo que ha vivido, su ayer reciente (el robo a mano armada, la vivencia carcelaria), queda dentro suyo, insondable. No hay familia que la espere. Sólo ayudas circunstanciales. Su camino se trazará como un laberinto azaroso que, fatum griego mediante, no tardará en cerrar su salida. De este modo, la película ofrece una vertiente doble, que subraya los gestos solidarios –el pasaje de colectivo, la comida, el consuelo, la ducha y el descanso- pero no por ello olvida un devenir inevitable, conforme a una organización que vigila, persigue, castiga. En otro orden, es notable cómo González delinea al film espacialmente. La gran ciudad pasará a ser un afuera vasto, lejano. Su Atenas transita, preferencialmente, entre los senderos estrechos de la villa, las calles de tierra o de asfalto cuarteado. Los chicos juegan a la pelota –se tratan de “compañeros”- mientras el travelling los sigue hasta llegar a la plaza. Durante el recorrido se gastan bromas y gritan goles abrazados. También rozan con palabras al sujeto vestido de negro que porta bigote y un perro grandote. “Ahora van a ver”, les promete. La sentencia no se hará esperar. Para ese momento horrible, la cámara de González elige el fuera de cuadro. Al horror no hace falta mostrarlo, es más fulminante la sugerencia. De igual modo sucederá con Perse. Hay un malestar creciente que en algún momento hará mella. Por eso, mostrar qué es lo que sucederá con ella no viene a cuento. Mucho más rotundo será licuar al personaje en el entorno social mismo, como nombre fantasma cuyo rostro tal vez comience a desdibujarse y reencarnar en los demás, porque atención: de acuerdo con el mito, Perséfone es la reina del inframundo. Ahora bien, César González propone también su praxis (hacer cine, de hecho, es parte de esta misma propuesta). Por eso, allí donde hay lazos, también surgen efigies icónicas. Los rostros de Che Guevara, Rodolfo Walsh, Eva Duarte, Carlos Mugica, no son meros adornos o clichés de dirección de arte circunstancial, sino parte inmanente en las paredes desgajadas que los personajes de González realmente habitan. Enlazan en un derrotero consciente de sí mismo. Puede que las maneras desde las cuales proseguir la acción estén desmañadas –la droga está institucionalizada, la policía ofrece una vigía omnisciente, la situación económica aplasta deliberadamente- pero hay un sustrato que todavía late, y mucho. En cuanto a la narrativa elegida, destacan los inserts que recortan los rostros mientras la acción prosigue. Es decir, cuando el diálogo mantiene ocupados a los personajes, el montaje añade planos más cerrados, cercanos, que no se condicen con el raccord. Al alterarse la continuidad, la percepción del espectador despierta de modo extraño. Es un efecto poético, pero también una disonancia premeditada sobre el denominado “montaje invisible”, ya que falta el respeto a la banda sonora así como, en alguna ocasión, deliberadamente salta el eje de acción y distorsiona el emplazamiento espacial. Esos momentos son extraordinarios, ya que discuten el lugar preferencial que exhiben ciertos modismos institucionalizados sobre lo que significaría hacer cine. Subversión institucional –narrativa y formal- que tiene también espacio argumental en la delineación del patronato y los diálogos hirientes de la funcionaria. Cuestión ampliamente trabajada por el cineasta y poeta, así como sufrida en carne propia durante su estancia en prisión y otros ámbitos de encierro. De esta manera, Atenas surge como una película tan dolida como lo puede estar un cuerpo, como lo puede estar una psiquis. Vale destacar que si en González es posible encontrar huellas de la poética pasoliniana, esto sucede porque su cámara se acerca frontal. Otro tanto ocurre –si bien desde maneras conceptuales diferentes- en el cine de José Celestino Campusano. Lo que resulta es un cine directo, puro, transido en el dolor que recrea porque verdaderamente lo asume, aun cuando no oculta la alegría y la definición de una pertenencia social. Esos rostros, esos cuerpos, que la cámara retrata y rescata desde un extrañamiento poético, devuelven una realidad potenciada, que no habrá de dejar indiferente lo que toca.
El encantamiento de las brujas A partir del film maestro de Darío Argento, el director italiano logra una película que es reelaboración del original así como personal mirada de mundo, en donde la mirada de la mujer se asume como nudo y desenlace. Si se trataba de dejarse llevar por las primeras impresiones, nada debía esperarse de una remake del film de culto de Darío Argento. La nueva Suspiria, enmarcada en el gusto por actualizar -las más de las veces de modo lavado- grandes o exitosos títulos de otras épocas, y desde la dirección de Luca Guadagnino -responsable de la sobrevalorada y mediocre Llámame por tu nombre-, no podía ser menos que noticia desfavorable, de fastidio. Pero la película es la que habla. Será por el abordaje de un género específico -el terror italiano, aquí de matices giallo-, será por el aura que el cultual Argento desprende (de un modo cada vez mayor), o será por la prescindencia de esa corrección turística y desafectada de Llámame por tu nombre, que Guadagnino ha encontrado en Suspiria una personal manera de repensar el legado del film original (más la filmografía de Argento), y lograr una reelaboración que añade algunos guiños y sabe salir airosa por derecho propio. De este modo, las alusiones a la Suspiria original se asumen de modo inmediato, se adoptan como marco desde el cual dar paso a la sinfonía macabra y feminista que sigue. Es decir, la nueva Suspiria transcurre, como el film primero, en una escuela de danza alemana que esconde a una cofradía de brujas. Allí va a parar la estudiante ignota. Presuntamente ignorante, al menos, de lo que por entre las paredes espejadas se esconde, entre pasillos de laberinto y altar de ofrendas. Por otra parte, el film de Guadagnino se ambienta en 1977, mismo año del estreno del film de Argento, con lo cual el ambiente que se recrea es todo un acierto para el gusto cinéfilo, a partir de una atmósfera reminiscente desde el tono aportado por tantas películas. También reverberante de hechos reales, entre amenazas y atentados terroristas que evidentemente juegan como eco pretendido con los tiempos actuales. Luca Guadagnino encontró en Suspiria una personal manera de repensar el film original. La nueva Suspiria se construye desde el duelo fascinado entre sus dos protagonistas principales: Susie, la bailarina aprendiz (Dakota Johnson) y Madame Blanc (Tilda Swinton). Entre las dos está el balance y el enfrentamiento, la seducción y la repulsión, la maestra y la discípula. A la vez, la propia Swinton se replica en otros dos personajes. Si el lector de la nota no está al tanto, mejor dejar que la película juegue su ilusión para averiguar dónde más está la Swinton. Su cuerpo lánguido, de ojos que fulminan, la androginia, Swinton es la bruja ideal. Vale decir que Suspiria es un film macabro y feminista. Por un lado, la reminiscencia del horror sobrevivido y perpetrado tras la Segunda Guerra se respira, y de manera explícita en el duelo sin final del Dr. Klemperer. Es él quien indaga en los motivos neuróticos, alterados, de sus pacientes: chicas que huyen sin suerte de las garras de este ballet malsano. A propósito, la institución artística que se recrea se sabe también lugar de consonancias pérfidas, en donde la disciplina sobre los cuerpos corre en una dirección que podría torcer el disfrute y placer mismo. Algo que Darren Aronofsky abordó también con El cisne negro, no casualmente, otra película de terror. En esta escuela de ballet -cuya disciplina es algo desgarbada y las caricias femeninas guardan un matiz voluptuoso-, lo que se enseña es a dejar aflorar lo que se esconde. Y Susie viene cargada de mucho, demasiado peso, algo que la obliga a estar cerca del piso, a reptar. Pero la orden es que salte, que aprenda a volar. La alusión bruja está en curso. Sobre todo cuando Madame Blanc le pregunte sobre cómo se sintió al bailar de una manera tan única como tan visceral: "Fue como coger. Con un animal", responde la alumna, extasiada. En tanto, en los movimientos que se trazan hay danzas macabras que esconden réplicas mortales, con títeres que reiteran como muñecos retorcidos la coreografía de origen. Todo conduce a una transfiguración del cuerpo que se desarticula y reorganiza sus piezas en una forma final horrible. Luego, hay que tirar los desechos, como en la carnicería. Un baile de horror y pulsión desenfrenada que logra su cometido. Pero por fuera de la simple vista. Lo logra como acto prestidigitador. Mientras la mirada está atenta en determinado acto, es en otro lugar donde ocurre lo truculento. Mención aparte merecen los sueños, que se cuelan sin permiso y logran una sucesión de imágenes de alerta y repugnancia, que prevalecen desde la seducción que les organiza; la sangre reúne el ánimo ambivalente: atracción y rechazo. A través de ellos ocurre el nexo esencial de esta hermandad de brujas, con la mira puesta en alcanzar su estado pleno. Es decir, el llamamiento hacia la situación final, en donde ocurrirá lo tantas veces postergado, entre cuerpos femeninos refulgentes en su desnudez y griterío sangriento. Ahora bien, no debe leerse el horror aquí referido como mera acumulación de golpes de efecto -que no esconden algún primer plano dedicado a rememorar los acuchillamientos tan cultivados por Argento-, sino como aquelarre de semántica femenina, con la mirada depositada en ellas y desde ellas. Lo que surge es hipnótico, seductor, terrible, lleno de ira. Una combustión de elementos destinada a retorcer lo que toca, tras tantos años de reclusión, con este establecimiento como escondite simbólico. Entre las escenas que lo subrayan, figura la de burla brujeril a los hombres policías. Hay que descubrirla en la película y dejar que sea el disfrute de la propia Susie la que guíe en la comprensión de la secuencia. Y por último, claro, la gran Jessica Harper, cuya aparición funciona a la manera misma de un hechizo. Su rostro y cuerpo menudo ya la habían vuelto lugar hipnótico en El fantasma del paraíso, de Brian De Palma. En la Suspiria de Argento, su inclusión se reveló sustancial, de sensibilidad compartida entre ambos films. Verla otra vez es volver al cine de otras épocas, gran cine. Un atinado momento afectivo que la nueva Suspiria guarda como regalo pero también como acto de ilusión.
Alrededor del poder y sus acólitos Con un evidente gusto por trastocar lo que retrata con matices bufones y decididamente grotescos, la película nominada al Oscar se permite una mirada lúdica y lúcida sobre el poder y sus esbirros insensibles. "Lo que sigue está basado en una historia real". Y se aclara: "Los responsables del film han hecho lo que pudieron". Así inicia El vicepresidente: Más allá del poder. Sobre el desenlace, también se indica el agradecimiento a los periodistas cuyo trabajo sobre el hacer de Dick Cheney fuera la fuente de consulta privilegiada por el film. Entre las leyendas primera y última se ata la película, y se desprenden cuestiones preliminares y conclusivas: el odioso lema de la "historia real" queda puesto en entredicho por un motivo bien claro: es cine. Por ser cine, el vínculo con la denominada realidad es inevitable. Se la aborda y se la recrea. Ahora bien, para dar crédito mayor a lo que se expone, aparece el periodismo como lugar de encuentro. Un periodismo que, a la luz de la verdad, exponga los hechos. Periodismo al cual, evidentemente, la película está dedicada, aun cuando lo haga de manera indirecta. De este modo, el film de Adam McKay (Policías de repuesto, La gran apuesta) construye una película que se fisura a sí misma en su seriedad, y es por eso que logra un cometido sólido: descascarar la trayectoria política de Dick Cheney, vicepresidente durante el mandato de George W. Bush (hijo). A partir de la efigie que compone Christian Bale (ganador del Globo de Oro, y nominado ahora al Oscar), El vicepresidente (que suma ocho nominaciones, incluidas Mejor Film, Director y Guión) desanda la figura inclemente de Cheney a partir del horror suscitado durante el 11-S, mientras Cheney hace gala de un uso letal de la palabra: basta su orden para apresar, torturar y matar. ¿Quién es este hombre?, se pregunta el film. Y lo hace de modo literal, desde una voz en off que el relato asume omnisciente hasta que ella misma se evidencia: ¿quién le habla al espectador? La voz mostrará su rostro (Jesse Plemons), y en escenas dedicadas a agregar información sobre su identidad, pero siempre desde una prudente construcción. Sólo sobre el desenlace se sabrá quién es. Casi como un McGuffin. Como se ve, la revelación del narrador como artificio es consecuente con el cometido de los credits. El vicepresidente evidencia una puesta en escena dedicada a mostrar al cine como medio autoconsciente y autocrítico. Nada que ver con la televisión, y puntualmente con Fox News. Pero antes de llegar a la Fox, no hay que perder de vista el desfile de personajes casi grotescos que la película ofrece, entre nombres y apellidos reales y su caracterización bufona (otra vez, la película se exhibe como película, lejos del mimetismo habitual -de tanto cine- entre actor y personaje). Entre ellos, Sam Rockwell y Steve Carell como Donald Rumsfeld y George Bush hijo, respectivamente. Los dos están en su salsa. No es para menos. Y no deja de ser esencialmente llamativo que con tanto desparpajo se retrate a funcionarios de ejercicio reciente, seguros espectadores de la película. Como se ve, Hollywood preserva una vena crítica que está lejos de agotarse. Lo que hace también pensar en Fahrenheit 9/11, de Michael Moore, ya que allí, tanto como en El vicepresidente, se expone la teoría del autoatentado a las Torres Gemelas, como manera de invadir y expropiar pozos petroleros (que el film de McKay ratifica con la quita de los paneles solares a la Casa Blanca, disposición del gobierno de Jimmy Carter que fuera atropellada por el triunfo de Reagan, a la manera de un símbolo suficiente). De esta manera, el ingreso de Bush hijo al film no puede ser menos elocuente: borracho, trastabillando y avergonzando de manera presuntamente habitual a Bush padre, familiares y acólitos. A su vez, Rumsfeld exhibe una verborragia misógina y sexista que le vuelve un enamorado de las armas. Entre él y Cheney se teje el primer acuerdo soldadesco, a las órdenes de Nixon. Guardianes de una fortaleza (la Casa Blanca) que sin embargo no resistirá el embate Watergate. Pero, atención, será hora de usar otras herramientas, televisivas y publicitarias. Con el apoyo de grandes grupos empresarios y un ardid comunicacional tendiente a desorientar verdades, amenizarlo todo e incluir falsos paneles televisivos con periodistas tendenciosos, el nuevo camino para la derecha será más ancho que nunca. Nada sospechosamente, la evidencia social y política que expone la película se codea con la realidad de muchos otros países. El caso latinoamericano (y argentino) no sería más que otra de estas réplicas. La manipulación mediática, bajo las órdenes de los grandes capitales -a su vez perpetradores de candidaturas políticas para el beneficio económico propio-, hace bastante que no es denunciada de manera semejante. Si Carell y Rockwell -éste de gestos faciales endurecidos, al borde de la caricatura- se lo pasan en grande, otro tanto sucede con Christian Bale en la compostura de un Cheney alcohólico y peleón cuando joven, alejado de los libros, dedicado a las órdenes de su esposa (una impagable Amy Adams), inmisericorde, calculador y trepador. Su voz de susurro grave es otro gesto de caricatura que la película ofrece, de perversión: su voz taladra de a poco lo que se le pone por delante, mientras sus ojos miran de manera diferente. Amy Adams está impagable en su interpretación de la esposa del vicepresidente Cheney. El límite de la cordura está todo el tiempo a un paso de perderse en el film de Adam McKay, lo que lleva a pensar en la influencia deudora con el humor de los Hermanos Marx, y fundamentalmente los Monty Python. Así como lo hizo el grupo inglés, en El vicepresidente los credits se alteran (y provocan un reinicio en el interior del propio film); las reuniones ministeriales no gozan, necesariamente, de la presencia de gente sensible; las bombas y muertos parecieran meros accidentes; mientras en una escena puntual se relee la famosa mesa de restaurant con menú filosófico de El sentido de la vida, de los Python: ahora, Alfred Molina (otro inglés) oficia de mesero y ofrece vejámenes constitucionales a la manera de un menú, como maneras de proseguir en la acción política. Televisión, focus groups, publicistas, son visceralmente diseccionados como partes fundamentales de un entramado económico que ha tomado por asalto a la política, con la complicidad plácida de quienes aceptan trabajar más y más (si es que conservan el empleo) para ganar aún menos. Lo dicho lo explicita el mismo film, más aún, lo subraya la identidad revelada de la voz en off. Ese personaje que, sin (querer) saberlo, hizo posible también todo lo que ahora pasa.
Las historietas en el banquillo A la vez que revisita a su película de culto "El protegido", el director de "Sexto sentido" prefiere hablar sobre la importancia de la historieta antes que priorizar la semántica misma de la acción. El protegido (Unbreakable, 2000) tuvo el tino de situarse de manera prologal en la génesis del cine de superhéroes. Sin ser una apelación directa a los cómics, aquel film adentraba al espectador en esa lógica, con un Bruce Willis que progresivamente se descubría poderoso. Es más, tiene la virtud de ser la película siguiente al éxito de Sexto sentido, de modo tal que hubo un público cautivo, que se zambulló sin previsión en una propuesta que hoy es elección mimada por los tanques de Hollywood. Evidentemente, el film de M. Night Shyamalan abrió de manera definitiva el camino al superhéroe cinematográfico. Hasta Grant Morrison, gurú del cómic superheroico, la situó como una de sus películas de referencia. Entre films lamentables y alguno más o menos potable -excepción hecha con la notable Los huéspedes-, la filmografía de Shyamalan ofreció en Fragmentado (Split, 2016) a un insoportable James McAvoy, escindido en 23 personalidades diferentes: una de ellas, la definitiva y líder, la Bestia. Con cierto tono atento al terror y el horror, Fragmentado cumple como película de género, de misterio a develar, y coda final: la aparición disimulada de Bruce Willis -el superhéroe melancólico de El protegido- develaba otro propósito. Nada mal. Las intenciones del director son nobles, pero se vuelven casi ridículas desde la exposición del otro trío protagonista. Así las cosas, a Glass le toca enhebrar las pistas sueltas y construir un relato que articule al héroe de los músculos (Bruce Willis) y el villano del intelecto (Samuel L. Jackson) con el "fragmentado" (James McAvoy); en otras palabras: El Centinela, Glass y La Horda. Oculto en su comercio de sistemas electrónicos de vigilancia, el héroe del piloto (El Centinela) acude con la ayuda de su hijo a socorrer a quienes le necesiten. Entre ellos, la necesidad de dar con el paradero de un psicótico (La Horda) que rapta niñas y, de acuerdo con el film anterior, se las come. Pero, ¿dónde está Glass, el villano de los huesos quebradizos? Cuando los tres personajes se encuentren, lo harán encerrados en un manicomio especial, que rememora desde planos generales la mansión Xavier de los X-Men. Allí, la doctora Staple (Sarah Paulson) dedica su tiempo a investigar determinados casos especiales: pacientes convencidos de ser superhéroes (sic). Staple les interpela y les explica, desde la lógica, lo que parece extraordinario. A la vez, se pone en duda lo que el espectador mismo ha visto en las películas previas. La situación guarda un eco evidente, que refiere a la caza de brujas a la que el medio sobrevivió durante los años '50, cuando el psiquiatra Fredric Wertham, a través de su libro La seducción de los inocentes, provocara una furibunda ola de repulsión hacia las revistas de historietas. Según el psiquiatra alemán, los cómics constituían modelos negativos para los más jóvenes, al incentivar cuestiones tales como el crimen y la homosexualidad. Las historietas, literalmente, pasaron a estar en el banquillo de los acusados, con el Congreso de los Estados Unidos querellando a la industria. Muchas revistas cerraron (como la popular Tales from the Crypt), y con ellas los abordajes complejos, serios, ahora edulcorados con el éxito de Archie y la conformación del Comics Code Authority. Los superhéroes sufrieron una de las peores embestidas, que Glass recrea aquí de manera sintética, minimalista. Además, la secuencia en cuestión podría tranquilamente referirse como la recreación del ataque adulto al niño y la "basura" que lee: en este sentido, no es casual que una de las encarnaciones de McAvoy sea la de un chico de 9 años. De mismo modo, la película circula entre tiendas de cómics para escuchar los diálogos que allí suceden. Les da entidad y los sitúa dentro del imaginario propuesto para su historia. Como si entre estos lectores circulara un saber que deba vigilarse, por ser capaz de poner en peligro todo lo demás. Sin embargo, el verosímil que el film propone se vuelve tan límite que amenaza con descarrilar la propuesta, que en nada se resentiría si toda esta verba explicativa fuera omitida. Ahora bien, esto es algo inevitable en Shyamalan, hay momentos donde funciona mejor y otros que resultan indefendibles, como la lógica oculta en las cajas de cereales (sí, en las cajas de cereales) de La dama en el agua. Lamentablemente, algo de eso hay también en Glass, cuando se consultan revistas de cómics al azar, a la espera de encontrar el cuadrito que explique lo que no hace falta. Lo peor de ello es que, efectivamente, ese cuadrito aparece. Hay que forzar mucho la paciencia para dar crédito semejante. Mejor los buenos ejemplos: En la boca del miedo, de John Carpenter, ofrecía a un Sam Neil alucinado entre libros de un pseudo Stephen King. También Logan, con la caracterización última y mejor de Hugh Jackman como Wolverine. Allí, la línea que separa película de cómic (y actor de personaje) es fina, maleable; cuando el propio Logan se lea a sí mismo en una revista -a las que desdeña como tonterías-, ocurre uno de los momentos mayores, que hacen de esta película una propuesta consciente de sí misma. Pero lo hace sin ampulosidad, desde la apelación a la acción. Logan, de hecho, es una película de acción: un western (y no sólo por citar Shane). Glass, en tanto, se detiene en la explicación aparentemente sesuda, que dilata la espera del enfrentamiento. Como si no terminara de saber cómo encontrar el tono justo para amalgamar las diferencias entre Unbreakable y Split. El twist argumental habitual de su director, hace que Glass se reserve una nueva explicación sobre lo ya explicado. Vaya y pase. Lo peor, de todas maneras, está en la resolución final. Hay que decir que las intenciones son nobles -vale pensar en cómo inicia el film y con cuál secuencia termina, porque existe una mímesis entre las "pantallitas" utilizadas, a la par de una mirada cáustica sobre la violencia de las imágenes-, pero se vuelven casi ridículas desde la exposición, en ese sentarse a esperar, tomados de la mano, del otro trío protagonista.
El sueño de un holocausto cercano De manera sostenida, con notas de suspenso, el film indaga en la relación entre dos mujeres de clases sociales diferentes, que se entrelazan de manera inesperada, y van avanzando hacia un desenlace que podría ser diferente. Toda película es hija de su tiempo pero hay veces que estos nacimientos se producen de manera urgente. Porque no hay modo de escapar a lo que Plaza París implica en momentos sociales como los que tocan, en donde la convivencia zozobra y la cultura con ella. No sólo Brasil conoce por estos días -y para los que vendrán- un caída política que no avizora nada bueno. En este sentido, el film de la brasileña Lúcia Murat (ganadora en 2005 en el Festival de Mar del Plata con la película Casi Hermanos) señala un caldo de cultivo ponzoñoso que arrastra como rastrillo lo que toca. Entre Camila (Joana de Verona) y Glória (Grace Passô) se entretejen varias posibilidades: dos clases sociales y ámbitos laborales diferentes, mundos en coalición y descubrimiento mutuo, psicoanalista y paciente. Las dos ignoran lo que debe ser vivir en donde lo hace quien está enfrente. Como imágenes que se requieren desde una antítesis y síntesis -una blanca y portuguesa, la otra negra y brasilera-, el film de Murat situará a sus mujeres desde miradas enfrentadas, a veces en la soledad con algún espejo como refuerzo semántico, otras desde la relocalización mutua. Pero el cometido pareciera imposible. Esto es algo que Plaza París asume de modo doloroso: aun cuando exista la intención de ponerse en la piel del otro, esto no puede suceder más que desde la imaginación que proveen la fantasía sexual o el sueño. También en intentarlo cuando el otro no mira, cuando no está. Tal como sucede cuando Camila indaga en el teléfono de Glória, con el deseo disfrazado de curiosidad o de deber terapéutico. Entre las dos, en suma, se inscribe un trato de confianza y de prudencia, que evita traspasar ciertos límites que, sin embargo, se tensan cada vez más. Lúcia Murat ganó en 2005 en el Festival de Mar del Plata con su film Casi Hermanos. Camila ejerce su práctica con una fascinación primeriza, que todavía convive con los libros de estudio y la redacción de un trabajo de maestría. Su tarea la lleva de los libros a la redacción escrita y a ese recinto que le aguarda en la universidad, en donde Glória -una de las ascensoristas- le cuenta de su vida y problemas, a la manera de un rompecabezas cada vez más irreal. Es una paradoja, porque lo que Glória relata no es otra cosa más que la realidad misma, la que a ella le toca: un hermano en la cárcel y una historia familiar que tiene un dolor secreto. A la manera de un confesor, Camila forzará suavemente las palabras de Glória, sin embargo, cuando más cerca esté de arribar a lo que anida en ellas, hará lo posible por volver a su confort anterior, en busca de un olvido que se le revela imposible. Esta irrealidad supuesta, que Camila no puede procesar -porque es indecible, porque transgrede su bienestar, su seguridad material y afectiva-, trocará en pesadillas. Puntualmente en una que se tiñe de la crueldad que esconde un video. Video que da cuenta de una práctica que todo espectador/a conoce, desde un morbo al que se alimenta diariamente: vejaciones a cámara repartidas en los teléfonos de cada ciudadano, cuya visualización encuentra adeptos de número creciente. No hay clase social por fuera de esta enajenación. Lo que pasa con Camila es que se deja afectar, no puede creer lo que ve. Y ello la cierra. La manera de procesarlo será la de un sueño con cierta reminiscencia de holocausto, para lo cual, la cabeza rapada y las calles similares a las de un gueto, indican de manera cruzada en cuanto a miedos y experiencias históricas. De este modo, Plaza París encuentra una alusión directa sobre la tristeza y la retórica bestial que corroe por estos días a Brasil. Puede decirse que el miedo ante el otro aparece como el lugar más hondo, del cual se vuelve difícil salir. La prisión, de acuerdo con el film, no está más que dentro de la propia Camila. Cuando Glória la sorprenda en su intimidad, al ingresar a su departamento -así como lo hace Camila con el teléfono de ella-, el temor por el derrumbe del mundo propio ya es carne en Camila. Lo cierto está en que éste ya se derrumbó. Cerrar puertas, aislarse del dolor ajeno, mirar con temor al otro, vuelven todavía más infectos los comportamientos sociales. Temores que tienen en los vigilantes, en la policía, el control deseado: golpes y armas enhebran un muro que el prisionero elige para sí. Desde ya, otros presos estarán en condiciones horribles, dentro de cárceles dedicadas a esconder lo que no se quiere ver. Desde una narrativa que ofrece un ritmo sostenido, Plaza París no duda en extrañarse progresivamente. En un primer momento, desde inserts que rompen con la lógica causal -como la escena sexual entre Camila y su novio en la ducha, ¿ocurrió?, ¿desde la mirada de quién?-, luego a través de un agolpamiento de sucesos que siembran dudas en los comportamientos: la mirada de sospecha comienza a tener un asidero mayor, reforzada por las alucinaciones del sueño o de los tranquilizantes. Hay, justamente, un momento preciso, que rompe el raccord de la acción: cuando Glória y Camila dialoguen simétricamente y sentadas a una mesa, el plano/contraplano no se condice con lo posterior. Podría ser una elipsis. Las manos de ambas están entrelazadas, y el film no mostró cuándo sucedió esto. Ese falso "desliz" (hay un gran ejemplo en La isla siniestra, de Scorsese, cuando de manera casi imperceptible el paciente/recluso hace de cuenta que bebe de un vaso, ante DiCaprio y los espectadores) altera la lógica narrativa y ofrece otras posibilidades, conducentes a tomar lo que sigue como una situación extrema, que escapa a lo hasta allí referido para tomar un cauce desaforado. De hecho, no habrá claridad para el destino de los personajes. Sólo suposiciones que deberán contemplarse a partir de lo visto (y no visto). Es así cómo el film de Murat abre un abanico de posibles e imposibles, en donde la conclusión podría ser lo que se ofrece pero también otra. Esa alternativa descansa en el espectador, gracias a las fisuras que el film permite para que ingresen por allí reflexiones tendientes a pensar lo que pasa de otras maneras. Maneras necesarias y urgentes.
El mito que sabe estar a su altura La última obra del actor y director norteamericano mira de soslayo la parafernalia tecnológica, como buen ejemplo del cine clásico que sabe contar una buena historia, no desprovista, de paso, de una aguda crítica social. Clint Eastwood resume la extraordinaria historia del cine norteamericano. No es una exageración, es constatación. El cine clásico vive en él porque, sencillamente, él es el cine. Al respecto, vale considerar la mirada de desdén con la cual La mula observa las nuevas tecnologías. ¿Quién necesita Internet?, dice Eastwood. Y tiene razón. Él no. ¿Para qué? El cine clásico lo es por una manera de pensar la imagen. Tanto director fascinado por el CGI haría bien en mirar a Eastwood. Y a Ford, a Hawks, a Fuller. Es así cómo La mula despierta el relato: los nuevos tiempos traen otras modalidades, y a otros se los relega. Es en ese margen donde se sitúa este florista a la vieja usanza, ahora condenado por las deudas y las nuevas costumbres de la era digital. La dedicación que merece una flor es enorme, contrasta con sus pocos minutos de vida. Pero es por eso que vale la pena, dice Earl (Eastwood). La flor, valga la expresión, es la figura que abre y cierra el relato, cuyo cuidado es metonimia que señala el dilema familiar de su personaje, tironeado entre el placer por su trabajo y las responsabilidades familiares que religiosamente descuida. Cuidar flores o no cuidar flores. La elipsis separa ambas situaciones. Apenas una década entre medio, a los pocos minutos iniciales del film, para resituar a los personajes y delinear las posibilidades sobre cómo seguir. No más plata, no más casa, sólo la vieja camioneta y unos cuantos trastos. La oportunidad de transportar cargas de un estado a otro surge como alternativa, y con ella el dinero. De este modo tan simple prosigue La mula. Es decir, la forma desde la cual Earl descubre esta posibilidad surge rápido, a través de una casualidad nada casual, sino atenta con los mecanismos más convencionales: lograr que las piezas narrativas coincidan; hay otros ejemplos, tendientes a dar razón al Deus ex machina, como cuando Earl sea finalmente "descubierto" por los matones del cártel, en plena ruta, de manera sencilla. Pero nada de esto molesta. Sino que son rasgos que coinciden con las maneras habituales del cine más puro, y bien narrado. "La mula" erige una mirada cáustica sobre ninguna otra cosa más que la propia sociedad. Vale decir, son rasgos que descifran una manera cinematográfica esencial. Clint Eastwood la ha comprendido a través de la enseñanza recibida y la práctica conseguida. En cuanto a La mula, asume una historia verídica cuya leyenda bendita -"basada en hechos reales", que tanto cine insípido proclama- sabe bien situar al final de la película, para que no moleste o condicione. En otras palabras, se trata de una historia vuelta propia, tan cierta como la de ese cowboy añoso y retirado de nombre Bill Munny en Los imperdonables. Eastwood arroga película y personaje en sí mismo, porque es imposible no pensar en él, en quién es, en el paso del tiempo, en sus elecciones cinematográficas, en franco pleito con la gratuidad hueca de la que se rodea el Hollywood de estos días. De tal modo, Earl sabrá fruncir ceños y comisura de labios, tal como se espera de Eastwood ("imitas bien a Jimmy Stewart", le dicen; y este es un guiño que sólo con él puede funcionar), mientras enfrenta a los más jóvenes, a los violentos, a las nuevas modas, y a las conquistas sociales: la diversidad racial y sexual es tomada por la película como un logro, y lo hace desde el contraste irónico con su personaje, sólo alguien desprevenido no lo comprendería así. A la vez, la simpleza con la cual Earl enfrenta la desaprensión social, cautiva ahora en las pantallas de teléfonos, no puede ser menos cierta: es una aseveración que Eastwood indica, y sin eufemismos. Mientras tanto, La mula erige una mirada cáustica sobre ninguna otra cosa más que la propia sociedad. De modo tradicional, el film inicia con la bandera que flamea en el porche de la casa del florista. Earl, entonces, como síntesis de algo mucho mayor. Él, el "abuelito", el "viejo", el veterano de Corea, enfrenta la pérdida del trabajo y de su casa. No tiene dinero para participar del casamiento de su nieta, única integrante de un grupo familiar que lo detesta. El hogar de veteranos al que concurre está al borde de la quiebra. Si transportar cargamentos peligrosos le reditúa más que nada de lo que hizo, la duda desaparece. Y las soluciones surgen. A la par, desde ya, sobrevendrá el descubrimiento paulatino de lo que se hace, mientras se repasan las responsabilidades de la vida propia y ante los demás. Todo esto sin declamaciones ni lamentos o boberías parecidas. A los hechos se los enfrenta de modo directo: cuando la muerte del ser querido llegue, no faltarán las palabras de cariño, con algunos de los más bellos momentos del cine de Eastwood: "te quiero más que ayer, y menos que mañana", se dicen Eastwood y Dianne Wiest, y logran una escena tan admirable como lo es Los puentes de Madison. Si de citar otras películas del autor se trata, puede pensarse también en el nexo que permiten Million Dollar Baby -la soledad y el dolor asumidos-, y Gran Torino -en el reconocimiento del otro como alguien cercano-. La otredad aparece aquí en la mexicanidad que el cártel supone. Desde luego que hay estereotipos, ¡el propio Earl es parte de esa construcción estereotípica que se llama Eastwood! Antes bien, mejor mirar en los pliegues que fisuran tales construcciones. Allí, entonces, el vínculo paternal entre Earl y el joven matón huérfano. O la constatación misma que supone que sea un norteamericano, veterano de guerra, sin trabajo ni casa, el que se ocupe de distribuir la droga. La secuencia final está a tono con el juicio al cual era sometido Tom Hanks en Sully: Hazaña en el Hudson. ¿Habré obrado mal?, se preguntaba el personaje de aquel film magnífico. Acá sucede otro tanto. Y se obra en consecuencia. Como se decía antes: a los hechos se los enfrenta. Como en el western. La autoría de Clint Eastwood resulta, en momentos así, majestuosa. El mito que él es, sabe estar a su altura.
La silla de ruedas no es patineta El director de Elephant retrata la historia de vida de John Callahan, el notable dibujante cuadripléjico de humor incorrecto, en una película que prefiere la corrección política antes que la bufonada de aquellas viñetas. A simple vista, pareciera que No te preocupes, no irá lejos tiene todo lo necesario para resultar amena, honda, "realista", inspiradora. Y sí, es todo eso. Motivo por el cual, resulta una de las películas menos relevantes en la filmografía del norteamericano Gus Van Sant. Como si hubiese practicado una bisagra entre dos concepciones, Van Sant tiene títulos de raíz independiente y netamente autorales, como Mi mundo privado y Elephant, y otros que parecen preocupados por un resultado meramente efectista antes que complejo, entre ellos: En busca del destino y la todavía peor Descubriendo a Forrester. Hay también casos intermedios y afortunados, como Cuando el amor es para siempre y la notable Milk. El caso de No te preocupes, no irá lejos tiende a estar cerca del cine más previsible. Basada en las memorias del humorista John Callahan, No te preocupes, no irá lejos rescata la historia de vida, humor negro y alcoholismo del artista fallecido en 2010. Cuadripléjico a partir de un accidente automovilístico, Callahan enfrenta una nueva vida para la cual nada pudo prepararlo. Le pide a Dios y le pide al Diablo. A Callahan todo parece resolvérsele, que no pueda caminar -por lo tanto- no sería justo. Ahora, una gota de sudor cuelga de su nariz mientras articula un susurro apenas audible. Lo único que puede hacer. Lo demás, ya no sabe. El concepto de montaje que articula Van Sant logra interactuar las diferentes facetas de Callahan. Pasado, presente y futuro, surgen simultáneos. Van Sant, qué duda, es un narrador consumado. Como ejemplo, un recurso notable lo significa el uso de las cortinillas, así como sucedía en los viejos capítulos del cine en episodios: distintas situaciones se suceden de manera horizontal y vertical, como tiras de cómics. El accidente constituye el episodio nodal. A partir de allí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo: el abandono de la madre, las monjas, los grupos de ayuda, las enfermeras, el amor, la aceptación de una inteligencia superior (tenga ésta el nombre de Dios o el que sea). La película se asume como parábola de vida, que a los norteamericanos tanto les gusta. El redescubrimiento personal irá de la mano de la asunción de esta desgracia, o antes bien de su comprensión como nueva oportunidad. De a poco, la película se asume como parábola de vida, de esas que a los norteamericanos tanto les gusta, válidas para quienes estén dispuestos a saber escuchar, porque alguna verdad de esas que son aleccionadoras seguramente se amolde a la suerte de vida de cada quién. Es llamativo que un realizador capaz de obras sensibles como Paranoid Park decante por tal sensiblería. De acuerdo con el planteo, Callahan será víctima de sí mismo. Y por sí mismo, habrá de recuperar la vida misma. Eso sí, tendrá que respetar y cumplir una serie de pautas o pruebas. Allí, la tarea del gurú (Jonah Hill) que sabe cómo ver más allá para iluminar a quienes le siguen: a sus "piglets" (cerditos), como les llama. A partir de aquí (y antes también), un aroma de autoayuda atraviesa toda la propuesta. Desde luego, la tarea de Joaquin Phoenix resulta extraordinaria, poco más puede decirse. Su habilidad actoral mutante, capaz de deformarse y adoptar pieles de personajes diversos -las más de las veces, dolidos en exceso-, le vuelve de un atractivo indudable: cuando el alcohol lo sume en un trance horrible, cuando la silla de ruedas lo vuelca como peso muerto, su mirada de súplica, el afecto recuperado, la desesperación por no saber quién es. Este rasgo último cumple el lugar de causa-efecto, ante una infancia de abandono y el empecinamiento por descubrir a esa madre fantasma. Sin embargo, y a pesar de reunir aspectos suficientes para volverse uno de los personajes más impactantes en la galería de Van Sant, Callahan se transforma en uno de los más previsibles, atado como está a una historia de redención con ínfulas ejemplares. Callahan, en suma, como ejemplo de vida. Hasta tal punto, que el humor negro que despiden sus viñetas -de un blanco y negro con trazo lento pero seguro- casi se licúa desde la corrección política de la película. En este aspecto, vale como contraejemplo el film American Splendor, de la dupla Shari Springer Berman y Robert Pulcini. En ella, Paul Giamatti interpreta a Harvey Pekar, real guionista de vida subterránea, devenido autor de cómics de culto, hoy también fallecido, autor de mirada profundamente cínica y desgarradora. Esos rasgos la película los hacía suyos, mientras los dibujos y animaciones interactuaban de manera inmanente a la puesta en escena. Nada así hay en el film de Gus Van Sant. Al contrario, los cuadros humorísticos de Callahan surgen de manera ilustrativa, con un tiempo suficiente de lectura para el espectador, sin la fuerza ácida que éstos contienen: la película los vuelve casi inermes. A la vez, si la tarea de Phoenix resulta irresistible, hay un sustento algo endeble en las labores de los notables Jack Black y Jonah Hill. El primero casi a la manera de un cameo, con sus muecas acostumbradas y en un papel que no justifica demasiado que sea él quien interprete al responsable al volante del vuelco de automóvil, causado por el raid alcohólico. El caso de Hill es curioso, inmerso como está en su estrenada delgadez, y en un personaje -el del gurú adinerado, cuya suerte de vida no es necesariamente afortunada- para el que guarda una serie de gestos y actitudes que lo vuelven por lo menos llamativo, pero demasiado impostado. Tal vez, sea éste el rasgo que mejor defina a No te preocupes, no irá lejos: todo está muy controlado y tendiente a encontrar el remate de la moraleja, hasta en la forma del chiste para el cual el dibujante estaba indeciso. Aun cuando Van Sant pretenda hermanar a Callahan con el espíritu adolescente de su obra (contenido en la mayoría de sus mejores títulos, como temática y lugar de despliegue estético), situación que explicita a través de un diálogo fortuito con un grupo de skaters, la mímesis entre las patinetas y la silla de ruedas no guarda demasiada brillantez. En otro sentido, sí resultaba enormemente adolescente el Milk de Sean Penn, si bien sus 40 años parecían decir lo contrario. Pero ese film tiene una vena crítica que aquí se diluye en una corrección que convierte lo que toca en una anunciada impostura.
Baldosas y fanfarria que desafina Distinguida en el Festival de Venecia y otros certámenes, el más reciente film del director mexicano conjuga recuerdos de infancia y hechos traumáticos con el cariño puesto en una mujer a la que dedica el film. El inicio y el desenlace de Roma poseen, respectivamente, ángulos de cámara a la manera de un plano y contraplano. En el plano que abre el film ocupan el encuadre las baldosas del patio y el agua jabonosa que lo lava. Sobre el agua, el reflejo de la ventana; tras ella, el avión. En el desenlace, el encuadre cobra vuelo -ahora en contrapicado-, con la escalera que conduce a la terraza, sobre ésta: otro avión. En ambos, es Cleo quien protagoniza. Es en ella y su hacer doméstico donde la cámara de Alfonso Cuarón descansa. Entre ambos planos, el ascenso hacia un más allá que comienza en ningún otro lado más que bien acá. A Cleo (a Libo: mujer que trabajara en la casa de Cuarón cuando niño) está dedicado este recuerdo en forma de nube, o de cine. La emotividad que desprende Roma hace de ésta, tal vez, la mejor película de su director. Rasgo sensible que nunca se sobrepone al relato ni a sus recursos, sino que se desprende de su sabio uso. La narración surge de manera magistral. Y el afecto que la película verdaderamente siente es su consecuencia. Contagiarse de este sentir no es nada difícil. Cuarón está, afortunadamente, bien lejos del ardid técnico supuesto por la sobrevalorada Gravedad. Mientras en aquella película, Sandra Bullock orbitaba el espacio perdida en sí misma para luego volver a la Tierra (y a un renacer válido como parábola de autoayuda); en Roma es otra mujer, Yalitza Aparicio (Cleo), quien sobrevuela de mismo modo pero con los pies en la tierra, nacida en el margen de la gran ciudad, dedicada con esmero a la tarea que le supone cuidar de la casa y los hijos de la señora Sofía (Marina de Tavira). El director ha señalado la impronta autobiográfica de Roma, situada en los comienzos de los años '70, en un México que abre la década entre fanfarrias militares que desentonan, griterío callejero, revueltas y escisión social. "Roma" es la mejor película de Alfonso Cuarón. La fisura que la sociedad vive la exhiben también el hogar y la familia, cuyos gestos se traducen en órdenes, castigos y recompensas. La separación de los doctores de la casa -matrimonio con cuatro hijos y abuela- tiene su correlato en los sucesos que vive la propia Cleo, paredes adentro y afuera, dividida entre su lugar social y los gestos de afecto y desdén que le prodigan. Evidentemente, Cuarón es alguien consciente de su origen social, al que examina con la meditación a la que el cine obliga, mientras hilvana una película de cariño hacia esa mujer entregada a una tarea para la cual no ahorra afecto, palabras de ayuda, o la vida misma (tal como de manera explícita el film sabrá señalar). Es por esto que Roma constituye una mirada que, por indagar en la historia propia, no hace otra cosa más que referir sobre los avatares de ese país que se llama México, y a la par de ese otro país que se llama Estados Unidos. El propio Cuarón es expresión viva de este dilema, a partir de un cine repartido entre uno y otro lado de la frontera. Un dilema, hay que decir, que el mismo cine transgrede como expresión sanadora, porque el arte no conoce de fronteras. De todos modos, el contrapunto que el astronauta de la Nasa en Abandonados en el espacio (1969) ofrece con el colectivo terroso que transporta a Cleo al interior de México, no deja de provocar una resonancia de interés, que a su vez replica entre la película misma y el cine de Hollywood (rebote que devuelve sobre la ya citada Gravedad). Contraste que Cuarón logra al incorporar al cine dentro del cine, como indagación sígnica -eminentemente cinematográfica- que se sumerge para, así, encontrar imágenes que devuelvan una reflexión sobre lo que ha sido: vale destacar que en Roma el cine sobresale como una compañía para las familias todas, sean de la clase alta o la más humilde; algo que ya no sucede (¿acaso porque el cine mismo se ha vuelto un proyecto vencido?). En virtud de esta indagación, Cuarón elige un episodio contundente y lo retrata de modo admirable: la espantosa masacre de Corpus Christi, la cual resuelve desde la copartipación de acciones visuales en el mismo plano. Escisión interna que manifiesta unidad. Es decir, México está partida, dividida, mientras conviven varias situaciones. Los estudiantes reclaman a la vez que otros persisten en su día de compras comerciales. De pronto, la muerte irrumpe y todo se fusiona y luego prosigue. El desenlace de esta secuencia es de lo más difícil que la película ofrece, porque deriva en la situación del parto y porque el desenlace es desolador. Parto que está impreso en el cine del mexicano en tanto lugar de tránsito y promesa, como en la mesiánica Niños del hombre. Pero lo que Roma viene a presentar es bien distinto. Ahora bien, el agua -así como en ese film y en Gravedad- vendrá en rescate de los personajes como instancia renovadora, sanadora, tal vez como promesa de un después. Se ve que la religiosidad de Cuarón continúa como aspecto sustancial. En otro orden, nada alejado de lo que se ha señalado, la habilidad técnica del film ofrece sintonía con lo que se persigue, de manera adecuada a la deriva anímica de los propios intérpretes, cuya actuación les lleva a componer realmente los cambios anímicos ante cámara. Es decir, Roma privilegia el plano-secuencia -recurso habitual en el cine del director-, pero no como ardid técnico sino como ubicación espacial que procura recuperar ese espacio y tiempo perdidos, que sólo persisten en la memoria. Al no cortar la toma, lo que se observa es la sucesión real de fachadas, negocios, calles y cuadras; en fin, la vida misma. La ausencia de montaje permite, así, que el dolor o la alegría se inscriban de manera conjunta en lo que se ve, mientras la cámara acompaña con movimientos calmos. Junto con ello, Roma ofrece un diseño sonoro que podría recordar al de la literatura de Carlos Fuentes. Una pluralidad de voces y sonidos se dibuja de manera citadina, hogareña y rural. La recreación de los contextos sonoros tiene en Roma uno de sus aspectos más fascinantes. Hay que apreciar cómo el film pretende envolver al espectador en ese recuerdo del pasado, para que contraste a su vez con cómo el silencio y los insectos dicen de otras maneras. Así como el tintineo del granizo sobre las ventanas. O el chisporroteo de un incendio voraz. También la tranquilidad de las cenizas al amanecer. Cada una de estas imágenes, entonces, como un tapiz que es homenaje a esa mujer, gracias a la cual la película misma -sino el cine todo de su director- es posible.
Dios no piensa en los detalles La hermana pequeña es hija de otro matrimonio, y las hermanas mayores no la conocen. El padre fallece y la convivencia surge como respuesta en este film sensible y magistral. Un sentir de necesidad mutua, de elecciones. Es un encanto paulatino el que surge en las películas del director japonés Hirokazu Koreeda. Hace un año se distribuía en el país Después de la tormenta (2016), su película siguiente no tuvo estreno local, y la que ocupa estas líneas, Nuestra hermana menor, es de 2015. Vaya a saberse cuáles son los designios que deparan tal suerte de proyección. Al menos, algunas de las películas de este realizador llegan al estreno comercial, y el cinéfilo hará bien en recordar aquella obrita maestra, premiada en el festival Bafici, que es Afterlife (1998). Desde ya, el encanto paulatino de este trabajo poco tiene que ver con el laberinto de la exhibición, sino con el mundo personal que Koreeda construye con cada película que dirige. Dilemas familiares, personales, personajes con la conciencia de saberse repentinamente vivos, a partir de la inmediatez de la muerte. En los dramas de este director japonés, es un grupo de personajes el que enfrenta estos avatares, como caras compartidas de una misma pregunta, contenida en varias voces. En Nuestra hermana menor, el realizador japonés versiona una premiada historieta de Akimi Yoshida, y de acuerdo con lo que dejan ver los paneles del manga que circulan por la red -con interiores en blanco y negro, portadas a color-, se aprecia la emulación de ciertos planos generales en donde la ciudad convive con la naturaleza, encuentra una raigambre poética que es marca personal en el cineasta. Así como sucede en (la posterior) Después de la tormenta, en Nuestra hermana menor los personajes parecieran habitar una Japón diferida, alejada de las marquesinas digitales, sin congestiones ni apabullamiento tecnológico. Antes bien, se trata de pueblos o barrios calmos, en donde es posible apreciar el perfume de los cerezos en flor. Los cerezos no constituyen un efecto retórico, sino que asumen el lugar en el cual las acciones de los personajes tendrán su encuentro. Pero para llegar allí hay que saber esperar. Acá es donde aparece el encanto, en la paciencia, en los momentos pequeños que, en tanto efímeros, necesitan de la contemplación: la brisa suave, las gotas de lluvia repentina, el frío que invade el hogar, el ciruelo añoso, el sabor de la comida recién hecha. Detalles enormes. Que señalan un sentir cercano hacia el cine de Yasujirō Ozu, pendiente también de un entorno que excedía a los personajes, apenas pasajeros de un mundo que permanece, que hace mucho más que ellos está mientras les asiste en sus alegrías y dolores. La trama ofrece cierto movimiento pendular de la historia. En Nuestra hermana menor se narra cómo, a partir del fallecimiento del padre, tres hermanas lidian con la asistencia al funeral. También con la oportunidad forzada de conocer a una media hermana. El film es esto, también el movimiento pendular consecuente, porque se trata a su vez de cómo esa niña pequeña procura un encuentro con las hermanas mayores. La convivencia entre las cuatro ser revela adecuada al ritmo mismo del relato: de a poco, sin atropellos ni diálogos que expliquen, tampoco con escenas de clímax sorprendente, sino miradas fugaces, asentimientos y sonrisas tímidas, recetas de cocina y juegos compartidos. La pequeña Suzu (Suzu Hirose) es, en principio y desde la especificidad cinematográfica, el contraplano de las tres hermanas; es decir, ella está por fuera del encuadre, pero esto también es lo que sucede a la inversa. El intento de toda la película será el de reunir a las cuatro hermanas en un mismo plano. Lo hará a través de momentos íntimos, que surgirán cuando corresponda, sin apuro. Al mismo tiempo, las situaciones de vida serán actos reflejos entre sí. La figura del padre fallecido oficia como un vértice entre dos familias, y entre ellas, episodios que no serán tan diferentes, mientras permiten que el descontento hacia los adultos trueque en mirada interna: descubrir al otro (el padre, la madre) en uno mismo. Lo que importa, en todo caso, son los cerezos en flor, si el color que los acompaña pudo ser apreciado. Allí hay algo más hondo, hermoso. Podría pensarse, desde ya, que para llegar a tal sensibilidad hay que atravesar lo vivido, con sus incongruencias tal vez aparentes. Hoy estoy enojada con Dios, dice la hermana mayor, la enfermera y más obsesiva de las tres, al enterarse de que la cocinera del alma, cuyo restaurante le acompañara durante toda la vida, padece una enfermedad irreversible. Lo que parecía para siempre se esfuma, y ese lugar de cariño en donde las historias de estas hermanas se anuda, habrá de sumergirse en los recuerdos. Allí, dos situaciones. Una: la entereza de esa mujer que, al saberse mortal, prefiere ver los árboles florecidos. Otra: aceptar el ofrecimiento del hospital en el cuidado de los pacientes terminales. Ninguna de estas dos instancias es forzada, tampoco vuelta relación explícita, sino que lo que entre ellas habrá de suceder -cuidar de esa mujer con el mismo afecto que ella supo tener- será resuelto de maneras indirectas, sesgadas, elípticas. Otra vez el movimiento pendular: la vida que dio cariño finalmente lo recibe. Y sus últimas palabras, parece ser, han sido que fue feliz. Del mismo modo, es en esta hermana en quien se cifra otra dualidad inmanente, en relación a ese doctor y amante que prefiere la pediatría antes que ver morir a sus pacientes. Ella se debate. Lo cierto está en que una y otra mirada convergen, son recíprocas. Koreeda perfila un sentir de mundo que es de necesidad mutua, de elecciones que hacer para que otros y otras puedan también ser. En el camino, hay momentos dolorosos y equívocos, pero en ningún momento se evaluará lo hecho desde la acusación. Aun cuando éste sea el sentir en algunos de los personajes, lo cierto es que el film del director Koreeda se valdrá de esta furia para trastocarla en comprensión más profunda. Ese padre que abandonó a toda su familia, esa madre que también lo hizo; de todos modos, hay un cariño todavía, y no faltarán momentos en donde hacerlo sentir. "Dios no piensa en los detalles, así que nos tenemos que ocupar de ellos", se escucha decir en algún momento de la película. La pequeña Suzu, en tanto, vive lo que sucede como un escenario al que pareciera no haber sido invitada. Finalmente, habrá también licor de ciruela para ella. Sin darse cuenta, las prácticas y costumbres de estas hermanas unidas y diferentes le han llegado bien dentro. El plano final las contiene y es en secuencia, sin cortes, con todo el tiempo para ellas.