Solo para los que están convencidos La configuración de los títulos finales, con los créditos de los productores (entre los que figura el ubicuo creador de reality shows Mark Burnett) por delante del director, habla de lo atípico de este proyecto, cuya hechura televisiva queda en evidencia desde el vamos. Subordinada a un proyecto más amplio (una miniserie que verá la luz en la TV argentina a fin de año), Hijo de Dios sólo tiene de cinematográfico el aprovechamiento de la pantalla ancha y de los efectos visuales digitales a gran escala (sobre todo en las panorámicas de la antigua Jerusalén) para contar en una sucesión de viñetas la vida de Jesús. En este sentido, lo visual funciona como mero complemento ilustrativo de una narración pensada sólo para que el creyente adulto confirme y ratifique sus convicciones religiosas. Este Jesús (el ex modelo portugués Diogo Morgado) viaja de la transparencia absoluta de una vida dscripta con máximas y parábolas a la violencia de la Pasión, un exceso realista dentro de un film sin cuerpo ni espesor, que sólo aspira a ser pura espiritualidad.
Con los sentidos despiertos A punto de cumplir 74 años, Marco Bellocchio conserva la energía y la decisión para seguir indagando con precisión quirúrgica, como lo ha hecho a lo largo de toda su carrera, en el nervio más sensible de la sociedad italiana. Como el cine de Bellocchio jamás disimuló un compromiso militante bastante visible, su más reciente obra despertó una abierta discusión. Injustamente, el director de I pugni in tasca y Vincere recibió acusaciones de tibieza y relativismo frente a un hecho que, en su momento, disparó en su país enfrentamientos casi irreconciliables. Bellocchio viaja en el tiempo hasta enero de 2009 para abordar desde múltiples perspectivas los ecos del final del martirio de Eluana Englaro, una joven mujer que permaneció 17 años en estado vegetativo y que dividió literalmente en dos a Italia en aquel momento entre quienes deseaban desconectar los aparatos que la mantenían con vida y quienes confiaban en la fe de una vigilia apoyada en la creencia de que en cualquier momento se produciría el despertar. Los profundos, trascendentes y complejos dilemas morales, religiosos, existenciales y políticos alumbrados al calor de este hecho resonante aparecen expuestos en el film a través de un relato coral, con cuatro frentes simultáneos que sólo en apariencia pueden verse de manera separada. Con pulso firme, apoyado en una admirable puesta en escena y el respaldo de un elenco irreemplazable, Bellocchio hace lo que se espera de un artista consciente del tiempo y del espacio en el que le toca vivir: sus personajes toman decisiones y se hacen cargo de ellas, pero a partir de la duda, de la interrogación, de no dar nada por sentado. Puede parecer contradictorio que un cineasta que milita sin tapujos en la izquierda y es confesamente ateo ausculte los motivos para reaccionar frente al caso de una fervorosa militante en favor de la vida, de un senador del partido de Silvio Berlusconi dispuesto a revisar su posición sobre el tema, de una actriz que renuncia a su carrera para dedicarse desde una postura casi mística al cuidado de su hija en estado de coma y de un médico decidido a mantener con vida a una adicta compulsiva. Pero en todos los casos (y aquí descansa la admirable coherencia del film y de la postura de Bellocchio), la opción pasa por tomar el máximo distanciamiento posible de las posturas dogmáticas. De empezar por las preguntas, los cuestionamientos y la comprensión del lugar desde el que se formulan y llegar desde allí, por medio de un laborioso proceso de diseccionamiento, a conclusiones que siempre serán provisionales. Siempre en movimiento (aún los escenarios en teoría más rígidos aparecen en constante tensión y con desplazamientos inesperados de sus protagonistas), Bellocchio alienta el contacto permanente entre personajes que llegan a la trama sin nada que perder con otros que creen en el perdón, el reconocimiento de las culpas y la búsqueda de redención. En este collage de lealtades puestas en juego, culpas que cuesta admitir y lazos estrechos en constante mutación (especialmente entre padres e hijos), Bella Addormentata se asoma a una Italia "cínica y depresiva" (según uno de los personajes) que Bellocchio observa con indisimulada aflicción. Pero prefiere ser respetuoso y dejar la compasión de lado. Por eso su película es política, en el mejor sentido.
Pensamiento y acción Entre los muchos méritos que tiene este arriesgado, laborioso y comprometido acercamiento a la vida de Hannah Arendt, tal vez el mayor haya sido el de hacer llanos y comprensibles para el gran público algunos de los grandes dilemas morales que atraviesan el pensamiento y la acción de la extraordinaria intelectual alemana. Semejante desafío forzó a Margarethe Von Trotta a hacer alguna mínima concesión: ciertas precisas situaciones no superan los límites del esquematismo y hay personajes que pueden estar retratados con algún trazo superficial. Pero no hay aquí voluntad didáctica ni espíritu de simplificación. Es muy posible, en cambio, que quien salga del cine lo haga dispuesto a indagar un poco más sobre los motivos que llevaron a Arendt a ir un poco más lejos que sus contemporáneos y hacerse preguntas que descolocaron a buena parte de los intelectuales de su tiempo. Von Trotta parece haber comprendido a la perfección que cualquier acercamiento riguroso a Arendt se impone desde el pensamiento, y por eso se esforzó (con la invalorable ayuda de su intérprete en la pantalla, Barbara Sukowa) por encontrar la forma cinematográfica más adecuada de auscultar lo que pasa por la cabeza de una intelectual siempre dispuesta a correr riesgos por su renuencia (y renuncia) permanente al pensamiento rígido, inmóvil, inflexible. Esa voluntad aparece en los dos episodios elegidos por Von Trotta para marcar a fuego este atípico retrato fílmico. El primero es el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, que Arendt siguió para la revista The New Yorker, del cual surgió tal vez su definición más famosa y controvertida ("La banalidad del mal", conocida en 1963). El resonante episodio (recreado aquí con un admirable juego escénico entre el escenario ficticio de la trastienda y el auténtico testimonio de Eichmann mediante imágenes de archivo) rompió para siempre el fecundo vínculo que Arendt mantenía con gran parte de la comunidad intelectual judía de su tiempo, que jamás perdonó lo que entendió como una virtual exculpación de las responsabilidades de Eichmann en los espantosos crímenes del régimen nazi. El segundo, presentado mediante sucesivos flashbacks, resulta otra fuente de tensión muy bien aprovechada en el relato: el romance clandestino que Arendt mantuvo a partir de 1924 con Martin Heidegger (Klaus Pohl), marcado por diferencias casi irreconciliables desde el momento en que ella era judía y él, un extraordinario filósofo que miró con simpatía al nazismo en los albores de ese movimiento. Todo ese complejo entramado de interrogantes existenciales recorre la figura de Arendt, pero desde allí (y aquí radica el gran logro de Von Trotta) se contagia al espectador, que acompaña y sobre todo comprende a la protagonista cuando aparece sumida en largas cavilaciones y en los momentos en que resuelve pasar a la acción, encontrando a cada paso rechazos e incomprensiones, con la honrosa excepción de la incansable Mary McCarthy (Janet McTeer, notable), su mano derecha durante los años que pasó en los Estados Unidos. Esta etapa norteamericana, precisamente, es la que Von Trotta elige para exhibir la rica vida intelectual y personal de Arendt. En ese mundo de aulas, campus, libros, debates y clases magistrales magníficamente recreado en todos sus detalles desde la dirección artística de Volker Schäfer, la intelectual alemana desarrolla algunas de sus grandes ideas y las defiende ante sus detractores de un modo que no deja indiferentes a los interlocutores de su tiempo y a la vez interpela con fuerza al espectador de hoy. Nada de lo que se ve en Hannah Arendt nos resulta ajeno o superado por el tiempo, con una sola excepción: todo, absolutamente todo, se piensa y se dice con el infaltable acompañamiento de un cigarrillo.
Más que biografía, dogma Lo primero que desmiente Néstor Kirchner: la película es su propio título. La biografía autorizada que se narra aquí no pertenece a quien fuera presidente de la Argentina entre 2003 y 2007, sino al proyecto político encarnado por el santacruceño y continuado hasta hoy por su viuda, la actual presidenta, en pleno ejercicio de su segundo período en el cargo. Todo en clave autocelebratoria, sin una sola tacha o imperfección. El perfil apologético que se hace aquí de Kirchner deja en claro que Paula de Luque va hacia el encuentro de una figura con la cual se identifica plenamente. En principio, corresponde decir que todo documental "parece inseparable de su intencionalidad y de su posible función cultural", según afirma Eduardo Russo en su Diccionario de Cine . Pero detrás de esta afirmación expresada desde el vamos por la directora, de esta precisa opción valorativa a favor del kirchnerismo, asoman indicios igual de claros que nos hablan de una obra que en el fondo no supera el umbral de ciertas urgencias políticas del momento. Aquí todo se limita a una identificación inmediata con un proyecto que necesita refirmar su identidad frente a las "batallas épicas" que se acercan, algunas muy cercanas. En este contexto, el prometido y proclamado retrato humano del líder del proyecto queda completamente acotado y subsumido a un dogma político incuestionado y repetido con insistencia a partir de cuatro ejes: los derechos humanos, el distanciamiento con el Fondo Monetario Internacional, el conflicto con el campo por las retenciones móviles y la ley de medios. El documental encontró rápidamente las respuestas que supuestamente salió a buscar y las plantea, en línea con los últimos discursos de la Presidenta, como una suerte de verdad revelada que no admite correcciones ni sugerencias llegadas de otros sectores. Es cierto que la historia del documental está llena de notorias realizaciones que descansan en la expresa voluntad de divulgar una idea o postularla desde un claro espíritu pedagógico. Pero en este caso la opción elegida deja al desnudo una flagrante contradicción: ¿cómo sumar a este conjunto de enunciados que se imponen desde su certeza y superioridad política frente al resto el retrato humano e íntimo de su artífice? La respuesta aparece muy rápido y deja al descubierto el flanco más endeble de este trabajo, porque el recorrido histórico que aparece ilustrado sobre todo por filmaciones caseras y testimonios familiares de incuestionable valor documental muestra baches imposibles de disimular. Admiración, no curiosidad Al abordar a Kirchner desde la admiración más que desde la curiosidad, la directora abandona deliberadamente el acercamiento a una vida cuyos interrogantes aparecen insinuados precisamente desde los testimonios elegidos para la evocación de tiempos oscuros y confusos. En un momento, vemos a la madre de la Presidenta contando que Kirchner y Cristina lograron viajar al Sur con el tiempo justo para evitar la llegada de los grupos de tareas que los tenían en la mira por su tarea militante en La Plata. Pero nada se dice de aquel tiempo transcurrido en el Sur por la pareja hasta el regreso de la democracia y el rearmado político en Río Gallegos. Esas voluntarias y expresas omisiones (que se extienden a otras instancias temporales y políticas, como los años 90 y los tiempos de la convención constituyente de Santa Fe, por ejemplo) dejan capítulos vacíos enteros en una obra que equívocamente se presenta como biográfica. En definitiva, pareciera que aquí estamos viendo más de un film. De un lado, el retrato más intimista y humano representado por ocasionales imágenes de la Patagonia (espléndidamente fotografiadas por Marcelo Iaccarino), por el bello leit motiv ejecutado en charango por Gustavo Santaolalla y los testimonios personales, entre los que figura un puñado de personas desempleadas que a partir de la gestión kirchnerista consiguieron ocuparse en el Estado. Del otro, ampulosas orquestaciones como envoltorio de las autoglorificadas gestas políticas que se llevaron adelante en los últimos años. En el medio queda un relato que entusiasmará sólo a los simpatizantes incondicionales del kirchnerismo y que potencia todavía más la curiosidad por conocer el enfoque de la primera versión firmada por Israel Caetano (cuyos créditos aparecen en los títulos finales) y desechada por sus productores. Eso nos dice que detrás de este urgente panegírico el tiempo decantará otras visiones documentales sobre Néstor Kirchner. Habrá que esperar bastante para su retrato fílmico definitivo.
Podrán cambiar la geografía y el idioma, pero el escenario del nuevo film de Aki Kaurismäki permanece inalterable. Sus personajes de siempre, esos eternos y entrañables perdedores dispuestos a renunciar a todo, con excepción de su dignidad, ya no viven en las desangeladas urbes del norte europeo. Ahora hablan en francés, residen junto al Mediterráneo, en un arrabal próximo al puerto de El Havre. Esta mudanza es la única novedad en un mundo en el que nada cambia. Al menos en apariencia, porque Kaurismäki parte -como es su costumbre- de una realidad en donde las penurias y las aflicciones se encarnan con triste persistencia en la piel de las mejores personas. Pero en esta ocasión, a contramano de anteriores planteos, su mirada profundamente humanista incluye visos de esperanza y de optimismo frente a la adversidad. De un lado aparece el maduro Marcel Marx (André Wilms, magnífico en su ascetismo), un escritor que sacrificó el éxito para conservar su obstinado espíritu bohemio y por eso sobrevive a duras penas lustrando zapatos y vive a la buena de Dios en una casucha junto con su cariñosa mujer, Arletty (la enternecedora Kati Outinen), que para colmo está enferma de cáncer. Del otro, un desvalido niño africano (Blondin Miguel, pura expresividad), que perdió todo en medio de una incierta y arriesgada travesía con destino final en Londres, donde vive su madre. Con la delicadeza y la sensibilidad de las que sólo son capaces los realizadores que tienen una mirada certera, precisa y coherente, Kaurismäki consigue que el espectador no pierda de vista las miserias materiales, morales y espirituales del mundo real. Pero al mismo tiempo nos conduce, con un espíritu en el que se mezclan la fábula y el cuento de hadas, a través de un viaje en el tiempo, hacia un cosmos ideal y nostálgico que protege a las víctimas de los abusos y les permite recuperar y compartir todos los rasgos de humanidad que la dura realidad cotidiana logró escamotearles. Esa convicción se refuerza con algunos detalles dignos de mención. Hay, por ejemplo, personajes cuyos nombres adquieren resonancia propia (con Marx y Arletty, aquella musa del cine de Marcel Carné, a la cabeza) y también una presencia decisiva de glorias del cine francés en distintas etapas, como Jean Pierre Léaud y Pierre Etaix No hay en Kaurismäki otra declaración que la de manifestar su fe y su confianza en la capacidad humana para reencontrarse con lo mejor de su esencia. Fiel a su identidad, el realizador finlandés elude la denuncia y el manifiesto político expreso. Prefiere dejar al descubierto lo que no le gusta (como el calvario que soportan los inmigrantes clandestinos) con las marcas y los signos de su genuino lenguaje cinematográfico, desde el humor surgido de la situación más absurda hasta la rara poesía que emana, increíblemente, de los personajes y las situaciones más asépticas y austeras. Kaurismäki nunca necesitó hablar y mostrar de más. Pero esta vez su proverbial sobriedad hace que los buenos, al final, tengan su premio. Una recompensa que puede adquirir ribetes de milagro en el más amplio sentido del término. También para el espectador, que contempla todo lo que ocurre con el corazón tibio y una tierna sonrisa en los labios.
Nada distingue a Bichos criollos de la larga lista de documentales deportivos que ganan cada vez más horas en los canales especializados de la TV paga más allá de la fortuna de haber llegado (proyectado en Blu Ray) al circuito comercial de exhibición cinematográfica, con proyecciones diarias a partir de hoy en dos salas: Arte Cinema y Cinema City General Paz. Lo que este matiz deja en claro es la intención de dar a conocer de un modo más amplio que el habitual las razones del sostenido fervor que en más de un siglo se construyó alrededor de Argentinos Juniors, camiseta de la cual son hinchas confesos los realizadores del documental. Sin embargo, esa identificación con un club que tiene la particularidad "de ser chico entre los grandes y grande entre los chicos" condiciona el abordaje del tema. El documental, desde el vamos, sale en busca del tradicional público futbolero, dejando fuera de a poco a quienes podrían sentir curiosidad por detalles que van más allá de la trayectoria de un club de fútbol según la estadística de los campeonatos que jugó. El desarraigo que obligó a Argentinos, en sus comienzos, a peregrinar de un barrio al otro, y detalles curiosos como el de los partidos cuyo horario se fijaba de acuerdo con la llegada del tren a la estación más cercana, tal vez merecían más atención desde los ojos de quienes no se detienen sólo en los datos de la evolución deportiva. Esa historia, por lo demás, está plagada de altibajos y oscilaciones tanto en los hechos como en el tratamiento documental, porque deja al desnudo (por ejemplo) que material de archivo de los años 40 y 50 se conserva mucho mejor que las imágenes más recientes del Argentinos campeón en la década del 80. De paso, hay cierto desorden en el desarrollo histórico que va y viene entre los hechos del pasado y la más reciente consagración de los bichos colorados: el título alcanzado en el Clausura 2010. Si la película logra sortear estos titubeos es porque consigue afirmarse en una idea fuerza (el equilibrio), porque el recorrido por la historia acerca curiosidades que el espectador futbolero recibirá con interés y porque el relato se enriquece con muy bien aprovechados testimonios (Maradona, Pekerman, Redondo, Sorín) de figuras que engalanaron al club de La Paternal.
El primero de los muchos méritos que entrega esta atractiva producción israelí, una de las cinco nominadas de este año para el Oscar a la mejor película extranjera, pasa por haber clarificado lo que en una primera instancia podría ser tranquilamente visto como un planteo complejo, oscuro, denso y digno de un selecto grupo de especialistas. Logro que, por añadidura, también lleva a que públicos de todo el mundo sigan con interés hechos ocurridos en lo que a priori se desarrolla dentro de un estrecho espacio geográfico y religioso. El pie de página aludido en el título es una referencia académica decisiva para la evolución de los meticulosos estudios sobre el Talmud, reservados a un muy selecto grupo de expertos. Su artífice es Eliezer Shkolnik, un hombre maduro, huraño y de exacerbado culto a la rutina, convencido de que aún no le llegó el reconocimiento que merece por su gran hallazgo académico. El hijo de Eliezer, Uriel, comparte la vocación paterna, pero la lleva adelante con el espíritu de las nuevas generaciones. Más informal, mucho menos circunspecto y -sobre todo- mejor dispuesto para dialogar del modo más fecundo con ese mundo exterior del que su padre reniega. Será un gigantesco equívoco ligado al otorgamiento de uno de los máximos galardones oficiales de Israel lo que desencadenará en los hechos un conflicto de difícil resolución entre padre e hijo. Pero ese acontecimiento puntual no hace más que hacer explícito todo lo que el director Joseph Cedar, con la delicadeza y la atención de quien cuida hasta el mínimo detalle, fue construyendo hasta allí. Esos dos mundos paralelos y a la vez divergentes, presentados desde el recelo, la envidia y una silenciosa rivalidad que terminará en un estallido no menos sordo. Cedar trabaja ese conflicto -que es también generacional y tiene al mismo tiempo complejas derivaciones familiares- con una rica paleta de recursos narrativos y dramáticos. A veces juega con la intriga, a veces con el suspenso y también, con frecuencia todavía mayor, utiliza un costumbrismo bien entendido para dibujar, con agridulces pinceladas, cómo el universo riguroso que padre e hijo fueron construyendo a partir de sus estudios puede desmoronarse en un lapso muy corto por culpa de circunstancias que pueden parecer incongruentes. Atrapados en un escenario nuevo por una lógica principista de la que no pueden escapar, padre e hijo se verán las caras como nunca en un ejercicio que no duda en exponer del modo más llevadero complejos dilemas morales con la ligereza del mejor humor ligado al absurdo. Habrá que agradecérselo a la capacidad de observación de Cedar y a su brillante elenco, encabezado por los inmejorables Shlomo Bar-Aba (el padre) y Lior Ashkenazi (el hijo).
Desde un lugar definido y asumido por sus responsables como "cine de emergencia", este trabajo coincide con el segundo aniversario de la aprobación parlamentaria de la ley de servicios de comunicación audiovisual (genéricamente conocida como ley de medios) con el fin de documentar el camino que llevó a ese resultado desde una perspectiva muy cercana a las posiciones del actual oficialismo. Alineados en una corriente de cine documental político que tiene a Porotos de soja (ligado al conflicto con el campo) como antecedente próximo, los artífices del film dejan bien explícitos sus puntos de vista. En una primera instancia se apoyan en varios testimonios, registrados con atractivos recursos visuales en distintos lugares del país, a partir de los cuales comenzó a forjarse la llamada Coalición para una Comunicación Democrática. Este conjunto de organizaciones sociales y comunitarias (en un amplio rango que va desde radios barriales y de pueblos originarios hasta cooperativas de servicios públicos y algunos medios provinciales) brindó un decidido apoyo al proyecto oficial. Llueven desde allí críticas al "sesgo concentrado y elitizado de los medios concentrados y monopólicos" cargando sobre la oposición al Gobierno política y mediática, que sólo aparece -para reforzar la calificación negativa- enmarcada en la pantalla del canal de noticias TN. Mientras tanto, apenas al paso se habla de cuestiones tan controvertidas como la publicidad oficial y de las dudas acerca de cómo se financiarán los medios comunitarios alentados por la ley. Así las cosas, la "cocina" no documenta en los hechos la intimidad del debate parlamentario, reemplazada por una sucesión de elogios al proyecto aprobado. El recorrido posterior resulta aún menos exigente y termina caracterizando al documental como una suerte de informe periodístico ampliado, que se vale del archivo de la TV como fuente casi exclusiva. Al optar por lo ya visto y ya dicho se pierde la ocasión de revisar los hechos -especialmente el tramo de la discusión parlamentaria- a partir de miradas y enfoques originales. Al parecer no fue necesario, dado que la mirada de los realizadores coincide con lo que se aprobó en el Congreso. Entre tantas simplificaciones (todo aquí parece reducirse en definitiva a una lucha entre buenos y malos, en línea con lo que piensa el Gobierno), La cocina perdió la oportunidad de reconstruir una de las discusiones políticas más intensas de los últimos tiempos con la distancia que otorga el tiempo y una mirada más equilibrada (como la que había entregado David Blaustein en Cazadores de utopías ), aún sin resignar las posturas más comprometidas. Son impecables todos los rubros técnicos -fotografía, edición, sonido- de una producción que llega a los cines y también podrá verse por Canal 7, esta noche, a las 24.
Lo primero que conviene dejar de lado frente a El guardián del zoológico es el lugar común: no estamos ante una película más de animales parlantes y humanos que se sorprenden o se mantienen indiferentes ante ese mundo armado a fuerza de efectos especiales y de animatronics. Los recursos para hacer hablar a las bestias del zoológico existen, pero aquí se ponen al servicio de otra clase de historia. Lo que resuelven leones, elefantes, gorilas, jirafas y osos es romper una suerte de código de silencio para que el protagonista del relato pueda salir de perdedor. La víctima es Griffin (Kevin James), versión más inocente y fornida del eterno y ciclotímico adolescente encarnado por Adam Sandler, cuya escudería aparece de un modo muy visible como artífice de este proyecto. Al macizo astro de The King of Queens lo vemos al comienzo fracasando en su intento de proponerle matrimonio a la chica de sus sueños (Leslie Bibb), una rubia tan bella como vacía. Tiempo después, la muchacha reaparece y el desafortunado héroe, que se gana la vida como jefe de guardianes del zoológico de Boston, sólo acepta probar suerte de nuevo con la inesperada ayuda de algunas fieras, capaces de expresar una vasta gama de sentimientos que van de la ironía a la comprensión. El más cercano es el gorila Bernie, todavía más frustrado que Griffin y arrojado casi a la depresión a fuerza de abusos y maltratos dentro del mismo zoológico. Sin perder el espíritu de la comedia familiar convencional, el film se propone rescatar a los perdedores, reivindicar cierto comportamiento animal por parte de los humanos y cuestionar desde allí la trivialidad de los excesos en el lujo y la sofisticación. Una trama con suficiente brío y un par de secuencias muy logradas (la primera salida compartida entre Griffin y el gorila, la escena de la boda) contribuyen a ese propósito. Sin embargo, las cosas quedan al mismo tiempo descompensadas por culpa de algunos bruscos cambios de ritmo, cierta sobrecarga en el énfasis de la idea fuerza original y, sobre todo, un muy desafortunado doblaje a la mexicana que arruina chistes enteros y nos priva de disfrutar las voces originales de Nick Nolte, Sylvester Stallone, Maya Rudolph y el propio Sandler.
Habemus Papa (que para su estreno local perdió insólitamente la "m" final del título original en latín) es una película compleja, inquietante e incómoda para los adictos a las etiquetas y las respuestas fáciles. Su artífice, identificado con las posturas históricas de la izquierda italiana, tal vez no sea un hombre de fe, pero sin dudas es un moralista. Por eso sabe escapar de los prejuicios al interrogarse sobre el poder, cuál es el mejor lugar que cada uno podría encuentra en su afán de transformar la realidad y cómo se distorsiona esa posibilidad a partir de un manejo liviano y superficial de las responsabilidades. Como en toda su obra, Moretti no necesita recargar la densidad de los cuestionamientos: tiene la rara habilidad de suavizar los planteos más profundos con la genuina ligereza de una comedia satírica, pero jamás irreverente. El cardenal Melville (un admirable Michel Piccoli) es investido con una responsabilidad que no esperaba: la de ser elegido Sumo Pontífice. Como todos sus pares, Melville llegó a Roma para participar en el cónclave del que surgirá el sucesor del papa que acaba de fallecer. El mundo entero está, fuera de los muros del Vaticano, a la espera de esa noticia. Adentro, la mayoría de los candidatos se encomiendan a Dios para ser liberados de ese compromiso. A Moretti no le interesa dar las razones de ese comportamiento. Tampoco se propone dejar constancia expresa de las razones por las cuales le toca a Melville ser designado. Con una puesta rigurosa y visualmente irresistible, además de un firme pulso narrativo, Moretti prefiere concentrarse en la perplejidad de Melville, en las cavilaciones y dudas -profundos valores cristianos, al fin y al cabo- de un religioso que cree en su misión, pero siente que las obligaciones de su nuevo papel están fuera de su alcance. A la vez, el director se reserva delante de las cámaras el papel de un exitoso psicoanalista, convocado casi como último recurso para convencer al remiso purpurado, deje tranquilos a todos y contribuya al retorno del equilibrio. Apoyado en la voz de Mercedes Sosa, que entona "Cambia, todo cambia", el Moretti director lleva a Melville de regreso en ese mundo del que se distanció por el lugar que ocupa dentro de la jerarquía. Y a la vez, en un divertido intercambio de roles, el psiconalista termina encerrado en el Vaticano junto a los cardenales. Desde allí, el personaje del Moretti actor parece sugerirnos que los rituales del poder no son más que un juego y que las responsabilidades deberían considerarse y asumirse sobre todo a partir de un profundo conocimiento interior y una convicción de la que surgen las auténticas decisiones trascendentes.