Disney tiene su princesa africana La directora india Mira Nair vivió mucho tiempo en Kampala y tiene allí una casa. Nadie como ella para moverse en Katwe (el área más pobre de la capital de Uganda) y filmar en esos escenarios reales tan carentes de todo la historia real de Phiona Mutesi, la adolescente que tuerce su oscuro destino gracias a su amor propio, al ajedrez y a la fe de un obstinado mentor. La puesta en escena de Nair realza la dignidad de sus protagonistas. Sin ocultar la miseria del entorno, evita todo riesgo de caída en el miserabilismo y logra por momentos conmover al espectador con la ayuda de un elenco de asombrosa naturalidad. Todo al servicio de uno de los clásicos relatos de superación de Disney.
Rogue One pone en marcha la esperanza en el universo Star Wars Ni un episodio pleno como los siete que integran la historia oficial ni una historia aislada, desgajada del resto. Rogue One es una pieza clave en el engranaje temporal que los herederos de George Lucas se han resuelto a armar con paciencia y dedicación a casi 40 años de la aparición de la saga. Ya sabemos que Rogue One relata un episodio decisivo de esta cronología: un grupo de rebeldes quiere asestarle al Imperio un golpe decisivo robando los planos de la Estrella de la Muerte. Estamos, según el reloj, en el momento exacto que precede al Episodio IV, el primero que rodó Lucas en 1977. Pero, además de enriquecer ese extenso calendario, Rogue One desde su aparente (y equívoco) aislamiento frente al resto de la historia orgánica de Star Wars no hace más que potenciar y perfeccionar el camino de regreso a las fuentes que J. J. Abrams inició con el Episodio VII, sobre todo para la generación que creció en paralelo con la evolución de la saga. En Rogue One las preguntas sobre el despotismo del Imperio y la justificación de las operaciones rebeldes adquieren más relevancia que nunca. Estamos ante un relato bélico liso y llano, el más crudo y de mayor acción de toda la historia de Star Wars, en el que los combatientes usan armas de fuego en vez de sables luminosos y casi no hay lugar para Jar Jar Binks, los robots o los aliens, aunque el androide K-2 (un brillante Alan Tudyk) se roba varias escenas. Más humana y menos especulativa que sus predecesoras, Rogue One es el relato de una misión tan arriesgada como la que podrían enfrentar en otra dimensión los "indestructibles" de Stallone o los Siete Magníficos del western, aunque en este caso el sostén fundamental del heroísmo del grupo está marcado por el liderazgo de una joven mujer, Jin Erso, construida a pura convicción y entereza por Felicity Jones. Hay elementos más viejos (la compleja relación entre padres e hijos) y más nuevos (la presencia de un elenco multirracial) de la saga que funcionan bien porque se ponen siempre al servicio de una constante tensión narrativa entre secretos develados y estallidos de acción pura manejada con pulso firme por Edwards, sobre todo a lo largo de la extensa y notable batalla final. Es cierto que no faltan ni Darth Vader ni los stormtroopers. Tampoco algún villano resucitado digitalmente (el Tarkin de Peter Cushing, fallecido en 1994). Pero todas estas marcas se ponen al servicio de un entretenimiento sin pausas y de un gran personaje femenino, cuyo valor está a la altura de un Han Solo.
La resurrección del mal es un hábil exponente del terror más artesanal El comienzo es impecable, con un rostro familiar para los seguidores del cine de terror (Danielle Harris) tratando de escapar de una muerte segura. La escena nos muestra la seguridad y la convicción con la que se trabajan aquí materiales vistos una y mil veces. Esta artesanal producción clase B aparece concebida como un thriller (la protagonista, alcohólica recuperada, busca con la ayuda de un policía los pasos de su amiga desaparecida) que deriva hacia el terror y alcanza en muy contadas ocasiones un tratamiento propio del gore extremo. La escenografía es propicia: un señorial edificio que recibe a adictos aparentemente curados que no imaginan seguir allí bajo condena. La narración es prolija, con logrados climas y el recurso constante (pero no cansador) de asustar a través de puertas y trampas que se abren o se cierran en el momento más inesperado. Los responsables del film parecen más determinados en mostrar cuánto quieren al género que en marcar diferencias con otras (muchas) producciones similares.
El buen amigo gigante: de la mano de la tecnología, el triunfo de la imaginación de Spielberg Puesta a competir mano a mano con el resto de la fuerte oferta animada que el cine de Hollywood propone para estas vacaciones de invierno, es muy posible que El buen amigo gigante no encuentre la bendición amplia e inmediata de la taquilla que tienen, por ejemplo, Buscando a Dory, la quinta aventura de La era de hielo y la inminente La vida secreta de tus mascotas. La nueva película de Steven Spielberg carece del vértigo y de la multiplicidad de estímulos veloces que identifican a las producciones especializadas en animación de los estudios más poderosos. Comparte con ellas, eso sí, ese detallado y deslumbrante trabajo digital que alumbra escenas prodigiosas y es capaz de transformar a Mark Rylance en un gigantón de orejas inmensas, rústicos movimientos, sonrisa melancólica y una curiosa manera de transformar las palabras al hablar. Todo ese talento artístico, fotografiado con gusto exquisito por Janusz Kaminski (con bellísimos claroscuros en el comienzo y colores muy vivos hacia el final), se pone al servicio de una creación de alto vuelo que combina animación digital y personajes de carne y hueso, y que reclama del espectador un compromiso similar al que Spielberg encontró en la inspiradora escritura de Roald Dahl. El buen amigo gigante es el paciente relato del descubrimiento, el reconocimiento y la afirmación de un vínculo entre dos personajes bien diferentes, basado en algunas de las materias de las que está construido el cine más clásico y noble, arte que Spielberg defiende con su talento impar de narrador desde hace cuatro décadas. Esta película es a Spielberg lo que La invención de Hugo Cabret a Martin Scorsese: la oportunidad de utilizar al máximo la mejor tecnología digital disponible para afirmar desde la más pura imaginación que el cine construye su identidad desde la ensoñación y la posibilidad de llevar adelante lo que parece imposible. En la historia de la amistad, la confianza y el cariño mutuo entre Sophie (la niña que vive en un orfanato) y el gigante (visto por ella a priori como un monstruo) están todas las marcas de la identidad de Spielberg: la inocencia con la que nos asomamos al mundo, la confianza absoluta en el poder de la imaginación, la aventura como prueba para superar los miedos, el valor que nace de la fe en las propias fuerzas. Sobran emociones al principio (cuando Sophie y el gigante se conocen y descubren que los otros gigantes son la verdadera amenaza) y momentos regocijantes al final, durante una extensa visita al Palacio de Buckingham llena de sorpresas. En la comparación con otras obras parecidas de Spielberg (como E. T. El extraterrestre, escrita, como ésta, por Melissa Mathison, fallecida en noviembre último), tal vez El buen amigo gigante aparezca a primera vista como algo más fría y distante. Pero se trata de una apariencia: sobran aquí nobleza, creatividad y talento para hacer realidad sueños como los que atesora el gigante de este cuento en primorosos frascos.
Milagros del cielo prueba que la fe es lo último que se pierde Otra producción de Affirm Films, división creada por Sony Pictures para el desarrollo de historias pensadas para el público cristiano. Aquí, casi literalmente, desde el título. La película se propone como la más genuina representación de las virtudes cardinales (fe, esperanza, caridad) en el cine a partir del caso de los Beam, típica familia laboriosa y devota de una zona rural de Texas, cuya vida de armonía se derrumba ante la aparición de un raro trastorno digestivo en una de las tres hijas del sólido matrimonio. Con apenas 10 años, la niña se somete a un interminable calvario de consultas, exámenes y procedimientos médicos agresivos que no consiguen atenuar el dolor físico y van reduciendo poco a poco las esperanzas de sobrevida. Ni siquiera la sabiduría de un prestigioso médico logra atenuar los pronósticos más oscuros. Hasta que la ciencia sucumbe a lo inexplicable, y una azarosa caída abre la puerta de una cura auténticamente milagrosa. La película es la larga crónica de ese duro derrotero de sufrimientos y resiliencias, que conmueve todavía más cuando nos enteramos que los Beam existen de verdad, viven en Texas y que la pequeña Annabel, hoy con 13 años y una vida completamente sana, sobrellevó con entereza todos esos padecimientos. El enfoque elegido por la mexicana Patricia Riggen (Los 33) no duda en exponer todo el dolor de la niña y el dilema de su madre, cuya fe empieza a ser puesta en duda ante esa prueba difícil de soportar. En ese primer tramo, el planteo del relato aparece expuesto con honestidad y narrado con genuinos recursos cinematográficos dignos de un tearjerker con todas las de la ley. El problema surge al final, cuando este auténtico milagro se presenta con una sobrecarga alegórica, propia del realismo mágico. La moraleja, recargada y excesiva, esconde y resuelve todas las dudas previas demasiado rápido. Lo que perdura es el compromiso, la transparencia y la entrega absoluta de Jennifer Garner (la abnegada madre) y de Kylie Rogers, una magnífica actriz infantil.
En La resurrección de Cristo, la fe se cruza con la historia El talento del director Kevin Reynolds hace atractiva la búsqueda casi detectivesca de respuestas de un soldado romano agnóstico (el pétreo Joseph Fiennes) tras la crucifixión de Jesús Detrásde La resurrección de Cristo aparece la productora Affirm Films, filial de Sony que se ocupa a través del cine de captar al público cristiano desde la identificación plena con esos principios. Esta vez, para llegar a esa meta, se eligió un camino oblicuo. El personaje central es un agnóstico: el oficial romano Clavius (Joseph Fiennes), encargado por Pilatos de la búsqueda de Jesús luego de ser crucificado. Los romanos ven a Jesús (mencionado aquí siempre como Yeshua) como un agitador político y temen que sus seguidores armen una revuelta, convencidos de que su líder (el Mesías tan esperado) finalmente resucitó. La elección de ese punto de vista nos lleva a un cruce entre la narración evangélica y la historia política de la época. Al veleidoso e intrigante Pilatos sólo le interesa mantener la paz ante la inminente llegada del emperador Tiberio, y a Clavius, como buen soldado el cumplimiento de la orden que se le encomendó. Con la ayuda de un director tan competente como Reynolds (Waterworld, Robin Hood: príncipe de los ladrones) la narración del trabajo casi detectivesco de Clavius resulta mucho más importante que cualquier mensaje fijado de antemano. Por eso y porque Reynolds sabe su oficio (la cámara fluye, el relato respira en los atractivos escenarios de Almería y Malta, el montaje se frena en el momento justo para evitar que el realismo se haga explícito o sanguinolento) entendemos el contexto político y religioso (no tan sencillo como parece) y la misión de Clavius.
Un inmortal demasiado efectista Kaulder, el personaje con el que Vin Diesel piensa cubrir la abstinencia que le dejará el final de Rápidos y furiosos, lleva 800 años luchando junto a una sociedad secreta cobijada por la Iglesia Católica contra la amenaza de un velado culto ancestral fundado en tiempos medievales por una "reina bruja", creadora de la peste negra. El destino de Kaulder está desde entonces atado al de la hechicera, agazapada por siglos a la espera de un regreso triunfal desde el inframundo. Ese momento está por producirse. Toda la película es la crónica de la vigilia y el estallido de esa ancestral batalla entre Kaulder (asistido por una insípida y gótica "organizadora de sueños") y ese ejército del mal. La trama acumula sin convicción situaciones demasiado explicadas, vistas una y otra vez en casi todas las historias de su tipo (como los infaltables, forzados y efectistas flashbacks que nos recuerdan la culpa de Kaulder por el sacrificio de su familia), y sólo se sostiene en la calidad de los efectos visuales. La atracción entre los dos protagonistas resulta tan lánguida y artificiosa como los volantazos que pega cada tanto el guión para conservar cierta lógica. Todo es tan endeble que hasta la siempre poderosa presencia escénica de Diesel luce aquí inesperadamente raquítica. La película está pensada como el prólogo de una historia con perspectiva de continuidad. Pero con este episodio inicial lo único que se augura para este inmortal es una vida escasa en la pantalla.
La amistad, antes del adiós En Truman somos testigos de una despedida, la más triste que pueda imaginarse. Nuestra mirada es la de Tomás (Javier Cámara), un profesor universitario que vive en Canadá y se prepara en el comienzo de la película, envuelto en un silencioso y gélido invierno que es todo un presagio, para viajar a Madrid e ir al encuentro de su viejo amigo del alma. Quien lo espera es Julián (Ricardo Darín), un actor argentino que después de años de pelearla encontró allí su lugar, el reconocimiento artístico y la compañía inseparable de un mastín, la mascota que le da título al film, también expuesto (a su modo y en silencio) al más doloroso de los adioses. Durante ese tiempo que contemplamos a través de los ojos de Tomás sabemos que los dos asumen desde el vamos la certeza de lo inexorable. Pero a lo largo de ese breve camino descubrimos las decisiones, las dudas y las perplejidades de alguien que quiere dejar este mundo con la misma altura y vitalidad con la que eligió vivir, pero sin ostentaciones ni alharacas. Con una sensibilidad profunda para el detalle y la observación de conductas, Cesc Gay atraviesa del mejor modo la delgada línea que separa la genuina emoción del previsible golpe por debajo de la cintura al que siempre se expone quien se anima a contar este tipo de experiencias límite. Entre todos los aciertos del diestro realizador, uno se impone sobre todos los demás: el talento para contar una desgarradora despedida desde la perspectiva de una amistad entrañable y profunda entre dos hombres. Todo lo que ellos sienten, imaginan y presienten se construye a través de silencios, miradas, balbuceos, pequeños impulsos y vacilaciones, con espacio para el llanto y también para el humor. Lo que nos dice Truman es que la renuncia a la pelea por la vida resuelta por Julián es apenas aparente. Detrás de ese arrebato hay otras luchas (la búsqueda de un destino para la mascota es la más importante) que revelan la profunda humanidad de los protagonistas y la aceptación (nada mansa, por cierto) del destino. La película ofrece una sola certeza: nadie sabe muy bien cómo reaccionar frente a una situación como ésta. Cada vez que Julián se enfrenta a alguien (el productor de su obra teatral, el médico que lo trata, algún ex compañero de trabajo, su propio hijo) experimentamos, como Tomás, una paleta de incómodos estados de ánimo, del rechazo a la piedad, expuestos con austera, honesta y profunda humanidad. Las interpretaciones son extraordinarias. Darín logra con asombrosa naturalidad que cada gesto y cada paso dado se correspondan con las decisiones de su personaje, sin concesión alguna al desborde, al énfasis ni a la sensibilidad recargada. Cámara (como todos nosotros) va construyendo y aceptando en silencio todas las explicaciones y deja que la angustia, el enojo y la resistencia a lo irreversible exploten en un personaje clave, el de la maravillosa Dolores Fonzi.
Casi al pasar, en uno de los encuentros que comparte con el cuarentón Josh (Ben Stiller), Jamie (Adam Driver), que anda por los veintipico, le dice a su nuevo amigo que tiene rigurosamente estudiada y comprobada la certeza de que nunca va a morirse. La afirmación eleva los niveles de perplejidad en la cara de Josh y confirma, a esas alturas, que la vía de escape que él y su esposa Cornelia (Naomi Watts) eligieron para ahuyentar las frustraciones y enfrentar el irreversible paso del tiempo no funcionará como antídoto. Por el contrario, hará más visibles las neurosis y las fobias de la pareja central del relato, cuyas marcas personales remiten de inmediato a los protagonistas de todas las películas previas de Baumbach. De todas ellas, Mientras somos jóvenes es la más accesible y directa. Sus temas (a los citados pueden agregarse preguntas sobre los vínculos intergeneracionales, las responsabilidades que entraña la madurez, la pérdida de certezas y los dilemas creativos que afrontan los artistas) fluyen a través de diálogos veloces y filosos, además de situaciones que descolocan e incomodan constantemente las elecciones de Josh y Cornelia, llevados por su decisión de no tener hijos y sus tambaleantes proyectos a conectarse de cerca con una pareja mucho menor. Esa sensación de vacío y desconcierto que los personajes transmiten le ponen un toque agridulce a un relato que confía ante todo en la notable capacidad de Baumbach para captar al vuelo reacciones (sobre todo de parte de la extraordinaria Watts) y conductas que van del optimismo a la conciencia de la desventura. Todo ocurre en una Nueva York retratada desde ángulos muy distintos a los acostumbrados.
La marcha no se detiene La saga Rápidos y furiosos no sólo es exitosa como pocas en su tipo. Lo más interesante es que su propio diseño la lleva, por más que cada capítulo apunte más alto y más lejos que el anterior, a no tener fecha de vencimiento a la vista. Sin embargo, la aventura más extensa y más intensa en todo sentido de una historia que comenzó en 2001 está marcada a fuego por la trágica muerte en 2013 de una de sus estrellas, Paul Walker, cuando ni siquiera se había llegado a la mitad del exigente rodaje. Ese infortunio determinó, naturalmente, la cancelación del proyecto, luego retomado casi desde cero. Nunca sabremos cuán lejos cambiaron las cosas en relación con las ideas originales, pero lo que queda bien claro es que la producción se empeñó en no quitarle protagonismo a Walker en su película póstuma. ¿Cómo? Aprovechando al máximo lo poco que dejó registrado antes de morir en un tremendo accidente vial y recuperando imágenes descartadas de las películas anteriores. También se recurrió a los dos hermanos menores de Walker, cuyos cuerpos aparecen en varias imágenes con el rostro digital montado del actor fallecido, una proeza de los responsables de efectos visuales que además elevó considerablemente el presupuesto de una película que terminó costando casi 250 millones de dólares. Por eso, este séptimo capítulo funciona deliberadamente (y el guión lo subraya en varios tramos) como un gran homenaje a Walker, del que la historia se vale para acentuar la identidad de familia que tiene este grupo de héroes sobre ruedas y la necesidad de protegerse frente a una amenaza temible como pocas. Esa intimidación tiene el rostro del excepcional Jason Statham, un virtuoso del cine de acción, que llega a la historia en busca de venganza como hermano menor del villano del episodio anterior. La presencia de Statham, además, potencia como nunca el carácter de Rápidos y furiosos como una serie cinematográfica cómodamente instalada a mitad de camino entre The Avengers y Los indestructibles. Aquí, una identidad forjada en talleres mecánicos y carreras callejeras cobra una estatura casi sobrenatural, entre otras razones por la tozudez del líder del grupo (Toretto, el personaje de Vin Diesel) en desafiar hasta las leyes de gravedad con tal de mantener viva a su gran familia, que va sumando nuevos integrantes y herederos. Esta séptima parte pierde con el cambio de director buena parte del espesor y la identidad argumental de los dos brillantes episodios previos. James Wan (el mismo de la magistral El conjuro) les da prioridad a las espectaculares secuencias de acción como piezas en sí mismas, en vez de integrarlas plenamente a una trama demasiado extensa y presentada en un innecesario 3D. Pero el modelo Rápidos y furiosos, aun con estos altibajos, tiene una esencia consolidada que funciona casi sola. Cada integrante del grupo conoce a la perfección su lugar y aprovecha el momento de brillo propio, así como alguna incorporación (Kurt Russell) que suma nobleza y espíritu clásico. A la vez, la presencia de Statham como un villano perfecto garantiza grandes momentos de acción e intercambio de filosas one liners con Diesel, su indiscutido álter ego. Todo esto garantiza entretenimiento, asombro, disfrute genuino por encima de cualquier inverosimilitud y la sensación de que la pérdida irreversible de Walker será muy lamentada, pero no impedirá que Rápidos y furiosos siga su marcha.