Milagro: una película de Claire Denis en cartelera. Más milagro: una película de ciencia ficción (de ciencia ficción real, de especulación sobre la ciencia, la ética y el futuro) que obliga al espectador a involucrarse en la reconstrucción de su trama (donde hay agujeros negros, el sexo como fuerza vital y también destructora, muertes extrañas en el espacio) y a mirar el propio mundo de otra manera. Denis es de las pocas cineastas libres que quedan, y eso también es un milagro.
Una película notable, a contrapelo de lo que se estrena cada semana. Una mujer abandona a un hombre por el mejor amigo de este. Ese amigo muere, esa mujer vuelve y comienzan los celos familiares. Con una frescura notable para una trama que parece enrevesada, Garrel se concentra en sus criaturas y en lo ridículo y lo noble que puede ser el comportamiento por amor. Imperfecta, por cierto, pero con una ambición llamativa a pesar de su forma mínima. Una película notable, a contrapelo de lo que se estrena cada semana.
Película vieja, sí, pero decorosa y, a su manera tradicional y noble. Esta es una película vieja. No porque no ocurra hoy ni porque se haya filmado hace décadas y hoy ve la luz, sino porque responde a una clase de cine más bien televisivo, más bien edulcorado, que no se hace ya más en nuestro país. La historia de un hombre recién jubilado que tiene que hacerse cargo a la fuerza de un chico de ocho años, más la tensión con su hija, más un pequeño accidente, es todo lo que el lector puede esperar: un cuento un poco sandrinesco sobre la reconstrucción de relaciones familiares y el redescubrimiento del cariño. Si la película se ve con amabilidad y llega de manera limpia al final –más allá de algunos ripios, de algunas situaciones un poco de relleno– es porque hay solvencia profesional en las interpretaciones y porque, justamente, no trata de inventar nada y ser fiel a su relato. Película vieja, sí, pero decorosa y, a su manera tradicional y noble.
La película carece de humor y tiene en sí una tristeza que no hace más que crecer hacia el final. La extensa novela de Stephen King siempre fue difícil de abarcar. Por eso dos películas, y por eso, aunque volaron subtramas y personajes, esta segunda (que narra qué pasa con los “perdedores” niños del primer film en la adultez y en su encuentro final con el monstruo Pennywise) dura casi tres horas. Por eso y por otra razón: a Muschietti le interesan mucho más los personajes que el terror, aunque sin dudas tiene talento para producir escalofríos. Entonces los sigue, los escucha, los retrata, los hace vivir y, sobre todo, sufrir. Porque “It” –como un todo– es más sobre el dolor, la pérdida y lo que aúna ambas cosas (el paso del tiempo) que sobre la lucha contra el Mal personificado. Así, incluso si uno de los personajes es un cumplido standapero (extraordinario trabajo de Bill Hader), la película carece de humor y tiene en sí una tristeza que no hace más que crecer hacia el final. Por cierto, hay más de una modificación respecto del original pero, y esto es un acierto, son correcciones en el sentido correcto de darle un peso propio al film sin traicionar el espíritu del original, aunque en más de un sentido la duración pesa. De algún modo también la novela adolece de tal problema, y quizás eso aúna a cineasta y escritor: el dolor de alejarse definitivamente de un mundo y de sus criaturas.
Neil Jordan tuvo tiempos mejores. En realidad, aunque tiene algunas muy buenas películas y algún éxito medio inesperado (“El juego de las lágrimas”), es más bien un diletante. Hace mucho, que no vemos alguno de sus films en pantalla grande. Aquí vuelve a cierto leit motiv de sus primeros trabajos: la combinación entre el realismo y el cuento de hadas, que le permitió generar una joyita hace algunas décadas llamada “En compañía de lobos” (Caperucita en clave hombre-lobo). Aquí hay una jovencita triste que entabla amistad de modo aparentemente accidental con una viuda y la relación entre ambas que, por supuesto, lleva a lo inesperado y el terror. En realidad todo parece un juego, como si se vistiera de lujo una trama menor. Jordan tiene algún toque interesante, pero si la película resulta atractiva es por el trabajo de ambas actrices, que convencen al espectador mucho más que la cámara.
Es la historia de un adolescente de ascendencia pakistaní que, en la Gran Bretaña de 1987, descubre la música de Bruce Springsteen. Cuenta Robert Graves en “La Diosa Blanca” que, en la antigüedad, la originalidad respecto de temas y tramas estaba mal vista: importaba el cómo más que el qué. El buen cine, salvo excepciones, es lo mismo que la poesía o cualquier otro arte: importa menos la invención de algo que no está allí que ver lo que fuere que nos muestren de un modo que no imaginamos. Cuando el espectador entre a ver “La música de mi vida”, historia de un adolescente de ascendencia pakistaní que, en la Gran Bretaña de 1987, descubre la música de Bruce Springsteen –nada menos que las canciones de “Born to Run”– y con ello, a sí mismo, puede ser repetida. Pero la ejecución de la fábula que muestra esa especie de vocación menor que es convertirse en fan de algo es perfecta. Los lugares comunes, mirados desde este chico de una minoría tironeado entre la discriminación del entorno y la presión de las tradiciones familiares, resultan una forma de descubrimiento. Combinados con las canciones de “El Jefe”, se transforman en algo espectacular. Justamente, los momentos menos satisfactorios son aquellos en los que el realizador (Chadha ya había contado algo similar en la lindísima “Bending like Beckham”, sobre chicas futbolistas) trata de ser “original” (por así decirlo). Por suerte, esos momentos son escasos, y la electricidad de personajes y situaciones nos lleva de la mano. Entramos con placer a ese mundo, incluso si creemos haberlo visto. A Graves quizás le hubiera gustado.
Ted Bundy fue uno de los mayores asesinos seriales de la historia, y su vida tiene suficiente sabor como para una película. Salvo por los actores, especialmente Zac Efron, el problema de este film es que su puesta en escena es totalmente desabrida. Podían contarse muchas cosas, podía ser una película realmente perturbadora. Queda en un docudrama que no desentonará en la ventana digital.
Una película imperfecta, de esas que logran quedar en la memoria, hecha con placer por la pantalla grande. Con una mano en el corazón, ¿de cuántos directores de cine, hoy, espera una película? ¿Allen, Almodóvar, Spielberg? Seguramente los nombres son pocos y seguramente uno de ellos es Tarantino. El estadounidense, como los anteriores, es un autor que establece con su público un diálogo doble: por un lado, contarle una serie de cuentos (sus películas tienen mucho más que una historia, están llenas de pequeños cuentos engarzados) y, por otro, compartir con nosotros qué le gusta –y por qué– del cine. Lo hace subrayando lo que hay de bello en un plano, o recurriendo a un artificio luminoso. Y al mismo tiempo, llena las películas de conversaciones que queremos escuchar. (Te puede interesar: Exclusivo: Tarantino, DiCaprio, Pitt y Robbie con NOTICIAS) “Había una vez…” es la historia de un actor de TV al filo de terminar su carrera (Di Caprio), de su doble y mejor amigo (Pitt), de Sharon Tate gozando de verse en el cine (Robbie), y del final de los años sesenta, el momento en el que el cine tomó conciencia de que la era de oro tenía veinte años muerta y enterrada y era libre para ser violento, ser sexy, ser sangriento, ser veloz. Todo eso es “Había una vez en Hollywood”, una película imperfecta (solamente las películas imperfectas logran quedar en la memoria, pero no nos vamos a detener a desarrollar la demostración aquí) hecha con placer por la pantalla grande. Sí, también es algo así como una elegía, como si el cine ya no existiera más, y de allí que el conflicto central sea cine vs. televisión. Pero al menos es, paradójicamente, una elegía feliz.
Film de bella imagen en blanco y negro que refleja una trama que se debate entre luz y oscuridad todo el tiempo. Mónica Galán, fallecida a principios de este año, fue una gran actriz: realmente podía parecer una “persona común” (el personaje más difícil para un actor) y transmitir lo que tenía de excepcional. Y era, además, incapaz de sobreactuar. “Baldío”, film de bella imagen en blanco y negro que refleja una trama que se debate entre luz y oscuridad todo el tiempo, cuenta cómo una actriz debe manejar dos crisis: la del rodaje de una película, la de un hijo adicto al que no puede sacar de las drogas. De Oliveira-Cézar logra que la combinación entre ambos hilos no se transforme en una alegoría sino sólo en el retrato de un esfuerzo humano. Y al mismo tiempo, nos muestra cuál es el poder de la ficción, cómo vivimos entre lo real y lo virtual, entre el mundo físico del que no podemos escapar y los paraísos artificiales que nos mienten una fuga posible (eso es el cine, eso es, para el hijo, la droga).
La película, llena de didacticismo subrayado, es solo un spot publicitario más largo. Si es padre de niños, sabrá que hay seis perritos (a veces son siete más uno robot, sé de lo que le hablo) que salvan a una ciudad de accidentes y desastres. Lo hacen a los gritos y el diseño de “Paw Patrol”, la serie, está ligada indefectiblemente a la venta de (carísimos, sé de lo que le hablo) juguetitos plásticos. La película, llena de didacticismo subrayado y falta de mínima creatividad aunque intente ser parodia amable del cine de superhéroes, es solo un spot publicitario más largo.