El presente largometraje del director Diego Kaplan, Desearás al hombre de tu hermana (2017), tiene su impronta descomunal, bizarra y entretenida que, cual varita mágica, convierte en única cada pieza que toca en su universo cinematográfico. Desearás mantiene la promiscuidad de la comedia dramática que dirigió en 2012, Dos más dos; nace como antítesis del mito que dio génesis a la trillada frase del título; impuesta por la sociedad patriarcal de los años ’70. En este sentido, es interesante cómo desde este espacio-tiempo donde coexistían en Argentina dos mundos paralelos atravesados por el poder simbólico machista reinante social que dividía las aguas por un lado en mujeres sometidas, frívolas y superficiales que estaban al servicio de ellos, producto de la política oscura reinante y avasallante del golpe de Estado de 1976 que depuso a la Presidenta de la Nación María Estela Martínez de Perón. En esta ocasión, Kaplan se une a la escritora Erika Halvorsen (autora de novela homónima El hilo rojo) para abordar desde una pluma femenina y sensible una historia transgresora de empoderamiento femenino, anclada al deseo de explorar una libertad sin límites donde puedan convertirse en hechos los deseos del subconsciente. Así vemos cómo el guión se empapa de erotismo, sexo explícito, deseos prohibidos por tabúes épicos; infidelidades; rivalidades; obsesión anclados a una parodia extrema de los mandamientos del Starsystem. El guión gira en función a interpelar al espectador, generando una reacción y despertar social. Semióticamente denota, tanto desde el título, stanley, trailer y escena del primer minuto una denuncia social bajo el leitmotiv de libertinaje sexual de un triángulo invencible familiar compuesto por una madre superficial Carmen (Andrea Frigerio) que perdió el norte tras quedar viuda; y asumió las riendas de la casa subrayada bien arriba entre el éxtasis de pastillas y alcohol, sin entender la bajada emocional de la infancia de sus hijas Ofelia (Carolina ‘Pampita’ Ardohain) y Lucía (Mónica Antonópulos). A grandes rasgos, el eje de la trama pivotea con la competencia entre éstas por ganar el cariño maternal durante su adolescencia y el devenir de una adultez consecuente de la carencia paternal. En este sentido, el guión tiene un enorme anclaje a la psicología: Todo gira en función al rol crucial de Carmen y su carencia sexual que complementa, atípicamente, durmiendo diariamente enroscada en una serpiente porque esa piel le recuerda al marido. El espíritu de la narración es laissez faire; les impone el frenesí y libertinaje a través del uso de las pastillas anticonceptivas bajo el nombre “píldoras de la felicidad”. Este modo de ser, transgresor en aquella época, invoca necesariamente el vigente deseo y despertar femenino a temprana edad para vivir ese sentir a través del sentir de ellas. A modo cassette, el hit es la sexualidad. El lado A lo representa Ofelia desde el erotismo y Lucía, en contraposición, el arco dramático del miedo y lo sensible; rasgos propios de una hermana mayor que, inconscientemente, mutiló su sexualidad a la sombra del deseo de su hermana y creo un plan maquiavélico de etiquetas y personajes donde se convirtió en una cantante famosa que encontró en esta profesión su forma de expresar emociones. Entretanto, Kaplan desde esta personalidad enfatiza el tiempo que pierde el ser humano en mirar lo que hace el otro mientras la vida pasa y uno entrega su amor, poder, tiempo y talento en mayúscula a merced de un hombre equivocado; que la domina por completo. Sin embargo, su inconsciente y enamoramiento la llevan que a fin de cuentas este sea únicamente un objeto a partir del cual ella se pone a prueba constantemente para reconfirmar su lugar. En esta entrega de poder, se momifica al hombre y empodera a la mujer. Párrafo aparte para la artística que establece un híbrido de flashbacks, elipsis y cameos entre bruma para retratar el clima de cine erótico de los años ’70 envuelto en una mirada freak y neurótica audiovisual anclada más al stand-up que al drama mediante diálogos y secuencias pregunta-respuesta trilladas, como por ejemplo: “los dos supimos lo que iba a pasar ¿A qué viniste? A darle el gusto a mamá; ¡Dame un beso! ¿Por qué?”; etcétera. Desearás al hombre de tu hermana es una obra atípica que se bifurca. Por un lado, tiene impronta de película de culto que denuncia e ironiza ciertas reglas del cine que conciben al cuerpo de manera agresiva y vulgar si se muestra una teta desde el plano detalle con o sin pezón. A las claras Kaplan denuncia cómo en pleno Siglo XXI mientras se proclama la bandera de libertad este formalismo sigue intacto, funcional al sistema patriarcal, y abre el debate a lo funcional de la estética en contraposición a la mujer como objeto. Por otro, intercambia las capas de sentido: amalgamó las tres figuras femeninas en pos de ponerle punto final a la competencia femenina industrial, arcaica y patriarcal. En hora buena las mujeres de esta década se unen, en una hermandad cuya simbiosis destierra de este siglo el mito de la disputa del hombre como premio. Acá son ellos los que prácticamente se pasean desnudos el 100% del largometraje. Y como frutilla del postre la presencia de Pampita le da un corte comercial. En este sentido, su audacia se asemeja a producciones de directores como Quentin Tarantino, Pedro Almodóvar y Federico Fellini; dejando el juicio de valor a criterio del espectador.
Yo soy así, Tita de Buenos Aires debutó en cartelera porteña el pasado domingo en el marco de la Semana del Cine Nacional. Por segunda vez, la directora Teresa Costantini construye desde la ficción un homenaje a mujeres que trascendieron los límites de su época y hoy son íconos históricos. Primero dirigió Felicitas (2009), cuya historia trágica de amor anclada al mundo aristocrático estuvo en su imaginario durante 20 años cuando el sobrino bisnieto de Felicitas le contó cómo el joven se enamora del hijo del jardinero y opone al mandato del patriarcado. Como es sabido, en este cruce de mundos paralelos, muere tras dar rienda suelta a sus sentimientos y, acto seguido, sus padres denuncian a la iglesia. Este mismo espíritu de denuncia se replica en la historia de Tita en contraposición al detrás de escena popular de cantante arrabalera que ladraba al ritmo del compadrito, mientras sufría en carne viva la soledad pese a su arraigo a Luis Sandrini. En este sentido, es interesante cómo Costantini muestra el empoderamiento de mujeres apasionadas que padecieron el amor y las humaniza. Desde esta arista amarra el contexto histórico de época a un espacio-tiempo latente, pese al abismo generacional, para que su legado trascienda y conecte en la modernidad como un despertar colectivo. A grandes rasgos, el guión transmite pasión artística y afectiva. Atraviesa tres ejes complementarios: soledad, profesión y empoderamiento femenino cuando sacó bandera al hablar del papanicolau y el cáncer de útero cuando eran temas tabú. Desde la ficción y el poco material de archivo de Tita (entrevistas, documentales y películas como por ejemplo: Tango y Guacho), Costantini arma su propio rompecabezas desde los vínculos que genera el elenco protagónico cuando vibra la energía de esta persona/personaje. Así inscribe la narración a un efecto mirilla para que el espectador espíe la intimidad de Laura Ana Merello lejos del Starsystem. La actriz Mercedes Funes es la encargada de interpretar esta figura emblemática nacida en el mundo orillero de San Telmo, carente de amor. Sin embargo, desde el primer minuto vemos cómo la causalidad de la vida la cruza en su adolescencia con un hombre casado (Mario Pasik -con quien Funes debutó en televisión en Nano-) que la saca del contexto bataclán y, sin imaginar que llegaría a ser Tita Merello, la ayuda a prepararse como actriz y cantante: le enseña a escribir, estudiar y entender de qué se trataba el escenario; tendiendo el puente hacia su popularidad y alejándola de aquella niña que trabajó duro en el campo a la par de los hombres donde adquirió su personalidad avasallante masculina. Este primer lazo fraternal de la trama, que Tita desconocía, al no tener padre y criarse en un orfanato; se refleja en la escena donde se despiden con un abrazo, eterno. A modo cassette, el lado b es su peculiar madre autoreferencial, a cargo de Esther Goris, que se proyecta en el triunfo de su hija e inconscientemente ayuda a tener los pies sobre la tierra por reacción más que por mimesis. Tita aprendió a defenderse sola, varias escenas dramáticas entre ellas dan cuenta de esto, por ejemplo: cuando recibe el premio por Filomena y la madre lo levanta, obnubilada, lo siente como propio mientras Tita está ahí, al costado… como si nada. A ellos se suma el debut cinematográfico de Soledad Fandiño en la piel de Eva Duarte y amiga de Tita; cuyos diálogos y gestos transmiten la vulnerabilidad intrínseca; fuera del protocolo político y accionar social. Sin embargo, la fuerza interior de ambas las potencia para atravesar obstáculos y lograr sus metas a través de una simple postura corporal (pose ante la multitud, Sandrini y Perón). Párrafo aparte para la dupla Funes-DeSanto que recrea a la perfección el amor-odio de Tita y Sandrini. En este recorte de hombre de época muy masculino, sexy y sensual en contraposición a una mujer dueña de un carácter atípico, fuerte, que las mujeres comenzaron a imitar, Costantini remarca cómo el narcisismo de ser estrellas veneradas por el público no implica felicidad plena. En efecto, Tita vive un amor no correspondido y lucha por dejar de ser la segunda y seducirlo; muy a su pesar, porque quiere casarse y no volver a su pasado donde era un cuerpo al servicio de mostrarse mediante escotes y transparencias para sobrevivir. Esta sinergia aporta un grado de rigor de época que en el constante desencuentro entre estos dos egos que cambió: Tita antepone el amor a lo carnal en pos de un compañero, estable, y que ambos lleguen a destino. En este transitar, Funes logra que la impronta musical se convierta en personaje tanto por su despliegue artístico como coral, que preparó la técnica vocal junto a sus coach Maximiliano Cruz y Marisol Gomez Alarcon. Su registro revela la esencia de los famosos tangos graciosos, como por ejemplo “Mi papito” en el bataclán donde Merello ironizaba con desdén el canto lírico anclado al decir, cómo pegarle a la mujer para que “no joda” al hombre mientras baila junto a dos compadritos y se arregla el moñito en movimientos coreografiados. Pero también el largometraje denota cómo ingresando a los años ’40/’50 (pre-censura militar) denota un cambio de registro vocal, su voz adulta era más rapera y del fraseo. La clave está en la pronunciación, cada letra le da carácter, sobre todo las consonantes y las ‘S’ del final jamás se le cae: Tita junto a Osvaldo Montes era mas cantada, por ejemplo: “Se dice de mí. Se dice que soy fiera, que camino a lo malevo, que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón” o bien “Podrán decir y murmurar”. Sin embargo, en Cambalache de Discépolo deviene en proclamación “Qué vachaché. Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida”; denota que creció y superó aquella etapa de ignorancia donde practicaba homeopatía (otro elemento alocado para la época). Así, Tita logra su objetivo: es una historia lineal que te deja firme en la butaca esperando qué es lo próximo pese a saber el final. Y al mismo tiempo denuncia un arco de juventud, soledad y éxtasis que culmina en la gloria. Costantini mediante lo bello y poético abre un abanico esperanzador en un campo artístico poblado de hombres, enalteciéndola; humanizando su decir y su alma. Por momentos, la trama se ancla al mensaje del film Lo que el viento se llevó (1940), dirigido por Victor Fleming, pero se distancia cuando conecta el arte como vehículo del ser con lo vital. En este sentido, el recorte elegido de una mujer que tenía todas en contra y, sin embargo, su creatividad y empuje equilibró su enorme soledad es esperanzador. Los personajes están al servicio del empoderamiento femenino. Ojalá el próximo largometraje de Costantini se inspire en alguna mujer icónica que esté viva para homenajearla y saber qué opinión tiene ese ícono luego de verse reflejado en un collage interpretativo.
Mother! es el Opus del momento, del director Darren Aronoksky que abandonó la tradición familiar judía y religiosa que pregonaba para dedicarse al arte. Desde entonces, nacieron sus obras maestras Requiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador o Pi (Fe en el caos), Cisne Negro y; su contrapartida más arriesgada: Noé, cuyo tópico bíblico replica en Mother! Esta nueva joyita plagada de significantes y metáforas, protagonizada por Jennifer Lawrence y Javier Bardem que serán los dos ejes de la trama inmersos en la vorágine perturbadora de una mansión donde ocurren sucesos inesperados que los alejan y, al mismo tiempo, unen como pareja. Esta dualidad y el poder simbólico intrínsecos denotan la imposibilidad de encasillar el presente largometraje de Aronoksky en un género específico. Desde el primer minuto, pivotea entre thriller y drama; posicionando al espectador en un rol activo. Lo perturba y a cuentagotas brinda detalles para que a libre albedrío revele el mensaje oculto, arriesgado y polémico detrás de esta madre peculiar. A grandes rasgos, el guión trasciende en una única locación: la casa victoriana que yace en medio de la nada -A saber, rememora el arca de Noé-. Allí se presenta la intimidad de una pareja: La mujer sin nombre (Lawrence) es ama de casa y dedica su vida a esperar conformar una familia mientras restaura la mansión de su enamorado que está desbordado tras haber perdido todo, o casi todo, post-incendio. Sin embargo, su contrapartida, el reconocido escritor (Bardem) que la duplica en edad, está en otra sintonía: su objetivo es encontrar la inspiración y terminar su nuevo libro en una habitación que logró recauchutar. Así pasan días, meses… hasta que el desencuentro y el vacío de alma/cuerpo cobra vuelo: la ausencia sexual se traduce en psicosis y la aparente tranquilidad deviene en caos. Esto se acentúa cuando una plaga de fanáticos del escritor visita su hogar, sin previo aviso. Los primeros en ingresar son el matrimonio interpretado por Ed Harris y Michelle Pfeiffer; Berdem complacido y conmovido por la llegada de sus fans les brinda hospitalidad sin consultarle a su mujer, como si ya no existiese en esa dimensión. Esta situación se replica ante la llegada de los hijos de aquel matrimonio y, luego, más huéspedes hasta que, un buen día, todo el pueblo esta encerrado en esas cuatro paredes que ella con amor restauró y corrompen el hogar. Hasta aquí vemos el lado A de la historia que apunta a un thriller dramático. Sin embargo, hay un lado B: Preiffer y Lawrence comenzarán a tener charlas filosóficas sobre el concepto de la ausencia, la muerte en vida, la fe… a punto tal que Lawrence siente la soledad en su mayor expresión y comienza a deambular por los sitios inhóspitos de la mansión, percibiendo cosas que creía imposibles. En estas escenas, propias del cine fantástico, el público observa la casa poseída y percibe alegorías, metáforas, manchas inesperadas que denotan cómo el frenesí de la creación artística obnubila al autor y el sueño de alcanzar la fama pone en peligro su familia (Desván familiar inspirado en Hamlet y Kafka). En este sentido, Aronoksky converge que la inspiración nace del caos, desorden y la multitud; no del estadio de paz. Al mismo tiempo, hace clara denuncia metafórica a la historia bíblica y al Arca de Noé cuando la familia pende de un hilo ya que, metafóricamente, Bardem interpretaría a Dios y Lawrence a la madre naturaleza. Ambos viven en el paraíso hasta que Dios crea a Adán y Eva quienes irrumpen y traen el caos, literalmente: ¡La casa se inunda! Y la naturaleza se adueña de la existencia humana; redireccionando su rumbo. Este clímax permite llevar la trama a su máxima expresión simbólica. Párrafo aparte para la dupla protagónica Lawrrence-Bardem cuya impecable performance da vida al relato y los complejos universos que representan: él es el plano artístico -la figura del escritor- y ella el biológico -la figura de la madre que espera el nacimiento de un hijo-. Cuando sus universos chocan y se ramifican en el presente mundo capitalista se genera el éxtasis buscado por Aronosky. Nace la angustia de la creación humana. En este sentido, el espectador comprende que los personajes no tienen nombres porque son genéricos, al igual que todo ser humano en medio de tanta corporación y universo abstracto donde prima el silencio. La falta de banda sonora transmite más angustia discursiva. Estos elementos sumados a la artística, DF y cameos in-house en una locación precisa disparan múltiples resultados al espectador en el ritmo lento buscado, de suspenso hasta el minuto final en haras de saber qué está ocurriendo. Mother! Logra su objetivo: Perturba. Aborda el universo metafórico y metafísico en su máxima expresión y, en consecuencia, consigue multiplicidad de miradas en la civilización actual cinéfila. Habrá quienes digan que, por momentos, rememora La Semilla del Diablo de Román Polanski, otros podrán mimetizarla con Noé. Consigue ponderar la creación del mundo capitalista del ser humano como arma de destrucción, producto del egocentrismo, la adoración por el culto a la fama, la manipulación de los recursos del planeta y principalmente el desamor.
¿Ser pacificador de indios es un pecado? Este interrogante atraviesa el presente largometraje de la emblemática directora salteña Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) que, tras nueve años de ausencia, vuelve al ruedo sin mayores preámbulos que abordar -desde el título- la vida y obra de Don Diego de Zama; el atípico “héroe” que devino en figura literaria en 1976. Martel basa su cuarto largometraje en la novela homónima del escritor mendocino Antonio Di Benedetto para ahondar el drama universal existencial de este hombre peculiar que, desde la ficción, representa un funcionario americano al servicio del imperio colonial español y espera su traslado a Buenos Aires desde Asunción del Paraguay (a sabiendas, la clave alegórica: entender Asunción como sinécdoque de todo el continente, espacio abstracto). Estilísticamente este espacio-tiempo de la espera -de un barco con noticias de su familia, de su traslado o de un acto heroico- que se torna tediosa y desmoralizante, es el principal protagonista de esta narración que inmoviliza a Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho); un hombre taciturno que rememora el complejo espíritu de época que los años ’50 inscriben la trama en cine de autor clásico apropiándose de hechos y personajes para volverlos propios; retroalimentando su propia mirada al sistema. Martel desnuda el abuso de autoridad frente a los derechos humanos. En efecto, las escenas contienen excesos políticos; racismo; violencia sexual y de género para enfatizar lo que padecieron los criollos y nativos durante el período de colonización española, pintando el cuadro con un complejo entramado de texturas discursivas, metafóricas y artísticas cuyo leitmotiv atraviesa el surrealismo, en su máxima expresión, en post de la esperanza del devenir de una Latinoamérica nueva y mejor en esta tierra propia de una pesadilla kafkiana donde, aún hoy, reina una compleja red de intereses e influencias. A grandes rasgos, es un relato no lineal inmerso en la atmósfera opresiva cuyo espesor histórico se dispersa progresivamente para poner en primer plano la angustia del sinsentido y la falta de constitutivos de la vida del hombre. La génesis del guión pivotea narrativamente entre lo poético y filosófico. Converge en el drama y reconstruye una América desde la figura del héroe empapado de significantes que brindan la atmósfera anacrónica y substrato del relato. Hay diálogos y vocablos de la lengua tupí-guaraní (mpaipig, mbeyú, y-cipó, manguruyú); empleo de títulos como gobernador, corregidor, pacificador o asesor letrado que permiten identificar la época. También hay elementos como por ejemplo: hidrografía, fauna (caballos), flora (árboles, mar); las familias indígenas y la sociedad colonial: sus medicinas, creencias, armas, el trabajo rural, en un tiempo verosímil que denota la dimensión metafísica, abstracta y universalista inmersa en el contexto opresivo colonial. Este concepto opresores/oprimidos, presente desde el primer minuto, anticipa el estancamiento y la espera cruel y perpetua que paraliza a la vez que desintegra; la vida de Zama. En este sentido Martel circunscribe la metáfora que lo identifica con el pez ante la frustrada posibilidad del viaje marítimo: “Hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida en vaivén dentro de ellas; de un modo penoso porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia”; el pez es espejo de Zama. Martel utiliza este tipo de elementos de la novela y aborda desde la dimensión mítica, analogías o lenguaje simbólico el relato; así se condensa; expande; revela y enmascara para desestabilizar su linealidad sólo aparente de un archipiélago de tierras firmes donde el agua sugiere purificación y renovación: es el medio a través del cual Zama puede reencontrarse con Marta y sus hijos, y también el que posibilita la llegada de la viajera del Plata. Este esquema administrativo, pirámide invertida, se erige sobre un espacio violado real y simbólicamente, determina la suerte de Don Diego: aquello que no se adapta a la estructura de este mundo tensionado por la barbarie natural de una tierra indómita y destructiva, y por el ya retraído impulso civilizador de la burocracia real, no puede prosperar. Así, oscila entre un decurso histórico, objetivo y lineal, y otro subjetivo, vinculado a las reflexiones y al fluir de la conciencia de Don Diego de Zama, al que las apariciones providenciales del niño rubio -que irrumpe en varias escenas- proyectan el plano simbólico. Párrafo aparte para el preciso trabajo de DF a cargo del portugués Rui Pocas cuya artística y encuadre, en conjunción a la magistral musicalización de Guido Berenblum enaltecen el drama y las tensiones mediante un cameo excepcional de elipsis, planos detalles y locaciones que recorren interiores y exteriores de Formosa y Corrientes para situar los tres períodos de degradación de Don Zama: 1790, los trámites infructuosos ante la gobernación para lograr el ansiado traslado y el deseo sexual, que desmorona la imagen idealizada que Don Diego ha construido de sí mismo; 1794 el tópico del hambre y la subsistencia económica y 1799 la necesidad de inventarse una gesta heroica para ganar los favores del Rey; todos anclados a Buenos Aires, Europa, Rusia, el Plata. Este híbrido de períodos y elementos sumerge al espectador en la dualidad temporal y la angustia del sujeto inmóvil y expectante: la espera, la soledad y el espacio intersticial que ocupa en todo momento la figura de Zama. Así Martel construye desde un ritmo lento el paso del tiempo; invirtiendo la primacía de la esencia sobre la existencia, sobre todo en 1799 hacia el final de la trama; se enfatiza la idea del fracaso. La espera tiene su correlato histórico en la espera de los americanos a fines del Siglo XVIII donde las reformas administrativas de los Borbones determinan la política, nacen las intendencias y sustituye la figura del corregidor por la del gobernador intendente y posterga a los criollos (entre ellos Zama) en los puestos jerárquicos ocupados por españoles, situación que dio nacimiento al movimiento independentista. Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Desestabiliza el orden constituido; transmite la angustia de lo irremediable en la piel de Zama como símbolo del hombre americano; la espera como plano simbólico y ejercicio de poder entre dominantes/dominados -cual estadíos de Paulo Freire– donde Zama ocupa ambos roles; es asesor letrado que humilla a los comerciantes e indígenas, dejándolos morir en una zanja, y como el doctor, el pacificador de indios que hizo justicia sin emplear la espada, el ejecutivo. Atributos que no lo alejan del deshonor porque, en definitiva, él también espera que su vida se encauce; que la promesa del gobernador de que “Su majestad celebraría este retorno a las armas y lo compensaría” se cumpla; que sus mujeres lo correspondan; que su carrera lo dignifique. Sin embargo, la frustración de este asesor insaciable dueño de una pluma filosa e impulso libidinal que no apunta a ninguna cosa material sino al trayecto, lo estancan como pez en el río; sólo se dignifica su figura cuando abandona su norte y su anhelo al punto cardinal de la muerte y opresión de Vicuña Porto. Aparece el deshonor, el quebranto económico que él mismo inició cuando profesaba “haz hijos, no libros”; cual efecto boomerang en esta tierra circular cuya retórica lleva al hombre a replegarse sobre sí, desactivando sus impulsos de rebeldía. No es casual que el fin de la novela sea en el mismo sitio donde comienza y la delgada línea entre la vida y la muerte que conduce al drama existencial que representa el descubrirse completamente solo frente a un mundo regido por un dios incognoscible que juzgará sus actos post-mortem. Esto disemina el devenir de una respuesta totalizadora y la entropía del sujeto, cuya visión teratológica y la progresiva degradación y la espera interminables reducen al sujeto a las formas mínimas de una existencia caótica y escindida de la sociedad. ¿Es entonces Zama un pacificador de indios que cometió pecado?
La Novia del Desierto es la ópera prima de las directoras Cecilia Atán y Valeria Pivato. Nació con la misión de atravesar fronteras y lo logró: Ganó el 1er y 2do premio en el Festival Cine-construcción de Toulouse, pasó por Cannes y ahora compite en el festival de San Sebastián. La génesis del largometraje fue la frase “Sólo atravesando el desierto podemos encontrarnos”; con esa premisa, desembarcó el pasado jueves en la cartelera porteña esta obra magistral que busca desde el género road movie dejar un mensaje esperanzador e interpelar al espectador a partir de la repregunta universal: de dónde venimos y hacia dónde vamos. A grandes rasgos, la trama gira en torno a empoderar la vida de una mujer de más de 50 años que debe salir de su zona de confort ¿Podrá adaptarse a los nuevos desafíos que le impone el destino? El guión narrativamente gira sobre la vida de Teresa (Paulina García), una empleada doméstica de 50 años, chilena, que dedicó sus últimos treinta años al cuidado de una familia que hoy atraviesa paulatinamente el síndrome del nido vacío cuando Rodrigo (Martín Slipak) se muda con la novia. Un buen día la causalidad del destino le propone un viaje a lo desconocido cuando se rompe el micro que tomaba todas las mañanas para ir hacia su rutinario trabajo y debe pasar la noche en un lugar inhóspito hasta poder tomar el próximo. Entretanto, pasa la noche en el santuario La Difunta Correa en San Juan y pierde su bolso en el centro comercial ambulante donde se probó ropa mientras esperaba que pase el rato. Allí conoce a un vendedor ambulante, El Gringo (Claudio Rissi), que la ayudará a buscarlo y recuperar sus documentos. Este personaje, encauza literalmente la road movie, permitiendo impregnar la trama de elementos simbólicos y metáforas ancladas semióticamente al espacio-tiempo del desierto y desafiar la soledad de Paulina desde un estilo de vida nómade anclado a la camioneta que convirtió en casa y negocio. En este sentido, ambos se aferran a lo material para no salir de su zona de confort. Sin embargo, encuentran en sus caracteres disímiles y culturas la fórmula para chocar de seco con la realidad; el amor; la duda y fundamentalmente el deseo de develar si la vida que llevaron hasta ese momento tiene que ver con ellos mismos, o no, y hacia dónde quieren ir. La química de la dupla es el pilar de esta historia que avanza sin mayores pretensiones que el cruce de dos soledades que se (re)descubren en medio del desierto sanjuanino y el deseo de cambiar las coordenadas que marcan el pulso de sus pasiones humanas, universales. Su proceso proyecta la magia espiritual en el espectador. Párrafo aparte para el elenco magistral integrado por un atípico Rissi empapado de amor que le da vida al personaje de El Gringo y, a su vez, encuentra en él una nueva faceta que enaltece aún más su enorme capacidad profesional para trasmitir emociones desde su carisma gracias a esos chistes y alegría que no sólo movilizan a Teresa sino también al público. En esta sintonía Paulina García brilla con todo su esplendor nato; aplicando la misma disciplina de su protagónico en Gloria (2013) que la llevó a ganar el premio a mejor actriz en Berlín. A ellos se suma la participación especial de Martin Slipak, que con pocas apariciones logra de manera excepcional encarnar al hijo que adoptó como propio Teresa y le cuesta desapegarse. En efecto, tal como expresaron las directoras Atán y Pivato, la artística, locaciones y cameos operan como si fuesen un personaje más de la historia. El ritmo intenso del rodaje fue un mes…. Un mes donde el film permite ver el registro de actores que vibraron; viajaron; sintieron y crecieron las escenas. Denota la unión de talentos en pos de traspasar la pantalla. La Novia del Desierto logra su objetivo: llega a lo más profundo del ser y es espejo de la vida. Su puesta expresa su leitmotiv; se prioriza la economía: aquí menos es más. La ópera prima, además cuenta con elementos simbólicos clave, acompañados por flashbacks y elipsis que desnudan el drama mientras, a su vez, las metáforas, el color y la textura dan vida al desierto. Está claro que se pensó en un espectador activo que agregue lo eludido hasta, inclusive, en la escena final cuando camino a los créditos la banda sonora toma el protagonismo y, cual frutilla del postre, engloba en una canción la respuesta al enigma que atraviesan paulatinamente los personajes. Esta retroalimentación positiva de energías transmite al público ganas de vivir al borde del abismo desde el primer minuto; y denota que el resultado final deviene del esfuerzo.
Crol: 1, 2, 3… ¡Al agua y que te lleve la corriente! Crol, el Documental (2017), escrito y dirigido por Verónica Schneck, es de tinte poético y metafísico, e inscribe a la natación como el deporte que, por excelencia, define y une al hombre. Su visión establece al agua como el primer elemento con que uno se conecta desde su gestación en el útero, rodeado de líquido amniótico. A su vez, la define como espacio-tiempo que une todos los puntos del hemisferio. Este concepto territorial es el que atraviesa la premisa para rendir homenaje a los nadadores amateur que por primera vez desafiaron el río y, sin mayores pretensiones que sentir el goce de alcanzar la meta, dieron génesis al deporte cuya práctica popular hoy cuenta con varios estilos; el crol es uno de ellos. La analogía del título sumerge de lleno al espectador y lo invita a nadar durante 90 minutos en un claroscuro porque el Crol, intrínsecamente, contrapone su estilo de vida y práctica de nado en aguas abiertas al confort de la pileta; allí se enraízan sus diferencias corpóreas e ideológicas y, paulatinamente, se aleja del mito que define la natación como saludable. Schneck registra durante tres años un collage de material de archivo, entrevistas, grabaciones en VHS y filmaciones en Super 8mm para abordar el sacrificio que realizan los deportistas durante su práctica y los problemas óseos que les ocasiona cuando dejan de vivir como pez en el agua del río Coronda. Schneck divide la narración en dos partes. Por un lado, como fenómeno social donde el río funciona metafóricamente como espejo y reflejo de historias de vida que enaltecen el rol de la mujer en las carreras de resistencia. Así, Schneck recorre desde la vida de Teresa Plans, apodada La Sirena Corondina, que cuenta desde el asilo como con 19 años logró el primer récord de tiempo en unir Córdoba-Santa Fe; rememora a Lilian Harrison, La Reina del Plata, que cruzó el Río de la Plata desde Colonia (Uruguay) a Punta Lara (Buenos Aires); y Pilar Geijo, que cuenta su actual experiencia como tetracampeona mundial del circuito Open Water. Estos relatos son ratificados por la historiadora Alcira Marioni como fuente testimonial autorizada que se une a la voz del pueblo para celebrar el origen de la famosa Maratón Acuática Coronda-SantaFe que unió las provincias. Así, reconstruye mediante flashbacks y planos en color blanco y negro el background partiendo retrospectivamente de un arco de nostalgia hacia un pasado mítico de la década del 50, donde también triunfaron como nadadores Eduardo “Tato” Pavlosky y el uruguayo Ramón Báez. Por otro lado, la película enfatiza el deporte como un legado y una pasión que lleva intrínseca una arista popular y musical. Este cruce de formato, musicalizado por Gonzalo Gamallo, converge el nado con el recital teatral. En este sentido, Schneck hace foco en la metodología de la maratón: muestra cómo mientras los nadadores comienzan a nadar son acompañados por caravanas de barcos integrados por músicos que tocan al ritmo de sus patadas y brazadas para alentarlos durante el trayecto. Este compañerismo pueblerino se encastra al unísono con el collage de tomas estratégicas que abarcan desde planos detalle de gorros, antiparras y tempestades, hasta los puentes sobre el río desde donde el público aplaude a sus nadadores. En este marco, el relato deviene sensorial. No obstante la retroalimentación profundiza la soledad que, de otro modo, viven estos deportistas. Denota que nadar va más allá de lo físico: es un desafío psíquico. Pilar Geijo explica en una frase que “es lindo competir, pero es una experiencia autista. Sobra tiempo para pensar y ahí se establece un duelo diabólico entre lo físico y lo psíquico. Llega un momento que dejamos de ser y se convierte en diabólico porque acá el fracaso no existe en tu mente. Sabes que hay un 95% de probabilidad que suceda pero siempre vas por más”; a ella se suma el mensaje sórdido y genuino de Tato Pavlosky donde afirma que “en la vejez sufrís porque tu cuerpo cambia y no rendís igual”. De este modo, Crol sumerge al espectador en el ecosistema de la carrera y su icónica Maratón Acuática Coronda-Santa Fe contagia el espíritu competitivo. Al mismo tiempo, su leitmotiv lo impregna de emociones: aquí no hay imposibles. La competición no impide la unión entre colegas; por el contrario: convierte esos espacios comunes en una fiesta que reúne personas con diferentes estilos y se encuentran para perseguir sus sueños hasta el cansancio, logrando vencer obstáculos. Si bien crol implica rapidez, la filosofía circundante del relato es llegar a la meta disfrutando los diversos procesos (largada, transcurso y llegada) para cumplir el sueño.
Los tallos de la rosa Es un hecho: en esta primavera, las salas porteñas tienen perfume de mujer. A buena hora, llegaron las ficciones contadas por mujeres que se contraponen al panóptico de Focault para penetrar la pantalla e inquietar al espectador. Anahí Berneri da cuenta de esto con Alanis (2017); un drama, atípico, que aborda desde un marco nihilista la vida de una joven que vive de la prostitución. Marco dio génesis a su ópera prima Un Año Sin Amor (2005) y Por tu Culpa (2010). En esta ocasión, Berneri hace foco en el lado B de un oficio bastardeado que tiene un gran vacío legal detrás de la sociedad de consumo vigente que utiliza el cuerpo como instrumento de poder y espejo de la sociedad. Desde este marco, construye la génesis de su quinto largometraje para relatar cómo una mujer por decisión propia utiliza su cuerpo para sustentarse económicamente y plantea el siguiente interrogante: ¿La prostitución es un delito? Alanis está fundamentada en casos reales de mujeres que enaltecen su dignidad mediante un trabajo precario y separan la ética del humanismo. Atraviesa un tema que parece tabú pero dista de serlo, sin emitir juicios de valor. La trama gira en torno a cómo una joven de 30 años, oriunda de Cipolletti que se hace llamar Alanis (Sofía Gala Castiglione) trabaja de prostituta para mantener a su hijo. El eje del guión, lejos de establecer juicios de valor moral, enfatiza cómo ella se adueña de su cuerpo y, cual herramienta, decide qué hacer con él, cuándo y cómo. Para Alanis, el acto sexual se resume a una manera rápida y fácil de obtener dinero mediante normas que ella misma impone en el departamento que utiliza como prostíbulo y, además, vive junto a su amiga Gisela (Dana Basso) que también presta sus servicios e impone normas, como no aceptar tríos. Sin embargo, dos inspectores municipales irrumpen en su departamento, haciéndose pasar por clientes, y arrestan a Gisela por considerarla líder del desvío social. La acusan de “trata” y las desalojan del departamento. Entretanto, la premisa pivotea con una denuncia al sistema, trasluciendo los contratiempos a los que se somete en el barrio de Once. Allí se circunscribe una escena donde intenta captar clientes en una zona liderada por cafishos que jamás transitó y se enfrenta con otras mujeres que también se dedican a este negocio y la persiguen acusándola de “chorra”, “sin códigos”, para sacarla a los golpes -literalmente- de ahí. El ritmo del relato acompaña a la perfección el espacio-tiempo anclado a tres días, arduos, de su vida. Párrafo aparte para la fotografía a cargo de Luis Sens, cuyo recurso estético del Stanley causó polémica y hasta censura en ciertos cines por retratar a Sofía Gala Castiglione amamantando a su hijo, Dante Della Paolera, que protagoniza junto a ella esta historia peculiar que desnuda los conflictos de la burocracia estatal, clientes y colegas perversos con que se cruza en este trabajo precario. Otro punto alto: las locaciones de la Plaza Miserere, cuyo híbrido racial y laboral da cuenta de esto a través de una puesta acorde compuesta por cámara fija, planos detalle y secuencia donde la actriz se luce en su papel mientras deja traslucir los grises de su oficio, sin empañar la premisa del guión. Esto permite un acercamiento al público y una nueva visión sobre el cuerpo como herramienta de trabajo y, al mismo tiempo, el amor. Alanis marca la diferencia entre mujeres que eligen trabajar de prostitutas y aquellas a las que las obligan. Enfatiza en cómo este trabajo peculiar puede ser encauzado como una vocación, sin mayores pretensiones que inquietar al espectador. Hay una madre que busca sobrevivir y ayudar a su hijo. Este trabajo de madre la aproxima al espectador y migra del universo macro de la mafia a lo micro de la vida del personaje. La película no habla de prostitución, ni es un documental. Es una ficción que relata la vida de una de ellas. Lo que pueda, o no, traer aparejado este mensaje en función a determinas temáticas a las que muchas mujeres son sometidas queda a criterio del espectador. Así como Pablo Neruda afirma “Podrán cortar todas las flores pero no podrán detener la primavera”, Berneri afirma que en primavera no todo es color de rosas. Sin embargo, las rosas existen. Y algunos tallos lastiman.
Ensamble onírico, especímenes sueltos Una Especie de Familia (2017) es el quinto largometraje de Diego Lerman. Su génesis es la mirada opuesta al opus Refugiado (2014), donde aborda la deconstrucción de una familia a través de un viaje y una situación de violencia doméstica. En esta ocasión, combina atípicamente los géneros road movie y thriller moral para mostrar la otra cara de la moneda: la construcción de nuevos lazos familiares a partir de la adopción de un bebé. Entretanto, revela cómo el presente contexto socioeconómico nacional permite el tétrico negocio de compra-venta de niños, cual objeto góndola/supermercado. Este paradigma oscuro es el marco elegido por Lerman para profundizar dos tópicos. Por un lado, el deseo de su protagonista Malena (Barbara Lennie), una médica de 38 años que viaja a Misiones por trabajo y, a su vez, está obsesionada por ser madre. Por otro, el destino de un bebé recién nacido -en una sociedad desigual liderada por el sistema capitalista e irregularidades jurídicas atroces- queda librado al azar en el hospital cuando su madre biológica X (Yanina Ávila), cómplice de la mafia circundante, lo da en adopción. Con este espíritu, Lerman denuncia cómo la mafia juega con la necesidad de una y el deseo de otra; dos realidades que coexisten y se chocan, pero al mismo tiempo las une el dinero. Sin más preámbulos que esta premisa ficcional y narrativa nacen las siguientes preguntas: ¿Qué define una familia? ¿Por qué la justicia no actúa y demora tanto los trámites e interviene la moral? Esta premisa permite que el espectador tenga un espejo del negocio atroz, producto del sistema legislativo argentino, que ve cómo son violadas las leyes que contemplan este acto jurídico en virtud del cual un adulto toma como propio un hijo ajeno con el fin de establecer una relación paterno-filial pero no acciona para arrancar el problema de raíz. Así la trama propone, de manera formidable, profundizar esta temática mediante cameos que recorren locaciones en Misiones, Catamarca y Buenos Aires para registrar el verosímil donde los controles son constantes pero avalan la triste y frágil realidad. A nivel artístico, cabe destacar la escena donde Malena está en una plaza desolada sentada en una hamaca y mira a su alrededor las dos que están a su lado, como esperando que se ocupen por un hijo y una pareja. Este recurso presenta, al mismo tiempo, la doble mirada de una madre: vemos la figura adoptiva en contraposición a la biológica que, sin importar el motivo, las une el bebé. Podría pensarse entonces que tiene una arista de feminismo intrínseca, propia de los largometrajes que anteceden la filmografía de Lerman, ya que la figura paterna es poco desarrollada; está presente pero distante, en esta decisión del devenir familiar, que con el correr de los minutos el espectador entenderá sus motivos y hará su propio juicio de valor sobre la moral del tráfico de bebés. Párrafo aparte para el magistral elenco compuesto actores y no actores. Por un lado, el humorista y presentador de televisión Daniel Aráoz que, atípicamente, encarna el rol de mafioso; el formidable Claudio Tolcachir en la figura del padre, y la actriz española Bárbara Lennie, de gran trayectoria cinematográfica, vista en films como Magical Girl (2014), de Carlos Vermut. Por otro, Yanina Avila que debuta con esta historia empapada de emoción. Sin tomar partido, Una Especie de Familia desnuda una realidad en función a la construcción de una denuncia que atrapa y aterra al espectador. Podría pensarse que, tal como afirmó Lerman, “Es un cierre de la trilogía que incluye La Mirada Invisible (2010) y Refugiado”. Sin dudas, esta historia y mirada ejemplar merece traspasar las pantallas e instalarse como debate social.
Involución, crimen y castigo Tras su debut en el Festival de Venecia, llega a cartelera porteña el largometraje Temporada de Caza (2017), dirigido por Natalia Garagiola. La génesis de su ópera prima aborda la problemática adolescencia que transita Nahuel (Lautaro Bettoni). Tras la muerte de Diana, su madre, el joven es enviado con Ernesto (Germán Palacios), su padre biológico. Nahuel no ve desde hace una década, y el viaje implica trasladarse a la destemplada atmósfera del Sur. La trama centra su eje en el reencuentro entre padre-hijo frente al proceso de duelo. En este sentido resulta lineal y trillada desde el argumento. El guión denota un profundo anclaje a la teoría del psicoanalista Erik Erikson (miembro del emblemático círculo de Freud en Viena) quien sostiene que la influencia social es letal para el desarrollo de la personalidad; esto se refleja cuando Nahuel cambia radicalmente de ámbito y viaja a Chapelco. Allí su forma de vida se remite a la primitiva rutina de Ernesto, que vive en una cabaña en medio de la montaña y se dedica a cazar ciervos para alimentar a su familia compuesta por cinco hijos y sustentar así su economía mediante la compra-venta de estos animales. En este contexto, se establece un híbrido irracional entre un padre que intenta acercarse a un hijo que pide a gritos ayuda a través del brutal oficio donde el hombre intenta dominar el reino animal: la caza. Esta violencia también está presente simbólicamente tanto en las escenas donde prima el silencio de Nahuel-producto del duelo y distanciamiento con su padre-y cómo éste se va resignificando cuando Ernesto, agotado por los excesivos desplantes, lo enfrenta. Lo intenta encauzar en un contexto hostil; allí intenta sociabilizar, pero a contramano del refugio buscado se ve envuelto en una vorágine plagada de adolescentes que practican snowboard, rapean y se alcoholizan para olvidar el entorno infernal familiar que los rodea y el ámbito despoblado de una provincia a la que Garagiola delinea con animales mutilados, sufrimiento y agonía. Estos detalles reflejan su mirada femenina, implícita por excelencia en la escena donde Bautista visita a Nahuel y él lo presenta ante sus nuevos amigos con dos palabras fuertes: “Mi papá”. A través de estos elementos se busca encandilar al espectador frente a la violencia que, desde el trailer, título y stanley anticipan el choque onírico. A nivel artístico, tampoco se observan grandes despliegues más que la música a cargo de Juan Tobal que acompaña el relato a la perfección. La fotografía del sur nevado de Fernando Lockett y la puesta de cámara de Garagiola por momentos rememoran la reciente película Nieve Negra (2016), protagonizada por Ricardo Darin y Leonardo Sbaraglia. Sin embargo, como el Yin-Yang, se destacan las actuaciones de Germán Palacios, Boy Olmi y el pequeño actor argentino Lautaro Bettoni que debuta con un protagónico impecable. Temporada de Caza es fiel reflejo de la incesante violencia en la civilización. Un drama que busca conmover mediante personajes que viajan introspectivamente hacia el encuentro con lo más profundo de sus emociones. Sin embargo, el contrasentido que se busca en las locaciones seleccionadas produce un batifondo descomunal que la directora no termina de encauzar. Estamos, literalmente, frente a un relato de iniciación empapado de drama y redención.
¿Todo tiempo pasado fue mejor? Esta incógnita atraviesa Un hombre llamado Ove, la película sueca basada en la adaptación de la novela de Fredrik Backman y dirigida por Hannes Holm (Los Andersson; Road Movie). Fiel a su cine nórdico la premisa responde a una trama nihilista que instaura el tabú del rencor al otro y pivotea entre el género drama, comedia dramática, que en términos cinéfilos resumimos en dramedia. A grandes rasgos, la génesis retrata la vida de un hombre de la tercera edad amargado con su vida y resentido con el mundo capitalista que lo rodea hasta que conoce una vecina más joven que busca contagiarle sus ganas de vivir… ¿Será capaz de cambiar su perspectiva? Sobre esta premisa pivotea las dos horas en curso de la trama, quizás algo previsible para el público pero peculiarmente genuina y noble, tuvo doble nominación en los Premios Oscar: Mejor Film extranjero y a Mejor Maquillaje, no ganó ninguno. El guión es lineal y poético, su narración unánime se limita al desarrollo del personaje central Ove (Rolf Lassgård), un hombre de 59 años que enviudó y vive solo en el departamento que construyó, a puro pulmón y esfuerzo de trabajo, junto al amor de su vida (Sonja) en un barrio cerrado. Allí transcurre gran parte del relato: puertas adentro Ove pasa sus días rememorando -flashbacks mediante- sus momentos más felices; mientras puertas afuera despotrica contra sus vecinos su superyo al verlos corromper las leyes que él estableció cuando era presidente de la asociación de vecinos; tales como por ejemplo: no tirar colillas de cigarrillos en el césped, ni dejar que sus mascotas hicieran sus necesidades allí. Este prisma describe un hombre onírico, cuyos valores están en peligro de extinción. En efecto, la primer escena inscribe su visión de la sociedad capitalista: el día que pierde el empleo al que dedicó 43 años de su vida (los ferrocarriles) unos jóvenes con MBA bajo la manga le informan “desde hoy su función en la empresa terminó, ya no necesitamos sus servicios pero tenemos un regalo de despedida: ¡ésta bonita pala!”; en este marco laboral Ove, indignado, se retira de inmediato mientras murmura “¿Sólo esto por 43 años de servicio leal? ¡Ya no saben lo que eso significa!”; y corre, desesperado, a comprar un ramo de rosas para visitar a Sonja en el cementerio y contarle, fiel a su rutina de antaño, lo sucedido. Frente a este espiral, priman otros valores, Ove es jubilado y pierde la poca fe que le quedaba; intenta quitarse la vida reiteradas veces. Esto dota el relato de misantropía y golpes bajos que conducen al espectador al contexto dramático buscado. Sin embargo, ocurren improvistos que impiden este desenlace. De modo tal, que su tristeza se transforma en ira y su constante critica en fuerza para sobrevivir. Estamos frente a una tragicomedia que pasa del humor negro al melodrama; y poco a poco converge en el segundo. El ritmo del relato tiene la emoción como único norte. La artística acompaña su impronta, mediante diálogos que establecen el híbrido entre comedia y drama cuando Ove conoce a Parvaneh (Bahar Pars, la actriz sueca), la nueva vecina inmigrante que se mudó en pleno embarazo junto a su familia. Mediante esta figura femenina y los recurrentes flashbacks acompañados por música risueña (a cargo de Gaute Storaas) Hannes muestra -cual efecto renacer- cómo una inesperada amistad construye una lección de vida para ambos y entretiene al espectador que comprende los recurrentes motivos del enojo; producto de terribles episodios traumáticos que vivió su familia al fallecer. Frente a estos, Parvaneh enfatiza que su perspectiva debe cambiar y luego lo hará su entorno, resumiendo en una hermosa frase: “la reviviscencia de la herida pasada es más fuerte que cualquier voluntad por olvidarla“, así circunscriben la muerte como el fin de la vida física pero no espiritual. En efecto, cabe destacar la fotografía, la artística, las locaciones y hasta elementos que permiten permear estas dimensiones: avanzan los minutos y un gato blanco se apodera de las escenas; causalmente tiene el mismo color de ojos que Sonja y podríamos percibir que es ella quien acompaña y cuida a Ove, sigilosamente. Un hombre llamado Ove rememora la comedia de Shakespeare: su humor roza la tragedia. Está empapada de doble mensajes frente al consumo; la vida; la muerte; el amor; el odio; la sociedad… y deja un mensaje positivo: Deconstruir el falso mito “todo pasado fue mejor” en haras de adaptarse al aquí y ahora; techné presente; y considerar que en la materia los seres se prolongan… Quizás este tinte filosófico esté anclado a los 54 años que tiene Hannes Holm; a modo conclusiones de sus andanzas y futura proyección. No obstante, ojalá pronto retome el carril de su filmografía antecesora con otros tópicos que lo alejen de rozar el cliché.