No, no es excelente: hay una película con premisa parecida (Hazme reír, no estrenada aquí) que es mejor. Sin embargo, esta “tiene algo”. La historia es la de un joven que tiene que pelearle a un cáncer, y del amigo que lo ayuda. Entre los dos protagonistas -Joseph Gordon-Levitt y Seth Rogen- hay una química especial y el guión usa el humor para pelearle a la tragedia. Le gana por puntos, pero basta para que uno disfrute de la película y se le ría en la cara a la muerte.
Curiosidad: en Tintín, un director de acción en vivo hace un film de animación; aquí uno de animación -otro gran artista, Brad Bird, responsable de Los Increíbles y Ratatouille- hace un film de acción en vivo. El lazo entre ambos es la pura aventura física, la empatía con los personajes y el gusto por la invención, por llevarnos a un mundo que se parece al nuestro pero no existe. Aquí nuevamente Tom Cruise demuestra que es uno de los mayores actores del cine, de esos que actúan con cada articulación y cada músculo. La historia es simple: los agentes de Misión: Imposible quedan a la deriva tratando de desarmar el plan de un villanísimo que quiere controlar al mundo. Como en Los Increíbles, justamente, Brad Bird toma esa situación para desarmar los lugares comunes del género sin traicionarlos, y para crear una fábula alrededor de valores tan intangibles como la amistad y la lealtad. Aquí importa que esos temas se traducen en puro movimiento, uno en el cual nos vemos absolutamente involucrados.
Si usted vio Beowulf o El Expreso Polar, crasos films del decaído Robert Zemeckis cuya gracia consiste en actores transformados en dibujos, seguramente tenga desconfianza respecto de este film de Steven Spielberg -con segunda cámara nada menos que de Peter Jackson- porque hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, esa técnica es más bien torpe. Sin embargo, esta Tintín, en lugar de poner el acento en lo que se puede hacer con los chiches digitales -y eso que hay mucha invención técnica en él- se preocupa por los personajes y por retomar tanto el humor amable como el espíritu aventurero de la historieta original. Así, por casi primera vez (Avatar sería el primer caso) la técnica no solo no molesta sino que aparece como única alternativa cinemática a esa mezcla de realismo y fantasía que desplegó Hergé en sus álbumes. La historia es la de la búsqueda de un tesoro y el hallazgo de una amistad notable, la del capitán Haddock y el reportero Tintín (y el maravilloso perro Milú). Las enormes secuencias de acción (cerca del final hay una persecución sin cortes de escena que es asombrosa) funcionan no solo por su fuerza gráfica sino -y sobre todo- porque tememos y gozamos con sus personajes. Es la dimensión humana de la aventura, pues, lo que nos atrae. Más que una golosina, una auténtica demostración de que el gran cine, sea del presupuesto y la tecnología que sea, siempre depende de que haya detrás un gran artista.
Cameron Crowe es un realizador que viene del guión y del periodismo. Hay algunas películas donde ha logrado crear algo así como una emoción diferente de las que están escritas (Casi famosos, digamos), pero por norma se atiene demasiado a la letra y, por el encorsetamiento que ello representa, termina anestesiando las posibilidades de sus temas. Aquí se trata de una familia que compra un zoológico para vivir y está basada en una historia real. Cuando Hollywood toma una historia real para transformarla en ficción, puede resultar una genialidad (El juego de la fortuna) o una zoncera (este film): la diferencia reside en si el director prefiere aleccionar a simplemente mostrar y dejar fluir. Y aquí sucede, desgraciadamente, lo primero. Sin embargo, algo contrapesa: los personajes son simpáticos y no nos aburrimos de verlos, aunque nos interesa poco lo que hacen. Se lleva las palmas Matt Damon, que es de esas figuras de las que la fama llama a desconfiar, pero que saben de qué se trata actuar frente a la cámara. Lástima que Scarlett Johansson dejó, hace mucho, de cumplir con la promesa interpretativa que representó cuando niña.
Hay algo interesante en el hecho de que un cineasta considerado magistral como Werner Herzog tome el artefacto 3D y realice con él un documental. De algún modo, legitima un procedimiento que, hasta ahora, era considerado sólo como un aditamento comercial más o como la posibilidad de que el cine remedara a una montaña rusa. Es también interesante que Wim Wenders haya realizado su homenaje a Pina Bausch utilizando la misma técnica y casi al mismo tiempo: ambos cineastas muestran que el 3D es ideal para sumergir al espectador en lo más parecido a la experiencia de la realidad, y reclaman su dominio para el género más alejado del artificio. En este caso, Herzog recorre cavernas antiguas donde hombres que vivieron hace miles de años retrataban en las paredes su sueños, sus fantasías y sus deseos. Por cierto, los discursos a veces cómicos de Herzog hacen contrapunto con el mero registro. Y, en algún punto, también señala los límites -técnicos, sí, pero también emotivos- del procedimiento. Sin dudas, el film representa una experiencia lúdica extraordinaria, mientras que Herzog nos cuenta que es imposible transferir todos los elementos de esa experiencia en el mundo real. Lo hace, por cierto, con humor y fascinación tanto por el aparato que tiene entre manos como por ese mundo: la más alta tecnología del arte se encuentra con la más baja y ambas se identifican. Un entretenimiento, pues, paradójico y por eso mucho más interesante que su propio tema.
Un periodista cuyos padres fueron torturados y asesinados por la dictadura militar argentina, viaja de España a Buenos Aires en busca de verdad y de venganza. Pero se enamora de la hija (buena) del comisario asesino (malo). Y la hija (buena) comienza a pensar sobre sus orígenes y se acerca a Abuelas de Plaza de Mayo. Como todo film que trata sobre los crímenes de la dictadura, decir algo en contra implica que a uno lo tilden de mal tipo. Pero allá vamos: en primer lugar, el film no termina de decidirse entre el abstracto suspenso (efecto universal y metafísico) o la denuncia puntual (efecto de corto alcance en el tiempo). En segundo, cae en la manipulación casi infantil de que si el hijo de una persona mala es bueno, es porque no es su hijo -como si el mal fuera un gen hereditario, lo que en última instancia disuelve la tensión emocional de los personajes. Es loable la intención de utilizar un contexto reconocible para plantear una fábula moral, hasta que el contexto deja de serlo y pasa a ocupar el centro de la escena. Entonces, la fábula se vuelve publicidad.
Entre los realizadores de películas de aventuras, brilla el casi anacrónico y siempre creativo David R. Ellis. Casi anacrónico porque sus películas, a pesar de la velocidad siempre enorme y de los efectos especiales, apuestan a un clacisismo que hoy no está demasiado en boga. Por regla, sus películas tratan de situaciones cotidianas que se vn de madre por la intervención de un elemento fuera de lugar. Es lo que se ve en Celular, Destino final y esa locura absoluta llamada Terror a bordo que, en el universo conocido, se llama Snakes on a Plane (sí, la del avión en plena tormenta plagado de serpientes venenosas). En Terror en lo profundo tenemos a un grupo de alocados y lindos jóvenes de vacaciones (exposición de cuerpos de tapa de revista) son atacados por tiburones. Ellis, uno de los más veteranos directores de segunda unidad (esos que filman lo que el director titular no tiene tiempo o no le interesa, como las escenas de acción) había cumplido ese rol en Alerta en lo profundo, aquel otro film de tiburones realizado por Renny Harlin que resultaba bastante alocado. Quizás recordando aquel descontrol, aquí Ellis se dedica a mostrarnos -en 3D- todas las formas posibles en que un escualo puede almorzarse a un cristiano (o judío, o musulmán, o budista...). El resultado quizás no está a la altura de otros de sus films, pero la creatividad para la truculencia y el ritmo constante hacen de la película un verdadero ejercicio de aquella gloriosa Clase B, que aún sobrevive en estos artesanos locos por el cine.
Hay una intención saludable en este film: narrar una historia fantástica sin que el dispositivo suene alegórico. Y más allá de una producción por lo general ajustada, el problema básico de la película no es tanto virar hacia el melodrama sino caer finalmente en la tentación alegórica. A los buenos trabajos actorales hay que sumar algunos climas ajustados. Pero el conjunto se resiente: la intención de contar todo lo posible termina diluyendo la efectividad del asunto.
Matilde Michanie es una especialista en documentales que, hace un par de años, retrató con ajustada precisión a la Tigresa Acuña en Licencia número uno. En Judíos... muestra la historia de personas que deciden convertirse al judaísmo, una religión que -a diferencia de las otras grandes religiones reveladas- no busca convertir a nadie. El mosaico resulta mucho más complejo que los simples motivos de conversión de cualquiera: hay se adivina la pregunta sobre por qué elegir una religión, por qué buscar cierta trascendencia. El resultado es de enorme interés, aunque las respuestas no sean categóricas.
Actores en la mala, cineastas de ocasión, un accidente con muerto incluido y más muertos. Estos elementos alcanzan para construir una película que divierte no por lo explosivo de su construcción sino porque el espectador termina creyendo en lo extraño y literalmente desgraciado que sucede en él. Se trata por un lado de una comedia negra, un género que los británicos (este film es de todos modos irlandés) han practicado con particular asiduidad, aunque con una flema totalmente diferente. Por otro lado, la película es una reflexión sobre el propio artificio cinematográfico, sobre cómo se combinan en la creación de un relato el azar y la necesidad. Por supuesto que esta segunda idea fluye sin que se declame, lo cual hace de la película algo interesante (de otro modo, entraríamos en lo que en buen criollo se llama “canchereada”). Lejos de las estridencias pero con la dosis justa de elementos “raros” para sostener la atención, una comedia más inteligente de lo que parece a primera vista.