La primera gran maravilla de este film es -con justicia- imperceptible. Quien tenga un ojo profesionalmente entrenado, notará que Clint Eastwood elige una forma compleja de narrar la historia de uno de los hombres más poderosos de la historia reciente, el increíble fundador del FBI, J. Edgar Hoover. Una estructura que va y viene en el tiempo, que alterna episodios como temas en una sinfonía: el modelo es su otra biografía, la genial “Bird”, definida por un gran crítico como “un film be-bop”. Pero quien no tenga ese ojo “profesional” se verá incluido en la historia y sentirá su tersura, su claridad y su fuerza. Esto ya merece todo un elogio, porque cualquier persona es compleja y narrarla equivale a hacerse cargo de esa complejidad. Y mucho más cuando se trata de un “villano tradicional”. Eastwood no asume soluciones fáciles: penetra la intimidad de ese anticomunista acérrimo y fanático, explica y muestra su homosexualidad oculta -pero extrañamente honesta- y marca las diferencias entre ese tipo tan malo que igual hizo algo bien y otros villanos absolutos, como Nixon. Gracias, además, al trabajo impresionante de Leonardo Di Caprio, logra que por un par de horas nos pongamos en el lugar de ese “villano” y lo comprendamos. Es sustancial: solo desde la comprensión del otro es posible llegar a una mirada ecuánime que nos permita adherir o rechazar con fundamentos. Eastwood logra conmover, incluso en los momentos más incómodos, con un personaje a priori despreciable. Eso es el cine.
José Glusman es un realizador interesante: a un debut menor (Cien años de perdón) siguió una película muy interesante (Solos). En ambas mostró un buen ojo para los detalles cotidianos y buena mano para hilvanarlos en la ficción. Aquí se trata de la investigación de un crimen que lleva aparejado un drama de pueblo chico. Lo mejor de la película es, justamente, la mirada; su debilidad, cierto peso teatral tanto en la construcción de la trama como en las actuaciones.
Problema: Brett Rattner. Si tuvo una película más o menos buena (la tercera X-Men), se debió a que casi todo el trabajo estaba hecho previamente por otro director (Bryan Synger). El resto de su filmografía tiene como único atractivo la búsqueda del impacto a cualquier precio. Aquí hay un buen conjunto de comediantes -la dupla Ben Stiller-Eddie Murphy funciona- tratando de llevar a cabo un robo imposible. El film no se decide por ir o bien decididamente a la farsa o bien decididamente a la aventura, y esa diletancia lo hiere. Ni chicha, pues, ni limonada.
George Clooney es un actor con pinta clásica y un realizador que ha logrado penetrar la política -y su relación con el espectáculo, como lo prueban Memorias de una mente peligrosa y Buenas noches, buena suerte- para encontrar sus razones. Este Secretos de Estado es menor respecto de sus otros films en la medida en que no nos narra nada nuevo y -gran pecado- se deja llevar por la mecánica del thriller político, que ya se ha vuelto un género en sí. Hay placer en ver la película: las actuaciones son perfectas y la trama se sigue con interés casi hasta el final. Sin embargo, el espectador que intente ir más allá del esquema se encontrará con que Clooney tiene muy poco que decir respecto de los problemas centrales de su historia: apenas que el poder es nido de corrupción (y para eso basta con leer el diario). En otras palabras: a la justeza de la realización y la tensión de la trama se les superpone -y les resta peso- la trivialidad de su tema. Un film, pues, mucho menor de lo que podíamos prever dados los antecedentes del realizador.
Podría decirse que el realizador David Fincher es un especialista en asesinos seriales: Pecados Capitales, Zodíaco y ahora esta adaptación “alla Hollywood” de la novela de Stieg Larsson -ya llevada a la pantalla en Suecia- prueban que comprende algo del asunto. En realidad, Fincher es un especialista en contar el final de la civilización. Este film comparte con sus anteriores películas el aire glauco, opresivo que caracteriza a todas sus películas anteriores, y muestra además que lo que causa interés en sus mejores películas es, justamente, su aspecto humano. El núcleo “policial” de la historia es la corrupción de una familia con poder, algo no muy distinto de lo que Chandler y Hammett han creado desde hace poco menos de un siglo. Pero lo que cuenta es la relación entre dos seres desplazados y abusados, de diferente manera, por el poder: el periodista Blomkvist (un perfecto Daniel Craig) y la hacker Lisbeth Salander (una extraordinaria Rooney Mara). En esa relación es donde la mirada desencantada del presente pero levemente esperanzada de Fincher -alguien que maneja como pocos el lenguaje del cine clásico- encuentra su auténtico tema. A pesar de las secuencias duras (una violación, por ejemplo, de las más brutales que ha dado el cine), hay una especie de extraña ternura que hace del film un paisaje preciso del mundo finalista que nos ha tocado en suerte.
Si le decimos que esta es la historia de un señor que queda jubilado y comienza a descubrir todo lo que se ha perdido de la vida, va a pasar de largo. Si le decimos que es una película de aventuras, probablemente no. Bueno, es ambas cosas, porque descubrir que el mundo no es como uno cree -o que el mundo es, simplemente- es toda una aventura. Este film realizado para complacer a un gran público, simpático y quizás emotivo a reglamento, no deja de presentar momentos sorprendentes y absurdos que condimentan, con fuerza, su esquema argumental algo previsible.
Con absoluta sinceridad: ver este film es simplemente ir a disfrutar por un rato de la dupla cómica que lograron conformar (más allá del director) Robert Downey Jr. y Jude Law. El resto es el demasiado trivial e inútil exhibicionismo fílmico del inane Guy Ritchie. Alguien a quien habría que explicarle que lo efectivo de un disparo es su instantaneidad, no que se lo vea en pantalla del cañón al blanco destrozado en cámara lenta. Repetimos: ellos son divertidos. Lo demás, no.
Tiene todo el derecho del mundo a temer este film: después de todo, se trata del típico relato aleccionador con “mensaje importante” que Hollywood nos arroja por la cabeza alternando con el espectáculo de efectos especiales sin sentido. Pero así como en la segunda categoría hay grandes películas (en cartel Tintín o Misión: Imposible IV) también las hay muy buenas en el carril didáctico. Pasa con ésta: chica del Sur estadounidense pero modernizada vuelve a su pueblito en plenos 60 y escribe un libro sobre su comunidad desde la perspectiva de las criadas negras. Es decir: el film trabaja con muchos estereotipos (el de las negras, el de las racistas sureñas, o el de las mujeres de clase alta y baja, etcétera) que parecen empujar el film hacia la caricatura. Pero entonces aparecen las actrices dándoles humanidad (es decir, matices y rasgos personales) a cada criatura. Y el problema del racismo pasa a ser una metáfora de otras cosas, pasa a ser la historia de cómo y desde dónde se cuenta la Historia. En épocas en las que se reivindica el reivisionismo o se quiere manipular un “relato”, este film resulta, aleatoriamente, más interesante.
Ya es candidata a las diez mejores películas del 2012. Eso sí, trate de verla en inglés, aunque en castellano también funciona. No es una película infantil, aunque los chicos la disfruten sin pausa: es un juego absoluto y constante con el propio cine y el sentido del espectáculo: una película que nos explica por qué tenemos que divertirnos. Y también sobre el amor, la identidad, la solidaridad y el poder del dinero. Eso, si necesita una excusa “seria” para sentarse una hora y media a reírse y emocionarse en cada plano. La historia es la de Walter, un Muppet que busca a sus semejantes, y de la organización de un postrer –primer– “Show de los Muppets” para rescatar un teatro. Es decir, cuento conocido y al mismo tiempo tratado con distancia e ironía justas, para que nada suene cursi. Ni los números musicales, que incluyen siempre un toque de humor para cortar cualquier melosidad, ni los innumerables gags que pintan nuestro mundo (la “banda tributo” de los Muppets –los Moopets–; la “risa maníaca”; el “viaje por el mapa”; el robot de los `80; las versiones brillantes de “Smell like a teen spirit” o “Fuck You”, la presencia cascarrabias y enorme de Jack Black, el increíblemente genial villano de Chris Cooper, cada diálogo de Jason Segel, cada mirada de Amy Adams) opacan la presencia indestructible de los muñecos. Ahí están Kermit y Miss Piggy y Fozzie y Gonzo y Meeker y Scooter: criaturas de colores fuertes para decir, fuerte, que la vida vale la pena. En tiempos nebulosos como estos, hay que ir a encontrarse con este arcoíris.
Debut como director cinematográfico de Daniel Hendler, este film parte de una situación que podría ser patética (un hombre que pierde su trabajo) y la deriva hacia otro lado, hacia el costado casi fantástico de la invención de uno mismo. Con justo equilibrio entre drama y humor, el film descubre que dentro de cualquier persona se esconde lo extraordinario, que todos somos, en el fondo, artistas.