El grotesco está de vuelta De un tiempo a esta parte parece que el cine argentino decidió reflotar viejas tendencias, que uno creía muertas hace rato. Debimos sospechar cuando no hace mucho se estrenó (¿después de cuántos años?) la segunda parte de Esperando la carroza. Desde entonces, una tendencia clara e incontenible se dejó ver en diferentes películas y tuvo su primer éxito de público en Un cuento chino, que aflojaba en lo grotesco pero se empapaba de costumbrismo. Estas películas, que heredan una tradición que haríamos mejor en ignorar, no sólo tienen un claro espíritu de los ochenta, sino que también se relacionan argumentalmente con los ochenta. Así como Un cuento chino parece transcurrir en una decadente década del setenta, El dedo está ambientada en 1983. Empieza la película y Goity lo dice: "Estamos en 1983 y este año vuelve la democracia". Características del neocostumbrismo: personajes "de barrio"; actuación exageradísima (ver, si no, a Fabián Vena en esta película); ambientación espaciotemporal rancia, con mucho polvo y mucho trabajo de producción para reproducir espacios viejos, cargados de cosas que significan su edad (a pesar de que, inexplicablemente, los diarios de 1983 que aparecen en El dedo están ya amarillentos); mucha botella de bebida que ya no se fabrica más; trama que en un inicio aparenta ser sencilla y termina enroscándose hasta puntos insostenibles; reflexiones morales serias e importantes; lección de civismo; preocupación por reflejar la "argentinidad" (a menudo puesta junto a un representante de lo extranjero, que debe ser convertido al argentinismo); música telúrica que subraya el sentído (unívoco) de absolutamente cada secuencia; subestimación completa del espectador, al cual se le deben dar todos los datos y todas las lecciones de forma directa. Como si el Nuevo Cine Argentino nunca hubiera existido, El dedo quiere decir grandes cosas de manera frontal y burda mientras entretiene y edifica. "Que viva la democracia" y esas cosas. El mensaje, que en los ochenta tenía un contexto que lo podría haber justificado, se parece hoy demasiado a frase vacía de maestra de escuela que quiere convencer a sus alumnos de que la Argentina "es lo más grande que hay". Populismo en cine, con pastelitos y asado. El dedo no tiene problemas técnicos: se entiende lo que se ve y se escucha. El registro "falso documental" no funciona demasiado bien (no hace más que interrumpir la narración, confundir con la repetición/variación de actores, no agrega nada), pero por lo menos demuestra la intención de un trabajo estético. Las actuaciones de Vena y Goity se acercan a lo insoportable, pero son consistentes con el mundo que plantea la película. La "santidad" de Baldomero (el personaje interpretado por Seefeld) la tenemos que creer a fuerza de la repetición de la imagen en la que rescata una virgen, pero como personaje está muy desdibujado (lo que vemos de él, cuando lo vemos al principio de la película, genera un personaje más bien extraño). Narrativamente, aunque la película es muy clara en sus intenciones desde el principio, termina generando la sensación de una deriva sin demasiado rumbo: hay retrato de pueblo, hay historias de amores, hay supuesta venganza (que como historia prácticamente no se narra y no se resuelve), hay muchísima preocupación cívica por la votación. No se llega a entender cuánto tiempo pasa entre un evento y el siguiente. Los chistes no funcionan. Aun si uno estuviera dispuesto a dejar de lado muchas cosas, El dedo no tiene mucho para ofrecer.
La militancia Uno de los entrevistados dice en un momento que cuando la compañía minera amenazaba con abrir la mina en Esquel, aquellos que se oponían sintieron que tenían que salir a librar una guerra. En esa guerra lo importante era el impacto y la determinación. El problema es que, años después, Vienen por el oro, vienen por todo parece querer perpetuar ese aire de guerra ideológica, cuando las circunstancias han cambiado. Al principio, el documental parece intentar disfrazar su estrategia: vemos tomas aéreas amplias de Esquel, paisajes con ovejas, personas que hablan de modo reposado y recuerdan los acontecimientos. Pero no podemos tener muchas dudas: la película marca posiciones muy claras. Por si el título no hubiera sido suficiente, encontramos de pronto una secuencia que con voz en off y animación nos explica cómo es que funcionan las mineras multinacionales. Después resulta que aquellos que defendían las minas se nos muestra como personajes patéticos, ridículos o diabólicos. Y después tenemos todo el despliegue de la epopeya de la resistencia, con héroes de ideales místicos y mirada perdida. Para el final no queda ninguna duda: el mensaje apocalíptico de la voz en off quiere llamar a las armas. Nos damos cuenta, entonces, de que Vienen por el oro, vienen por todo no es, como podía parecer en un primer momento, un documental sobre el intento de abrir una mira de oro a cielo abierto en Esquel, sino un documental que registra la resistencia de los vecinos de Esquel frente a esa mina. Y su victoria. El tono, claro, pasa a ser otro. Como documental militante, Vienen... no intenta informar, explicar, narrar, casi no intenta adoctrinar. Con la fuerza de argumentos que se cree evidentes (cosas como: "Sentí en el corazón que iban a hacerle un agujero a la tierra y que tenía que pararlo"), lo que quiere es movilizar. El problema es que si el espectador no estaba desde antes convencido de lo que se propone en la película, se va a quedar afuera y podrá ver entonces, desde un lugar privilegiado, los mecanismos internos de una campaña de propaganda. ¿Qué quiero decir? En una escena, una maestra le explica a sus alumnos que cuando uno contamina la naturaleza, todo se muere, y que eso es lo que quería hacer la empresa minera y por eso había que luchar contra ella. El mismo tono tiene el documental: las multinacionales son malignas, se quieren aprovechar de nosotros y matarnos, hay que luchar contra ellas. En Esquel, lucharon. Particularmente reveladora resulta la secuencia en la que, cuando todo está dispuesto para hacer un plebiscito entre los vecinos sobre el tema de la mina, una mujer sale por las casas a recolectar firmas para el no a la mina. La chica visita casas humildes y les pregunta a los vecinos qué opinan sobre las minas. Frente a la duda inicial o la negativa, en lugar de explicar la situación para que el interlocutor saque sus conclusiones, la chica dice: "Dicen que nos van a dar trabajo, pero nos van a contaminar con cianuro y nos vamos a morir todos". Con frases como esa, consigue sus firmas. El problema de Vienen... no es su mirada abiertamente ideológica, sino la poca habilidad con la que maneja sus argumentos para intentar llevarnos a la lucha. A fin de cuentas, muchos escucharán en este documental lo que quieren escuchar. Sí resulta increíble el momento en el que, una vez que pasó el conflicto, habla a cámara el ex gobernador de la provincia. Parado frente al mar dice: "Dijeron que no al proyecto porque decían que se iban a morir todos. Y no era tan así. Era un poco así pero no tanto". A confesión de parte...
Más romance que otra cosa Hay algo raro en De amor y otras adicciones, que en el fondo es una película muy tradicional. De entrada uno empieza a sospechar: lo primero que vemos es un cartel que nos sitúa temporalmente, la historia comienza en 1996. La pregunta que uno se hace es: ¿por qué ambientar una película en 1996? ¿Tan lejos estamos? ¿Tan diferente es nuestro mundo al de entonces como para poder aprovechar la música y algunos artefactos del decorado para el lado de la nostalgia? ¿Por qué 1996? El argumento, un poco más adelante, se encargará de justificar esa elección; lo importante en realidad es 1997. Pero hay algo ahí que queda molestando. La película transcurre en un mundo muy parecido al de hoy, pero cada tanto nos encontramos con los pager y los celulares viejos que nos hablan de una tecnología que hoy ya pasó de moda. La película abre con el personaje interpretado por Jake Gyllenhaal, sus trabajos, sus ojitos seductores, su familia, su futuro laboral. Hay algo raro en ese estereotipo de hombre que se voltea a cualquier mujer que le pasa por delante, pero el giro hacia la comedia (ligera) hace que pase desapercibido y su periplo como vendedor para una empresa farmacéutica parece empujar todo hacia un mismo lado. Y de pronto en una sala de médico en algún lugar de Estados Unidos aparece Anne Hathaway (que sabíamos que protagonizaba esto aunque todavía no se la había mostrado) y le vemos una teta. Y ahí cambia todo. De pronto estamos ante una comedia romántica como las que se hacen ahora, en la que la mujer es la que no quiere que haya conexión emocional, en la que hay mucha carnalidad, en la que vemos más de un desnudo (de ella y de él), todo muy posmoderno (aunque seguimos en 1996). Los chistes no son muy buenos, pero el tono se mantiene. Y de pronto esa relación casual se vuelve una relación estable (como es de rigor) y todo vuelve a cambiar otra vez. De pronto nos encontramos en plena chick flick: hay sentimientos, infancias y tragedias, amor sobre todas las cosas, vueltas de la vida. Cuando De amor y otras adicciones entra en la recta final, lo que encontramos se parece más a un melodrama. Y así termina. Hay algo raro en De amor y otras adicciones y probablemente tenga que ver con todos estos cambios. A pesar del carisma de sus dos protagonistas (Anne Hathaway ilumina la pantalla con solo pararse frente a una cámara, aunque en esta película muestra mucho más que eso), es muy difícil que una película se logre sostener con tanto volantazo. Los chistes no son particularmente memorables y probablemente la película hubiera ganado de haberse entregado totalmente a su costado sentimental. Con todo, no deja de ser una experiencia interesante ver una película que se arriesga a moverse así. Mucho se queda en el camino pero al final hay algo que queda de todo esto. Sí, al final esta era una película para chicas pero, Parkinson de por medio, aparece algo inesperado. Y Anne Hathaway sostiene cualquier cosa.
Cansados y aburridos Los protagonistas de La vieja de atrás son dos personajes que, en extremos opuestos, se terminan pareciendo (como nos hace saber la película) en una cosa: los dos están solos, abandonados, desamparados y sin nadie que los acompañe. La vieja de atrás es una viuda que está peleada con su familia y nunca tuvo hijos. El joven de adelante es un estudiante de La Pampa que está en Buenos Aires para seguir la carrera de Medicina pero que no tiene amigos ni parientes y que pronto se queda sin la plata que su familia le solía pasar. Sus historias se unen cuando le vieja invita al joven a vivir con ella, así él podrá seguir viviendo en Buenos Aires para continuar con su carrera y ella tendrá alguien con quien conversar. Esa es la idea básica. La vieja de atrás no ofrece más que eso. Preocupada por demostrar cuán solos están sus personajes, la película se queda vacía. Tenemos planos largos, espacios desiertos, miradas perdidas. Todo contribuye al aburrimiento del espectador, pero no a construir una película. El tono distanciado y cuasi sociológico se pierde cada tanto con personajes absurdos (como la chica histérica que invita a salir al protagonista), diálogos absurdos ("entre tantas fotocopias se pierde el original"), situaciones absurdas (la amistad entre la vieja y el florero) y una saña que cada tanto se cuela en contra del personaje de la vieja y que termina despertando nuestra compasión en contra de lo que parecerían ser las intenciones de la película. Por momentos uno puede creer que la distancia fría es el tono que se quiere imprimir a esta obra, pero entonces se nos zampa una metáfora horrenda (el yeso, las fotocopias), escenas que sólo sirven para aumentar el patetismo, encuadres que refuerzan (una vez más) una idea que ya se nos dijo infinitas veces. Que los personajes no hablen mucho no quiere decir que una película no sea discursiva.
Amor y remordimientos El problema con Cosa voglio di piu (estrenada en nuestro país con su título italiano original) no es que sea particularmente mala, sino que es simplemente otra más en una larga lista de películas europeas "industriales" que abordan el tema de la infidelidad matrimonial. Parece que Europa se está quedando sin temas y cada pocos meses nos llegan estas "exploraciones de un amor infiel" de distinta nacionalidad pero de características similares: una cámara atenta a los detalles, narración con mucha elipsis, actuaciones que acentúan el "lado interior" del drama de sus personajes, exploración de las complejidades del amor, la lucha con el deber familiar, etc. En octubre de 2010 se estrenó en Argentina, por mencionar uno de los ejemplos más recientes, Une affaire d amour que, en francés y con pueblo chico, seguía más o menos los mismos caminos. Estas películas europeas siempre están bien filmadas. En este caso, Silvio Soldini (director, entre otras, de Pan y tulipanes y Giorni e nuvole) trabaja una cámara "intimista": la cámara se mueve "desprolija" para generar el efecto de realismo, usa muy poca profundidad de campo para tener solo en foco a nuestros personajes (lo que nos interesa es su drama personal, su interioridad), una narración elegante (cargada de elipsis) intenta no subrayar demasiado (aunque no siempre lo logra). Las actuaciones del elenco son buenas, hay escenas de sexo (esta es una historia "sórdida"). Todo es muy prolijo. Hasta hay algún comentario social (el hombre es de "piel oscura"), que siempre da buen tono al cine bienpensante. Pero más allá de la falta de originalidad general de Cosa voglio di piu, su mayor inconveniente es que básicamente no tiene conflicto. La película está centrada (en la mayor parte del metraje) en el personaje de Anna (interpretado por Alba Rohrwacher): una italiana del norte con un buen trabajo, que vive en pareja y al cruzarse con Domenico (que trabaja en una empresa de catering) de pronto descubre que está insatisfecha. Después viene el amorío. Y después viene el largo debate entre este amor pasional y una vida previa que ya estaba armada. Pero Anna no tiene un verdadero problema: más que dejar a su actual pareja (por la cual no siente verdadero amor, con quien se siente cómoda pero claramente hacia el final ya no soporta), nada impide que se entregue a su nueva pasión. ¿A qué vienen entonces tantos interminables minutos de "debate interior", de penas y mentiras, de llantos y locuras? Anna es un personaje torturado pero lo que la tortura son sus propios remordimientos un poco insulsos. La suya no es una situación fácil, pero tampoco hay un verdadero conflicto que pueda filmarse. La película gana (y mucho) cuando decide concentrarse en el personaje de Domenico (Pierfrancesco Favino), un inmigrante, padre de familia, que lucha por poder pagar sus cuentas y tiene que sosportar a una mujer de caracter fuerte sobrepasada por las tareas familiares (uno de sus hijos es un bebé bastante problemático). Este costado (que, lamentablemente, es el que menos ocupa a Cosa voglio di piu) es mucho más interesante porque Domenico sí tiene conflictos: ama a otra mujer pero tiene responsabilidades de padre, su esposa no es una masa informe (como la pareja de Anna) y se da cuenta de que su marido la engaña, tiene que luchar por mantener el trabajo, se pelea con su familia. Los minutos dedicados a Domenico demuestran que cualquier cosa es más entretenida que seguir los devaneos de una mujer de clase media con complejos. Sin embargo, Cosa voglio di piu es fundamentalmente una película sobre Anna y como tal la sigue a ella. Y por eso se estanca. Las escenas en sí no están mal, pero la película no tiene verdadero ritmo, parece siempre estática y aburre. Solo al final, cuando por fin pasa algo, el espectador puede sacudirse un poco, pero después de más de dos horas el daño es irreparable.
Sin gracia Uno ve a los sobrinos del protagonista de Como bola sin manija hablar frente a cámara y reír contando anécdotas sobre el viejo loco que ahora vive en la casa de atrás y no sale al mundo exterior. El varón habla de sus andanzas, de su fanatismo por el fútbol; la sobrina mayor cuenta y mezcla todo con su tono new age que viene a "dar sentido"; la tercera sobrina no dice mucho porque en el fondo no hay mucho para decir. El tío de 77 años se encerró en su casa y no quiere salir. Y se peleó con su amigo de toda la vida, no se sabe por qué. Da la sensación de que el documental quiere que lo que nos muestra nos resulte simpático, que nos riamos con los sobrinos, pero lo que consigue es muy poco. El problema, por supuesto, no es el "contenido". En teoría, el pariente loco que se encerró en la casa de atrás podría ser un tema tan bueno como cualquier otro para un documental. El problema de Como bola sin manija es cómo está hecho, qué intenta decir, qué nos muestra y cómo. Uno sale de ver la película con la sensación de que no ha visto nada. Existe una corriente del cine actual (en especial, en el cine documental) que intenta manejar un registro "intimista" en el que la cámara en mano, la filmación desprolija, el mal sonido y el encuadre nulo supuestamente garantizan la "verdad" de lo que se está filmando. Películas casi caseras que quieren pegarse a la cotidianeidad para revelar algo más, para registrar, para dejar en cine. En este caso, al tío loco. Todo en Como bola sin manija está mal filmado. El audio es malo, los colores son feos, los encuadres son pésimos, la cámara en mano causa dolores de cabeza (en especial en la secuencia de viaje en el auto). Los personajes miran a cámara, hablan sobre si esto va a salir filmado o no (trampa suprema, a pesar de que explícitamente se le promete al tío que no, vemos mucho material que él no parece querer incluir en la película). No es simplemente una cuestión de presupuesto: hasta los encuadres de entrevista frontal con cámara fija son de lo más banales. Un noticiero de televisión está mejor manejado. Aún si uno quisiera pasar por alto estos detalles "técnicos" (¿por qué habríamos de hacerlo?), queda la cuestión de qué es lo que vemos en esas imágenes tan mal filmadas. Como dijimos, casi nada. Ese aire de filmación casera permea todo y nos encontramos con interminables (in-ter-mi-na-bles) discusiones caseras en las que se repite una y otra vez el mismo tema (ver la secuencia de la fecha de cumpleaños), no se agrega información, se habla sin sentido. Todo Como bola sin manija parece una de esas horribles discusiones familiares de domingo por la tarde que se repiten hasta el infinito y que uno intenta evitar por todos los medios posibles. Acá están filmados. Más allá de la nada "argumental" (el único punto que podría resultar medianamente intrigante, la pelea con el amigo Manija, está tan mal explicada, elidida, resuelta sin la menor preocupación, que se disuelve en la nada), uno como espectador tiene también la sensación de que lo poco con lo que contaba Como bola sin manija fue estirado innecesariamente para alcanzar sus 71 muntos. Las secuencias musicales son terribles (por lo redundantes, por lo mal hechas), muchas secuencias carecen de sentido (no en cuanto a contenido, en cuanto a forma). Un ejemplo mínimo: el amigo Manija va al jardín japonés para asistir a una meditación guiada por la sobrina mayor (a la cual, después de la eterna sesión de tarot, uno termina odiando). El señor mayor entra al parque, la sobrina lo guía. En un momento, la mujer le pregunta por qué no se saca el sweater que hace calor. Y la cámara, que lo sigue (temblequeando) por detrás muestra, en ese mismo plano largo, todo el proceso de cómo el hombre se va sacando el sweater mientras camina junto a los estanques llenos de carpas. ¿Para qué queremos ver eso? ¿Para qué querríamos ver toda esta película? El tío insoportable no se vuelve más simpático porque los sobrinos lo acosen y esta película no tiene el menor sentido de ser.
Con casco y sobre ruedas El cine argentino no conoce otra obra como la de José Celestino Campusano. Su cine bruto propone un método de trabajo poco transitado hoy en día y a la vez sus obras respiran una fuerza y una vitalidad fundamentales. Sin embargo, siguen siendo poco conocidas en el panorama nacional. Acá, un humilde intento de hacer correr la voz. Campusano, con su productora Cinebruto, dirigió hasta ahora (además de cortometrajes y codirecciones) tres largos: Legión, tribus urbanas motorizadas, de 2006, un documental en el que retrata ese mundo sobre el que va a volver en Vikingo; Vil romance, de 2007, historia de amor homosexual con camperas de cuero; y ahora Vikingo. A pesar de los premios que recibieron en distintos festivales del mundo, en Argentina no se vieron mucho. Cinebruto sigue una ideología: filmar en lugares reales con no actores que (si bien pueden interpretar una ficción) actúan, digamos, de sí mismos. El nivel de elaboración se mantiene en un mínimo y el guión (que puede existir como estructura) nunca funciona como cárcel de hierro, sino que busca liberar la palabra espontánea del protagonista y se alimenta de la improvisación. En un proceso de filmación muy largo, la cámara quiere entrar en una realidad cotidiana, filmar como si ella no existiera un mundo que transcurre frente a ella. Esta propuesta, por supuesto, acerca mucho este cine al documental (el primer largo de Campusano, como dijimos, fue un documental) y tiene el mérito de reflejar espacios y personajes que quedan normalmente al margen del cine argentino. Pero Vikingo vale por más que por ser un reflejo de esa realidad conurbana. Esta es una película de ficción y eso supone un esfuerzo por contar una historia, por narrar un sentido que va más allá de simplemente filmar lo que pasa; Vikingo busca también filmar aquello que podría escapar a la mirada documental, esa realidad un poco más escondida, la realidad simbólica de estos personajes. Por eso expone una historia inventada para la cual debe recurrir a diálogos pautados en los que los protagonistas dejan expuesta su cualidad de no actores. Este puede ser el punto más difícil para ciertos espectadores: pasar por alto ese lado "bruto" de las actuaciones. Pero es la propia película la que nos lleva más allá de eso. El argumento es simple y fluye con el ritmo de la cotidianeidad: un día Vikingo encuentra en su barrio a un hombre con su moto, que parece desesperado y lleva un tiempo sin comer. La simpatía es inmediata: Vikingo ve primero la moto y reconoce a un hermano. Movido por la compasión, le ofrece a Aguirre un poco de comida y, después, le abre las puertas de su casa sin preguntarle nada. Se desarrolla entonces el vínculo entre este hombre (cuya historia iremos descubriendo) y Vikingo y su familia. Dentro de la familia de Vikingo se encuentra su sobrino, hijo de una hermana que murió. Él lo cuida e intenta educarlo, pero el chico entra en contacto con una banda que fuma paco y comete diversos crímenes. La tensión más fuerte se va a dar entre esta banda de jóvenes drogadictos y sin códigos y la tribu de Vikingo, un mundo cargado de valores de fidelidad y respeto (marcados también por la violencia). La historia de amor, la historia de fidelidad y la historia de la pérdida de los valores en la brecha generacional se ven salpicados por hermosos momentos de ocio, en los que la tribu de motoqueros se junta para escuchar música, bailar, tomar, incluso para una orgía. Un striptease en alpargatas, un tango con ritmo de rockabili y una charla de familia con asado están entre los mejores momentos de la película. El ritmo de pasto y calles de tierra se corta cada tanto con las motos. Las motos son, por supuesto, las grandes protagonistas: están siempre, como vehículo, como símbolo, como tatuaje, como mobiliario, como lecho de orgía, como lugar de trabajo, como espacio de indentidad. El final sobre la ruta clausura de forma perfecta todo el sentido de esta gran película.
Choque de gigantes Todd Phillips había demostrado ya en su película anterior (¿Qué pasó ayer?, inesperado éxito del año pasado) un sentido de la comedia único y preciso. Con una película sin grandes estrellas y con recursos no particularmente originales, Phillips logró una pequeña obra maestra de la comedia americana, un nuevo rumbo para ese cine. Además, fue el encargado de llevar al panorama internacional a Zach Galifianakis. Qué es lo que hacía tan especial a ¿Qué pasó ayer?, es difícil decirlo, pero no sorprende que ya esté en producción la secuela. Con Todo un parto Phillips parece haber refinado sus herramientas. Por un lado (gran decisión), cede el protagonismo a Zach Galifianakis, que si bien se había robado la película anterior, en realidad en ella solo tenía un papel secundario. Por otro, cuenta con la colaboración de Robert Downey Jr., ese genio de la actuación que demuestra una vez más sus dotes para la comedia. El dúo funciona a la perfección (casi una relectura de los dúos cómicos clásicos), la película fluye impecable y Phillips despliega toda su creatividad. Hay por lo menos tres características en esta película de Phillips que vale la pena destacar. La primera es, como dijimos, la naturalidad con la que fluye la narración de Todo un parto. Hay un aire clásico que sobrevuela la película, como esas tomas aéreas en las que vemos los paisajes de Estados Unidos por los que avanzan los protagonistas. Uno de los problemas de la comedia americana suele ser ese: concentrada en los gags o en lo grotesco de los personajes, deja de lado la narración, se empantana o se entrega sin reservas a los lugares más comunes. No es el caso de Phillips; ya sea por la fluidez con la que cuenta, ya sea por el interés que logra generar hacia los personajes, el espectador se deja arrastrar por el río de esa narración que es siempre tensa, siempre activa, que nos obliga a avanzar sin que podamos detenernos a pensar en lo que estamos viendo. La segunda es el ritmo y la imprevisibilidad del humor. Como toda buena comedia, Todo un parto es una película veloz, los chistes pasan corriendo. Y se acumulan. Pero más allá de la cantidad de chistes (y su "calidad"), lo que parece distinguir el humor en estas películas es que el chiste llega siempre de donde uno menos lo espera. Las situaciones giran siempre, se doblan por los recovecos menos pensados. La risa llega como una piña al estómago y pasa en seguida: Phillips no se detiene nunca sobre un chiste logrado, pasa al siguiente. Esa velocidad le permite un humor que no conoce límites y puede atacar cualquier tema. La tercera es la constitución de sus personajes. Aunque al principio puede parecerlo, Todo un parto no maneja estereotipos. Las figuras grotescas/humorísticas de la comedia americana reciben varias capas en su tratamiento hasta que al final uno no puede sino conmoverse ante su humanidad. Esto es particularmente notorio en el caso de Ethan Tremblay (interpretado por Galifianakis), que empieza en la película como un chiste ambulante y termina como centro emotivo de la relación de amistad. Por supuesto, en estos dos últimos puntos Phillips recibe la gran ayuda de sus dos protagonistas. A pesar de la maestría del director, son estos dos actores los que dan vida a los personajes, los que les prestan sus cuerpos y voces. Y, fundamentalmente, los que encuentran el tono perfecto para esta comedia tan difícil de lograr. Por un lado, Downey Jr. maneja el perfil de la "persona normal" a la perfección. Por otro, Galifianakis, entregado al que parecería ser su mejor personaje, logra una actuación cómica/humana/seca que no para de soltar chistes que casi no parecen chistes. Ese probablemente sea otro mérito de Phillips: lo hace todo como si no le costara nada. Suelta gags uno tras otro (verbales y físicos) como si le sobraran, los deja caer al pasar o los hace estallar en pantalla y en ningún momento subestima al espectador subrayando demasiado aquello que se sostiene por sí mismo. El timing es todo.
La epopeya de los búhos Un poco más oscura que algunas de las últimas películas para chicos con leyenda y profecía, Ga''Hoole, la leyenda de los guardianes promete más de lo que termina entregando. Un joven búho, Soren, emprenderá una serie de aventuras cuando caiga accidentalmente del nido de su familia junto con su hermano. Secuestrado, rescatado y asociado a especies muy diferentes de búhos, Soren emprenderá la búsqueda de Ga''Hoole, un árbol que queda en una isla al otro lado del mar, donde viven los legendarios guardianes, quienes pueden ayudarle a salvar el mundo de los búhos. Se trata, por supuesto, de un viaje iniciático. La idea, obviamente, ya la hemos visto en otros contextos. Pero ahora hay plumas. Los búhos humanizados permiten que los diseñadores se despachen con una gran cantidad de personajes caracterizados por la distribución de sus plumas: hay búhos chiquitos con ojos grandes, búhos muy blancos, otros con plumas desalineadas, etc. El gran fuerte de esta película, por lejos, es su diseño de imagen. Se lo ve desde el principio: hay nubes, paisajes amplios y detallados, plumas en las que se percibe cada pequeña parte, movimientos de alas. El espectador puede quedar encantado en los primeros minutos con la profusión de detalles: los ojos, los troncos, las plantas, las gotas de lluvia. Por supuesto, todo esto se luce aún más con la tecnología 3D, que da relieve a la imagen. Pero finalmente pasa (como pasó en las anteriores películas del director, 300 y Watchmen) que tanto despliegue tecnológico/visual acaba por sonar a hueco. Hay muchísimo trabajo, muchas escenas en cámara lenta para que el espectador pueda apreciar cada mínimo pixel, pero los personajes se desdibujan. Son tantas las cosas que tienen que pasar en esta epopeya de búhos, tanta búsqueda, descubrimiento, gran viaje, batalla, que los episodios se suceden demasiado rápido, no llegamos a sentir realmente nada. Un ejemplo mínimo: se supone que para llegar a Ga''Hoole, hogar de los guardianes, nuestros protagonistas deben emprender un gran viaje. Se lo dice por lo menos cuatro veces. El espectador espera una gran odisea. Pero en pantalla la odisea se resuelve en menos de cinco minutos: llegan a la orilla del mar, salen a volar, hay una tormenta y de pronto ya llegaron. Sin el tiempo para el desarrollo de la extensión o el peligro de ese viaje, no podemos sentir el peligro y, sin eso, no llegamos a identificarnos con los personajes. Hay muchos obstáculos por superar, pero se superan demasiado rápido. Con todo, la historia es entretenida, si bien un poco "de fórmula"; los personajes no dejan de ser simpáticos (aunque los chistes no funcionen) y uno puede disfrutar de la película.
Pura magia Explicado, el argumento resulta mínimo: dos mejores amigas de un colegio en París (Yuki y Nina) se enfrentan a una separación cuando los padres de Yuki deciden divorciarse y su madre (de origen japonés) planea llevarse a su hija con ella de vuelta a su país natal. Yuki deberá enfrentar no solo la disolución de su familia sino también la perspectiva de un cambio radical: dejar París por Japón y dejar atrás a su mejor amiga. Sin embargo, esta premisa no sólo alcanza para construir todo Yuki y Nina, la desborda en una gran cantidad de momentos mágicos con un giro inesperado al final que no revelaremos pero que confirma la idea: Yuki y Nina no solo está vista desde la perspectiva de dos nenas de nueve años, atraviesa esa mirada hasta llegar al otro lado. Los directores Girardot y Suwa construyeron este delicado entramado que nos permite entrar en ese mundo contidiano y a la vez perdido de la infancia. Con planos secuencia prefectamente ejecutados, encuadres precisos, tiempos muertos sobrecargados de sentido y escenas inolvidables, Yuki y Nina es una de las propuestas más fascinante que ofrece la pantalla. Su juego con las convenciones, el cambio de género, la simplicidad de sus escenas, la naturalidad con la que se desarrolla todo van mucho más allá del drama intimista y la exploración de lo cotidiano. Son fundamentales para esta película sus dos actrices principales. Por supuesto, su naturalidad frente a la cámara es un mérito más de los directores, así como la elección de casting. Esta naturalidad resulta especialmente asombrosa si se tiene en cuenta lo difícil de las tomas: en un plano de varios minutos, todo tiene que salir a la perfección. Y así sale. Más allá del cine de autor, más allá de las tradiciones del cine francés y japonés, más allá de lo extraño de su mezcla, Yuki y Nina es una gran película que se vive como un recuerdo propio, que se construye con pequeños momentos que casi parece imposible ver filmados, que crece en la memoria del espectador.