Los amores cruzados Luego de ser premiada en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (Mejor Película Latinoamericana) se estrena comercialmente en Argentina la ópera prima de Lucas Blanco Amor en tránsito (2009), film coral narrado en dos temporalidades cruzadas que focaliza sobre las relaciones amorosas en aquellos que pasaron las barrera de los treinta. Como su título lo adelanta Amor en tránsito introduce en la primera escena a sus personajes en pleno tránsito por el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Las vidas de Ariel (Lucas Crespi), Mercedes (Sabrina Garciarena), Juan (Damián Canduci) y Micaela (Verónica Pelaccini) están conectadas o se conectarán a lo largo del film de diferente manera. Con la idea de presentar el tema del amor y los encuentros desde un lugar lúdico, el director propone un paralelismo temático y visual con el juego TEG, en el cual las estrategias de conquista son la principal arma de la que se valen los jugadores. Esta idea le sirve también al director para disparar la otra temática del film: los argentinos que deciden emigrar del país en busca de un futuro mejor. El guión del film se comenzó a escribir en el 2002, momento en el cual muchos argentinos deciden irse del país hacia nuevos destinos. El estreno en el 2010 llega así con un timing un poco desfasado lo que produce que la temática pierda vigencia. Amor en tránsito empieza con un dinamismo interesante: mucho movimiento de personajes, de lugares, de cámara. El juego visual con el tablero del TEG como separador de las partes del film es original y la dosis de humor que tienen algunos diálogos hace que se pueda creer en los personajes y que todo tome un tono costumbrista amigable. Sin embargo, la agilidad del comienzo se diluye y sólo se retoma al final. En el medio queda una comedia romántica bastante convencional y por momentos un poco repetitiva, pero que en su conjunto sale airosa.
Más cámaras, Menos sorpresas El film de Tod Williams no atrapa como el anterior. La dosis documental en la manera de filmar se vuelve a repetir, así como gran cantidad de elementos (incluso actores). Podría leerse como un capítulo de una serie televisiva, pues su propuesta apenas se modifica de la otra. Si se hace así podría ser interesante, pero al ser hecha para cine las exigencias son diferentes y no satisfacen. En esta oportunidad es una pareja con un niño (al principio recién nacido, luego ya de un año), la hija adolescente del marido y un perro los que viven en una casa habitada por presencias indeseables. Tras una serie de episodios extraños deciden colocar en todos los ambientes una cámara de seguridad. A través de esas cámaras y de (lo que simula ser) una filmadora casera manejada por los protagonistas accedemos a los distintos sucesos. Una puerta que se abría sola en el medio de la noche, sombras de personas que nunca se veían, ruidos de origen desconocido eran las situaciones que revelaban presencias desconocidas en la casa habitada por la pareja en Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007). Y todas ellas eran imprevistas. Dado que el espectador de esta nueva película ya estaría familiarizado con estos recursos es esperable que en su afán por producir emociones perturbadoras la secuela del film incursione en nuevas ideas, para que justamente no nos sea posible adelantarnos a lo que va a pasar. Esto, lamentablemente, no sucede, y así se pierde un factor imprescindible del que se valía su antecesora: la sorpresa. Se podría afirmar que Actividad Paranormal 2 (Paranormal Activity 2, 2010) puede ganar a un espectador desprevenido que no conozca la original, pero aún así tiene sus falencias. En primer lugar, la película intenta prepararnos con ciertos datos dispersos. Por ejemplo, el nombre del pequeño es Hunter, que en inglés significa cazador, del verbo “hunt”: perseguir, cazar. Los espíritus obviamente irán tras este. Estos indicios sumado a los momentos atemorizantes tardan en llegar hacen que lleguemos más prevenidos hacia ellas y también más aburridos. La película apela entonces más a nuestra ansiedad que a otra cosa, lo cual no está mal pero con esto sólo no se sostiene un film que se comercializa con otras intenciones. A pesar de los intentos por hacer una película de terror psicológico la idea general es que una familia feliz se ve amenazada por factores paranormales y cómo esto afecta a cada miembro. Esta segunda parte presenta un caso nuevo, en un espacio distinto, con más personajes y con otra puesta de cámaras, pero la diferencia sólo parece apostar a estos detalles, ya que por lo que a efectos respecta la originalidad, repentinamente, desapareció. En cierta forma, parece quedar al descubierto las verdaderas intenciones del film: volver a repetir la suerte de la original, o sea, recaudar mucho con poca inversión.
El mal sueño americano Cuando una película aborda temas de raras connotaciones políticas sin hablar directamente de ellas, invita al espectador a pensarlas desde otros ángulos no habituales. Con Amérrika (2009) la directora Cherien Dabis demuestra una sabia habilidad en este desafío. Más allá de querer indagar en los choques culturales, el film divide a sus personajes de acuerdo a su escala humana y así expone un conflicto universal que excede las nacionalidades. Muna (Nisreen Faour) y su hijo Fadi (Melkar Muallem) viven en Cisjordania, un territorio palestino ocupado hace ya 40 años. Muna es empleada bancaria y vive en una casa junto a su hijo y su madre, pero debe cotidianamente cruzarse con situaciones desdichadas: encontrarse en el mercado con lo nueva esposa flaca de su ex marido y vivir los constantes maltratos de los soldados en los puestos de control al cruzar la frontera cada vez que va a trabajar. Sorpresivamente Muna obtiene un permiso de trabajo y residencia en Estados Unidos solicitado hacía años. Si bien la oportunidad se presenta como un futuro más auspicioso para Fadi y una nueva vida para Muna, la realidad es que su llegada a América se acercará muy poco a sus expectativas. Así como el film Visita Inesperada (The visitor, 2007) hacía hincapié en el maltrato que viven los inmigrantes sin papeles frente a las políticas inmigratorias americanas, Amérrika aborda el tema desde las vivencias cotidianas. Ejemplo de ello es el momento en que Muna (ya asentada en la casa de su hermana) decide ir en busca de empleo. Uno de los gerentes bancarios con el que se entrevista le pregunta de qué país proviene. Ella contesta que es de origen árabe, a lo que el hombre replica en un tono entre dubitativo y jocoso: “¡Por favor, no me ponga una bomba!”. Esta escena resume gráficamente uno de los principales temas de la película y también la habilidad de la directora para resumir con muy poco la violencia implícita que encierran ciertos comportamientos humanos frente al mundo de lo distinto. Cada situación similar del film donde la discriminación está presente demuestra la facilidad de un gobierno para reproducir la ideología a través de mecanismos tan simples como la guerra y el terrorismo. Es este último el que se transforma en un fantasma usado por Estados Unidos como herramienta para tapar las grietas de un sistema cuyas intenciones en política exterior representa el verdadero peligro. Con hacer que un adolescente (y esto la película lo muestra) acepte la idea que cualquier persona que proviene de Medio Oriente es una amenaza, el sistema seguirá en pie. Y también la idea de que lo que hay que temer está afuera y no adentro del país. Por el tipo de análisis planteado Amérrika bien podría ser un documental político. Lo cierto es que las películas tienen una amplia variedad de lecturas y aquí sólo se propone una. Este es un film interesante, además, desde un punto de vista dramático porque arma una historia sobre la búsqueda de la felicidad, sobre los desafíos, sobre la posibilidad de marcar nuevos destinos que no sean los impuestos por los gobiernos o los que nos tocaron por nacimiento. Cuando un tema es tratado con riqueza argumental y escenas más que convincentes las posibilidades de acercarse al film se expanden y logran siempre desde algún lado llegar al espectador.
La mujer de mi prójimo, mi esposa, mi prójimo y yo En una pareja el tercero en discordia es un conflicto común. Sin embargo, cuando los afectados son cuatro y los sentimientos de todos los implicados deben ser considerados, el problema es más grave aún. Este es el gran dilema que padecen los personajes de Secretos del matrimonio (Det enda rationella, 2009). Con momentos de tensión dramática manejados muy hábilmente, este film sueco pone de manifiesto la crueldad, la hipocresía y los misterios que los matrimonios encierran. Las vidas conyugales de dos parejas amigas, Erland (Rolf Lassgard) y May (Stina Ekbland) por un lado, y Karin (Pernilla August) y Sven Eric (Claes Roosman) por el otro, se ven perturbadas por la pasión nacida entre Karin y Erland. Para alojar este affaire dentro de su concepción cristiana y en respeto a sus décadas de matrimonio, la solución políticamente correcta para todos resulta en la convivencia de los cuatro implicados, la cual por decantación terminaría con este encandilamiento de los amantes. Que los problemas matrimoniales son proveedores vitalicios de recreaciones fílmicas no es novedad alguna. La amplitud de miradas para abordar la temática siempre resulta prometedora. Con este film la veta de la intriga que cada pareja representa para otras está quizás más presente. El estilo de vida de cada una, su forma de enfrentar los problemas, de mantener y reflotar la pasión, etc; son para algunos la fórmula para encontrar o bien la felicidad o al menos el equilibrio emocional. En Secretos del matrimonio, hay reuniones a las que varios matrimonios asisten para hablar de estos temas. Dichas reuniones están coordinadas nada más y nada menos que por Erlan y May y se realizan en el interior de un templo cristiano. Más que acertada la decisión del director de plantear este conflicto enmarcándolo en un espacio donde la culpa y el pecado se regocijan por doquier. Y es acá donde la otra cara del deseo aparece, pues en esa avidez por conocer lo ajeno también resuena otro deseo por ocultar las más profundas verdades. En ese vaivén entre la hipocresía social y una intimidad oscura esta película encuentra su dosis de originalidad. Y, como si esto no bastara, decide juntar a los cuatro personajes bajo el mismo techo. Esta decisión le permite al director Jorgen Bargmark con mínimos recursos generar angustia en sus personajes, producir tensión entre ellos, y plantear lo irracional y enfermizo de esta “correcta” solución. En un comienzo se hizo mención a la falsedad, la crueldad y el misterio que encierran los matrimonios. Se puede insistir en esta hipótesis y aventurar que estas cualidades están planteadas como inherentes a esta institución. La invitación al debate está más que presente en este film sueco y así es como se debe aprovechar su intención.
Propuesta Decente La ópera prima de Alejandra Marino es un drama con toques de comedia, que son realmente efectivos para la historia. La directora elige darle espacio a la composición de los personajes principales y eso ayuda a que el público los reconozca y se reconozca en ellos. Ciertas decisiones a la hora de transmitir la esencia de sus sentimientos e intenciones son criticables pero la película logra una coherencia estética y argumental muy valorable. Franzie (Mimí Ardú) es una mujer que ya supera los cincuenta años y padece una enfermedad terminal. Emanuel (Enrique Liporace), es un escritor que desde hace tiempo no puede escribir nada. Su casual encuentro resulta en una propuesta laboral de Franzie a Emanuel para que este sea su acompañante en eventos sociales y familiares. Con su esposa embarazada y sin empleo, a Emanuel no le queda otra posibilidad que aceptar. La relación entre ellos luego se irá modificando y cada uno involucrará los sentimientos de acuerdo a sus necesidades. En la relación que establecen Franzie y Emanuel hay una decisión que no debe dejar de mencionarse. Su acercamiento parece tener por momentos dobles intenciones de parte de ambos pero no quedan nunca definidas del todo. Esto permite darle una apertura a la historia que la salva de caer en un lugar común. Por otro lado, la historia de la madre de Franzie, (una lucida Norma Pons) se va dibujando de fondo como una ausencia que marca al personaje de Mimí Ardú. Estas imágenes aparecen un poco forzadas. De todas maneras tampoco es una idea desacertada sobre todo porque la actriz parece fundirse de forma natural al papel y le aporta una gracia y expresividad únicas que le dan vuelo propio a su participación. En ciertas escenas del film se hace presente una intención explicativa. Por ejemplo, cuando Franzie se cruza con su ex pareja y su esposa, la idea queda ya resuelta con las miradas de ellos y su comportamiento. Sin embargo, la situación es retomada en más de una oportunidad verbalmente por los protagonistas y allí se pierde la fuerza que tenía dicha escena. Esto sucede también al promediar el film, donde algunos personajes, el de Emanuel principalmente, cierran con sus palabras el sentido de la totalidad. Esta decisión por parte de la realizadora no desacredita su obra pero resta poder a sus imágenes y le quita al espectador la posibilidad de alejarse del lenguaje verbal cotidiano y dejarse subsumir en el lenguaje artístico, mucho más expresivo que aquel. En el film de Alejandra Marino el espectador encontrará imágenes y propuestas temáticas en las cuáles hay una búsqueda personal interesante. Pero más allá de esto lo que debe importar es que cuando una película decide darle espacio a situaciones donde la muerte, la soledad y el miedo están presentes se pueda transmitir al espectador sin necesariamente caer en golpes bajos y lugares comunes. Y Franzie ciertamente lo logra.
Misión imposible Para aquel que lo dude y piense que no es posible, sí, la película entera transcurre con el protagonista enterrado en un cajón bajo tierra. Si esto le despierta suficiente curiosidad, y decide acercarse a vivir esta extraña experiencia, seguro que no se arrepentirá. Apenas comenzado el film nos enteramos que Paul Conroy (Ryan Reynolds) es un chofer de camiones de una compañía estadounidense que fue enviado a Iraq junto a otros empleados. Un grupo de iraquíes atacan los camiones y, mientras muchos mueren en el ataque, Paul, termina enterrado adentro de un cajón. Su comunicación con el mundo exterior es por un teléfono celular que le dejan sus secuestradores y esa será su única herramienta para salir de allí. Claro que la batería del mismo está por la mitad y también el aire que respira es limitado, por lo cual sus posibilidades de sobrevivir parecen nulas. También sobrevivir a la experiencia cinematográfica de contemplar por una hora y media a un hombre adentro de un cajón parece improbable. Sin embargo, el director Rodrigo Cortés la hace más que posible y, lo que es mejor, entretenida. Desde la primera imagen el espectador vive y sabe lo mismo que su protagonista, lo cual es más desesperante aún. Un representante del gobierno americano encargado de toma de rehenes en Iraq tendrá en sus manos su liberación, pero ni Paul ni el espectador sabrán si verdaderamente hacen algo por él pues sólo escuchamos la voz en off del teléfono. La utilización del sonido es explotada de tal manera que el mundo exterior está presente pero no visible y su eficacia en pos del suspenso permite agilizar la trama. Al no saber más que el protagonista se crea una tensión dramática que aumenta la desesperanza y la consternación, y el alivio nunca aparece. Claro que el uso de estos recursos y el novedoso planteo del film no son suficientes para hacerlo interesante. Por eso cabe decir que la obra también merece crédito por cómo logra representar el miedo del protagonista. Los estados que vive Paul a lo largo de todo el film tienen tal verosimilitud que producen que nunca se presente como inverosímil la propuesta del film. La angustia de saber que no verá más a su familia, la indignación e impotencia frente a la gente que supuestamente debería socorrerlo (que piensan más en la diplomacia que en él) y la desesperación de estar viviendo la propia muerte son los tópicos que hacen que Enterrado (Buried, 2010) supere las expectativas. Este film puede no ser del agrado de algunos espectadores a los cuáles les resulte una experiencia de mal gusto o simplemente, como el cine de terror, les provoque emociones indeseables. Pero se debe resaltar que el director nos recuerda co n este film que, con bajos presupuestos y buenas ideas, el cine siempre sobrevivirá.
Luz, cámara, trago y acción El film del director alemán Andreas Dresen es una de esas películas que tienen como escenario principal el de un set cinematográfico. La intención metadiscursiva aparece sola y lo hace con ingenio e ironía, dejando traslucir las pequeñas miserias humanas. Cada personaje puede así lucirse y mostrar sus distintas facetas. Con el encuentro de todas ellas este film se permite jugar y lograr divertir como si se estuviera riendo de sí mismo. El principal protagonista de Whisky con Vodka es Otto Kullberg (Henry Hübchen), un actor de cine de larga trayectoria que ya ronda los sesenta años. Su problema con el alcohol lo alejó por un tiempo de su trabajo y ahora, citado para un nuevo proyecto, decide retomar su carrera. En las primeras escenas a rodar Otto se presenta borracho en el set, por lo cual los productores deciden asegurar su film ante una posible recaída del actor. Para ello acuerdan realizar las escenas de Otto por duplicado, convocando para esta misión a un actor de teatro sin experiencia en cine y más joven que él. Esto enloquecerá a Otto pero también vivirá el rodaje como un desafío y una tragicómica autorreflexión sobre su vida y carrera. La película refleja en forma contundente aquello que ya aparece en películas que toman al cine como su tema principal. Esto es: que la construcción de una ficción tiene tanto de ficción como la que se intenta realizar. Desde aquí se desprende una ácida mirada hacia el mundo de los actores. Se los presenta como seres egocéntricos, en busca de una constante reafirmación, ya sea a través del reconocimiento de sus pares, del director o bien a través de la conquista sexual. Whisky con Vodka (Whisky mit Wodka, 2009) indaga sin embargo un poco más allá de este cliché sobre el mundo actoral y es aquí dónde se produce un desarrollo más original de la temática. Tanto Otto como Bettina (Corinna Harfouch), la otra actriz del film en rodaje, ya son actores consagrados, que brillaron en la pantalla cinematográfica. Aquí el cine se vuelve sobre sí mismo, pues tematiza de esta manera la idea del tiempo, una de la principales cualidades que define este arte. El tiempo cinematográfico es el de lo infinito, del presente eterno. En cambio, fuera de este, queda una realidad finita, donde nada detiene el constante devenir. Aquí están Otto y Bettina haciendo una lectura de lo que fueron y ya no son. Y en el medio de todo esto una película que rodar, un set de filmación y dos ficciones que se mezclan creando un paralelismo. Resulta imposible ver este film (y de seguro realizarlo) sin tener presente el film de Francois Truffaut La noche americana (La Nuit américaine, 1973) película sobre un rodaje dónde él mismo actúa y asume el rol del director. Esta referencia obligada se debe a que pareciera ser que el séptimo arte necesita películas que lo tengan en la mira y le recuerden de vez en cuando la pasión, la locura, el talento, los infortunios, la avaricia, la belleza y la nostalgia que lo rodean. Estas verdades son su esencia y lo convierten en ese objeto de deseo llamado cine.
La madurez de la infancia Quien decida acercarse a ver este film de Hippolyte Girardot y Nobuhiro Suwa estará aceptando liberar su mente a una interpretación que apela a buscar nuevos sentidos para el mundo infantil. La propuesta puede resultar interesante si es que se acepta y si se logra conectar con las imágenes y los tiempos que para ello se presentan. La historia de Yuki & Nina (2009) es simple: los padres de Yuki (Noë Sampy), una nena de aproximadamente seis años, están a punto de divorciarse y su madre decide mudarse de Francia a Japón junto a su hija. La película intentará mostrar de qué manera esta situación conmueve la vida de Yuki, para quien su amistad con Nina se verá especialmente afectada cuando vivan en países distintos. Esta clásica situación en la vida de un niño, cuando debe sin quererlo afrontar sus primeras pérdidas y chocar con el mundo adulto, lo deja en una situación frágil y vulnerable. Yuki también padece esto pero ante la adversidad decide actuar. Para evitar el divorcio, creará un plan junto a Nina para llegar al corazón de sus padres, poniendo así en claro que los niños apelan a las emociones, que son su mundo cotidiano, pero que también saben cómo hacer que las cosas cambien. La película abre otra idea: que hay un abismo entre el mundo de los adultos y el de los niños, un lugar al que los padres no acceden y al que, quizás, no deben acceder. Una forma de conexión de los niños con la realidad que está por encima del entendimiento de aquellos. Yuki & Nina afirma algo con esto: que los niños no son esos seres a los que les faltan herramientas frente al mundo que les toca vivir. Por el contrario, son personas que se autodefinen y no sólo por oposición al mundo adulto. Para presentar estas ideas el film se identifica con una estética en la cual los planos no están al servicio del dramatismo sino que intentan generar una cercanía con Yuki, acompañando su perspectiva y sus sentimientos. El tiempo espera las emociones de los personajes, y hay esperas que son silencios, vacíos que significan, y que son espacios necesarios. Luego la historia va adquiriendo un color más poético que está al servicio del cambio que Yuki está atravesando y que intenta unir simbólicamente dos mundos dispares, el de Japón y el de Francia pero también todos sus mundos que se van dividiendo: el divorcio, su separación de Nina, de su padre, de su país. Cuando se desea mostrar la complejidad de ciertas relaciones o situaciones, en ciertas películas se desafía al espectador a decidir hasta dónde dejará que una obra cinematográfica lo haga vulnerable a nuevas imágenes, nuevas propuestas. Yuki & Nina está esencialmente atravesada por este desafío y allí puede ganar en riqueza o bien perder al espectador. Depende de cada uno de qué lado dejará caer la bola.
Ni patrón, ni marido, ni dirección En Ni dios, ni patrón, ni marido (2009) los códigos cinematográficos aparecen desaprovechados. Esto es notorio en la actuación, en los tiempos, en los diálogos, en el montaje. La película de la directora española Laura Maña tiene la gran ventaja de poseer un elenco de figuras convocantes como Daniel Fanego, Laura Novoa o Jorge Marrale. Sin embargo, esto no impide que la película pierda consistencia. Eugenia Tobal interpreta a la anarquista uruguaya Virginia Bolten, quien se convertirá en una activista por los derechos de la mujer en una Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX. Esta mujer junto con la ayuda de tres obreras de una fábrica textil serán las iniciadoras del diario “La Voz de la Mujer” que intentará concientizar a todas aquellas trabajadoras y mujeres de todas las clases sociales sobre el sometimiento y la explotación de género. Esta acción revolucionaria será la causante de los problemas con la policía, con los propietarios de la fábrica y con el género masculino en general. Por otro lado, la película abre otra historia, la de Lucía Boldoni, el personaje de Esther Goris, una cantante de ópera, novia de un senador interpretado por Daniel Fanego y pretendida por Federico (Joaquín Furriel) el joven sobrino del jefe de la fábrica textil. Este triángulo amoroso y el paulatino interés de Lucía por la causa de las obreras siendo ella parte de un mundo burgués será uno de los conflictos que desarrollará el film. Esta línea argumental gana protagonismo por sobre la de Virginia así como también en escenas, muchas de ella ciertamente de más y para lucimiento personal de la actriz Esther Goris. Dado que el film intenta dar cuenta de hechos reales, a través de escenas a veces forzadas y de extrema irrealidad, se pretende mostrar qué es la explotación y el abuso sobre las mujeres. La proclama política de Virginia está explicitada en más de una oportunidad con extrema solemnidad para que a nadie se le escape la importancia de dichas ideas. Los diálogos de los senadores y demás políticos discutiendo sobre las bondades de la guerra están recreados de modo tan artificial como aquellas que pretenden aportarle al film cierto costado melodramático. La idea de llegar al público con la historia de esta activista política es interesante pues la vida y la lucha de ella lo fueron. Si de estos hechos la directora considera posibles nuevos planteos acordes a los expuestos, doblemente interesantes. Pero el cómo hacerlos interesantes es un problema únicamente cinematográfico y aquí esta la falla de Ni dios, ni patrón, ni marido. El recrear una época a través de la puesta en escena no es un mérito en sí mismo y esto parece confundir a la directora. Esto termina por debilitar un tema que tenía contundencia argumental.
Rebelde con causa Con un registro cercano al género documental El rebelde mundo de Mía (Fish Tank, 2009) retrata la vida de una adolescente en los suburbios de Inglaterra, con una familia disfuncional y en un ámbito que la desafía a cada paso a perder sus últimos rasgos de inocencia. La directora Andrea Arnold explotó eficazmente las dotes de la joven actriz. Esto, sumado a la mirada subjetiva de Mía que adopta el film, produce la dosis justa de densidad dramática sin caer en un drama angustiante sobre la marginalidad. El mundo que rodea a Mía (Katie Jarvis) es inarmónico y se refleja en ella a través de sus modos agresivos hacia los demás. El espacio que transita son los pasillos sucios y angostos de un monoblock y los ambientes precarios apenas subdivididos de su casa. Una casa pequeña, desordenada y, de no ser porque se trata de cine, se podría decir hasta maloliente. Su madre alcohólica con toda su carga violenta y su pequeña hermana grosera y enviciada como la madre son sus personas cotidianas. A ellas se sumará Connor (Michael Fassbinder), el novio de turno de la mamá de Mía y al parecer el único que despierta su atención con sus intenciones entre dulces y paternales. El título original de la película posee su simbolismo en esta historia: fish tank es una pecera y el film habla también del espacio y por metonimia de ocupar un lugar. Pero parece haber también dos imágenes que el film busca cargar simbólicamente en la identidad de esta muchacha. Una de ellas es un caballo blanco, propiedad de unos chicos que viven en un descampado, y al cual mantienen atado con cadenas. Mía irá en repetidas oportunidades a intentar liberarlo. Por otro lado, ella quiere ser una bgirl, o bailarina de Hip Hop, una danza originaria de los barrios marginales de Nueva York. Este baile tiene algo de masculino, a la vez que, en la mujer, los movimientos deben tener una carga de sexualidad. En fin, una baile que representa fuertemente la personalidad de Mía. Será Connor quien le ofrecerá su ayuda para entrar a una audición de baile y al parecer el único que desde su carisma y seducción puede penetrar en el mundo de esta quinceañera. Pero eso no es todo lo que Connor parece querer de Mía, y se relacionará con ella por momentos como un padre y en otros como hombre. En ese juego límite de tensión y ambigüedad queda atrapado el film y por supuesto Mía. A veces la realidad mostrada de manera tan cruda moviliza por sí sola y esto es algo que el film aprovecha significativamente. Pero el principal mérito es haber logrado y captado el trabajo impecable desarrollado por Katie Jarvis. Todo acontecer aparece reflejado en su cuerpo y en su rostro y así se logra esa sensación del presente que por momentos agobia y que pide un respiro. Y en cada detalle el film rebela lo que, al final de cuentas, ella verdaderamente es: una adolescente más, con sus deseos de descubrir, de buscar a alguien o algo que la identifique, y ennoblecida con una inesperada dulzura.