Cuando los skaters toman las calles Lo notable del film de Lezaic es la forma en que, de la manera más natural, articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante. Películas sobre skaters hay muchas, desde Paranoid Park, de Gus Van Sant, hasta Bonus track, de Raúl Perrone. Pero Tilva ros, sorprendente ópera prima del realizador serbio Nikola Lezaic, tiene la virtud de ir más allá de la mera descripción de un universo adolescente para ir construyendo toda una red de tensiones entre sus personajes, que reflejan a su vez los conflictos de toda una sociedad. Lo notable del film de Lezaic es la manera en que articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante. La situación básica de Tilva ros (el título alude a un “Monte Rojo” en valaco, el idioma del grupo étnico de Serbia relacionado cultural y lingüísticamente con los rumanos) es sencilla de describir. En la ciudad de Bor, que supo ser la principal cantera de cobre de Europa, ahora queda solamente tierra horadada y un desempleo creciente. En ese contexto, un grupo de adolescentes enfrenta, no sin angustia, el fin del verano. Terminaron el bachillerato y mientras unos se preparan para ir a la universidad, en Belgrado, otros en cambio deben afrontar la triste realidad de quedarse a pelear por un puesto de trabajo que probablemente nunca consigan. Esa es la disyuntiva de Toda y Stefan, amigos desde la infancia y divididos no sólo por los rumbos que empiezan a tomar sus vidas, sino también por la llegada de Dunja, una compañera del grupo que vuelve de Francia y provoca, sin buscarlo, una sorda, tácita batalla entre ellos. En términos estrictamente narrativos, no hay mucho más para contar en Tilva ros, que fue descubierta por el Festival de Locarno y luego tuvo paradas estratégicas en Rotterdam y el Bafici. Pero el director Nikola Lezaic sabe muy bien cómo ir construyendo densidad dramática a partir de pequeños detalles, que van cobrando peso y espesor a medida que transcurren los últimos días de libertad de esos chicos que han encontrado en la cultura skate su sentido de pertenencia. Además de las típicas marcas de época –como la comunicación por mensajes de texto, fotos o grabaciones, todo a través del teléfono celular, que ocupa un lugar central en sus vidas– esos amigos de Bor tienen una afición muy particular: la autoflagelación. Casi sin quererlo, jugando como si todavía fueran chicos que nunca aprendieron nada acerca del peligro, Toda y Stefan compiten no sólo en la pista de skate, sino también en una serie de “trucos”, como los llaman ellos, que van desde arrojarse al vacío desde una altura temeraria hasta atravesarse un pómulo de la cara con una aguja, pasando por prenderse fuego a su cabellera. Lejos de todo morbo o sensacionalismo, el film de Lezaic va registrando esas acciones con la misma naturalidad con que da cuenta de una discusión entre los chicos sobre gustos musicales o una aburrida cena con los padres. Esa cotidianidad de la violencia contra sí mismos, encarada como una suerte de competencia frente a la mirada entre ingenua y cómplice de Dunja, que recibe los registros en video de esas barbaridades como si fueran ofrendas, va dejando un regusto cada vez más amargo. Hay un nihilismo fuerte y creciente en Tilva ros, que a su vez se compensa con la energía vital de esos chicos que encuentran en una indeterminada cultura punk su válvula de escape. No hay duda, Nikola Lezaic es un director a seguir. A los 30 años y con su primer largo ya demuestra un extraordinario dominio de su medio. En primer lugar, tiene ojo, no sólo para el casting (la selección de sus skaters la hizo a través de Internet), sino también para poner la cámara, que siempre parece estar en el lugar justo. Elige también locaciones muy expresivas, como esa fábrica abandonada que sirve de improvisada pista de skate. Y demuestra una seguridad absoluta cuando decide sostener un plano sin cortes: si usa un plano-secuencia, nunca lo hace para lucir una proeza técnica, sino para potenciar el capital dramático de una escena. En este sentido es ejemplar uno de los momentos finales, cuando el grupo de skaters se suma a una manifestación de desocupados que pelean contra la privatización de las minas de cobre, y que termina con los chicos patinando a toda velocidad dentro de un supermercado y destruyendo la mercadería a su paso. En esa secuencia se expresan tanto dos generaciones como dos tradiciones de cine, porque así como la marcha obrera parece referir, irónicamente, a las del Novecento de Bertolucci, el raid por los pasillos del autoservicio da toda la impresión de ser una paráfrasis de la legendaria corrida del trío de Bande à part, de Jean-Luc Godard, por las alas del Louvre.
Los trabajos y los días en el cerro Segundo film de la trilogía iniciada por Soy Huao (2009), dedicada a pequeñas comunidades de América latina que aún conviven de manera armoniosa con la naturaleza, Arrieros –selección oficial del Festival de Mar del Plata 2010 y premio al mejor documental en el Festival de Tandil 2011– está rodada en plena Cordillera de los Andes, en la frontera entre Argentina y Chile. Y como señala la inscripción del prólogo, la gente que retrata reside a no más de dos horas de auto de Santiago de Chile, aunque se diría que son años luz los que separan la vida rural de la familia Covarrubias, eje del film de Juan Baldana, de cualquier experiencia urbana. El cielo limpio, nítido, y los colores puros como el aire es lo primero que impresiona del registro de Baldana, un documental de observación que tiene la deferencia de abjurar de comentarios, voz en off o reportajes a cámara. Los que hablan en Arrieros son los trabajos y los días: el arreo de los animales (cabras, caballos) a la luz cristalina de la primera mañana, pero también los rituales cotidianos del ordeñe del rebaño y la faena de carne, o la fabricación de pan y quesos caseros, amasados amorosamente a mano. La producción artesanal de comida tiene un lugar central en Arrieros, porque expone no sólo la manera en que los Covarrubias y sus vecinos se alimentan de lo que ellos mismos generan sino también porque da cuenta de una fuente extra de ingresos, con la venta de productos caseros a los escasos turistas que se aventuran por esos pagos. Quienes a su vez dan pie a algún apunte simpático. “¿Tiene baño por aquí?”, pregunta una forastera. “Todo el cerro es un baño”, le responden, mientras la cámara recorre esa inmensidad. La tradición familiar y el aprendizaje de las tareas rurales por parte de los tres chicos de la familia también ocupan buena parte del metraje de Arrieros. Los pibes no sólo se instruyen empíricamente en la yerra o el ordeñe; también escuchan por la noche los relatos de los mayores (regados por una generosa damajuana de tinto) o las hazañas de un tal Martín Fierro, y cantan alegres alrededor de la luz ardiente de un fogón. Este retrato idílico, rodado en pleno verano, cuando las condiciones climáticas son más benignas, invita a preguntarse sin embargo qué es de esos chicos y de su educación formal cuando llega el invierno, un interrogante que la película de Baldana ni siquiera se plantea, demasiado enamorada como está de la belleza de esos parajes. En Arrieros hay también un problema de montaje, casi de respiración se diría. La edición del material es errática, como si todo lo que aparece en cámara tuviera el mismo valor, lo que produce un efecto paradójico: los momentos más intensos –la faena de un corderito o la estampida de una tropilla de caballos, por caso– se diluyen entre las circunstancias más serenas y rutinarias, sin llegar a generar una curva dramática. El ritmo de cada plano, a su vez, no tiene (afortunadamente) el vértigo que impone la televisión, pero tampoco la densidad de un plano cinematográfico, que invite a la reflexión. Hay algo superficial en el planeo del film sobre esa comunidad, como si el trabajo de campo previo o de rodaje no hubiera sido suficiente para un film que termina abruptamente a los 84 minutos y que tanto podría durar más cuanto menos, si tuviera más claro su objetivo.
El difícil arte de aprender a vivir Premiado en el Festival de Cannes 2011, el nuevo film de los directores de Rosetta no es tanto la búsqueda de un padre como la educación de un chico que debe aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás. La película empieza de golpe, por sorpresa, como si hubiera entrado repentinamente, sin permiso, en un momento determinado de la vida de su protagonista, sin preámbulos ni explicaciones. Un chico de unos once años, Cyril, no quiere cortar una comunicación telefónica, a pesar de que escucha una y otra vez la misma voz mecánica de una grabación, que le indica que esa línea está desconectada. Se aferra al aparato con sus dos manos, como si en ello le fuera la vida. No le basta con que un adulto le explique que no vale la pena insistir, que no sacará nada con ello. Cyril quiere saber algo de su padre, reencontrarlo, volver a vivir con él. No puede entender que lo haya dejado a cargo del servicio social. O que al menos no le haya dejado su bicicleta, que él necesita como si fuera una extensión de su propio cuerpo. El nuevo film de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne –ganador del Grand Prix del Jurado del Festival de Cannes 2011– no será tanto la búsqueda de ese padre como la educación de Cyril, que deberá aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás. Los primeros 50 minutos de El chico de la bicicleta son una especie de summa de los Dardenne en su mejor nivel. Tan furioso con su destino como lo estaba con el suyo la memorable protagonista de Rosetta –una suerte de prima mayor–, Cyril descarga toda su angustia recorriendo la ciudad a toda velocidad, en la bicicleta que alguna vez le regaló su padre y que recupera para luego perder y volver a recobrar, como si todo fuera trabajoso en su vida. Y si alguien se le interpone en su camino –por bienintencionados que sean, como los asistentes sociales, o una peluquera que acepta su guarda por los fines de semana–, Cyril los muerde y los patea y sale corriendo, una y otra vez. Y la cámara de los Dardenne, por supuesto, está siempre con él, a su lado. Porque los directores de El silencio de Lorna están siempre junto a sus protagonistas, en las buenas y en las malas. Nunca los van a abandonar. Hay un dinamismo, una vitalidad, una energía en esa primera mitad de El chico de la bicicleta que luego se extrañan un poco, cuando una serie de vueltas de tuerca del guión le hacen perder algo el foco a la película. Aun así, los Dardenne vuelven a demostrar la nobleza, la buena madera con la que está hecho su cine, que cada vez más se parece un árbol genealógico, como si fueran desarrollando con sus personajes toda una familia que va creciendo con ellos. De hecho, el padre de Cyril está interpretado por Jérémie Renier (el cura extranjero de Elefante blanco), en un personaje que parece la continuación de los que interpretó en films anteriores de los directores belgas: aunque no llevan el mismo nombre, el chico de La promesa (1996), que no se separaba de su bicimoto, bien puede ser el padre adolescente de El niño (2005), quien –por necesidad, por ignorancia– quería vender a su hijo; y que aquí ya se ha desprendido de él y que le ha vendido hasta su bicicleta, para sobrevivir, porque él tampoco supo lo que era un padre. Contra lo que podría suponerse de la mera descripción de su argumento, o lo que hubiera hecho con él casi cualquier otro director en su lugar, el film de los Dardenne jamás cede a la tentación del miserabilismo o la infección sentimental: todo en él es crudo, áspero, como la realidad que les toca vivir a sus personajes. Pero a diferencia de sus películas anteriores, hay aquí un costado más luminoso, esperanzador. Y está no sólo en la madurez con que Cyril (Thomas Doret, una revelación), en poco tiempo, irá aprendiendo a crecer y tomar sus propias decisiones. También se ve esa luz al final del túnel en el personaje de la peluquera que lo adopta, una mujer bella pero de mirada triste, que en la estupenda composición de Cécile De France no necesita contar nada de su pasado para que el espectador imagine que quizá ella también, alguna vez, necesitó la ayuda que ahora no duda en ofrecerle a Cyril. Aunque tenga que tomar decisiones difíciles, de esas que nunca faltan en el extraordinario cine de los Dardenne.
De vacaciones en la Ciudad Eterna De todos los paseos turísticos que el director de Medianoche en París ha venido haciendo por distintas ciudades de Europa en los últimos años, su nuevo opus es el que hace más evidente la pereza con la que encara estas excursiones off New York. La Fontana di Trevi, Piazza Spagna, el Coliseo, Trastevere... Ni una sola de las más trajinadas atracciones turísticas de la Ciudad Eterna falta en A Roma con amor, el paseo más reciente de Woody Allen después de sus películas promocionales sobre Londres, Barcelona y París, que parecen financiadas (y en algunos casos lo son) por las respectivas oficinas de turismo de cada ciudad. Claro, no todas sus excursiones tuvieron la misma calidad. Match Point fue uno de los puntos altos de la última, irregular etapa de Allen, no sólo por el excelente uso que hizo de Londres, sino sobre todo por el espesor dramático del guión. Exactamente lo contrario de lo que sucedió con El sueño de Cassandra y Conocerás al hombre de tus sueños, su triste despedida de la capital del imperio británico. Vicky Cristina Barcelona y, sobre todo, Medianoche en París fueron más disfrutables, aunque no menos turísticas. Pero con esta desvaída, anémica declaración romántica a Roma, Allen parece haber tocado su piso más bajo. En To Rome With Love es más evidente que nunca algo que siempre estuvo de manera más o menos latente en los últimos tres lustros de la obra de Allen (lo que no es decir poco, considerando que filma al ritmo de, al menos, una película al año): la pereza, la dejadez, la falta de rigor, el todo vale, como si Woody ya no quisiera tomarse la molestia de pegarle una segunda revisada al guión o de pensar alguna solución a la puesta en escena que no sea el más ramplón y cómodo plano y contraplano con elemento decorativo de fondo. A diferencia de su opus más reciente, en el que imaginó un dispositivo que le permitiera abordar París de una manera más original (aunque se trataba de un reciclado de un viejo cuento de Allen, “Memorias de los años veinte”, incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets), aquí todo empieza (y termina) por lo más obvio. Una turista norteamericana (Alison Pill) quiere ir de las escalinatas de Piazza Spagna a la fuente de La dolce vita y, previsiblemente, no encuentra el camino en el mapa que da cuenta de ese laberinto que es Roma. Pero tiene la fortuna de tropezar con un joven abogado italiano, pintón y dueño de un impecable inglés (Flavio Parenti), que la acompaña personalmente y de quien la chica no podrá sino enamorarse, a pesar de que el anzuelo no podría ser más gastado: “Déjeme adivinar, a ver, usted es una... turista”. A partir de allí, todo es más fragmentario que episódico, más caprichoso que azaroso, como si con la excusa de hacer una commedia all’ italiana se pudiera recurrir a los clichés más remanidos o a los estereotipos más fatigados, que tanto irritaron a la prensa italiana. Está el uomo qualunque (Roberto Benigni, imitándose por enésima vez a sí mismo) que la televisión hace famoso de la noche a la mañana para después abandonarlo por otro; el talento natural (Fabio Armiliato) que canta magníficamente las arias más complejas en la ducha, pero le cuesta enfrentarse al público fuera del cuarto de baño; y la pareja de ingenuos recién casados de luna de miel en Roma (Alessandro Tiberi y Alessandra Mastronardi), que más que un homenaje a El sheik blanco (1952), de Federico Fellini –uno de los ídolos de Allen desde los tiempos de Recuerdos, su infatuado 81/2–, parece directamente un plagio, con la tierna esposa cayendo rendida a los encantos de un capocomico a la manera de Sordi. Y como los enredos de alcoba no faltan, también hay una prostituta de lujo (Penélope Cruz) que se hace pasar por cónyuge legítima y una pareja de jóvenes intelectuales norteamericanos (Jesse Eisenberg, Greta Gerwig) desestabilizada por la presencia de una actriz histérica y presumida (Ellen Page), la clásica tercera en cuestión, vigilada de cerca por una suerte de ángel guardián encarnado por Alec Baldwin, por lejos lo más desafortunado de la película. Para los nostálgicos, el Woody actor está de regreso, por primera vez desde Scoop (2006), pero con el mismo desgano con el que últimamente se coloca detrás de la cámara. Junto a su esposa (Judy Davis), llega a Roma para conocer al novio de su hija –aquel abogado romano–, pero termina enredado en el mundo de la ópera, lo que da la excusa para decorar la banda de sonido con Verdi y Puccini, además del infaltable “Volare” que popularizó Domenico Modugno. Una última aclaración: si en las reseñas de un film de Allen, para agilizar el texto, suele ser rutina (los críticos también las tenemos) citar textualmente una o dos frases graciosas de esas que los estadounidenses llaman one-liners, aquí más vale no hacerlo. Son tan pocas las que valen la pena que al potencial espectador ya no le quedaría casi nada para disfrutar de la película.
Un vampiro perdido en los años ’70 Sin acercarse a lo mejor de su obra, la nueva película de la dupla de Ed Wood puede disfrutarse como lo que es: un divertimento ligero pero simpático, muy entroncado en la estética Burton, que aquí cruza el gótico romántico con el espíritu pop. Después del desliz que significó Alicia en el País de las Maravillas, Tim Burton y Johnny Depp vuelven a levantar cabeza en Sombras tenebrosas, su propia versión de una telenovela norteamericana de los años ’60 que –a diferencia de las series familiares estilo Yo quiero a Lucy o El show de Dick Van Dyke– tenía la particularidad de contar con un vampiro de protagonista, rodeado de brujas, fantasmas y lobisones. En los Estados Unidos, la crítica más purista atacó el film exhumando las virtudes de aquella serie, que supo crear legiones de fans, entre ellos los niños que entonces fueron Burton, Depp y Michelle Pfeiffer, quien según sus propias declaraciones rogó estar en el proyecto, en homenaje a sus tardes frente a la leche y el televisor. Pero sin el referente de aquella serie, que aquí solamente algunos pocos memoriosos recuerdan, Dark Shadows puede disfrutarse como lo que es: un divertimento ligero pero simpático, muy entroncado en la estética Burton, que era lo que más se extrañaba en su desvaída Alicia, cooptada por esa fuerza del mal que es la Disney Co. Es verdad, hace tiempo que el director de El joven manos de tijera se alimenta más de materiales ajenos antes que propios: Roald Dahl en Charlie y la fábrica de chocolate, Stephen Sondheim en Sweeney Todd, Lewis Carroll en Alicia... Pero sin ser uno de sus mejores trabajos, Sombras tenebrosas tiene la virtud de unir un poco dos de las vertientes que hacen a la identidad artística de Burton: por un lado, ese costado tan oscuro como naïf que tan bien expresó en la estupenda El cadáver de la novia, una de sus mejores películas de los últimos años; y por otro, el flanco de comedia pop que cultivó particularmente en Marcianos al ataque. El prólogo del film informa los datos básicos, narrados por su protagonista, Barnaby Collins (Depp). Los Collins partieron de Liverpool hacia América a fines del siglo XVIII y allí prosperaron notablemente: un pueblo entero fue bautizado con el apellido de la familia, que en un risco a orillas del mar construyó un imponente castillo en honor a sus orígenes británicos. Es allí donde el joven Barnaby, enamorado de una lánguida rubia (Bella Heathcote), rehúye los avances de una audaz criada (Eva Green), quien –despechada y aprovechando sus malas artes de bruja– empuja al suicidio a la chica y convierte a Barnaby en un vampiro, para que sufra la eternidad enterrado vivo en las afueras del pueblo. Pero sucede que casi dos siglos después, en 1972, Barnaby tiene ocasión de escapar del ataúd y se encuentra con que la mansión Collins es una ruina, que sus descendientes no le hacen honor al linaje y que, para colmo de males, su archinémesis también sigue viva y tiene mucho que ver con la decadencia de su estirpe. Y no sólo ella aún está por allí: también su amada inmortal, ahora en la piel de la institutriz de los dos problemáticos pre-adolescentes que llevan su apellido. Lo mejor de Sombras tenebrosas está sobre todo en su primera mitad, cuando Burton (y Depp) juegan con los anacronismos y con el choque de culturas entre la tradición gótica que Barnaby trae a cuestas y la realidad pop de los ’70 con que se topa, que va desde Scooby Doo y el hippismo hasta la música inolvidablemente melosa de The Carpenters. Además de su palidez y su vestimenta victoriana, Barnaby habla como si sus parlamentos se los dictara Shakespeare, mientras que su rival ha sabido aggiornarse y maneja el pueblo a la manera de una villana de Dinastía. A medida que el film se prolonga (y 113 minutos parecen demasiados), ese humor va perdiendo eficacia y el fantástico más banal, con apariciones y efectos especiales, le gana la partida al espíritu gótico del comienzo. Pero aun así quedan la magnífica dirección artística de Rick Heinrichs, un fiel acólito de Burton que construye un mundo bipolar, cruza del siglo XIII con el XX, y las actuaciones de un elenco que parece disfrutar mucho de lo que hace. No sólo Depp, que juega con sus manos y sus infinitas uñas como si fuera el Nosferatu de Max Schrek, mientras se escandaliza con un show del mismísimo Alice Cooper (“Es la mujer más fea que he visto”, refunfuña). También está estupenda Eva Green, que hasta ahora apenas si se la recordaba como la coprotagonista de Soñadores (2003), de Bernardo Bertolucci, y que aquí demuestra que es capaz de tomarse la comedia en serio. Como heredera del imperio Collins y a pesar de que es apodada por su propia hija como “la arpía”, Michelle Pfeiffer paradójicamente no tiene demasiada oportunidad de lucimiento. En cambio, Helen Bonham-Carter, en un papel menor, le saca el jugo a esa psiquiatra que aspira a una cura de rejuvenecimiento basada en la sangre de Barnaby, porque en sus propias palabras, está “cada día menos joven y más borracha”.
Albert, Alberta “¡Por Dios! ¿Cómo es que la gente vive vidas tan miserables?”, se pregunta indignado el Doctor Holloran (Brendan Gleeson) cuando finalmente descubre el secreto de Albert Nobbs al que alude el título del film. Un secreto que el espectador conoce desde la primera escena: que ese atildado y fiel mayordomo nunca fue un hombre, sino una mujer, empujada durante treinta años a esconder su condición con tal de sobrevivir en la empobrecida Irlanda de fines del siglo XIX. Y sin que la película se lo proponga, esa misma pregunta asalta al espectador, pero referida a la película misma: cómo es que el cine elige contar esa vida y lo hace de manera tan insulsa, tan pobre, tan prosaica. Nominada al Oscar 2011 a la mejor actriz (Glenn Close), mejor actriz secundaria (Janet McTeer) y mejor maquillaje, El secreto de Albert Nobbs es esa clase de películas que se conciben a partir del supuesto prestigio que les da su origen teatral y la corrección política de su tema. Basada en un cuento del escritor irlandés George Moore, “The Singular Life of Albert Nobbs”, esta encarnación de la historia tiene sus orígenes en una versión teatral que Susannah York protagonizó en Londres en 1978. Cuatro años después, Close la hizo en Nueva York y desde entonces intentó llevarla al cine y estuvo cerca hace una década, de la mano del director húngaro István Szabó, citado en los títulos del film actual. En manos del realizador Rodrigo García, hijo de Gabriel García Márquez y director de varios “women films” (Con sólo mirarte, Amores de madre) que le han valido el mote, ciertamente exagerado, de “el nuevo Cukor”, por su especialidad en dirigir actrices, Albert Nobbs sufre de anemia cinematográfica. Todo aquí es débil, lánguido, desvaído, desde el errático guión, pleno de inútiles digresiones, hasta la monocorde puesta en escena, donde todos los momentos son igualmente hipotónicos, como si no existiera algo llamado curva dramática. En lo que respecta a Close, impulsora de todo el proyecto, resulta inverosímil vestida de traje negro y bombín. Su drama es que siempre se ve a una actriz que hace de mujer disfrazada de hombre.
Recuerdos del futuro en 3D Más allá de sus desmentidas, parece difícil no encontrar en el regreso del director de Blade Runner a la ciencia-ficción el ADN de Alien, no sólo en su planteo estético, sino sobre todo en su historia, que apunta al mito de origen de la saga. En el comienzo, fue Alien. Para bien o para mal, todo en Prometeo –la película con la cual el director inglés Ridley Scott vuelve a la ciencia-ficción, treinta años después de Blade Runner– remite a su propio clásico de 1979, que fue un film fundante, en muchos sentidos, y no sólo porque dio origen a una infinidad de secuelas, autorizadas y espurias. El propio Scott ha venido negando una y otra vez que su nueva película sea eso que en Hollywood se llama “prequel”, un invento con el cual la industria le sigue sacando jugo a un producto, ya no a partir de lo que viene después, sino a lo que habría sucedido antes. Pero más allá de sus desmentidas (“la historia se desarrolla en un sentido totalmente distinto”), parece difícil no encontrar en Prometeo el ADN de Alien, no sólo en su planteo estético, sino sobre todo en su historia, que apunta al mito de origen de la saga. ¿Eso es un problema? No necesariamente. Al fin y al cabo, la primera secuela, Aliens (1986), dirigida por James Cameron, llegó a ser celebrada como superior incluso al original... Algo que el tiempo probó que no era cierto. En todo caso, la cuestión con este Prometeo está en que a diferencia del primer Alien –que funcionaba con la capacidad de síntesis y de concentración dramática propia del mejor cine clase B, una lección que el Hollywood de los ’70 aprovechó como nunca– esta nueva variación sobre el mismo tema luce, como corresponde a esta época de inflaciones, sobre-producida, sobre-escrita, hinchada de importancia. Si el primer Alien alcanzaba a abismarse hacia una suerte de miedo metafísico, que iba mucho más allá de lo que en apariencia podía provocar una mera película de terror, lo hacía justamente porque no proclamaba esa ambición a los gritos desde el guión ni desde los diálogos de los personajes, sino a través de la precisión de su puesta en escena, capaz de catalizar todo aquello que remitía a una angustia profunda: el encierro, la oscuridad, la soledad del espacio exterior, el temor a lo Otro, el monstruo como metáfora de un cáncer que va haciendo “metástasis” en toda la tripulación, etcétera. Por el contrario, desde el comienzo mismo, cuando en el prólogo se asiste a un ritual extraterrestre que habría dado comienzo a la Humanidad, nada menos, todo en Prometeo antepone las ambiciones del proyecto a sus logros, como si Ridley Scott y sus guionistas –entre quienes está Damon Lindlof, uno de los libretistas de la serie Lost– hubieran tenido la pretensión de estar a la altura de 2001: Odisea del espacio. El resultado final, sin embargo, parece más cerca de Recuerdos del futuro, el libro y el documental de Erich von Däniken, que sugerían la creación del hombre por seres extraterrestres. (Triste descenso con respecto al Alien original, que encontraba mucha de su inspiración en la literatura de Joseph Conrad.) De hecho, ésa es la hipótesis con la que en el año 2093 parten dos científicos (Noomi Rapace y Logan Marshall-Green) hacia las fronteras del espacio exterior, en una nave muy similar –aunque más sofisticada– a la de Alien, en una expedición financiada igualmente por un contratista privado. Lo que los científicos no saben (como tampoco lo sabía la teniente Ripley) es qué intenciones guarda su empleador y para qué piensa utilizar los hallazgos que se desprendan de ese viaje. Explicitar más detalles de la trama sería injusto para con el potencial espectador, porque el atractivo del film se supone que radica en las sucesivas revelaciones que irá aportando el relato, pero no se puede dejar de mencionar que al frente de esta nueva nave está Meredith Vickers (Charlize Theron), una mujer tan gélida como eficiente, secundada por David (Michael Fassbender), una suerte de mayordomo todo servicio que no es otro que un perfecto androide. Es en estos dos personajes –y en las impecables encarnaciones Theron y Fassbender– donde hay que buscar los mayores logros de Prometeo. En el caso de Vickers, porque su ambigüedad va más allá de sus intereses e intenciones, al punto de que puede llegar a sospecharse que ella también quizá sea un robot, por más que para probar lo contrario se avenga a una noche de sexo casual. Por el contrario, David es un cyborg demasiado humano, tanto como lo eran los replicantes de Blade Runner. En él resulta más sincero que en los científicos la pregunta por su origen (¿Quién me creó? ¿Para qué?). Y no deja de ser conmovedora su fascinación casi homosexual por Peter O’Toole en Lawrence de Arabia, al que imita en todos sus gestos y textos, para terminar pareciéndose en cambio, en una extraña operación mimética, al andrógino Bowie (también David) de El hombre que cayó a la Tierra. Estos hallazgos de casting se dan de bruces con la elección de la sueca Noomi Rapace (Lisbeth Salander en la primera versión para cine de la saga Millennium), que no tiene ni la presencia física ni la personalidad de Sigourney Weaver, en un papel que le demanda muchas de las mismas exigencias por las que atravesaba la teniente Ripley, entre ellas la de practicarse a sí misma una cesárea para extirparse una criatura que crece en su vientre a una velocidad abrumadora a pesar de haber sido “inseminada” apenas diez horas atrás. En la columna del “debe” también hay que anotar una música bombástica y omnipresente, que contrasta con el ominoso y eficaz silencio que reinaba en el primer Alien, mientras que en la del “haber” hay que apuntar el elegante uso del 3D, que aprovecha muy bien las posibilidades de la profundidad de campo en vez de agredir al espectador con objetos contundentes lanzados hacia su cabeza. Si el titán griego Prometeo fue castigado por robarles el fuego sagrado a los dioses del Olimpo para ponerlo al alcance de los hombres, el Prometeo de Ridley Scott no parece, en todo caso, capaz de hacer enojar a nadie, salvo a aquellos que ya vean en su final el comienzo de una nueva secuela... otro recuerdo del futuro.
Un juego de espejos La película, dirigida con solvencia televisiva, retrata las diferencias artísticas que surgieron entre Marilyn Monroe y Laurence Olivier cuando filmaron El príncipe y la corista. A mediados de 1956, en el pico de su fama, Marilyn Monroe llegó a Londres para filmar su primera –y única– película fuera de Hollywood, El príncipe y la corista, dirigida, producida y coprotagonizada por sir Laurence Olivier, por entonces toda una eminencia del teatro y el cine británicos. Del encuentro de esas dos potencias –a cuál más extraña una de la otra– salió una comedia triste y desvaída, con apenas algunos momentos de fulgor. Pero el anecdotario de ese rodaje, que estuvo a punto de hundir las carreras de ambos, se convirtió en leyenda, por las irreconciliables diferencias artísticas entre Marilyn y Olivier, que parecían planetas fuera de órbita, a punto de colisionar. Esa leyenda es la que narra Mi semana con Marilyn, dirigida con prosaica solvencia televisiva por un tal Simon Curtis, pero redimida por la sensibilidad con que Michelle Williams compone a su Marilyn, al frente de un reparto que no ahorra grandes nombres propios del firmamento británico: Kenneth Branagh, Judi Dench, Emma Watson y Julia Ormond. El punto de vista del relato es el de Colin Clark, un documentalista y escritor británico que a los 23 años fue tercer asistente de dirección de la película y que después supo sacarle buen provecho a ese rodaje, con la publicación de dos libros, The Prince, the Showgirl and Me y My Week with Marilyn, en los que dio cuenta de la infinidad de conflictos que atravesó la producción y de su heroico rol en el proceso, donde la confianza que se habría ganado de Miss Monroe salvó la película. Al menos esa es la versión que da por cierta el film de Curtis y que nadie hoy está en condiciones de discutir. El joven Clark que retrata la película (interpretado sin gracia alguna por Eddie Redmayne) es hijo de una aristocrática familia británica, formado en el rigor del Eaton College pero fanático del cine de Hollywood y adorador de Marilyn, que no tarda en hacer suyo el sueño del pibe: trabajar en la producción de Olivier (gracias a sus contactos familiares) y convertirse en el confidente de la estrella. Hay todo un costado de relato de iniciación en Mi semana con Marilyn, una suerte de desvaído Mensajero del amor (1970, Joseph Losey), con Colin como un go-between demasiado crecido, que nunca llega a funcionar, no sólo por la unidimensional actuación de Redmayne, sino también por la falta de vuelo de la dirección de Curtis, incapaz de hacer suya aquella magnífica y melancólica frase con que se abría el film de Losey: “El pasado es un país extraño...”. Sin embargo, y más allá de los chismes del cine dentro del cine (¿Olivier estaba perdidamente enamorado de Marilyn, como sugiere su propia esposa, Vivien Leigh?), el proyecto permite adentrarse –de manera quizá demasiado didáctica– en dos concepciones completamente antagónicas de actuación que colisionaron en El príncipe y la corista. Cuando Marilyn llega a Londres era una estrella y un sex symbol mundial, pero quería ser una gran actriz: estaba recién casada con el dramaturgo Arthur Miller y venía de profundizar en el Método del Actor’s Studio, fundado en Nueva York por Lee Strasberg. Por el contrario, Olivier era un gran actor de la más rancia escuela shakespeariana que odiaba los métodos del Método, porque creía que la actuación era “una ilusión” y no era necesario bucear en ninguna “memoria emotiva” o verdad interior. Son estas diferencias las que de entrada van ahondando la brecha entre ambos y que provocan la inseguridad a dos bandas: Olivier se reconoce incapaz de manejar a una figura puramente cinematográfica, hecha de genial fotogenia e intuición, mientras que Marilyn se siente disminuida frente a la realeza teatral británica que encarna no sólo Olivier, sino también todo su elenco. Es esa inestabilidad emocional, esa fragilidad esencial de Marilyn lo que mejor logra transmitir Michelle Williams de su personaje: aunque se nota que ha estudiado a su modelo al detalle, el trabajo de Williams (protagonista de dos estupendas películas indie de Kelly Reichardt: Wendy y Lucy y Meek’s Cutoff) tiene justamente algo de esa verdad profunda que buscó Monroe en sus años finales. Por el contrario, el Laurence Olivier de Kenneth Branagh –a quien más de una vez se ha calificado como el nuevo sir Larry– está demasiado compuesto, se le nota bastante el trabajo de ponerse en la piel de su antecesor. En esos juegos de espejos, quizás involuntarios, radica el interés de una película cuya única personalidad es la de su elenco.
Cuando lo esencial es conservar la vida Física y visceral, la película que marca el regreso triunfal del recordado director de El alarido ostenta una narración puramente visual, que no tiene necesidad de un solo diálogo para narrar la odisea de un fugitivo en lucha por su supervivencia. Premio Especial del Jurado y Copa Volpi al mejor actor para Vincent Gallo en la Mostra de Venecia y Mejor Película en el Festival de Mar del Plata 2010, Essential Killing confirma el regreso en su mejor forma del veterano director polaco Jerzy Skolimowski. Formado junto a Roman Polanski, con quien colaboró en el guión de su primer largo, El cuchillo bajo el agua, Skolimowski comenzó a labrarse su propio nombre con Barrera (1966) y tuvo su consagración con El alarido (1978) y Proa al infierno (1985), premiadas en Cannes y Venecia. Pero a partir de entonces fue abandonando el cine a favor de la pintura, al punto de que estuvo más de quince años sin filmar. En el 2008 hizo su reaparición triunfal en la Quincena de los Realizadores con Las cuatro noches de Ana y ahora Essential Killing ratifica que Skolimowski volvió para quedarse. Realista y abstracta a la vez, Essential Killing comienza en unos impresionantes cañones de piedra y polvo labrados por el viento en el que podría ser el desierto de Afganistán. Allí, un hombre que quizá sea un combatiente talibán (una composición insólitamente creíble de Gallo) es apresado, después de una larga persecución, por tropas del ejército de ocupación estadounidense. Primero sometido a torturas (el terrible “submarino”) y luego trasladado con grilletes a un campo clandestino de detención en Europa central, el hombre aprovecha un accidente del vehículo que lo transportaba para fugarse. De allí en más, como un animal herido, guiado únicamente por su instinto, intentará sobrevivir en un medio que le es ajeno: un bosque nevado, en plena montaña, perseguido por un ejército fantasma. Y para seguir con vida no le quedará otro remedio que matar. Física y visceral, Essential Killing ostenta una narración puramente visual y no tiene necesidad de apoyarse en un solo diálogo (aunque el sonido tiene una importancia dramática fundamental, considerando que el fugitivo ha quedado casi sordo, por causa de una explosión). Arena primero y nieve después son los elementos que le dan un imponente marco escenográfico al film de Skolimowski, que parece haber planteado su película como un ejercicio extremo: experimentar cuánto tiempo es capaz de sostenerse un relato en el que cada escena –incluso la primera– podría ser la última, la definitiva. Esa intensidad de Essential Killing está, por supuesto, en íntima correspondencia con el enorme desafío que enfrenta el protagonista, como si ambos no pudieran ser otra cosa que un único cuerpo, donde film y personaje se imbrican y se mimetizan hasta configurar una unidad inquebrantable. Hay algo auténticamente esencial en la película de Skolimowski y no se trata solamente del hecho de estar ante la odisea de un hombre que debe luchar y matar por su supervivencia. Essential Killing es esencial también porque se trata de una película que prescinde por completo de diálogos, que tiene en su núcleo aquello que hace al mejor cine de género (un hombre en peligro) y que utiliza los contrastes de la naturaleza –desierto versus bosques, arena contra nieve, calor abrasador frente a frío extremo– como ya casi nadie lo hace, un poco a la manera del mejor cine mudo, con una impresionante expresividad dramática. Su carácter deliberadamente abstracto, a su vez, le da a Essential Killing una dimensión que no le daría una mera película de acción o un panfleto crasamente político. Se intuye que el fugitivo es un árabe, que sus perseguidores son estadounidenses, que se están violando todas las garantías y convenciones de guerra, pero como Skolimowski –también productor de su propia obra– se cuida muy bien de identificar específicamente estas presunciones, el film adquiere de pronto una cualidad universal, que va más allá de un momento y una circunstancia precisas para hablar en cambio de víctimas y victimarios y del impulso vital más básico, que es el de permanecer con vida, siempre, aunque más no fuere un día más.
Cuando lo familiar se vuelve político Lo que en un comienzo parece apenas un pequeño drama doméstico va creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que el film de Farhadi –Oso de Oro de la Berlinale y Oscar al mejor film extranjero– adquiere una complejidad impensada. Aunque ya tenía cuatro largometrajes previos en su filmografía (incluyendo el Oso de Plata de la Berlinale 2009 por Acerca de Elly), el director iraní Asghar Farhadi seguía siendo casi un desconocido, opacado sin duda por sus colegas más famosos, Abbas Kiarostami, Jafar Panahi y la familia Majmalbaf. Pero a partir de ahora habrá que prestarle atención a su nombre: consagrada La separación con el Oso de Oro de la Berlinale y el Oscar al mejor film extranjero, Farhadi viene a sumarse a la tradición del mejor cine iraní con un film que, sin embargo, tiene su propia impronta y se aparta de la línea dura de sus predecesores, privilegiando la construcción del guión por sobre la puesta en escena. La película empieza por aquello que en apariencia es su nudo dramático: Nader y Simin están frente a un juez dirimiendo, en términos bastante ásperos, su separación. Está de por medio no sólo una hija preadolescente sino también el padre de Nader, enfermo de Alzheimer. Para cuidarlo, Nader –clase media urbana, con recursos– contrata a una mujer, de la que ignora casi todo: que está embarazada (su condición la oculta el chador), que no tiene el permiso de su marido para trabajar y que está atravesando su propia crisis de pareja, en términos muy distintos a los suyos. Aquello que en un comienzo puede parecer apenas un pequeño drama doméstico va creciendo en densidad e implicancias de todo tipo, hasta que el film de Farhadi adquiere una complejidad impensada. La separación aborda primero problemas de clase, luego –a raíz de una serie de mentiras y manipulaciones de todas las partes involucradas– plantea cuestiones de orden cívico e incluso ético y, finalmente, como corresponde a una sociedad gobernada por un régimen teocrático, aparecen conflictos religiosos y de conciencia. Lo notable de Farhadi es que logra ir introduciendo todos estos distintos niveles de lectura con una puesta en escena siempre simple, transparente, pero capaz de transmitir una verdad a la que no son ajenos los excelentes actores, entre ellos Leila Hatami, el rostro a partir del cual Abbas Kiarostami creó todo un film, Shirin (2008). En dos ocasiones, los personajes de La separación se encuentran ante un juez y exponen, por turnos, los fundamentos de sus respectivos planteos. Se invita al espectador a ocupar el lugar de este árbitro judicial y a tomar partido por uno o por otro. Y la fuerza de la película está en su capacidad para hacerlo dudar y hacerle varias veces cambiar de campo a medida que se desarrolla la intriga. Estas dos situaciones destacan la significativa ambigüedad del título. Cuando la mujer reclama el divorcio y el derecho de irse a vivir con su hija de 11 años (acuerdo que su esposo Nader rechaza), todo indica que la separación es de orden marital. Pero de una confrontación privada, la película salta a un conflicto social, dando a su observación un alcance mucho más general, eminentemente político. Con gran sutileza e inteligencia, el director Asghar Farhadi utiliza los teatros íntimos, familiares, para destilar la idea de que en Irán la mentira y la manipulación se practican a todos los niveles. Y que los comportamientos impuestos merecen discutirse, e incluso impugnarse, como termina haciendo –no sin coraje– este film que devuelve al cine iraní al centro de la escena cinematográfica internacional.