Historia de “ejecutivo frío vuelto cálido por sufrir derrame cerebral con ayuda de bella y étnica profesional con la que restablece su vida”. Si no fuera porque Fabrice Lucchini tiene todas las virtudes como intérprete (también algunos vicios, pero aquí no se notan tanto), esta historia de “ejecutivo frío vuelto cálido por sufrir derrame cerebral con ayuda de bella y étnica profesional con la que restablece su vida” sería totalmente insufrible, una de esas cosas que programaba en los 80 Canal 9 los viernes por la noche. Lucchini, con sutileza, transforma la fábula en otra cosa más ambigua y cálida.
En esta película tenemos una cadena de delitos: primero hay una estafa, un robo que tiene como excusa el corralito de 2001. Deberíamos definir que el género cinematográfico central en la Argentina es el film criminal. No el policial: el film criminal es el que gira alrededor de un delito, o varios, y seguimos esas alternativas. No se trata de descubrir al culpable, ni de una investigación, sino del crimen en sí. En “La odisea…” tenemos varios delitos, una cadena: primero hay una estafa, un robo que tiene como excusa el corralito de 2001. Después, cómo los afectados, gente trabajadora que intentaba construir una cooperativa, van detrás de esos dólares perdidos, como toma de revancha. Eso es lo que genera el suspenso: si lograrán o no restablecer algo de justicia por sí mismos. El Estado siempre está ausente en estos films (en el thriller estadounidense puede haber funcionarios corruptos, pero el Estado está allí y funciona, a pesar de todo) y lo que importa es la empatía que sintamos por estos perdedores que deciden no seguir siéndolo. El elenco es de esos que siempre cumplen, que logran inyectar algo de poder de estrellas en personajes que se construyen para ser cotidianos. Lo logran. Hay algunas exageraciones, algunos momentos donde pesa demasiado la caricatura y no termina de cuajar con el resto, pero en general el film logra mantener su interés y mantiene el suspenso y cierta amabilidad hasta el desenlace. Casi un ejemplo canónico de lo que es el cine argentino para gran público de hoy.
La película funciona, Besson inventa cosas en cada secuencia de acción y el espectador la pasa bien No se le puede negar a Luc Besson la habilidad para la historieta fílmica de acción. Aquí vuelve a la historia de una mujer fuerte (casi todas sus películas lo son o la involucran), una superespía escondida detrás de una joven muy bella y sexy. Algo que ya hizo en “Angel” y, sobre todo, en “Nikita”, pero aggiornado a los tiempos que corren y con otro elenco. La película funciona, Besson inventa cosas en cada secuencia de acción y el espectador la pasa bien. La originalidad hay que buscarla en otra parte.
Aunque no tan buena como la primera, esta película animada sobre el célebre videojuego funciona bastante bien. No tan buena como la primera, donde la cantidad de gags se combinaba con personajes que tenían más de una dimensión, sin embargo esta película animada sobre el célebre videojuego funciona bastante bien. Aquí –era previsible– cerdos y pájaros rabiosos tienen que unirse para enfrentar una amenaza tremenda. Lo hacen y eso genera la aventura. Pero lo más interesante es cómo el diseño de la película, totalmente satírico, se combina con la trama, que parece al mismo tiempo satirizar a los propios Angry Birds.
Una película así es una especie de bálsamo, y también una ocasión cinéfila. Rarísimo milagro en la cartelera demasiado infantil de nuestra era: se estrena en pantalla grande un documental de Nanni Moretti. Que es como decir que, por fin, tenemos una especie de bálsamo, algo que nos hace un poco bien. Aquí el realizador italiano, el creador de varias obras maestras, vuelve al formato diario íntimo que desplegara en “Caro Diario” y “Aprile” para recorrer Santiago de Chile, y también la relación entre esa ciudad e Italia, rica y fuerte. Especialmente, muy especialmente, la relación que se estableció cuando la caída de Allende y la dictadura de Pinochet, momento en el cual la embajada de Italia se convirtió en un refugio. La voz y la presencia de Moretti, la manera como mira, las imágenes que captura de tal modo que nos integran con él al paisaje y la belleza de cada encuadre hacen de una película así una especie de bálsamo, y también una ocasión cinéfila.
Previsible y desperdicio de un gran cast. El problema no es el qué sino el cómo. La comedia geriátrica en plan femenino: una señora (Keaton, siempre grande, hasta en lo pequeñísimo) se muda a un campo de jubilados y, para no aburrirse, crea con otras residentes un grupo de cheerleaders. Eso es casi todo, más las falsas gracias de tener que pelearse con la osteoporosis (aclaremos que esto no lo escribe un jovencillo, tampoco). Previsible y desperdicio de un gran cast. El problema no es el qué sino el cómo: está filmada a desgano, sin creatividad ni tempo narrativo.
La voz del perro es la de Kevin Costner. Más allá de la amabilidad a reglamento de una historia a la que no le falta ningún conflicto de los que pueda adivinar el espectador, esa voz le da una dimensión especial. Hay un perro que narra la historia y tiene la voz de Kevin Costner. Hace metáforas con las carreras de autos y cuenta la relación con la familia a la que pertenece. Es todo convencional. Y uno se conmueve de manera más o menos conductista con una historia que está diseñada para que asome la sonrisa tierna y la lágrima fácil. Los perros saben hacer esas cosas, y las historias de mascotas son una trampa mortal para los lagrimales. Pero volvamos a lo importante: la voz del perro es la de Kevin Costner. Más allá de la amabilidad a reglamento de una historia a la que no le falta ningún conflicto de los que pueda adivinar el espectador, esa voz le da una dimensión especial a una película cuya originalidad de superficie es menos importante que la convención evidente. Y le recordamos: la voz del perro es la de Kevin Costner, lo que lo convierte en el único can al que le compraríamos un auto usado.
Se trata de la versión de un cómic (sí, créalo o no) sobre tres mujeres de un barrio irlandés cuyos maridos, mafiosos, terminan en la cárcel y ellas deben hacerse cargo de los “negocios”. La idea consiste en pensar los géneros protagonizados por mujeres. Como siempre, la sola intención no basta para que una película sea buena. En este caso, se trata de la versión de un cómic (sí, créalo o no) sobre tres mujeres de un barrio irlandés cuyos maridos, mafiosos, terminan en la cárcel y ellas deben hacerse cargo de los “negocios”. Hay momentos de comedia, claro, porque la gran protagonista es Melissa McCarthy que, hasta donde sabemos, nunca está mal, incluso en películas muy malas. El problema es que el tema moral de la película está desplazado por mostrar cómo es de difícil para las mujeres ingresar a un mundo dominado por los hombres. No es que sea un mal tema, sino que dado que se trata de una película de gángsters, todo momento en el que la historia se detiene para darnos una lección se transforma en un ripio, cuando el solo movimiento de los personajes permite que el asunto fluya y esa lección llegue sola y naturalmente. Uno de los grandes problemas del cine contemporáneo, y no sólo el que intenta tratar cuestiones de género, consiste en no confiar en la inteligencia del espectador para captar sutilezas. Por lo tanto, las elimina y las sustituye por trazo grueso. Aquí no hay demasiado, pero el que hay amenaza la historia. Hay momentos, de hecho, que incluso con violencia y drama, parecen gags, desconectados del resto, como si hubiese sido necesario terminar un guión a las apuradas en el último tercio. La simpatía de los intérpretes, el clima y ciertos momentos, de todos modos, justifican la visión.
Un joven tiene una relación secreta con un cura, relación que termina y lo lleva a buscar nuevas relaciones en un entorno donde la homosexualidad está proscripta. Campusano deja de lado cualquier intención moralizante, cualquier corrección política, y eso es lo que, en su estilo directo y cada vez más preciso, logra que entendamos primero a los personajes y, luego, el paisaje moral que los contiene o los destruye. De lo mejor de un cineasta casi secreto.
Dos de los señores con más carisma y simpatía de la pantalla grande, Johnson y Statham, forman aquí una pareja de amigos/enemigos que enfrenta a un supervillano. Desde que empezamos a ir al cine nos preguntamos, secretamente, si los actores que están en la pantalla se divierten –o sufren– tanto como nosotros cuando interpretan sus personajes. Lo que hace de esta película de David Leitch (un tipo que sabe filmar, un doble de acción devenido en director que nos dio tanto la primera “John Wick” como la desaforada “Deadpool 2”) es responder la pregunta: dos de los señores con más carisma y simpatía de la pantalla grande, Johnson y Statham, forman aquí una pareja de amigos/enemigos que enfrenta a un supervillano (el muy divertido Idris Elba, de paso) en una seguidilla de aventuras tan hiperviolentas, tan hipertróficas que nos hacen reír como a un chico maravillado. Es cierto, estamos en la era del todo es posible digital, pero eso no significa absolutamente nada si no sentimos algo de empatía, sobre todo de simpatía, por esos dos pelados en la pantalla. Y sucede desde el fotograma uno. Esto es –no todo, por supuesto– el cine: que encontremos en aquello que se vuelve gigantesco hasta el absurdo, por pura saturación, el elemento humano: la sana ironía de saber que el peligro sin cuento al que se enfrentan los héroes está allí para hacernos muy felices. ¿Una película infantil? Pues claro: Trinity y Bambino con cientos de millones de dólares, cientos de millones de ganas de divertirnos. De paso: qué bien están filmadas las peleas, puras acrobacias que nos recuerdan que el cine americano nació en la tienda de un circo.