Hay dos clases de películas que representan un problema para el crítico: los grandes tanques donde todo es vértigo evidente y los “duelos actorales”, donde pasa lo mismo. En ambos casos, la producción provee lo que el espectador quiere comprar, ni más ni menos, sean historietas vueltas a la vida por la magia de la computadora o eximios intérpretes mostrando quién tiene el rictus más grande. Bien, El buen mentiroso narra la última estafa posible de un estafador: entrarle a los millones de una viuda inteligentísima. O sea, el juego del gato y el ratón aunque -esto es previsible, claro- finalmente uno no sabe cuál es cuál. Uno va al cine a ver a McKellen y Mirren jugar, nomás. Y está bien, se disfruta porque es ver una acrobacia actoral que no podemos presenciar sino en el cine. Pero uno quiere también otra cosa: que McKellen y Mirren desaparezcan y aparezcan criaturas de ficción en las que podamos creer. No es su culpa que solo veamos grandes actores haciendo grandes cosas sino de la habitual mediocridad de Bill Condon, director en alquiler.
Otro duelo de actores, esta vez en una ficción (el encuentro entre Jorge Bergoglio y Joseph Ratzinger es básicamente inventado) sobre algo real. Se verá en Netflix en dos semanas, pero visualmente se disfruta bastante en pantalla grande. Lo demás es teatro: dos tipos distintos que se convencen de tener algo en común y se hacen amigos. Los flashbacks argentinos funcionan mejor si uno tiene alguna otra nacionalidad (pero Juan Minujín está muy bien). Continuará.
Escasean los largos animados argentinos, por lo que este, realizado con técnicas bastante orignales que implican fotografías y computadoras, es para prestarle atención. Un cuento sobre los miedos de la infancia y el descubrimiento de que las cosas no son exactamente como aparentan, con mensaje de inclusión y momentos muy creativos.
Alguna vez habrá que reivindicar las dos películas sobre la célebre serie de los setenta que hicieron Cameron Díaz, Drew Barrymore y Lucy Liu, dos comedias absurdas llenas de gags. Hecha justicia, ahora nos toca este relanzamiento a cargo de Elizabeth Banks. Una realizadora feminista sin declamar su posición, digamos, era la ideal para escribir, producir y dirigir este film. Pero las cosas no funcionan por razones estrictamente cinematográficas: abarcar demasiado (demasiada acción, demasiado humor, demasiado drama, demasiado diseño) sin lograr que algo integre los diferentes niveles de la película en un todo coherente. Hay secuencias que valen la pena y momentos muy logrados por parte de tres actrices que confían en su carisma. Estamos ante una película fallida: una que pudo lograr mucho más, que tenía nobles ambiciones pero que, por falta de visión total, queda a mitad de camino.
Todo narrado sin artificio, a puro sentido común, al hueso de cada situación. Hemos dicho muchas veces aquí que Sofía Gala Castiglione es de lo mejor que tiene el cine nacional. Aquí, ocupando casi todos los fotogramas, vuelve a demostrarlo, pero la película es mucho más que ella. Es una joven que cuida a un nene, ese nene tiene un accidente, lo que viene después es pura culpa, intentos de explicación, alguna falsedad. Todo narrado sin artificio, a puro sentido común, al hueso de cada situación.
No solo funciona como auténtico thriller sobrenatural sino también como retrato emocional. El golem es uno de los grandes legados del folclore judío a la imaginación universal, un ser artificial al que se le da vida por medio de ciertos conjuros. En esta versión del mito hay un mundo medieval, una plaga, una mujer desesperada y un golem que al mismo tiempo convoca nuestra empatía. No solo funciona como auténtico thriller sobrenatural sino también como retrato emocional.
Aquí hay personajes que nos interesan, un cuento que vale la pena y generosidad visual mirada con la –aparente– ingenuidad de la clase B. Después de un par de películas alemanas no demasiado buenas, Emmerich hizo en los Estados Unidos un par de películas no demasiado buenas, pero al menos taquilleras, entre ellas “Día de la Independencia”. Parece que recién después fue aprendiendo y así logró algunas de las mejores películas de aventuras de los últimos años. Entre ellas la nada ingenua “2012” y la rara pero divertida “10.000 BC”, o la alocadísima “El ataque”. “Midway”, que narra la crucial batalla de la Guerra del Pacífico, no es tan buena como las que destacamos ni tan mala como “Día...”, pero muestra sobre todo lo que le gustan las escenas de acción masivas al germano. Si el aspecto actoral o dramático es más bien cercano al cotillón, podemos ver que se trata de una elección estética (discutible como cualquier otra) que alcanza para inyectarle drama a la pura abstracción de las bellas escenas de batalla, y no al revés, como supo ser la norma. En las antípodas de aquel despropósito que fue “Pearl Harbor” en 2001, aquí hay personajes que nos interesan, un cuento que vale la pena y generosidad visual mirada con la –aparente– ingenuidad de la clase B. Y eso, esa falta de pretensión discursiva o de moraleja es la que le otorga su encanto y nos permite disfrutar de la historia. Sí, algo aprendió Emmerich con los años.
La experiencia en pantalla grande es extraordinaria, está a la altura de los momentos más espectaculares de Scorsese y cada plano está saturado de detalles. Como el lector sabe, este film estará la semana que viene –el 27, para ser exactos– disponible en Netflix. Pero tendrá una semana en salas; en la Argentina sólo 56 y en CABA –con datos que tenemos al cierre de esta página– solo en una, en Devoto. Por eso vamos a dedicarle dos textos: uno hoy y otro, la semana que viene. El de hoy les asegura que ver tres horas y media de esta película es una fiesta que no aburre jamás, y a la hora de elegir qué ver no deja de ser importante dada la longitud. También hoy les decimos que la experiencia en pantalla grande es extraordinaria, que está a la altura de los momentos más espectaculares de Scorsese y cada plano está saturado de detalles. Pero lo más extraño de esta articulación entre el mundo brutal y tradicional de las mafias, los sindicatos y la política es un sentimiento de resignación. “Es lo que es”, parecen decir todos los personajes y el cuento del matón que, de casualidad, ingresa al universo del verdadero poder y permanece testigo único –y ejecutor– de su especie de justicia salvaje, es también una especie de canto a la tranquilidad del paso del tiempo. La muerte, para casi todos los personajes, es sólo cuestión de tiempo, al punto de que el espectador –y esto no es un demérito, créase o no– no termina de conmoverse por ninguna. El núcleo es el personaje de Joe Pesci, el sosegado, estoico dueño del poder, una criatura sin euforia hecha de cine puro.
Alguna vez la serie fue una mirada filosa y melodramática sobre el paso de lo antiguo a lo moderno en las primeras décadas del siglo XX. Después, poco a poco, ese equilibrio del gran telón de fondo con la lucha de clases reflejada en pequeños gestos cotidianos, derivó en lo que podríamos llamar “La Familia Ingalls” de la aristocracia inglesa. Y su costado “los de arriba y los de abajo” terminó en “los del medio”. Pues bien, igual mantuvo tres grandes virtudes: actuaciones humanas y divertidas, guiones de acero inoxidable, diseño de producción generoso pero no gratuito. Las tres virtudes reaparecen en este largo que ni da ni quita, una especie de ampliación, de “burbuja” en el recorrido planteado. La película más parecida a “Downton Abbey”, en cuanto a su independencia temática y apego al universo propio, es “Los Simpson”, la película, con la que haría un perfecto programa doble.
Mientras vemos este filme, sentimos que Norton se está controlando por inyectar grandes comentarios sobre el mundo en cada plano. No lo hace: cuenta la historia de un detective con una tara bastante original, de un asesinato y de la investigación para esclarecerlo, respetando los tiempos de cada personaje y la duración de las secuencias de acuerdo con las necesidades de la historia. Sólo con eso, muy por encima de lo que Hollywood nos vende hoy.