ón de Hombres de Negro se debate entre continuar la trilogía o convertirse en una remake, con reglas narrativas ligadas más a la acción que al espionaje, y un sentido del humor más llano. Un vaivén entre tradición y autonomía no resuelto que empobrece su identidad. Por un lado, el imaginario de Hombres de Negro persiste como mezcla de Los Expedientes Secretos X y Misión: Imposible; por otro lado, se palpita un anhelo de cambio, un enroque marketinero, estruendoso y presupuestario, con locaciones que van de Marrakesh a París. Su nuevo director, F. Gary Gray, busca inyectarle a la saga frenesí y glamour turístico al tiempo que intenta rendirle tributo a Barry Sonnenfeld. Pero la astucia de la primera Hombres de Negro era jugar con el camuflaje, la idea de que detrás de cada borderline se escondía un alienígena. La torpeza de Hombres de Negro: Internacional es exhibirlo todo como muestra de virilidad digital: no hay lugar para la ambivalencia; se muestran extraterrestres y tecnología alienígena como si se tratara de una película de Star Wars. La noción de una agencia secreta que regula el tránsito interplanetario es desplazada por un zoológico de criaturas, la fanfarronería de exhibirle al espectador todos los bichos que lograron diseñar en el departamento de CGI. El nuevo tono de Hombres de Negro se debe en gran medida a la incorporación de Chris Hemsworth y su estilo actoral. Ni por un segundo la película pierde de vista que cuenta con uno de los hombre más bellos de la industria y lo encasilla en un personaje rebelde, carismático y heroico, un galán autoconsciente que jamás baja las defensas narcisistas. En Hemsworth todo es físico, la eterna mueca sensual. El actor lo sabe y no pierde oportunidad para actuar como en una publicidad de perfume. Este sex appeal omnipotente priva al filme de encontrar su propia seducción. Será una figura mainstream tiñendo de mainstream una saga. Hombres de Negro: Internacional agobia con su ritmo acelerado, sus resoluciones facilistas. Cada vez que suena la clásica melodía de Danny Elfman, el espectador se confunde entre la nostalgia y la incongruencia. Es Tessa Thompson como una pasante quien puede darle algo de interés a la historia, o al menos de humor, pero este pequeño oxígeno no es suficiente. Vos CARTELERA AGENDA CINE MÚSICA TEVE PERSONAJES ESCENA COMER Y BEBER MIRÁ ARTES MEDIOS LA VOZ MUNDO D Inicio Lo último Popular PUBLICIDAD CINE COMENTARIO DE CINE ¿Ver o no ver la nueva Hombres de negro? Hombres de franquicias y pocas ideas Con la incorporación de actores jóvenes, “Hombres de Negro” pierde identidad y delata el agotamiento de su fórmula. Por momentos es torpe, y a veces agobiante. lmoreno LUCAS ASMAR MORENO Viernes 14 de junio de 2019 - 21:04 La nueva versión de Hombres de Negro se debate entre continuar la trilogía o convertirse en una remake, con reglas narrativas ligadas más a la acción que al espionaje, y un sentido del humor más llano. Un vaivén entre tradición y autonomía no resuelto que empobrece su identidad. Por un lado, el imaginario de Hombres de Negro persiste como mezcla de Los Expedientes Secretos X y Misión: Imposible; por otro lado, se palpita un anhelo de cambio, un enroque marketinero, estruendoso y presupuestario, con locaciones que van de Marrakesh a París. Su nuevo director, F. Gary Gray, busca inyectarle a la saga frenesí y glamour turístico al tiempo que intenta rendirle tributo a Barry Sonnenfeld. PUBLICIDAD Pero la astucia de la primera Hombres de Negro era jugar con el camuflaje, la idea de que detrás de cada borderline se escondía un alienígena. La torpeza de Hombres de Negro: Internacional es exhibirlo todo como muestra de virilidad digital: no hay lugar para la ambivalencia; se muestran extraterrestres y tecnología alienígena como si se tratara de una película de Star Wars. La noción de una agencia secreta que regula el tránsito interplanetario es desplazada por un zoológico de criaturas, la fanfarronería de exhibirle al espectador todos los bichos que lograron diseñar en el departamento de CGI. El nuevo tono de Hombres de Negro se debe en gran medida a la incorporación de Chris Hemsworth y su estilo actoral. Ni por un segundo la película pierde de vista que cuenta con uno de los hombre más bellos de la industria y lo encasilla en un personaje rebelde, carismático y heroico, un galán autoconsciente que jamás baja las defensas narcisistas. En Hemsworth todo es físico, la eterna mueca sensual. El actor lo sabe y no pierde oportunidad para actuar como en una publicidad de perfume. Este sex appeal omnipotente priva al filme de encontrar su propia seducción. Será una figura mainstream tiñendo de mainstream una saga. Hombres de Negro: Internacional agobia con su ritmo acelerado, sus resoluciones facilistas. Cada vez que suena la clásica melodía de Danny Elfman, el espectador se confunde entre la nostalgia y la incongruencia. Es Tessa Thompson como una pasante quien puede darle algo de interés a la historia, o al menos de humor, pero este pequeño oxígeno no es suficiente. PUBLICIDAD La película reconoce su vaciamiento al incorporar un chiste sobre el nombre. ¿Por qué “hombres de negro y no mujeres de negro”? “Cambiarlo es complicado y burocrático”, responde el personaje de Thompson. Es así como la parodia de agentes de la CIA parece malformada por un nuevo paradigma feminista. La seriedad tristona de Tommy Lee Jones ya no tiene sentido. La frescura empoderada de Tessa, tampoco.
La tegia de marketing es elogiosa: los niños de 1992, año en que se estrenó la versión animada de Disney, ahora tienen hijos. Dos sectores etarios: uno menor de edad –quizás poco interesado en una fábula de Las mil y una noches– será arrastrado por otro financieramente activo, víctima del chantaje nostálgico del live-action (nombre dado a las películas con actores reales, en oposición a las animadas). Ojalá el problema se redujese a la fantasía de descubrirle poros y vellos faciales a los dibujos de infancia. Cuando la bidimensionalidad del lápiz se transforma en la maña del CGI (Imágenes Generadas por Computadora), lo que se pone en jaque es la confusión de la memoria, el retorno traumático a una educación sentimental que nos constituyó pero que ya no nos representa. ¿Aladdín sigue siendo el héroe que anhelamos ser? ¿Un joven forzado al hurto que literalmente resigna sus deseos para obtener el beneplácito de la realeza? La historia de Aladdín, al igual que la de La Bella y La Bestia, nunca dejó de tener como partículas elementales el amor romántico y la humillación de clase. El live-action es un género histérico que se nutre del pasado pero que lo niega con otros modales pictóricos. El espectador adulto sufre la encrucijada de revivir una moraleja disonante e imponérsela a las nuevas generaciones. Los mismos realizadores notan este colapso de épocas e intentan parcharlo con ribetes argumentales fuera de lugar. Suscribirme CARTELERA AGENDA CINE MÚSICA TEVE PERSONAJES ESCENA COMER Y BEBER MIRÁ ARTES MEDIOS LA VOZ MUNDO D Inicio Lo último Popular Perfil Micael CINE COMENTARIO DE CINE Una moraleja disonante para las nuevas generaciones: nuestro comentario de "Aladdín" La remake del clásico de Disney, esta vez con actores reales, repite esquemas de amor romántico y humillación de clase. lmoreno LUCAS ASMAR MORENO Viernes 24 de mayo de 2019 - 16:33 Actualizado: 24/05/2019 - 17:00 La estrategia de marketing es elogiosa: los niños de 1992, año en que se estrenó la versión animada de Disney, ahora tienen hijos. Dos sectores etarios: uno menor de edad –quizás poco interesado en una fábula de Las mil y una noches– será arrastrado por otro financieramente activo, víctima del chantaje nostálgico del live-action (nombre dado a las películas con actores reales, en oposición a las animadas). Ojalá el problema se redujese a la fantasía de descubrirle poros y vellos faciales a los dibujos de infancia. Cuando la bidimensionalidad del lápiz se transforma en la maña del CGI (Imágenes Generadas por Computadora), lo que se pone en jaque es la confusión de la memoria, el retorno traumático a una educación sentimental que nos constituyó pero que ya no nos representa. ¿Aladdín sigue siendo el héroe que anhelamos ser? ¿Un joven forzado al hurto que literalmente resigna sus deseos para obtener el beneplácito de la realeza? La historia de Aladdín, al igual que la de La Bella y La Bestia, nunca dejó de tener como partículas elementales el amor romántico y la humillación de clase. El live-action es un género histérico que se nutre del pasado pero que lo niega con otros modales pictóricos. El espectador adulto sufre la encrucijada de revivir una moraleja disonante e imponérsela a las nuevas generaciones. Los mismos realizadores notan este colapso de épocas e intentan parcharlo con ribetes argumentales fuera de lugar. La caracterización de Jazmín es la más hipócrita: una princesa del Medio Oriente que con el don de la palabra revierte un sistema político. Hasta le compusieron una canción llamada Sin palabras, en donde a medida que canta desaparecen los hombres. Y al mismo genio, en un afán de humanización, le inventan un affaire con una acompañante de Jazmín. Estos revoques a contramano no dejan de enfatizar el anacronismo de las partículas elementales. Aladdín, pese a su look hippie-chic y su talento para el parkour, nos sigue adoctrinando sobre la plenitud del amor romántico. ¿Acaso viajar de noche en alfombra al son de un bolero sigue siendo la clave del enamoramiento interclasista? Disney también creó Frozen, una pieza que desde su génesis se atrevió a otra estructura sentimental. Ése será el camino a seguir y no éste, de remakes técnicamente vanidosas pero coyunturalmente ridículas. Es elocuente que la Aladdín de Guy Ritchie encuentre su único momento desenfadado tras la leyenda “The End”, cuando ya desligado del clásico animado, homenajea a Bollywood con una coreografía. El triunfo del sinsentido, no obstante, es apenas una limosna.
Es conflictiva la función que cumple Capitana Marvel dentro del universo cinematográfico de Marvel. Tratándose de la vigésimo primera película del estudio, alarma su clasicismo. A su vez, dentro del esquema temporal de películas, se transforma apenas en un nexo para esa ambiciosa macronarrativa que llegó a su punto álgido con Avengers: Infinity War. Capitana Marvel, por su estratégica fecha de estreno, no logra autonomía, su visionado es en extremo dependiente al chasquido de dedos de Thanos. Black Panther, por ejemplo, se benefició al oficiar de antesala. Prueba del parasitarismo es el entusiasmo que provoca cada link al entramado del mundo Marvel: la aparición de Samuel L. Jackson rejuvenecido en su personaje de Fury es un arrebato de alegría, así como el McGuffin del Teseracto, clave para el futuro de la saga. Pero Capitana Marvel, personaje, pasado, identidad, no aportan un sello distintivo aunque Brie Larson se esfuerce por ofrendarnos su carisma. Todo luce como una película de superhéroes de la primera camada. Esto dispara una encrucijada: la acción transcurre en los años noventa, posicionándola en el grado cero de Los Vengadores. Como precuela absoluta de Marvel, que una superheroína siga los pasos obvios del género es conceptualmente atractivo; para el bagaje del espectador de la saga Marvel es un completo sinsentido, una reiteración agobiante, con una rítmica, estética y mensaje añejos. Otro problema al que se enfrenta la película es el poder desmesurado de la heroína. La tensión en los combates decisivos es nula: Capitana Marvel, ya en su faceta masculinizada, es capaz de aniquilar cualquier amenaza. La directora Anna Boden es conciente de este atributo y decide focalizarse en la vida anímica de Carol Danvers y su resiliencia, pero jamás obtiene el tono intimista adecuado. Cuando Carol se reencuentra con una amiga del ejército y desentraña su historia, la película ingresa en una meseta preocupante, una mini película que revela intensiones originales devoradas por el mandato de testosterona mainstream. También será obvio el oportunismo feminista. Hay una secuencia de montaje en donde muchas Carol Danvers se levantan del piso mirando aguerridas a cámara. Esto, no obstante, es un traspié menor. Capitana Marvel termina siendo el caso paradigmático para entender cómo un estudio va modificando el consumo de cine. Un rizoma seriéfilo obstinado en hacer de la sala de cine su lugar de visionado. Este mestizaje entre series y palículas quizás establezca el horizonte de la industria. En el medio del proceso habrá mutaciones fallidas. Capitana Marvel en este caso.
Funciona. Si algo sorprende de la nueva película de Miguel Cohan (que ya demostró solvencia en Sin Retorno y Betibú) es que funciona en todos sus niveles: una puesta en escena operativa, actuaciones intachables, un montaje pertinente y especialmente un guión enrevesado y sutil, dos adjetivos difíciles de aunar. La misma sangre activa su misterio sin retraso: Adriana, esposa de Elías (Oscar Martínez) y madre de Carla (Dolores Fonzi) muere en una situación extraña. Será Santiago, el yerno de Elías, quien empiece a sospechar de las causales de la muerte y juegue un rato al detective. Pero no está aquí, en el posible crimen, la energía de la película. De hecho, no existe una intriga maestra que arremeta hacia el final y descomponga todo lo que hasta ese entonces sabíamos. La misma sangre, así como sucedía con Sin retorno y en parte con Betibú, se vale de un suceso policial para escarbar en la moral humana y diseccionar psicologías. Miguel Cohan toma una buena decisión: contar el duelo de la familia desde diversos puntos de vista, especialmente el de Oscar Martínez y Diego Velázquez. El ajedrez entre suegro y yerno es de esos atractivos de ver sin necesidad de tomar partido: tras la movida de uno, observamos entusiastas cómo se las ingenia el otro para mantener su ventaja. Es, no obstante, en el ensayo dostovieskiano (el mal, la culpa, el odio, el crimen, las deudas, la redención) en donde la prolijidad mainstream perjudica al filme. Hay en la historia de Cohen elementos irresistibles y ominosos que hasta sugieren una maldición heredada. Esta potencia psíquica queda encorsetada en la correcta y tímida manufactura, una asepsia formal que nunca libera los demonios del autor, eso que realmente quiso contar y se mantiene como un río subterráneo. Irónicamente, la pulcritud narrativa le otorgará a La misma sangre una dignidad objetiva e incuestionable.
Comedia de enredos, comedia surreal, thriller político, drama existencial, drama intimista y hasta drama porno soft. Semejante mamushka de géneros no sería de por sí un error, se puede citar a Quentin Tarantino como un eximio creador de collages, o filmes que cambian abruptamente de género sin perder identidad, como el cine de los hermanos Coen, o películas tan peculiares que jamás necesitan precisar su género, como la obra de Martín Rejtman. Happy Hour y su combo de climas revela más una pérdida de control que una conciencia creativa. Eduardo Albergaria, director y coguionista, no asienta una plataforma sólida para que otros géneros diversifiquen la textura del filme. Simplemente se salta de un humor absurdo (por momentos chabacano gracias a la incursión de Luciano Cáceres, que parece actuando en una comedia del prime time televisivo) a escenas de una densidad dramática inesperada, cámara en mano y encuadres cerrados. Estos compartimentos son separados por tomas publicitarias de Río de Janeiro al atardecer, ciudad en donde transcurre la historia por tratarse de una coproducción. Aquí Pablo Echarri, canoso pero con el sex appeal intacto, encarna a Horacio, un profesor de literatura instalado en Brasil, casado hace 15 años con Vera, una diputada que aspira a la gobernación. El matrimonio entra en crisis cuando Horacio se convierte en figura mediática por atropellar a un hombre-araña psicópata que venía aterrando a la ciudadanía. El disparador tiene su atractivo, sugiere una sátira de los medios masivos y la fama express, pero el rumbo se extravía lentamente, el frenesí y la picardía de la primera media hora se desvanecen, irrumpen largas escenas de melancolía conyugal, luego secuencias de thriller político con personajes sórdidos, hasta drenar la narrativa en un soliloquio existencial que no resuelve nada porque en el estallido de subtramas se perdió el conflicto cardinal. Finalmente, con los créditos, se plantea una vuelta de tuerca tan imposible como atroz. El recurso de la voz en off es uno de los más impertinentes en el lenguaje del cine. O subraya lo que vemos o decora un estado anímico. Happy Hour la implementa con una torpeza innovadora: ser un bodoque de reflexiones desarticuladas de la historia. Si en la sala de montaje algún sujeto sensato hubiese desactivado la banda sonora de Echarri filosofando, la película al menos se beneficiaba con la sugestión del silencio.
Lo hipnótico del filme inaugural del 2014 –que pronto derivó en una saga con narrativa troncal y ramificados spin-off– era su libertad para ser cualquier cosa sin justificarse. La gran aventura Lego mutaba minuto a minuto, carente de explicaciones, mimetizándose con la maleabilidad del juguete, flirteando con cualquier cliché cinematográfico. Un absurdo sin horizonte evolutivo, la imaginación complaciéndose a sí misma. Cuando se rompía la cuarta pared y develaban el mundo real, más que una resignificación narrativa estábamos ante otra capa de lo absurdo, la más maravillosa y osada de todas. Tras este arrebato metatextual, la irreverencia no recalculaba ni se medía. La gran aventura Lego, además de ser libre, batallaba hasta último minuto para mantener su autonomía. Era una película con un ideal. De semejante ideal en esta segunda parte queda la mampostería, una sucesión de tics que remedan el humor surreal y vertiginoso sin poder interiorizarlo como estructura rizomática. Los spin-off de Batman y Ninjago (y una infinidad de videojuegos guionados con la misma picardía) adolecían del copy & paste pero se amparaban en su condición secundaria. Aquí el corazón de Lego se desmorona irreversiblemente apenas empieza el filme gracias a una traición conceptual: establecer dos universos alegóricos, uno comandado por el hermano mayor y otro por la hermanita menor. Es decir que todo lo que sucede queda supeditado a la metáfora de un conflicto filial. Jamás podemos relajarnos porque cada personaje o situación es un síntoma. El psicologismo está servido: Emmet debe madurar junto al hermano mayor y la antagonista de turno, la Reina Soyloque Quiera Ser, pretende coaptar a otros personajes como un reclamo de hermanita menor. Este sistema alegórico (y de resolución moralizante) opaca cada ocurrencia de un guión que, encima, en su doblaje español suena horroso. Sobreviven algunos chistes sueltos, por lo general de carácter visual, dentro de una trama encerrada en la contradicción de ser esquizoide y organizada al mismo tiempo, con parches que invocan a la religiosidad de Toy Story. Es meritorio, de todos modos, que la estética diseñada por Phil Lord y Christopher Miller, responsables absolutos de la primera entrega, contamine cada película de Lego y le imprima una identidad basada en el aglutinamiento de humor posmoderno. Sí: ya existe una fórmula para armar películas Lego. Mérito por un lado y tenebrosa contradicción por otro.
Ralph, el demoledor se presentó en 2012 como una propuesta sospechosa de los estudios Disney: usufructo nostálgico del mundo gammer más una lógica calcada a Toy Story; no eran aquí juguetes vivientes por fuera del rango humano, sino personajes de videojuegos que también hacían del olvido una muerte simbólica. No obstante, bajo estos pilares carentes de originalidad, la película encontraba una frescura envidiable, un humor con dosis alquímicas de inocencia y agudeza, una plétora de colores y texturas, además de una coherencia narrativa que en sus matices alejaba a Ralph y Vanellope de Woody y Buzz, porque ese terror al rechazo, en realidad, exponía en estos protagonistas una marginalidad que debían asimilar antes que subsanar. En Wifi Ralph, esos matices que distinguieron a la primera entrega se diluyen. El error central es extrapolar personajes a un universo ajeno y difuso: internet. Mientras en Ralph, el demoledor el pacto ficcional implicaba aceptar un microcosmos en donde los personajes de videojuegos saltaban de arcade en arcade, aquí las fronteras son intangibles, indefinidas como el mismo ciberespacio. ¿Qué se intenta teatralizar exactamente en Wifi Ralph? ¿Las app de celulares, las redes sociales, la comunidad gammer on-line, el folklore de la informática con sus virus, spams, hackeos, etcétera, o los contenidos específicos, como la banalidad de los videos de gatitos? Nada organiza esta red simbólica, y que Ralph y Vanellope, avatares de videojuegos, participen en subastas de e-bay, interactúen con la CEO de una plataforma de streaming, desciendan a la deep web o luchen ante la caída del servidor, posiciona al producto en la misma encrucijada que Emoji, la película: la desesperación por personificar nuestra vida tecnofílica encandila el verosímil que cualquier obra necesita para cautivar. El predominio de la idea (caricaturizar internet sin precisarla en círculos concéntricos) por encima de la narrativa es evidente en aquellos pasajes que, irónicamente, sacan al filme adelante. La deformidad de Wifi Ralph habilita que pase o aparezca cualquier cosa, situaciones dislocadas en donde tanto guionistas como animadores sufren arrebatos de inspiración, por caso un pijama party con todas las princesas de Disney o la partida de un videojuego violento estilo GTA. ¿Son esas viñetas constitutivas y necesarias? En absoluto, serán en todo caso la única chance que los realizadores tengan para lucirse ante la inconsistencia general. Si Intensa-mente fue un astuto teatro de la neurociencia, una alegoría perfecta y sentida, Wifi Ralph se para en sus antípodas: la representación rebuscada y canchera de internet.
No hay rasgo original que haga de Eso que nos enamora una propuesta digna. Sus lugares comunes vienen acompañados por una desconcertante fealdad visual. La toma de clausura de la ópera prima de Federico Mordkowicz deja al espectador pendulando entre la incredulidad y la indignación: ¿puede una película ser tan predecible sin intenciones paródicas? Porque existe algo peor que atenerse de manera ñoña a las reglas de un género, en este caso la comedia romántica norteamericana; lo imperdonable es anular la singularidad de tu obra, esforzarte por desproveer la autenticidad de cada plano, pretendiendo convertirte en algo que jamás serás ni por idiosincrasia ni por despliegue de producción. Es como si Mordkowicz hubiese filmado una comedia romántica y luego sobre esa abstracción volcara un puñado de personajes y situaciones, desentendiéndose tanto de la originalidad como del presupuesto. El resultado: una película que incomoda por su precariedad plástica y que desilusiona por su déficit de imaginación. Benjamín Rojas se separa. Deprimido, se instala en lo de su primo Carlos Portaluppi, un tipo fiestero que propicia un encuentro con Paula Cancio, una loca linda y misteriosa que enamora a Benjamín. Y así, la chica excéntrica y el pibe tristón entablan un vínculo que, revelación mediante, tiene su crisis y termina... como se supone que terminan las comedias románticas. Hay también un niño que lee a Borges y a Shakespeare y que tira la posta, una standapera que seduce a Benjamín pero resulta ser lesbiana, un amigo torpe que se arruina un ojo descorchando un champagne y se pone un parche con una carita sonriente. Conjunto inorgánico de personajes que no logra desestabilizar la monotonía de un relato que encima se toma el atrevimiento de arrojar frases de autoayuda como “coincidimos en un tiempo y espacio”, “el pasado ya no nos pertenece”, “nos movemos entre la sorpresa y lo inesperado”. Despierta tristeza que Mordkowicz diseñe imágenes publicitarias pero su director de fotografía las ilumine con desgano y hasta las filme con diferentes cámaras. Despierta irritación que luego estas imágenes sufran exabruptos de edición sin más funcionalidad que el jugueteo videoclipero. La pantalla se divide sólo porque los personajes están en una fiesta o aparecen viñetas que reflejan lo que Benjamín mira por el celular y que luego se desvanecen porque se desvanecen los recuerdos. Sí hay algo interesante al momento de filmar la juvenil vejez de la pareja protagónica, esas arrugas incipientes sobre rostros que rehúsan la adultez. Esto sin embargo es mérito de una condición generacional, una curiosidad antropológica que podrá apreciarse en otras películas filmadas en la actualidad.
En películas intimistas que niegan el hermetismo, el balance se transforma en un misterio. Hay en estas obras una tensión entre prosa y poesía pocas veces resuelta con dignidad. A este desafío se enfrenta de manera paradigmática El otro verano, la película de Julián Giulianelli, un vaivén de hallazgos y desavenencias entre estas dos dimensiones. Atmosférica a fuerza de montaje aletargado; exaltada por ataques epilépticos de guión. Lo primero que se impone en el filme y será decisivo para su contención dramática es el paisaje: una localidad serrana de Córdoba (San Marcos Sierra) fotografiada bajo dos criterios: con decadencia para los microespacios que habitan los personajes y con majestuosidad cuando se trata de contemplar la naturaleza. En este contraste se comenten algunos excesos, una furia turística de planos panorámicos sin más función narrativa que dividir escenas. No obstante, cuando estos encuadres acompañan las acciones y dilatan la percepción de los personajes, descomprimen la amargura del relato. Porque El otro verano es una historia tan simple como adusta: Rodrigo, un hombre de mediana edad deprimido, administra unas cabañas y se topa con Juan, un adolescente irascible que está de paso por el pueblo. Entre ambos se empieza a tejer un vínculo con secretos predecibles pero alejados del melodrama gracias a las sobrias actuaciones de Guillermo Pfening y Juan Ciancio, dos rostros de una fotogenia abrumadora, bellos, imperfectos, sumamente compatibles para los planos y contraplanos. Giulianelli decide poner el acento en la progresiva camaradería de ambos aunque sin arrojar pinceladas cordiales. De hecho, un problema tonal es el empecinamiento del director por mantener esta sequedad, impidiendo que los personajes se expandan y enriquezcan. Hay un solo momento en el cual ambos hombres ríen y están cómodos, pero parece una concesión hecha a desgano, casi un azar de rodaje. Otro recurso equivocado para eliminar el pesimismo que buscó Giulianelli es la musicalización, más acorde para una comedia americana indie. Sin embargo estos detalles no logran desestabilizar la identidad del filme. Sí serán reprochables ciertos timonazos de guión que desdicen la atmósfera planteada. Es aquí donde las frecuencias entre prosa y poesía se distancian y la conducta del personaje de Rodrigo para llegar al clímax carece de sustento psicológico. Mínima y modesta a conciencia, pese a sus imperfecciones formales indaga en la sensibilidad masculina con agudeza. He aquí un retrato de dos hombres que se estiman en silencio.
El cine de los hermanos Levy desembarca con Novias Madrinas 15 Años (2011), un documental que analiza con amable ironía la venta de telas para vestidos de gala. Al año siguiente estrenan su ópera prima ficcional, extrañísimamente sobrevalorada por la crítica: Masterplan. Se trata de una comedia de esas parcas, con humor absurdo, líneas argumentales rizomáticas y una puesta de calculada chatura fotográfica, adicta al plano frontal americano. Una maqueta deforme del cine de Martín Rejtman. Luego los Levy vuelven al documental con Cosano: La vida secreta de un vestido (2014), suerte de secuela conceptual de Novias Madrinas 15 Años, esta vez tomando como objeto de análisis al modisto Claudio Cosano bajo dosis justas de curiosidad y caricatura. Que el documental les cuadra mejor se comprueba con esta última película, All Inclusive, una indecisa comedia romántica que no sabe si atenerse a las reglas del género o subvertirlas. Este mareo es evidente cuando un guión de aspiración popular se filma con planos sostenidos que traban la motricidad del montaje. El resultado sugiere pobreza de producción más que criterio estético, una austeridad que conspira con la chispa necesaria para poner a tono al espectador. Y así el relato, por más que se encamine, luce lánguido y desabrido. Tal es la fisura entre género y forma que dos actores carismáticos como Alan Sabbagh y Julieta Zylberberg parecen rehenes de los encuadres. Aquí encarnan a una pareja que pese a amarse, sienten una desconexión. Por el malentendido de rigor, terminan en un all inclusive de Brasil. Es esta la peor parte del relato: una acumulación chabacana de gags separadas por tomas en drone sin otro eje que la pica entre la idiosincrasia argentina y brasileña. Mike Amigorena como el dueño del complejo hace lo que puede y en sus buenas intensiones debería radicar el perdón por componer a un personaje tan burdo. Recién sobre el último tramo de película asoma una propuesta distinta que repiensa las lógicas de pareja y familia. ¿Pero qué sentido tuvo aguardar 70 minutos desastrosos por 20 más o menos atractivos?