Cemento: La huella de la Democracia ¡Mejor hablar de ciertas cosas! Cemento: El Documental (2017), de Lisandro Carcavallo, imprime la génesis y mística que encerraban las paredes de Cemento, aquel lugar emblemático que marcó un antes y un después en la cultura argentina. Desde su inicio el 28 de junio de 1985 hasta su cierre, luego de la tragedia de Cromañon el 30 de diciembre de 2004, significó vivir en democracia. Su surgimiento fomentó la apertura de centros culturales. Hoy Cemento es un estacionamiento de autos. Al hecho los músicos lo definen como el primer crimen de esta era y el entierro de la contracultura urbana, del under. Pero, ¿qué era cemento?, ¿Cómo nació y porqué se convirtió en leyenda? ¿Qué implicaba pasar por su escenario? ¿Qué encerraba esa estructura neutra de materiales oscuros? Estas son algunas de las incógnitas que responde eficazmente el eje narrativo de Carcavallo. Con ese objetivo surge este compilado de material de archivo y valiosos testimonios que permiten al espectador -al igual que el libro del autor Nicolás Igarzábal, Cemento, el semillero del rock– conocer el detrás de escena del sitio que rompió tabúes. Los primeros minutos sitúan al público en el espacio-tiempo de los ’80, cuando Cemento abrió sus puertas en la calle Estados Unidos 1234-38., gracias a Katja Alemann y Omar Chabán, que concretaron su sueño de crear el puente entre la expresión vanguardista artística, teatral y el espectador. A través de imágenes de archivo y testimonios se observa como comenzaba un mundo diferente: el de la expresión creativa en todas sus formas y colores. Este universo, impensado en la Dictadura Militar, emergió en un bloque de cemento que Mario Pergolini definió como libertad. No había glamour ni confort. Ahí cruzabas la puerta y entrabas en otro planeta, el Planeta Cemento. Su pilar ante la falta de recursos era la colectividad artística y su estandarte la experimentación. Gracias a Cemento nació el espíritu del rock nacional, sus vertientes ideológicas y su público en los ’80 y ‘90. Inscribió a Argentina como el tercer país, luego de Estados Unidos e Inglaterra, en generar culto del rock. Allí germinaron dos generaciones de bandas que, pese a las intenciones iniciales de Chabán –su inclinación era hacia el teatro, que mutó con el correr del tiempo hacia la música-, entendieron cómo transmitir desde el escenario el sentido de pertenencia, libertad y convivencia entre culturas diversas: Sumo, Divididos, Almafuerte y Hermética son algunas de ellas. Ricardo Mollo asegura que “ahí no importaba el sonido, sino estar todos juntos”. En esta usina cultural primaba el lema menos es más. Las bandas trabajaban colectivamente para que con tan sólo luz eléctrica emerja un bien escaso: la mística. Y así fue el motor de Cemento, y su base, la honestidad. Los jóvenes tenían la necesidad de entrar para ver qué pasaba adentro, de conocer canciones y obras diferentes que abran sus cabezas a un pensamiento alternativo. Al unísono, allí encontraban refugio y contención de la policía que aún reprimía al que deambulaba en las calles tarde por la noche. Lo llamaron refugio, hogar… el templo del rock; la fiesta de la inclusión. Nadie quería quedarse afuera. Los adolescentes hacían fila durante largas horas para sacar ticket, entrar y vincularse emocionalmente mediante ese escenario que tanto arriba como abajo los hacía partícipes de la libertad. Sus paredes transpiraban igualdad cultural, por eso esperaban eufóricos que salga uno para ocupar su lugar. Su estructura: dos espacios estratégicos. Uno para vibrar al ritmo de la música, otro para escucharla de fondo, hablar, conocerse, encontrarse. Ricardo Iorio sostiene que “siempre hay descontroles cuando el pobre se divierte”. Cemento: El Documental se inscribe como patrimonio cultural de aquellas maravillas que cobraron vida. Esta retrospectiva, que cuenta con la participación de Indio Solari, La Renga, Miranda, Fernando Noy, La Vela Puerca y Bobby Flores, entre otros, permite al espectador entender cómo este pandemonio rompió el molde del mapa político efervescente de los ‘70 y porqué “hoy el público se divide entre el que estuvo y el que no estuvo.”, aseguran. Al respecto, Omar Chaban alegaba que “El rock nace de la honestidad de Cemento. Hasta entonces, todos se quejaban de ser estafados”; Edu Schmidt (ex cantante de Árbol) cuenta: “A Cemento primero lo vivías como espectador, habían códigos. Luego todo músico lo pensaba ese delirio místico como un sueño a cumplir. Fue cuna del culto punk, heavy y trash. Antes habían instancias, sacrificio. Hacer un show implicaba llevar gente. Hoy los festivales son sponsoreados y ponen en duda si los productores sienten, o no, esa pasión rockera”. Marcelo Corvalán (cantante de Carajo) sostiene que “Cemento hoy sea un estacionamiento es la peor degradación intelectual que hemos vivido en los últimos años. Aquello alternativo de la cultura paso a burócratas como un castigo. No existís más y si la gente se olvida, mejor”. En buena hora llegó este documental para resguardar y mantener activa la memoria.
Empoderamiento femenino Estamos frente al tercer largometraje de los realizadores Jonathan Dayton y Valerie Faris, el matrimonio que tras dirigir la comedia romántica Ruby: La Chica de Mis sueños (Ruby, 2012), que pasó sin pena ni gloria, retoma la potencia de su primer largometraje, Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006) y vuelve al ruedo con uno de sus protagonistas: Steve Carell. La Batalla de los Sexos (Battle of the Sexes) se aleja del romance y, como indica el título, relata el hecho histórico deportivo y político: el emblemático partido de tenis que tuvo lugar el 20 de septiembre de 1973 y que significó el inicio del empoderamiento de la mujer en la profesión. Esa tarde, en Houston, se enfrentaron a duelo el campeón de Wimbledon de 55 años Bobby Riggs (Carell), ya retirado, y la joven campeona de tenis (29) Billie Jean King (Emma Stone). Riggs sostenía que el partido determinaría en la cancha quién marcaría territorio: hombre o mujer. Este hecho despertó polémica en una época donde la United States Lawn Tennis Association y su representante, Jack Kramer (Bill Pullman), bajo el espíritu machista y misógino apostador, sostenía el discurso de Riggs y ofrecía en los torneos premios monetarios ocho veces inferiores a la mujer respecto al hombre. El hecho causó revuelo en lo seguidores del tenis, batió récord de audiencia televisiva y convocó más de 50 millones de espectadores. A 41 años del emblemático episodio surge este biopic para rememorar la leyenda del tenis que hoy sigue batallando por la equidad de los derechos de la mujer. El guión, a cargo de Simon Beaufoy -ganador del Oscar por Slumdog Millionaire : ¿Quién Quiere ser Millonario (Slumdog Millionaire, 2008)- retrata mediante una suerte de documental-ensayo-ficción, el marco de la batalla deportiva y las aristas políticas detrás de ese universo: sponsors, apuestas, presión mediática y vida íntima de las figuras. Este último contrapunto es el más flojo de la trama ya que la doble vida que lleva King con su peluquera de Los Ángeles Marilyn (Andrea Riseborough) puso en ridículo al marido Larry (Austin Stowel) mientras éste la acompañaba fervientemente en su oficio. Aquí la premisa pierde fuerza pese a la impecable performance del elenco protagónico encabezado por Carell en la piel de la celebridad mediática Riggs como vocero de la masculinidad y Emma Stone -ganadora del Oscar por su actuación en La La Land (2016)– como estandarte del empoderamiento femenino y tenacidad de la activista King que sentó las bases de la Asociación de Tenis Femenino (WTA), entidad que actualmente organiza el tenis profesional femenino mediante la paga de un salario equitativo. La actriz magistralmente desarrolla el arco dramático, pero las excesivas escenas lésbicas conllevan que el eje pierda impronta y sentido. La corajuda propuesta es interesante como retrospectiva al mandato del país que gobierna Donald Trump, sus ideales, y la ola de escándalos sexuales que sacude Hollywood y omite que los rivales terminaron siendo amigos en la vida real. La Batalla de los Sexos apela como crónica, ni más ni menos. Es subjetiva. Pondera por una sociedad bajo leitmotiv de igualdad, pero no ajusta el lente del estigma. Se limita a ahondar la batalla de los sexos sin el punto de equilibrio que implicó el hito. Contrapone lo individualista del deporte, el hombre como patriarcado machista a desterrar bajo la figura de Riggs que se autodefine como “el último chauvinista” a la solidaridad, compañerismo y templanza de King, pese a que ambos fallan en lo sentimental. Los gags tragicómicos semióticamente realzan un patetismo de la mujer cuando se centra en romance prohibido homosexual y denigra al marido. Propone igualdad de derechos cívicos pero anula al respeto hacia él y su rival. Así revela dos caras de una misma moneda: la humanidad y egocentrismo sin aparente solución. No obstante, la química que logran Stone y Carrell desde la primera escena rememora su primera película juntos, Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid, Love, 2011) y entretienen junto al resto del elenco: Bill Pullman, Elisabeth Shue, Sarah Silverman y Jessica McNamee en la piel de la campeona australiana Margaret Court, a quien Riggs vence en court y define como “fácil triunfo sobre la maternidad y la liberación femenina”. Otro buen punto es la banda sonora y la fotografía que acompañan la performance a cargo de Nicholas Britell y Linus Sandgren, respectivamente. Las locaciones, el vestuario de época, la elección de planos y contraplanos intervenidos con material de archivo y canciones que levantan son idóneos.
A un año de su estreno en el Festival de Cine de Locarno, Suiza, la ópera prima israelí de la directora y actriz Hadas Ben Aroya sigue en cartelera. El largometraje ganador del Astor de Oro a Mejor Película en la 31ª edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata es una historia lineal, sin mayores pretensiones que acercar al espectador vida de una joven de 25 años, Joy, oriunda de Israel que sufre un desamor. La trama es espejo de la psiquis de una generación narcisista donde prima la soltería, el sexo, las drogas y el rock & roll en detrimento al compromiso sentimental y la plena entrega hacia el amor. Joy transita un intento de superación personal para dejar atrás el pasado y superar la separación de su ex con quien convivía y pone en tela de juicio la moral. Se enfatiza el lapso de soltería y frenesí hasta el hartazgo y, como consecuencia –cual garrapata-, intenta una y otra vez ligarse a su ex porque entiende que no puede estar sola. De este modo, a buena hora, se propone en 80 minutos una reflexión y enseñanza de vida al público frente a los mitos del amor y fetiches sexuales. El guión es arbitrario y monótono. Posiciona a la mujer en un rol que es la antítesis de la imagen moderna e independiente por la que lucha América Latina. Sin embargo, el mensaje es potente: la liga a un pasado nefasto e involución personal que denota la subjetividad alarmante de Hadas Ben Aroya frente a su actual contexto. Resulta interesante que la directora, ganadora de Mejor Cortometraje en el Shanghai Film Festival con su primer trabajo, Sex Doll (2013), incursione en el rol protagónico y sea vocera de sus emociones. Los diálogos entre los personajes ponderan para enfatizar que el hombre no está a la altura intelectual ni sexual de la mujer. En efecto, su compañero de elenco Yonatan Bar-Or a quien intenta seducir a toda costa mientras descubre la frivolidad del hombre ante el amor deja al desnudo tabúes pocos convincentes para la época vigente. La fantasía de encontrar el equilibrio adolescente rememora la comedia romántica de Gary Winik: Si tuviera 30 (13 going on 30, 2004) protagonizada por Jennifer Garner, Mark Ruffalo y Judy Greer, que a su vez se inspiró en Big (Quisiera ser grande, 1998) de Penny Marshall protagonizada por Tom Hanks. No obstante, encuentra vuelo propio cuando Joy elige un mal camino y queda envuelta en un universo utópico del cual intenta salir con éxito… ¿Logrará superar esta sensación? Personas que no soy yo (People That Are Not Me, 2016) propone una revisión ética como motor del accionar humano. Es espejo de una sociedad plagada de complejidades y situaciones no resueltas donde la puesta en escena eficiente es el contrapunto de las situaciones tragicómicas adolescentes y gags que forman el arco actoral. Aquí, al igual que la vida misma, la banda sonora a cargo de Yuval Shenhar y la excelente fotografía de Meidan Arama dan ritmo al metraje y elenco que intenta incesantemente nadar en un mar de inseguridades y salir a flote.
Aquí y ahora: semillero de guerra El futuro llegó y Los Últimos (2017) de Nicolás Puenzo lo ratifica. La trama desde la primera escena trasluce el clima apocalíptico y tóxico de la guerra por el agua. El mensaje es unilateral: denuncia los daños colaterales, producto de la ambición industrial y la desinformación. Aquí los refugiados son el portavoz de la cruda realidad y su supervivencia el conflicto que nutre la premisa. Este disparador pone en alerta al espectador y a través del marco de una road movie existencial, visceral, refleja el caos de la ilógica geopolítica vigente que desde el año 2010. La misma que a raíz del abuso tecnológico y manipulación a conciencia del propio hombre con drones va en detrimento del desarrollo sustentable de la humanidad. Puenzo subraya desde esta road movie anclada en lo sensorial, no pictórico, quién es el único responsable de la catástrofe universal y cómo el abuso de poder no tiene limites. Aquí el público queda a merced de ser testigo de un presente aterrador operado por hombres alineados y maquinarias en menoscabo al raciocinio. La película deja en evidencia la urgencia de pasar de ser testigo a tomar las riendas del asunto, generar conciencia y proteger hoy los recursos naturales para frenar la escasez. ¿Estamos a tiempo de honrar la Pachamama? Puenzo, cámara en mano, viaja junto al formidable elenco protagónico durante cinco semanas a Bolivia, Chile y la Cordillera Argentina para registrar en esta ficción la respuesta que los medios no dan. Así, la ficción por momentos se impregna del espíritu documental-ensayo; rememora que en 2016 se declaró la guerra por el agua en Bolivia y subyace lo bello a lo tóxico. El guión pivotea entre el género de ciencia ficción, realismo, thriller, bélico y western embebido en un montaje cuya estética gris, polvorienta, rememora la película Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, y roza la psicología conductista de Harold Laswell y su teoría de la aguja hipodérmica. Los Últimos se centra en el espacio-tiempo presente donde prima la vida por sobre la muerte en un territorio devastado por la ambición de una corporación minera. El triplico de sus personajes forja un híbrido entre culturas: dos refugiados (Peter Lanzani y Juana Burga) a la espera de un bebé y un fotoperiodista (Germán Palacios) que manipula las fotos para el funcionamiento de los MMC. En este sentido, es interesante como la Guerra por el Agua tiene la esperanza en el niño como símbolo de unión, movimiento, lucha y devenir de un futuro próximo. Entretanto, en este camino cíclico la dupla Lanzani-Burga se encontrará con la ayuda de una médica (Natalia Oreiro) que los auxiliará para lidiar con la situación emergente y guiará a contramano del maquiavélico plan impulsado por el contratista minero (Alejandro Awada) y su socio (Luis Machin). Los minutos avanzan y la idea de Los Últimos cobra fuerza mediante aristas sonoras y elementos llave que pintan un cuadro lejano a la lógica del western americano pese al avance al ritmo de la frase “la serpiente que se muerde la cola” como retórica y pulso del film. Este método cautivante despierta y alerta al público: lo transforma en aliado bajo el anhelo del encauce próspero y digno. Aquí la sonoridad de las voces que replican en el idioma nativo parlante de la pareja-ATP-“ayuda”; es clave y causal. La fuerza del ensamble de vocablos entre el quichua y aimara es la resistencia que traspasa la pantalla. Párrafo aparte para la dirección de arte y fotografía a cargo de Marcelo Chaves, Matías Martinez y Nicolás Puenzo; respectivamente. El límite pictórico genera credibilidad y la utilería donde prima el litio, cobre, EL plomo, la bazooka retratan este cuadro tóxico entre planos y contraplanos donde prevalece la economía menos es más. La luminosidad solar juega con la posición del astro, las tomas del triplico actoral y el significado de los colores. La naturaleza oscila entre el azul y amarillo en referencia a la pureza y se entremezcla; al verde, negro, rojo de la ciudad tóxica. Estos cortes alegóricos realzan el peso entre lo real y lo pictórico. En efecto, las escenas de exteriores únicamente tuvieron el retoque del color. Cabe destacar que la estética también se sirve de lo corpóreo: la belleza innata del elenco se ensucia sin piedad, ejemplo de ello es como el actor Pater Lanzani se luce en su rol y asumió el desafío personal de bajar 10 kilos para interpretar su personaje y superó con creces a Christian Bale. Los Últimos logra su objetivo: funciona como semillero de investigación. “Los últimos serán los primeros” dice la trillada frase y en horabuena llega la ópera prima de Nicolás Puenzo que propone generar conciencia a la masa. Ojalá esta aguja hipodérmica fiel a la psicologìa conductista de Harold Lasswell surta efecto en detrimento al mensaje subliminal que propician los medios de comunicación manipulando información para dominar la Pachamama. Indudablemente esta apuesta no pasa desapercibida. El espectador saldrá inquieto de la sala y talvez dispuesto a buscar información sobre el presente aterrador de los recursos naturales, su escasez y rol de las corporaciones frente a la problemática.
En el mundo del revés… ¿Quién domestica a quién? Este arco retórico, dramático, atraviesa la presente propuesta indie de carácter expresionista y terror psicológico dirigida por Eduardo Pinto. El guión conlleva el espíritu de vanguardia y cine independiente; Corralón retoma el género del thriller Caño dorado (2009) y pivotea con el eje narrativo de la supervivencia del hombre en un contexto de profunda crisis existencial. La trama se subordina a contar qué sucede en la periferia del Gran Buenos Aires, más precisamente en Moreno. Desde esta locación oscura retrata a través de la estética en blanco y negro un plano simbólico tenue; materialista; difuso; entre el bien y el mal… donde la abundancia y la escasez penden de un hilo y lo emergente se contrapone al mundo de etiquetas y el Glam. La narración se centra en dos amigos que trabajan en el corralón (Luciano Cáceres y Pablo Pinto) y atraviesan el crudo invierno trasladando materiales para la construcción hacia los barrios cerrados; ardua rutina que los mantiene encerrados durante horas en el camión. Entretanto, la trama acompaña con planos y contraplanos del Oeste permitiendo que el espectador interactúe con dos universos opuestos y sienta el choque entre lo sombrío, cerrado y acartonado de un barrio con el que está en construcción. Al unísono, drone mediante, enfatiza la grieta social; cuestiona desde la periferia las diferencias ideológicas que subsisten en este espacio-tiempo antagónico; asemeja el comportamiento del individuo al animal canino y refleja la sociedad bajo la figura de perros rabiosos versus amigos fieles donde todos se someten al abuso de poder de un amo justificando su accionar por el mero instinto que los alinea, desde la época colonial. Aflora la desigualdad de clases. Se observa cómo el peso que cargan sobre sus hombros afecta sus vidas cuando un buen día, tras una borrachera, estacionan mal el camión y pisan la huerta de la dueña del terreno (Brenda Gandini) que sale gritando “¡Oh! Mi plantita, mi plantita…” mientras su marido (Joaquín Berthold) los humilla verbalmente hasta el hartazgo. Los insulta. Esto converge en catarsis y el género muta de un costumbrismo machista liviano a thriller psicológico. Aparece la venganza y lo salvaje como protagonista en una sociedad gótica donde la propiedad privada de un objeto define al individuo: ¿Hasta dónde es capaz el ser humano de llevar al extremo la violencia en un contexto de albedrío? Este interrogante acompaña el relato de principio a fin y la historia propone un debate social. Párrafo aparte para las escenas enmarcadas en un blanco y negro costumbrista que toma vuelo con la música a cargo de Axel Krygier, creador del tema “Doggy Style” y acompaña la trama al pulso de un elenco de lujo al que se suman en papeles secundarios Carlos Portaluppi y Nai Awada. Este verosímil permite pensar las alteraciones y álter egos; se entremezcla el sonido propio del reino animal (los aullidos) con los del lugar y lo lumínico como tela de fondo mediante flashes hitchcockeanos. El público conecta eficazmente con los personajes y esta energía descomunal abre el juego al espectador para que espíe sin prejuzgar las categorías impuestas por el mito de ‘divide y reinarás’, ‘civilización y barbarie’. Corralón (2017) es una apuesta eficaz para utilizar el cine como herramienta de diálogo y mantener en alerta al público frente a un estado de políticas ausentes. Habla de sometimiento, esclavitud; educación y re-educación en un marco de división de clases; modismos y aislamiento. Sirve como material de construcción social. Fomenta la creación de un puente para cruzar de un lado al otro sin barreras ni categorías que separen al hombre en base/estructura. Apela a superarse, salir del encierro y honrar los derechos sin perder el respeto por el otro… Subraya la necesidad de evitar tener que tomar partido para lograr salir airoso del espiral tóxico. Cabe destacar que esta producción independiente no contó con apoyo del INCAA, fue furor en BAFICI y se realizó a pulmón por la productora de los hermanos Pinto, Omar Aguilera y Cáceres, Eusebia en la higuera. Es fiel al arte transgresor que se vive en esas paredes. Ojalá el público apueste al cine local, la reciba de este modo y llene las salas comerciales.
Recuerdos del pasado Es un hecho: la toma de colegios en el país no cesa. Por el contrario, año tras año supera con creces su extensión. En este marco, se centra la dupla de documentalistas Ernesto Ardito y Virna Molina, hoy referentes del género, para reflejar desde su primer largometraje de ficción, Sinfonía para Ana (2017), la urgencia del tópico e instalarlo definitivamente como prioridad en la agenda de políticas públicas y debate social. No es la primera vez que trabajan este tema: en 2003 estrenaron su primer documental, Raymundo (2003), sobre el director Raimundo Gleyzer, desaparecido por la dictadura militar. Este puntapié marcó el pulso de la filmografía en la que se destacan el ensayo documental de Ardito Nazión (2011), acerca del fascismo en Argentina; luego la miniserie documental El Futuro es Nuestro (2014) sobre alumnos desaparecidos del Colegio Nacional de Buenos Aires, y la serie televisiva Memoria Iluminada (2008) como biopic de Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, María Elena Walsh y Paco Urondo. En esta ocasión, centran el eje del relato para explicar la génesis del conflicto de las tomas desde la reconstrucción del espíritu de los ’70: adaptan la novela testimonial de Gaby Meik en la que la autora rinde homenaje a su mejor amiga del colegio, secuestrada a los 15 años. Desde este arco, construyen un híbrido de un fragmento de militancia estudiantil en alerta frente a la destitución de Raúl Aragón, rector del emblemático colegio, que dedicó su vida a defender sus derechos y el de sus compañeros como integrante de la Asamblea para los Derechos Humanos (APDH) y la Conadep mientras la represión ilegal tomaba cuerpo. Al unísono, se sirven de la pasión adolescente para abordarla desde dos ejes: por un lado, el compromiso político e intelectual, y por otro, el amor y amistad. La premisa se centra en combatir la censura de la dictadura militar que devino en una ola de desaparecidos, exiliados, dejando como legado en el colegio el espacio estudiantil con más víctimas. El guión conlleva este espíritu de vanguardia desde la primera escena. La trama se sostiene desde la ficción y combina escenas filmadas en digital con imágenes en súper 8mm para remarcar la textura de época. Este modo de decir, combinado con elementos simbólicos como el escenario politizado del Colegio Nacional de Buenos Aires donde se respiraba ideales como contracultura y bandas emblemáticas como Almendra y Sui Generis dieron sus primeros recitales. Así, la puesta en escena sustituyen el material de archivo a través de discos, posters, radio grabadores, la marcha peronista y un perfecto juego de luces que remiten flashbacks y recuerdos borrosos del pasado. Esto permite que el imaginario colectivo del público conecte con este universo nostálgico durante 119 minutos. Otro plus de este film es el elenco protagonista, un híbrido entre un semillero de potenciales talentos y los reconocidos actores de teatro y cine Rodrigo Noya, Rafael Federman, entre otros, que encabezan la organización estudiantil Unión de Estudiantes Secundarios (UES), conformada por activistas de entre 13 y 19 años que discuten el detrás de escena mediático en las asambleas escolares mientras germinaba aquel 1976 cuando, tras el Golpe de Estado, el colegio se transformó en trampa mortal y sus alumnos, para salvar sus vidas, debieron inventar códigos propios y apodos para organizarse y marchar a Plaza de Mayo. El resultado, a sabiendas, culminó en 108 alumnos y ex alumnos desaparecidos, mientras otros migraron del emblemático colegio, fundado por jesuitas, hacia otras escuelas y otros partieron al exilio. Sinfonía para Ana sirve como puente para la memoria. Reconstruye el relato de una adolescente de 15 años, cuya juventud, mejor amiga (Isa) y primer amor (Lito) quedaron atrapados en los años `70 junto a su militancia en el Nacional; este pulso subraya como mensaje clave cómo su corazón queda atrapado entre dos pasiones mientras la dictadura militar avanza y oscurece su mundo con muerte, soledad, terror. Así ella deberá luchar por conservar su vida sin renunciar lo que más ama en pos de convertir realidad sus ideales. ¿Logrará la dupla Molina-Ardito reivindicar el espíritu y agite de banderas partidarias? La respuesta la tendrá el público. Probablemente las nuevas generaciones lo reciban como una luz de esperanza para entender el presente y quienes hayan vivido en carne propia este capítulo un recuerdo del pasado necesario.
La magia existe En pleno siglo XXI, donde prima la tecnología como instrumento de interacción y creación de vínculos humanos resulta crucial la llegada del presente largometraje de animación Anida y el Circo Flotante (2017), dirigido por Liliana Romero en codirección con Norman Ruiz, para que las nuevas generaciones sepan que hubo un pasado previo a la telefonía inalámbrica. Esta génesis tiene por objetivo el renacer de un formato de cuentos infantiles clásicos cuya premisa se basa en la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Desde este leitmotiv, la autora logra desconectar al público durante 76 minutos de la techné y conectarlo en el espacio-tiempo de la sala, traspolándolo a una historia de amor donde la magia cobra vida y emerge un pasado que pide a gritos ser resuelto. La trama, lejos de ser una historia liviana, atraviesa un arco de conflictos ideológicos y existenciales, tales como la búsqueda de la identidad, la memoria, la justicia y la libertad, enmarcada en el encierro de los escenarios circenses de los años 20. Gracias a Romero, este tema universal hoy también es propio de nuestro cine. Bajo este espíritu de panóptico y aventura, el circo flotante es el gran elemento simbólico del largometraje. Su propuesta estética es el melodrama y el guión estilísticamente presenta conceptos propios de la corriente marxista: capitalismo, base, estructura y superestructura en territorios aislados, flotantes; en este marco, sus personajes deberán rearmar el rompecabezas y acomodar las piezas del colorido collage interpretativo para alinear culturas y modos de accionar. Así, Romero va por más: en lugar de imponer un legado chamánico a la madre naturaleza, ella misma delinea, a través de coloridos ríos y mares de antaño -violetas y en constante movimiento-, cómo una joven artista, Anida, que trabaja en el circo gracias a su don de predecir el futuro en las cartas y las líneas de las manos de las personas, es prisionera de la dueña del circo, Madame Justine, que la condenó a cargar con el terrible hechizo de no poder ver ni recordar su propio pasado. Así, Anida acompañada por su único amigo, un sapo llamado Vicente, deberá enfrentar sus miedos para alcanzar su sueño de libertad. Es un hecho: cambian los tiempos, y con ellos, los formatos literarios. Sin embargo, las preguntas que formula Romero en la piel de Anida (“¿Qué habrá en tierra firme? ¿Qué nos espera, allá, del otro lado?”), remiten por momentos al film Monsieur Chocolat (Chocolat, 2016), de Roschdy Zem, quien también desde el cine transmitía su ideología política en detrimento a los avances socioculturales y encontraba en el elemento del circo la manera de replicar y reducir a ese universo del entretenimiento no sólo un sinfín de esfuerzos (el montaje, el traslados en carretas, los trenes, el staff, los animales) sino también cómo los artistas padecen un híbrido entre magia y ensueño, risas y lágrimas, como es el caso del legendario Charles Chaplin. En efecto, estos dos films se unifican en el detrás de escena dramático y la desesperada búsqueda de hacer reír al público; agradar al otro que está ahí presente viéndolos actuar en un territorio anacrónico, donde la presencia del registro vocal y musical son su refugio. A las claras, se ve cómo todos estos personajes comparten -al menos, un musical- donde bailan al son de sus ritmos de danzas originarias. Por supuesto Anida se luce cuando representa a la Argentina mediante el tango y bolero, a cargo de Scatmusic. Párrafo aparte para la artística y diseño de personajes que, por excelencia, se lucen mediante la estética. Indudablemente, la puesta conlleva matices propios de la formación de Romero como licenciada en Artes Plásticas por la Universidad de La Plata y Directora Artística de Toma Virtual ya vistos en su filmografía: El Color de los Sentidos (2005) y luego Cuentos de la Selva (2009). Sin embargo, Anida encuentra vuela propio la técnica de animación 2D Cut Out (pintar fondos y trajes a mano con técnicas de acuarelas y acrílicos para luego aplicar las texturas a la animación digital). Hay huellas de Miró, del arte de tapa del emblemático Sargent. Pepper de los Beatles -cuyo cover del cut out deviene de la efigie de Shirley Temple-, y también elipsis que en un abrir y cerrar de ojos, literalmente, sumergen al mundo psicodélico sostenido a partir de diálogos como entretejido de una trama eficaz. Anida y el Circo Flotante es una esperanza para el futuro de las animaciones digitales. Este juego artístico y onírico propone amarrar desde lo lúdico el pasado de recorte por sustitución a un futuro que implica riesgo, aventura, y donde el cine es la herramienta capaz de reflejar el alma de un pueblo y proyectar un despertar colectivo, transformando a su público en animado, en detrimento al zombie inmerso en una repetición plano-secuencia vista hasta el hartazgo. Al unísono, invita e inquieta a conocer nuestro origen y aprender a soltar sin perder la capacidad de convertirnos, por unos minutos, en hechiceros; soñadores y protagonistas de un mundo mejor utilizando la tecnología como estrategia aliada.
El presente largometraje del director Marcelo Mangone llega en un momento donde la temática resulta trillada en las propuestas vigentes de la cartelera nacional que abarcan la última etapa de la vida de las personas. La trama responde fielmente al título: encarna la vida de una mujer de avanzada edad con espíritu emprendedor que decide cambiar su rutina y, en consecuencia, pone su destino al azar trabajando de enfermera en una nueva localidad. Allí, el director del hospital le ofrece hospedarse en la casa de un ermitaño ser, viudo, que padece ceguera y trabaja como conserje en un albergue transitorio, en consecuencia, es esquivo con todo ser que camina por la tierra e intenta acercarse a él, incluyendo a su propia hija con quien se reencuentra por la enfermedad de su nieto. En este marco, la trama se tiñe de drama y recurrentes golpes bajos mientras pivotea con idas y vueltas entre estos dos personajes con capacidades diferentes que se redescubren en cada instante que comparten juntos. Curiosamente, Mangone mimetiza a Felisa con el icónico perro lazarillo sometido a los maltratos del dueño del hogar durante su estadía y le añade la arista de esclavitud intrínseca en un juego de intercambio de intereses cuyo alojamiento allí dependerá de que mantenga en orden la casa. Este modo de ver no exige grandes desafíos al espectador más que el deseo de ver un avance en el correr de los 100 minutos del largometraje que difiera al desenlace que el título vaticina semióticamente. Sin embargo, desde el correr de la primer escena la trama no denota mayores preámbulos que el accionar de la dupla protagónica de lujo que le da vida a estos personajes: Amado (Hugo Arana) y Felisa (Beatriz Spelzini) puestos al servicio del leitmotiv “Lo esencial es invisible a los ojos” de Antoine Saint-Exupéry. El guión gira en función a ver la mutación de Felisa cuya vocación de servicio y carácter dócil la impulsa a cuidarlo hasta redescubrir en él un atractivo peculiar. En este sentido, el eje narrativo se centra en ahondar la complejidad de personas con capacidades diferentes como un alarmante llamado de solidaridad e integridad social. La puesta en escena acompaña plagada de sueños y ambiciones truncas en sintonía con las locaciones elegidas: pálidas y sin matices. Aquí lo más jugoso es la puesta en escena del poder simbólico discursivo que nutre a los personajes en una simbiosis materialista y poética que se entremezcla en las escenas. Por un lado, Felisa está cansada de caminar con esos zapatos viejos; se observa cuando Amado le dice “Ese sonido… remite a que Usted arrastra un pasado oscuro, como si quisiera escaparse de algo”; a lo que Felisa responde “Soy renga. Ahora Usted cuénteme porqué todas las noches vuelve tan tarde a casa”. Entretanto, la situación entre ellos se pone intensa: La ceguera de Amado y obsesión por vivir en un orden (físico y psíquico) altera sus emociones mientras Felisa fuma desconsoladamente en esas cuatro paredes que los aísla de la sociedad. En este sentido, el cigarrillo ironiza la situación que atraviesa en pos de su deseo de cambiar el destino cuando se fuma hasta en pipa su vida. El ritmo, lineal, se mecha con alguna elipsis en un collage interpretativo que construye un relato impregnado de retóricas que, cual pesadilla, los encierra en la oscuridad. No obstante, estos diálogos resultan cruciales para interpelar al público sobre su presente y si es, o no, conveniente dejar atrás el pasado y valorar el espacio-tiempo presente… ¿Podrán superar el deseo de indagar el detrás de escena que los cruzó causalmente? Delicia es una ficción que propone la interacción al diálogo y rechazar la grieta social, pero la visión de Mangone no logra su resultado al enfatizar en Amado su resistencia al cambio reforzando mediante constantes golpes bajos cómo estos individuos se entierran en carne viva. La trillada trama del hombre enojado con la vida, por momentos, rememora la película sueca Un hombre llamado Ove (2016), dirigida por Hannes Holm. Quizás hubiese sido bueno encarar esta ceguera desde un lado más positivo como la ópera prima árabe Tramontaine (2016), del director libanés Vache Boulghourjian que desde un formato clásico trasciende a través de la bondad del protagonista el drama de la ceguera no sólo física de su protagonista sino también de aquellos que no quieren ver su pasado, o bien encauzar su antítesis como hizo Martin Brest en Perfume de mujer (1992), protagonizada por Al Pacino.
Tu amiga de la infancia es tu infancia El Futuro que Viene (2017) es la ópera prima de Constanza Novick, quien al momento de escribir el guión se encontraba en pleno embarazo. Este episodio la inspiró a construir la génesis de la historia de dos amigas entrañables de la infancia, interpretadas por Dolores Fonzi (Romina) y Pilar Gamboa (Florencia) cuyas vidas cambian por completo con el devenir de los años y la maternidad. Desde este arco, atraviesan un viaje emocional desde el primer amor hasta el primer divorcio. La puesta escénica está anclada a los años ´80 plagada de risas, llantos, bailes coreográficos al son de los sketches de la novela Clave de Sol mientras escriben en sus diarios íntimos sus pasiones, miedos y deseos futuros; oníricos. Entretanto, los minutos avanzan y deviene un giro de 180 grados: tras un impasse de diez años sin verse sus caminos se bifurcaron. Desde este arco, y gracias la eficaz labor artística y la fotografía, a cargo de Luciana Quartaruolo y Julián Apezteguia; respectivamente; el salto temporal resulta eficaz… ¿Podrán reencontrarse nuevamente en este nuevo espacio-tiempo? La premisa marca el pulso del amor cuyo subtexto revela que la esencia de este entrañable amor se sostiene desde encuentros y desencuentros que, al unísono, sitúan la figura del hombre como compañero que será parte de sus vidas sólo si es capaz de acompañar sus cambios. La premisa se nutre gracias al excelente trabajo de las actrices, que desde el primer minuto transmiten los climas intensos. A raíz de un desesperado llamado telefónico de Florencia que acaba de separarse de su pareja, busca refugio en la casa de Romina, como cuando eran niñas. Allí profundizan y debaten la infinitud de motivos en busca de entender el por qué del distanciamiento; centrando la narración en la psiquis y cómo su imaginario creó un universo ficcionado de la realidad, también como cuando eran niñas. En efecto, hay tres escenas puntuales que las define y complementa; recordando el leitmotiv de su infancia compartida y remarca que aquella pequeña interior sigue marcando el pulso de sus pasos. Por un lado, vemos cómo Romina, previo al llamado de Florencia se siente acorralada, en un paradigma de madre primeriza que no logra resolver y se siente frustrada, devastada y sin energía pese a que socialmente debía ser un momento pleno. Fonzi se luce en una escena donde reclama: “Se supone que cuando tenés a tu bebé no te vas a quejar mas y acá estoy; me quejo”, mientras lleva a su bebé recién nacido al hospital y lo vive como una odisea arriba de un taxi, desesperada, bajo una lluvia torrencial que pone en juego sus temores que su hijo se enferme por partida doble; aquí la artística ilustra a la perfección en un día gris como elemento de gran poder simbólico que denota el grado de dificultad y gasto que genera el traslado del niño. Por otro lado, la llegada de Florencia irrumpe este clima infernal: Romina la recibe sin consensuarlo con su marido y mientras se ponen al día, carcajadas mediante, ésta le cuenta que está a punto de separarse porque cumplió su sueño de ser actriz pero su pareja es un director famoso de novelas mexicano al que padece como una piedra en el zapato; la interpela por qué terminó con un crío y no siguió su pasión de escritora. Entretanto, Romina aprovecha la estadía de su amiga para tener una noche a solas con su marido, dejándola al cuidado de su hija. Frente a esta adversidad de realidades, Florencia repiensa su futuro cuando su marido le reclama que vuelva a su hogar y le asegura que se quiere quedar en Buenos Aires porque es el epicentro de las mejores comedias argentinas. Este híbrido de culturas no es irónico; por el contrario enfatiza la rivalidad latinoamericana como unión para desmitificar el estigma de los argentinos como arrogantes y los mexicanos mediocres. Cuenta de esto da una escena donde él le dice mientras ella lo critica: “Ya se te esta soltando lo argentino”; y ríen. El Futuro que Viene se aleja de la liviandad aparente y construye un relato, al estilo de El Bebé de Bridget Jones (Bridget Jones’ Baby, 2016), que desarrolla un juego de relaciones yin yang: amor/odio; distanciamiento/entendimiento; reflejando la psiquis humana en un discurso plagado de gags donde los lazos y la mirada melancólica, genuina, de la infancia trasciende cualquier obstáculo y perdura en el tiempo contra viento y marea.
La suma de las partes A 4 Manos (2017) es un documental de Osvaldo Tcherkaski (director y docente de la Maestría en Periodismo Documental en UNTREF), realizado en coproducción de UNTREFMEDIA con el Laboratorio Audiovisual de Investigación y Experimentación (LaIE) de la maestría. Pone escena a cuatro de los artistas más importantes de la plástica argentina contemporánea: Luis Felipe “Yuyo” Noé, Eduardo Stupía, Carlos Alonso y Guillermo Roux. Están divididos en duplas con el objetivo de ahondar, a través del diálogo, en sus obras y la forma de concebir el oficio. La puesta en escena se divide en dos planos. Por un lado, retrata estos grandes exponentes como fuente testimonial que, desde lo teórico, argumentan su forma de entender el trabajo. Por otro, sustenta, a través del registro de sus obras, la génesis del fenómeno de experiencia creativa, sensorial y emotiva que conlleva intrínseca una obra de arte. Así nace este fenómeno atípico, vanguardista que ordena el presente histórico e ideológico desde la simbiosis del dibujo y la pintura como nuevo paradigma donde el autor propone y el cuadro dispone en un trabajo equitativo, colaborativo y elíptico la esperanza de enaltecer la ley de figura y fondo donde la psicología Gestalt desarrolló como parte de las leyes de percepción la construcción del todo desde la suma de las partes en 1920. Bajo este mismo espíritu surgió el guión a raíz de una nota que Tcherkaski leyó en el diario sobre una muestra en curso titulada “Me arruinaste el dibujo” (2009), en el que la dupla Stupía-Noé exhibía en el Centro Cultural Borges una serie de trabajos -estilo ping-pong- donde construían en un lienzo un trabajo conjunto a partir del concepto abstracto que los define artísticamente. Este acontecimiento despertó su curiosidad por investigar la contrapartida de este modo de hacer: la figurativa e integró al proyecto audiovisual Roux y Alonso con el objetivo de construir desde el arte un campo de debate que refleje dos campos antagónicos del dibujo, la pintura y la plástica, como así también su dinámica para converger en sus diferencias y contrapuntos el resultado final de una obra integrada e intervenida por la dinámica de reflejar problemas y virtudes en pos de superarlos y reflejarlos en una obra única, que opere sin autor y al mismo tiempo sea de todos. En este sentido, es interesante cómo construye mediante este juego de egos donde cada artista busca tácitamente dejar su marca la unión, anclada a la intervención estética. Esta premisa centrada en una nueva forma de crear donde todos se ponen a prueba a sí mismos, y al otro, en este desafío de llenar la hoja. Así, Tcherkaski establece una analogía entre el arte y su profesión periodística: ambos representan la realidad desde distintas metodologías y son producto de diversas opiniones teóricas y políticas. Estas visiones se unifican y crean desde la intervención estética plástica una nueva manera de decir, subjetiva, como canal de diálogo y aceptación. Lo mismo ocurre en el formato de la crónica periodística. Entretanto, con el correr de los minutos Tcherkaski inscribe a la premisa un nuevo concepto: el espacio-tiempo de la hoja en blanco como territorio. La regla a seguir se circunscribe a respetar los límites; esto denota que los derechos de uno terminan donde comienzan los del otro ya que deben intervenir el lienzo en igualdad de proporciones. Sin embargo, la figura de Alonso representa el líder y delinea el paradigma a seguir. En este devenir, el espectador también interviene en el proceso; se mimetiza con esta hoja viajera que recorre las locaciones de los talleres que van desde Martínez y San Telmo hasta Unquillo, provincia de Córdoba, donde reside Alonso. En estos intervalos, el relato se impregna de escenas conceptuales donde los artistas cuentan desde su experiencia por qué consideran el arte consecuencia directa de la realidad histórica: Noé afirma que la iconografía de Perón fue quien más lo inspiró mientras que Roux rememora cómo vivió la movilización emblemática del 17 de octubre de 1945 junto a sus padres -también artistas- quienes le dijeron “Esta es la historia”. Así, A 4 Manos logra su objetivo: Supera las diferencias desde el trabajo solidario y registra cámara en mano cómo las energías anómalas fluyen y se integran, dándole fin a la grieta.