Viejos recuerdos de la Cinecittà El director italiano cuenta la historia de la relación con su colega, en parte como homenaje y en parte como cuaderno de memorias. Y aunque tiene momentos desafortunados, también hay verdaderos hallazgos, como unas supuestas “pruebas de cámara” brillantes. En parte homenaje y en parte también cuaderno de memorias, Qué extraño llamarse Federico es, en el fondo, la historia de una amistad, la de Federico Fellini (1920-1993) y Ettore Scola, el director del film, que a los 82 años, con la ayuda y seguramente el incentivo de sus hijas, acreditadas como guionistas, se avino a recordar los buenos viejos tiempos de su relación con el gran director de 8 y 1/2 y La dolce vita. Una historia de amistad, por cierto, no demasiado conocida, al menos fuera de Italia, y que comenzó muy tempranamente, cuando ambos apenas acababan de dejar atrás la adolescencia, tal como el propio film –que lleva como subtítulo “Scola racconta Fellini”– se ocupa de narrar. Sucede que hacia 1939, a los 19 años, recién llegado de su Rimini natal –el mismo pueblo costero de la Emilia-Romagna que luego recrearía en el imaginario de la memorable Amarcord (1973)–, Fellini llegó a Roma y se acercó con su carpeta de dibujos a la redacción de la legendaria revista satírica Marc’Aurelio, cuna y semillero de algunos de los más prolíficos y talentosos guionistas del cine popular italiano. Esa primera parte del relato, introducida por un narrador que –a la manera de los “apartes” de la commedia dell’arte– rompe la cuarta pared y se dirige directamente al público, es quizá la más lograda de una película que, no por sincera y sentida, deja de ser deshilachada y dispar. En un blanco y negro que ayuda a imaginar la época, un Fellini alto, flaco y desgarbado calza como un guante en esa redacción que ya ostentaba los nombres (o seudónimos) de Steno, Age y Scarpelli. Un acierto de este tramo es retratar a ese grupo de fumadores empedernidos –y con la lengua tan afilada como sus plumas– un poco como a los amigotes de Los inútiles (1953), uno de los mejores films de Fellini de su período inicial. Allí están las bromas inocentes, la camaradería, la complicidad y, por qué no, también la melancolía de un tiempo que se escapa como arena entre las manos. La llegada del joven Scola a esa misma redacción, ocho años después de Fellini, cuando todavía cursaba el colegio secundario, comienza a desviar un poco no sólo el eje del film, sino también a cambiar su tono. La película se vuelve más seria, solemne, circunspecta, como si Scola recordara su juventud con menos gracia de la que cuenta la de Fellini, con quien no tardó en hacer buenas migas, junto a otro guionista legendario, Ruggero Maccari (con quien el realizador firmaría algunos de sus mayores éxitos, como Feos, sucios y malos y Un día muy particular). Casi tan desafortunadas como el prólogo, adornado por previsibles payasos, magos y prestidigitadores al ritmo de música circense alla Nino Rota, son dos largas escenas en las que Scola y Fellini, ya de grandes, recorren las noches de una Roma de utilería –recreada en el mismo estudio de Cinecittà donde il Maestro daba rienda suelta a su imaginación– y en la que charlan con personajes funambulescos, como una prostituta y un pintor callejero. Por el contrario, es todo un hallazgo la inclusión de unas supuestas pruebas de cámara, en las que tres grandes histriones del cine italiano –Alberto Sordi, Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman– se prestan a ponerse las ropas de Casanova para que Fellini los evalúe para el papel que finalmente terminó encarnando Donald Sutherland. Parecen demasiado “puestas en escena” para que hayan sido verdaderas y parece también difícil que semejantes nombres se hubieran prestado a un casting, aunque fuera para Fellini. Pero así hayan sido un ardid promocional del momento, cobran hoy un valor documental innegable. Y hace gracia pensar lo que hubiera sido un Casanova de Fellini con Albertone como el Don Juan veneciano. En este tramo, también aparece Marcello Mastroianni en material de archivo, quejándose amargamente porque su gran amigo Fellini no lo hubiera convocado a él ni siquiera para una prueba. No importa, parece decir Scola, que recuerda que, casi a modo de resarcimiento, fue él quien le dio ese mismo personaje en La noche de Varennes (1981). Y de aquí surge un apunte filoso, de carácter netamente cinéfilo: ¿por qué Mastroianni en los films de Scola siempre aparecía brutto, sporco e cativo (como le echa en cara el fantasma de la madre de Marcello) mientras que para Fellini era siempre un icono de la belleza romana? Quizá la respuesta sea –y la película de Scola la deja picando– que para el director 8 y 1/2 Mastroianni siempre fue su alter ego, aquel que Fellini quizá siempre deseó haber sido y sólo fue en su reencarnación en la pantalla.
Los ruidos sociales En la excelente ópera prima de Mendonça Filho hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que nunca están enunciados de manera explícita, sino que deben ser inferidos. El silencioso prólogo de Sonidos vecinos, con unas viejas fotos testimoniales en blanco y negro, da un poco una pista de lo que vendrá. Quizás esos humildes campesinos y proletarios del estado brasileño de Pernambuco, con sus miradas tristes y, a veces, cándidamente ilusionadas sean quienes, a pesar del tiempo transcurrido (que no es tanto: ver entrevista con el realizador), aún se encuentran en el sustrato de la ciudad de Recife, brutalmente modernizada con esos enormes edificios de departamentos que semejan fábricas, o incluso cárceles, por más que sus moradores pertenezcan a las clases más acomodadas. En la excelente ópera prima del brasileño Kleber Mendonça Filho (un director que a partir de ahora habrá que seguir), hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que, sin embargo, nunca están enunciados de manera explícita, como si el guionista y director se hubiera propuesto dejar que afloren libremente de las relaciones entre los personajes y sus ambientes. Es que Sonidos vecinos (un título local que no alcanza a hacerle justicia a la polisemia a la que invita el original, O som ao redor, de difícil traducción) no es un film que trabaje sobre estereotipos sino más bien sobre arquetipos: la rica familia propietaria de esa calle en la que transcurre casi todo el film, lo mismo que la clase prestadora de servicios que la abastece, no expresan prejuicios inmutables a la manera de los teleteatros sino que, por el contrario, parecen responder más bien a una profunda cadena de imágenes de valor simbólico, representativas de la constitución de una sociedad. Lo notable de Sonidos vecinos es el modo, eminentemente visual y por supuesto sonoro, con que Kleber Mendonça Filho pone en escena esta asordinada, austera microrrepresentación de la lucha de clases. Hecho de infinidad de detalles que se van superponiendo y encastrando como las piezas de un rompecabezas, el film de Mendonça Filho emana un extrañamiento, un aura esencialmente misteriosa, que tiene que ver con su forma. En primer lugar está su magnífica utilización del espacio urbano, de una caracterización casi abstracta, como si el modelo visual del director hubiera sido el de algunos films de Michelangelo Antonioni. Luego está su estructura, dividida en tres capítulos, como si fuera una novela hecha a su vez de pequeños mosaicos o párrafos autónomos que, sin embargo, van cobrando una misma dirección de sentido. Y finalmente está el sonido –de aspiradoras, sirenas, lavarropas, teléfonos, sierras eléctricas y hasta del incesante aullido de un perro– que va creando una lenta pero creciente tensión dramática, clara expresión de una violencia latente, tanto social como intrafamiliar. Tal como bien señala el director, hay dos evidentes cisuras en el relato, dos excursiones al pasado que quiebran deliberadamente la rabiosa estética contemporánea del film. La primera es la visita del joven Joao con su novia a la vieja fazenda rural de su familia, el arcaico origen de su riqueza actual. Esa recorrida fantasmal de Joao y su chica por habitaciones abandonadas parece remitir a una escena similar en El Gatopardo (1963), de Luchino Visconti, cuando Tancredi (Alain Delon) le muestra a Angelica (Claudia Cardinale) las enmohecidas estancias del palacio siciliano del viejo príncipe Salina (Burt Lancaster), un patriarca feudal que tiene en el abuelo de Joao un inesperado sucesor tropical. En espejo, el otro viaje hacia el pasado es aquel en el que la novia de Joao lo lleva a ver la casa donde ella vivió en Recife y que está a punto de ser demolida para levantar en su lugar otra horrible torre de cemento cubierta de rejas. Y esa piscina abandonada que encuentran parece expresar no sólo el extraño vacío que de pronto se abre ante ellos sino también entre los distintos estratos de una misma sociedad.
La Historia como farsa En Portugal, los periodistas suizos de La gran noticia se tropiezan por casualidad con la Revolución de los Claveles, que pone fin a la dictadura salazarista, lo que cambia no sólo sus objetivos profesionales sino también sus vidas. Así como en los años ’70 sorprendió en la apacible Suiza la aparición del contestatario Groupe 5, integrado por los mayores nombres del cine helvético de aquel momento, como Alain Tanner, Claude Goretta, Michel Soutter, Yves Yersin y Jean-Louis Roy, la continuación de aquel movimiento parece encontrarse ahora en Bande à part, el grupo que integran Ursula Meier, Lionel Baier, Jean-Stéphane Bron y Frédéric Mermoud. Nacido como un colectivo en 2009 y ahora ya establecido como casa de producción, Bande à part (nombre que remite al famoso film homónimo de Jean-Luc Godard de 1964, sobre un grupo de ladrones aficionados) tuvo su eclosión en los dos últimos años, primero con La hermana, de Meier, Oso de Plata - Premio Especial del Jurado en la Berlinale 2012, y luego con La gran noticia, la comedia satírica de Lionel Baier que hizo las delicias del Festival de Locarno 2013 con sus dosis equivalentes de ligereza de tono y vitriolo político. Ambientada en abril de 1974, la película de Baier (que estuvo en el Bafici 2009 presentando un foco sobre su obra y volvió en abril pasado al festival porteño) reúne a tres periodistas de la Radio Suiza, a cual más diferente del otro: una cronista en ascenso, de declamado feminismo militante (Valérie Donzelli, a su vez también cineasta, directora de Declaración de vida, de reciente estreno porteño), un experimentado pero decadente corresponsal extranjero (Michel Vuillermoz, actor fetiche del último Alain Resnais) y un hosco ingeniero de sonido (Patrick Lapp, un comediante que no tiene nada que envidiarles a sus colegas más conocidos). Trepados a una típica combi Volkswagen convertida en estudio ambulante, tienen como misión relevar la hipotética ayuda helvética en Portugal, prácticamente inexistente pese a la propaganda oficial suiza. Pero, casi sin darse cuenta, se tropiezan con la Revolución de los Claveles, que en ese momento está acabando con la dictadura salazarista, lo que cambia no sólo su objetivo periodístico, sino también sus vidas. Si hay algo que no puede negarse a La gran noticia es su frescura de tono. Todo es leve, ligero en el film de Baier, incluso los momentos más dramáticos, como si el director suizo hubiera querido seguir las huellas del maestro Ernst Lubitsch, que en plena Segunda Guerra Mundial fue capaz de hacer una comedia (Ser o no ser) para reírse de los secuaces del Führer en las narices del nazismo. Aquí, la Gran Historia con mayúsculas asoma primero como una brisa por las ventanillas de esa atestada combi que sirve a la vez de estudio y casa rodante, para luego arrasar –con la fuerza de un vendaval– con los sentimientos y maneras de ser de esos suizos un tanto rígidos, sorprendidos por el espíritu libertario de una revolución mediterránea. Tanto que la película también cambia con ellos, al punto de que se convierte de pronto en un insólito musical, donde todos cantan y bailan por las calles y la música pasa del melancólico fado a las más conocidas melodías de George Gershwin. La cuidada dirección artística también aporta al conjunto, releyendo el espíritu de época no desde el rigor académico sino desde un artificio irónicamente retro, como si Baier (un poco también como el último Resnais, de ahí quizás la presencia de Vuillermoz) quisiera acentuar el carácter deliberadamente ilusorio, ficcional de un film anclado en acontecimientos históricos. Es esa libertad, ese desparpajo lo que finalmente prevalece en La gran noticia, una película quizás desigual, con algunos momentos más logrados que otros, pero siempre alegre, enérgica, esencialmente vital.
En el nombre del hijo A partir de un episodio tan dramático como cotidiano, La mirada del hijo va tejiendo una trama capaz de dar cuenta no sólo de un proceso de descomposición familiar, sino también social. Gran trabajo de la actriz protagónica, Luminita Gheorghiu. El llamado no podría haber sido más inoportuno... pero siempre lo hubiera sido: las malas noticias nunca son bien recibidas, en ningún momento ni lugar. Algo grave debe haber sucedido para que una amiga arranque a la portentosa Cornelia de una función de L’elisir d’amore, la bulliciosa ópera de Gaetano Donizetti. Y el motivo de semejante urgencia no demorará en saberse: Barbu, el hijo único de Cornelia, acaba de sufrir un accidente de auto. No, no hay nada de qué preocuparse, Barbu salió ileso. Pero en una maniobra imprudente atropelló en la ruta a un chico de 14 años, que murió antes de llegar al hospital. Y una prueba de alcoholemia puede comprometerlo aún más. A partir de allí, esa madre posesiva y plena de recursos hará todo lo que tenga que hacer (sea o no sea legal) para salvar a su hijo adulto de las consecuencias de su acto. Y sin importarle siquiera qué es lo que él piensa al respecto. Lo notable de La mirada del hijo, la gran película del rumano Calin Peter Netzer que el año pasado ganó el Oso de Oro de la Berlinale, es cómo, a partir de un episodio tan dramático como cotidiano, va tejiendo una trama capaz de dar cuenta no sólo de un proceso de descomposición familiar, sino también social. Como en La noche del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu, y 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu (ambas con guión de Razvan Radulescu, libretista ahora de La mirada del hijo), el film de Netzer también se suma al ácido retrato de su país, de sus antecesores. Pero si en aquellos títulos el acento estaba puesto en las capas más desprotegidas de su sociedad, ahora en cambio el foco está puesto en los nuevos ricos, que se manejan hoy como si todavía fueran los miembros más encumbrados del régimen de ayer, porque siguen teniendo la misma impunidad. Antes se la daba el poder y ahora el dinero, parece decir el film de Netzer, que describe los desesperados esfuerzos de esa madre envuelta en pieles por salvar a su hijo del cargo de homicidio culposo. Basta ver a Cornelia (la extraordinaria Luminita Gheorghiu) en acción para darse cuenta de cómo se mueve no sólo su personaje sino también toda su clase social. Escoltada por su amiga Olga (Natasa Raab), casi tan imponente como ella, Cornelia casi toma por asalto la gris comisaría de provincia en la que tienen demorado a su hijo (Bogdan Dumitrache, protagonista de la inminente Cae la noche sobre Bucarest, de Corneliu Porumboiu). Los agentes policiales no son precisamente unos novatos, pero Cornelia conseguirá en sus propias narices que Barbu cambie su declaración por una menos incriminatoria, al tiempo que amenaza con hacer valer nombres e influencias varias. Esa es apenas una de las grandes escenas de La mirada del hijo, un film que a pesar de provenir de una cinematografía y un paisaje tan lejanos parece, sin embargo, tener tanto que ver con la realidad argentina, casi como si se tratara de un espejo deformante. Y aunque muy distintas en su concepción y objetivos, tanto el accidente que dispara el conflicto como la necesidad posterior de ocultarlo tienen más de un punto en común con La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel. Tal como señala el propio director (ver aparte), la incomodidad esencial que provoca La mirada del hijo está en el punto de vista elegido, que no es otro que el de esa madre asfixiante como un pulpo, capaz no sólo de enfrentarse a la policía sino también de revisar a escondidas la casa de su hijo y hasta de carear a su compañera, a quien por supuesto quiere bien lejos de la luz de sus ojos. ¿El padre del triste Barbu? Podrá ser un médico muy reconocido, pero no cuenta para nada. Tal como su propio hijo se lo echa en cara, es apenas una masa blanda en las manos de Cornelia, que le da forma según su humor y sus necesidades. Hay algo a la vez monstruoso y querible en esa madre que sufre como la agonista de una tragedia griega frente a la cámara siempre atenta, nerviosa, generalmente en mano del director de fotografía Andrei Butica. Pero el suyo no es un dilema de orden moral sino de carácter práctico: ¿cómo evitar que ese accidente destruya la vida su hijo? Lo que Cornelia, a pesar de todo su status y su barniz cultural (lee a Pamuk y a Herta Müller porque ganaron el Nobel), no puede llegar a comprender es que ella ya lo hizo antes, primero que nadie, como si lo hubiera atropellado con su amor, su temperamento y su dinero desde el mismo día en que nació.
Un vehículo a la medida de su estrella La road-movie de Bercot tiene un poco la misma, antigua nobleza del veterano Mercedes Benz que el personaje de la Deneuve maneja cuando sale a comprar cigarrillos y se descubre viajando muy lejos de su casa, de su madre y de su trabajo. Lo primero que debe decirse de Ella se va es que se trata de un vehículo para el lucimiento exclusivo de Catherine Deneuve, preparado a medida por la directora Emmanuelle Bercot. Y no es un mal vehículo, por cierto. Tiene un poco la misma, antigua nobleza del veterano Mercedes que Bettie (el personaje de la Deneuve) maneja a lo largo de las casi dos horas de película cuando, harta de las ollas y sartenes de su cálido restaurante de provincia, sale inopinadamente a comprar cigarrillos y se descubre viajando muy lejos de su casa, de su madre y de su trabajo. Y de su tremendo mal de amor. No es que Bettie no haya tenido experiencias en su vida. A los 19 años fue Miss Bretagne, a los 20 perdió en un choque a su novio de entonces y es viuda de su primer marido, con quien tuvo una hija con quien nunca se entendió. Pero parece que un tal Etienne (a quien nunca se ve en pantalla) es capaz de hacerla volver a fumar como una chimenea. Y en ese arrebato, Bettie de pronto evidencia que tiene la necesidad de viajar tanto al pasado –para recuperar el afecto de su hija y de su nieto– como a un presente más grato, más dulce, más libre. Hay ciertos lujos que la Deneuve se da en Ella se va: que su personaje sea el de una mujer de unos 60 años, cuando la actriz ya va por los 70; que un joven y apuesto desconocido insista en llevársela a la cama (y finalmente lo consiga), y que ése no sea el único halago que un hombre le dispensa en la película. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, en la pantalla se habla de Bettie, pero todos sabemos que se trata en verdad de la actriz de Belle de jour, de Tristana, de Repulsión. Y aquí aparece como liberada de toda esa carga, jugando quizás a la mujer que querría ser, sin maquillaje, cuando deje atrás, por ejemplo, los compromisos que la atan a su imagen y a las publicidades de L’Oreal. Más allá de Mme. Deneuve, el guión y la dirección de Emmanuelle Bercot –una actriz que ha tenido suerte como directora: cada uno de sus tres largos para cine participó respectivamente de los festivales de Cannes, Venecia y Berlín– tiene sus altos y sus bajos. Entre los puntos altos hay que mencionar la facilidad con que va enhebrando distintos encuentros entre Bettie y los personajes con que se tropieza en su peculiar recorrido hacia el pasado. Uno de estos cruces se impone como particularmente valioso: es cuando Bettie –en un día feriado en el que no se ve un alma en la calle– encuentra en un viejo campesino, casi incapaz de liar un cigarrillo por su temblor en las manos, un fugaz pero sabio compañero con quien compartir el tabaco. Aquí también Deneuve demuestra que es capaz de integrarse a cualquier escena y jugar de igual a igual con un actor no profesional. Y que ambos parezcan de la misma talla en la pantalla. Otro buen momento de Ella se va es cuando Bettie se reencuentra con sus antiguas compañeras de Miss Bretagne, a cuál más veterana, y entre quienes la protagonista no se siente precisamente cómoda, al punto de que el asunto termina en papelón... Para Bettie, por supuesto. Menos afortunado, en cambio, es el reencuentro con su hija, porque aquí el guión pesa más que la puesta en escena, el film pierde en ligereza y gana en lugares comunes, con previsibles reproches de ambas partes. Tampoco es demasiado feliz el forzado happy end, donde una película que nace abierta al azar y a la pequeña aventura cotidiana termina encerrada víctima de los prejuicios de aquello que se supone espera el gran público de una comedia esencialmente amable como ésta.
Eros y Thanatos, una vez más En este film con ecos hitchcockianos, al ver cómo un desconocido asesina a sangre fría a su acompañante en una playa nudista gay, el protagonista, atraído por el fuego del peligro, convierte al criminal en su oscuro objeto del deseo. En una película como El desconocido del lago es quizá más importante que nunca que el árbol no impida ver el bosque, que aquello que está por delante y bien a la vista, y sin dejar de ser esencial, no obstaculice la riqueza formal y de sentidos que hay también más allá de lo evidente. La película del gran realizador francés Alain Guiraudie –premio a la mejor dirección en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes– está ambientada en su totalidad en una playa nudista gay, un sitio de levantes y encuentros casuales, y contiene escenas de sexo explícito. Pero es precisamente porque transcurre allí y en ningún otro lugar que el film de Guiraudie necesita de esas escenas y las incorpora naturalmente al relato, que nunca deja de ser –como él mismo lo reconoce en la entrevista que acompaña a esta nota– un thriller existencial, que vuelve a poner en escena el eterno combate entre Eros y Thanatos y que –como en El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima– no hace sino llevar hasta las últimas consecuencias la ley del deseo. ¿Quién es el desconocido del lago al que alude el título del film? De él, el espectador sólo sabrá lo que vaya sabiendo paulatinamente el protagonista de la película, Frank (Pierre Deladonchamps): que es un estupendo nadador, que tiene un cuerpo apolíneo, que se llama Michel, que tiene un compañero con el que comparte algunos momentos en la playa. Y a quien una tarde, cuando ya está cayendo la sombra de la noche, deliberadamente ahoga; lo mata con frialdad, ante la mirada petrificada de Frank. Como el personaje de James Stewart en La ventana indiscreta, de Hitchcock, Frank observa la escena de lejos, entre perplejo e impotente. Y el espectador será con él un voyeur culposo (magnífico plano secuencia sin cortes, que concentra la mirada en la acción). Pero a diferencia de lo que sucedía en el film de Hitchcock, esa inesperada acción de Michel (Christophe Paou) no hará sino encender aún más la llama de Frank, que atraído por el fuego del peligro convertirá a Michel en su oscuro objeto del deseo. Es sencillamente magistral la manera en que Guiraudie, con mínimos elementos, utiliza el espacio cinematográfico del que dispone. En primer lugar, está el estacionamiento, un claro en el bosque al final del camino al que cada mañana –de esta manera el film marca el paso del tiempo– llega Frank para encontrarse casi siempre con los mismos autos, en los mismos lugares. Y allí permanecerá durante varios días y noches el Peugeot rojo del muerto, como un incómodo recordatorio de lo que sólo Frank ha sido testigo y no ha dado cuenta. Luego está la playa, soleada, silenciosa, serena, donde los habitués dejan sus toallas y sus ropas y se abandonan a un ritual de saludos socarrones y miradas cómplices, que Guiraudie coreografía con exactitud y malicia. Los diálogos son tan escasos como ambiguos y sugieren mucho más de lo que enuncian. La única nota que perturba ese orden es Henri (Patrick d’Assumçao), un solitario depresivo que se ubica sistemáticamente en un rincón de la playa y que nunca se desnuda. Henri también despierta la curiosidad de Frank, que establecerá con él una relación inversamente proporcional a la que crea con Michel: aquí el motor no es el deseo, sino la amistad. El lago –siempre tan terso, cristalino y brillante a la luz del sol– es el lugar del crimen, allí donde surge la naturaleza del monstruo, tanto que hasta se menciona que el ahogado podría haber sido víctima de un enorme siluro, una suerte de bagre gigante que habita en las profundidades de algunas aguas, como si se tratara de alguna leyenda o cuento cruel infantil. Y finalmente, está el bosque que rodea a la playa, el espacio privilegiado para los encuentros sexuales, para la circulación del deseo, pero que como todo bosque, sobre todo cuando cae la noche, parece cobrar vida propia y estar habitado por el misterio. Si en un comienzo el film recuerda al mejor Hitchcock –por el rigor y la precisión de su puesta en escena, pero también por cierto humor absurdo (“¿No han visto mujeres por acá?”, pregunta un desubicado)–, hacia el final El desconocido del lago se transforma en una suerte de paráfrasis de La noche del cazador (1955), con Michel convertido en una reencarnación del predador que encarnaba Robert Mitchum y Frank en su aniñada presa. De estos ecos y sutilezas está hecho El desconocido del lago, que también podría titularse como aquella memorable, enfermiza novela de Patricia Highsmith, Ese dulce mal.
El cantante folk que no fue Bob Dylan Como antes el guionista de Barton Fink o luego el atribulado profesor judío de Un hombre serio, el protagonista del nuevo film de los Coen es un personaje kafkiano, un hombre solo, enfrentado a una serie de situaciones tan angustiantes como absurdas. ¿Qué habría pasado si aquella fría noche de invierno de 1961 el periodista de The New York Times que fue a escuchar la movida folk de un oscuro bar de Greenwich Village no hubiera reparado en un desconocido que cantaba con voz nasal apodado Bob Dylan y, en cambio, se hubiera entusiasmado con otro cantante y compositor casi tan ignoto, llamado Llewyn Davis? De hecho, la nueva película de los hermanos Joel y Ethan Coen –ganadora del Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes– nunca llega a responder a esa pregunta, pero lo interesante de Inside Llewyn Davis es que la deja planteada. Y, mientras tanto, ofrece un pequeño, divertido, afilado retrato no sólo de ese personaje imaginario –que como tantos verdaderos quedó al margen de la historia y pasó al anonimato–, sino también de la fauna que rodeaba al movimiento folk de esos tiempos bohemios en el West Village, anteriores a la fama y al éxito económico que no tardarían en llegar, para algunos al menos. Por supuesto, tratándose de los Coen, ese retrato tiene la marca de los hermanos marcada a fuego. El pobre Llewyn Davis (Oscar Isaac, en su primer protagónico absoluto, después de haber pagado derecho de piso en Hollywood con unos cuantos secundarios) no es solamente un simple perdedor, condenado a su mala suerte. Como antes fue el guionista de Barton Fink –la película que le valió a los Coen la Palma de Oro y el premio a la mejor dirección en Cannes 1991– o luego el atribulado profesor judío de Un hombre serio (2009), Llewyn parece más bien un personaje kafkiano, un hombre solo consigo mismo, enfrentado a una serie de situaciones tan complejas como absurdas. Todo empieza con una paliza y un gato. “En realidad, la película no tiene trama ni una verdadera intriga, por eso incluimos el gato”, suelen desafiar a sus entrevistadores los hermanos Coen, con su habitual estilo burlón. El asunto es que a la salida de The Grey Bar (¿una alusión al auténtico Gerde’s Folk City donde fue descubierto Dylan?), un desconocido trompea a Llewyn sin que él sepa el motivo. Y a la mañana siguiente amanece en el departamento vacío de un matrimonio amigo, donde su único anfitrión es un gato. Que el gato se le escape a la calle será el primero de los problemas que deberá enfrentar Llewyn Davis, condenado a vagar por la ciudad sin un dólar, con un bolso y su guitarra a cuestas, y con la mujer de su mejor amigo (Carey Mulligan, Justin Timberlake) embarazada y reclamándole dinero para un aborto, porque dice que la responsabilidad, lamentablemente, es suya. Un improvisado viaje a Chicago, de polizón en el auto de un cocainómano al borde de la muerte (John Goodman, en el episodio menos logrado de la película) tampoco hará nada por mejorar su situación. Que el film todo tenga una estructura circular y termine casi como empezó sugiere no tanto un flashback, sino más bien la idea de un mal sueño, de pesadilla, tan frecuente en el cine de los Coen. Y que aquí, en el marco de una estética esencialmente realista, se sugiere con unos pocos pero significativos elementos escenográficos ilógicos, como los agobiantes, ridículamente estrechos pasillos que Llewyn debe recorrer para pasar la noche en el sofá de alguno de los cuchitriles de sus amigos en el Village. Tratándose de un film que tiene a la música en un lugar central, hay que agradecerles a los Coen dos cosas. En primer lugar, que casi todas las canciones –ya sean las de Llewyn o las de sus amigos– se escuchen completas, de comienzo a fin, algo infrecuente en un film de ficción, donde los temas musicales suelen funcionar como meros clips. Y la segunda es que la supervisión musical haya corrido por cuenta de T-Bone Burnett, un productor y compositor que inició su carrera justamente con Dylan y que ya había colaborado con los Coen en las estupendas bandas de sonido de El gran Lebowski y ¿Dónde estás hermano? ¿Qué más se puede pedir?
Sobreviviendo en los albores del sida La historia real de Ron Woodroof, un machazo vaquero texano que en 1985 descubrió que tenía sida (por entonces la “peste rosa”), tiene todos los elementos que gustan en temporada de los Oscar, desde la corrección política hasta la redención personal. Candidata el próximo domingo a seis premios Oscar –Mejor película, guión, actor, actor secundario, montaje y maquillaje–, Dallas Buyers Club es esa clase de películas que siempre pagan a la hora de la ceremonia de la Academia de Hollywood. Para empezar, cuenta con el sello certificado “basada en una historia real”, en este caso la de Ron Woodroof, un machazo vaquero texano que allá por 1985 descubrió que tenía sida (por entonces llamado la “peste rosa”) y que luchó no sólo contra sus propios prejuicios homofóbicos, sino también contra la corporación médica, más interesada en las ganancias de los laboratorios que en la recuperación de sus pacientes. Ya se sabe: la corrección política, la redención personal y la pelea del individuo contra los intereses corporativos también son tópicos recurrentes a la hora del Oscar, como lo prueban Erin Brockovich, una mujer audaz (2000) o Filadelfia (1993), con las que Dallas Buyers Club tiene más de una similitud e integra el club de las películas con perdedores que terminan –cada uno a su manera– resultando ganadores, como le suele gustar a Hollywood. La película dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée empieza con nervio y fuerza, impulsada por una serie de pantallazos muy crudos no sólo del sórdido mundo del rodeo en Texas, sino también del desastre que es la vida personal de Woodroof (Matthew McConaughey). Alcohólico, cocainómano y sexualmente promiscuo, por decir lo menos, con su trabajo de electricista en un campo petrolero de Ron paga (tarde y mal) sus apuestas en la arena de los toros. Cuando a causa un accidente Ron –más flaco y pálido que un vampiro anémico– termina en el hospital, los médicos le informan que lleva en su sangre el virus VIH y que le quedan, como mucho, 30 días de vida. “Yo no soy ningún Rock ‘Chupapijas’ Hudson” es lo primero que grita con las pocas fuerzas que le quedan. Lo segundo que hace es buscar, desesperadamente, una droga que le salve la vida, aunque para ello tenga que buscarla en el mercado negro. No hace demasiada falta, por cierto. Un laboratorio le paga muy bien al hospital de Dallas para que pruebe en pacientes terminales, como si fueran cobayos, la por entonces novedosa medicina AZT. Lo que viene a descubrir Woodroof en carne propia y en la de Rayon (Jared Leto) –una drag queen de la que se hace primero socio y luego amigo entrañable– es que administrada en altas dosis, como se indicaba entonces, el AZT era altamente tóxico y mataba las pocas células vivas que quedaban en el organismo. Lo que llevará a Ron a buscar tanto medicinas como métodos alternativos para procurarlas, derivando en un enfrentamiento judicial con la poderosa Food and Drug Administration (FDA) de su país. Hay algo confuso, contradictorio, en Dallas Buyers Club. Habría que ver cómo fue en la vida real (Woodroof murió en 1992, siete años después de los 30 días de vida que le dieron los médicos), pero tal como lo cuenta la película es por lo menos abrupto que ese personaje no sólo enfermo, sino ruinoso en todo sentido, pueda, de pronto, desafiar él solo a la FDA y organizar la distribución de productos y medicinas no autorizadas, que él mismo trae de México, Israel, Holanda y Japón, disfrazado de médico o de cura. Contra esa y otras inverosimilitudes del guión (entre las cuales está su súbita comprensión del mundo gay), luchan las actuaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto, favoritos a llevarse el domingo los respectivos Oscar a Mejor actor y Mejor actor de reparto. Desde sus protagónicos en Mud y Killer Joe pasando por su única y sensacional escena en El lobo de Wall Street, McConaughey (actualmente con la serie True Detective en el cable) está en su apogeo. Y su furioso, hipnótico Ron –papel para el cual bajó especialmente 21 kilos– no hace sino confirmarlo. Aunque más previsible, quizá porque lo que le pide el guión también lo es, el multifacético Jared Leto –rock star, actor, productor y filántropo– hace del transexual Rayon un personaje verosímil, sensible pero discreto, incluso para lo que en estos casos suele ser norma.
La llama de la libertad sigue ardiendo Realizada hace tres años cuando el gran director de El círculo estaba bajo arresto domiciliario e impedido de filmar, la película de Panahi sigue estando tan vigente hoy como entonces en su reflexión sobre el ejercicio del cine y el compromiso con la libertad. Las últimas noticias, llegadas ayer nomás desde el Festival de Rotterdam a través de la actriz Mahnaz Afshar (la protagonista de La separación), indican que –con el nuevo gobierno de Irán– las cosas han cambiado para el gran director Jafar Panahi. “Está en Irán y está libre. Las nuevas políticas han sido buenas para él”, declaró Afshar a la revista especializada Screen Daily. Pero este acto de justicia, largamente reclamado por la comunidad cinematográfica internacional, no impide valorar en toda su dimensión a Esto no es un film, la obra maestra que hizo hace tres años cuando estaba bajo arresto domiciliario, que llegó de manera clandestina al Festival de Cannes, y que ahora tiene su merecido estreno en la renovada sala del Cine Arte, acompañada por una retrospectiva de su obra (ver aparte). Descubierto en Cannes en 1995, donde ganó la Cámara de Oro por su ópera prima El globo blanco, Panahi fue cosechando luego los principales premios del circuito de festivales de primera línea: Leopardo de Oro de Locarno por El espejo (1997), León de Oro en Venecia por El círculo (2000), el premio Un Certain Regard en Cannes por Crimson Gold (2003) y un Oso de Plata de la Berlinale por Offside (2006). Ninguno de estos reconocimientos le impidió al régimen iraní de Mahmud Ahmadinejad condenar a Panahi a 20 años de inactividad profesional y a seis años de prisión, por acciones políticas contrarias a la línea oficial de gobierno. Recluido en su departamento, a la espera del resultado de la apelación (luego denegada) que sus abogados presentaron a la Suprema Corte, Panahi se las ingenió aun así para desafiar la prohibición que pesaba sobre él y para realizar –con la complicidad de su amigo, el documentalista Mojtaba Mirtahmasb– una obra que, para evitar sanciones, desde su título mismo niega ser lo que es, pero que lleva la marca de fuego de lo mejor de su cine: la frontera siempre inasible entre la ficción y el documental, la reflexión sobre el ejercicio del cine y el compromiso permanente con la libertad. El film de Panahi comienza mientras desayuna y convoca a Mirtahmasb para que lo visite en su departamento. Su amigo se inquieta, pero Panahi lo tranquiliza y le dice que prefiere no mencionarle nada por teléfono (se intuye ya allí la larga mano del régimen). Mientras lo espera, habla con su abogada, quien le informa que tienen que esperar todavía el resultado de la apelación, pero que no es muy optimista: “Seguramente te reducirán la prohibición laboral y te quitarán unos años de cárcel, pero vas a tener que ir a prisión; no conozco ningún tribunal que haya desestimado completamente todos los cargos. Y esto no es judicial, es ciento por ciento político”. Evalúan entre ambos insistir con la presión internacional, prefieren no comprometer a los cineastas y colegas iraníes para evitarles consecuencias y, luego de cortar, Panahi se ocupa de alimentar y mimar a la iguana familiar, que se mueve por el departamento como si fuera un gato. Cuando llega Mirtahmasb, Panahi le delega la cámara y le explica la película que estaba preparando y que debió interrumpir cuando fue detenido y luego procesado. Y ya que no puede filmar esa película tal como la había concebido, quizá pueda “ponerla en acto” en su propio departamento, leyendo el guión y actuando él en lugar de su protagonista, una chica de provincia a quien sus padres encierran en su casa para que no pueda matricularse en la universidad. Hay allí un pequeño rasgo de genio, en la manera en que casi sin elementos, apenas con marcas en la alfombra, Panahi consigue que el espectador imagine no sólo los personajes y las situaciones, sino también el ambiente de esa película. Pero la rabia y la frustración (¿actuada, real?) no tardan en sobrevenir y Panahi abandona su improvisado set. Y recuerda que eso mismo hizo la pequeña protagonista de El espejo y le muestra a su amigo (y a los espectadores) unos outtakes de esa película que reflejan y explican su estado de ánimo. Afuera se escuchan los petardos que anticipan el Noruz, la fiesta de año nuevo iraní, pero por diversas llamadas telefónicas se alcanza a percibir que esa celebración se está convirtiendo también en una oportunidad de expresar la oposición al régimen, que la considera “antirreligiosa” y que inunda la calle de policías. Ya se hizo de noche y suena el timbre: es una vecina que quiere dejarle a Panahi un perrito en custodia para ir a festejar a la calle. Pero el perro es tan escandaloso que Panahi no acepta. Vuelve a sonar el timbre: un muchacho que Panahi no conoce dice que viene a recoger la basura. Sobreviene allí una leve sospecha, que da la pauta del estado de tensión y suspicacia en el que se vive en Teherán. Pero resulta que el muchacho (¿un actor no profesional?) es el hermano de la portera. Mientras Panahi lo acompaña por los diferentes pisos para buscar las bolsas de residuos, el espectador se va enterando de la vida y las ilusiones no sólo del muchacho, sino de las de los vecinos. Y para cuando llegan a la planta baja, el sonido de los fuegos artificiales es ensordecedor. El muchacho advierte: “Señor Panahi, no salga, que lo van a ver filmando”. Pero la lente alcanza a mostrar unas fogatas, cada vez más altas. Son, quizá, las llamas de la libertad, que Panahi ayuda a encender con su pequeño gran film.
Alerta sobre el “Síndrome de Rush” Síndrome de Rush (también conocido como trastorno de Rush): conjunto de películas protagonizadas por el actor de origen australiano Geoffrey Rush (Toowoomba, Queensland, 6 de julio de 1951) que afectan de manera severa al cine británico en particular y a la salud del cine en general. Altamente peligroso, suele confundir a espectadores, críticos especializados y miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, que pueden llegar a sufrir alucinaciones colectivas y considerar que toda película protagonizada por Mr. Rush es digna de elogio y consideración por su sola presencia. Las películas afectadas por el “Síndrome de Rush” padecen de infatuadas pretensiones artísticas, suelen ejercer la tibia corrección política, practican un humanismo elemental y trasnochado y están concebidas para competir por los premios Oscar, como fue el caso de El discurso del Rey (2010) y, de manera aún más grave, Claroscuro (1996), que le valió a Mr. Rush la estatuilla al mejor actor, desa-tando el virus ahora diseminado por todo el cine angloparlante. A la espera de un nuevo ataque de la cepa la semana próxima, con el anunciado estreno de La mejor oferta, dirigida por Giuseppe Tornatore –situación que puede elevar la alarma a la categoría de epidemia–, conviene tomar la mayor distancia posible de su portador enfermo actual, el film Ladrona de libros, dirigido por Brian Percival, un realizador tan anodino como los que suele aprovechar el mal para expandirse por todo el cuerpo cinematográfico. Basada en un best seller de Markus Zusak, Ladrona de libros es la historia de una niña huérfana que durante los oscuros años del Tercer Reich sobrevive a todas las pérdidas y –originalmente analfabeta– encuentra en la lectura primero y en la escritura después la fuerza y la libertad interior que le permitirán atravesar la tragedia de la guerra. La película tiene todos los elementos que la identifican con el peor cine posible: es sensiblera, maniquea, académica y falsa a tal punto que los actores interpretan a sus personajes hablando inglés con un absurdo acento alemán. Como el padre adoptivo de esa niña, Mr. Rush aporta lo que se espera de él: guiños cómplices, ternura prefabricada y una calculada excentricidad que le da pie a interpretar el bandoneón mientras el cielo se oscurece con una lluvia de bombas. Se aconseja a la población estar prevenida y tomar los recaudos del caso para no caer víctima de esta artera enfermedad.