Liberalismo moderado Así como los norteamericanos tienen su comedia romántica, con determinadas reglas que siempre siguen, los franceses no pueden dejar de ser franceses a la hora de hacer sus comedias: mucho sexo, muchas palabras, mucha mujer desnuda (no así hombres), muchas conversaciones "con contenido" que corren rápidas y metaforizan la tensión sexual (que de cualquier forma es explícita). Así como pasa con el público de la comedia romántica americana, a quien le guste la comedia francesa encontrará en El significado del amor un momento agradable, algunas risas no muy perturbadoras, un final edulcorado, no muchas sorpresas. Esta película maneja dos claves que intentan individualizarla de la eterna historia "chico conoce chica": está atravesada por "temas políticos" y trabaja una suerte de "monólogo interior representado". El "tema político" está encarnado por Baya Benmahmoud (interpretada por Sara Forestier), la chica, hija de un inmigrante argelino que no parece de familia argelina y que usa el sexo (las mujeres en el cine francés solo pueden ser ridículamente promiscuas) para seducir a "fascistas" y volverlos gente de izquierda. Por supuesto, esto va a chocar de frente con la familia y el modo de vida de Arthur Martin (intepretado por Jacques Gamblin), para deleite del público conservador o ligeramente progre. Los monólogos interiores están manejados principalmente por Martin (el protagonista), pero cada tanto pasan a Baya. Primero son recuerdos, después son conversaciones con uno mismo. El personaje mira a cámara, le cuenta al público su infancia, explica las limitaciones de la representación que está a punto de presenciar. Algo que hizo Woody Allen hace cuarenta años. A los franceses les gusta Woody Allen. Esta es una película muy francesa. Sin embargo, lo que Allen usaba como recurso para construir personajes, en El significado del amor resulta irremediablemente chato. Sí, los personajes miran a cámara y nos explican. El problema es que Leclerc (el director) nos explica absolutamente todo: a este personaje le pasó esto en la infancia y por eso se comporta de tal forma, este personaje tuvo tal trauma provocado por tal hecho y eso lo define de forma absoluta, los padres de este personaje tienen estas características (enumeradas por una voz en off) y eso basta para describirlo y para que entendamos cómo criaron a sus hijos y, en consecuencia, cómo son esos hijos ahora. Todo está explicado. Todo, por supuesto, desde una mirada liberal de izquierda. El punto más flojo de la película probablemente sea el personaje de Baya, a la cual da cuerpo la hermosa Forestier. Baya es tan efervescente, tan "de izquierda", está tan cómoda con su propio cuerpo que roza la caricatura. Como todos los personajes de El significado del amor, el suyo está completamente delineado, pero sus líneas se cruzan en malas intersecciones. La idea de que una chica (sí, es atolondrada, sí, no tiene complejos con su cuerpo) ande mostrando tetas en los supermercados como si nada o salga de pronto desnuda a la calle porque se había puesto a hablar por teléfono y se olvidó de que estaba sin ropa más que chistes para espantar a reprimidos son muestra del poco ingenio para construir un personaje real. La conclusión de todo esto, al final, es que "el amor es más fuerte", que los mejores franceses son de izquierda, que el sexo, que Sarkozy... Mucha política, mucha conciencia "preocupada" de liberal de izquierda, pero al final todo suena ligeramente conservador. Es notoria, por ejemplo, la obsesión que esta película tiene con la familia: la nuestra, la de los otros, las que son diferentes, las que son tradicionales, las reprimidas. Al final, parece que lo único importante es la familia y, moraleja de moralejas, resulta que todos (hasta las familias de inmigrantes radicales de izquierda) somos reprimidos y es mejor aceptarlo y vivir así. Total, basta con que una vez cada cuatro años votemos por la izquierda para poder vivir nuestra tranquila vida de familia.
Las vueltas de la fe Las películas de Nanni Moretti siempre contuvieron algún elemento inesperado, inconformista, corrido de las expectativas del espectador. Ya sea por la vena política, por la audacia formal, por el uso de diálogos, de cámara, de personajes, de música, cada estreno suyo ha generado repercusiones. Ahora que los años pasaron, que el reconocimiento es general (con La habitación del hijo, en 2001, ganó la Palma de Oro en Cannes y fue nominado al Oscar como mejor película extranjera), las cosas parecen haber cambiado, pero no tanto. Las películas de Moretti ya no tienen esa apariencia inestable, fragmentaria, ágil que tenían sus primeras obras. El Moretti de madurez se ha acercado al clasicismo narrativo, con historias lineales, narradas con tiempos acompasados, sin saltos ni sobresaltos, con coherencia. Habemus papam sigue esta línea que abrió La habitación del hijo, y a eso le suma un tono de comedia ligera, con chistes sobre curas y una superficie colorida y brillante. Habemus papam es una película de apariencia amable. Lo inesperado de esta nueva película de Moretti, entonces, parece ser la ausencia de esa postura abiertamente política (que había llegado hasta El caimán), de ese comentario sobre el mundo, una serie de parámetros y motivos que habíamos encontrado en su obra desde los comienzos. Cuando Moretti anunció el tema de su nueva película (un cardenal es elegido Papa, pero al momento de asumir el cargo sufre una crisis y no puede hacerlo; el Vaticano, entonces, se va obligado a llamar a un psicoanalista para que lo trate), habida cuenta de las opiniones abiertamente anticlericales y ateas del director, que Habemus papam sería un ataque frontal (como en El caimán Moretti había arremetido contra Berlusconi en una película que se estrenó la semana anterior a las elecciones) contra la Iglesia, el Vaticano, la fe (estructuras todavía muy fuertes en Italia y en el resto del mundo), todo aquello con lo que, sabemos, Moretti no está de acuerdo. Pero no fue el caso. Buena parte de Habemus papam transcurre dentro del Vaticano, pero no trata el tema del Vaticano y todo lo que implica. El Vaticano es, más bien, la excusa perfecta para el juego. En vez de criticar abiertamente o parodiar las estructuras y convenciones de la Iglesia, Moretti se vale de ellas para construir gags impecables, de trazo simple. Una vez que es llamado al Vaticano, el psicoanalista (interpretado por Moretti) se ve obligado a permanecer encerrado con el resto de los cardenales en el cónclave, hasta que se resuelva el problema del nuevo Papa. Entonces, lo que tenemos es a Moretti enjaulado, esperando. El argumento (la elección del Papa, su crisis), parece existir en esta película solo en el principio y en el final. El resto, el centro, el cuerpo de Habemus papam es solo encierro y crisis. Sobre ese encierro de convenciones rígidas (estamos dentro del Vaticano), Moretti se dedica a construir chistes sobre curas, torneos de voley, charlas. Pero esta apariencia sencilla convive con la crisis del nuevo Papa (interpretado por Michel Piccoli), que de pronto debe lidiar con algo que lo supera (tanto la elección para Papa como la crisis que desata esta elección). Este es el costado angustiante de la película, que tiene representación cabal, que convive con la parte ligera, que se adueña de los momentos musicales (siempre fundamentales en una película de Moretti). Es cierto que en su nueva película Moretti no se dedica a atacar aquello que cree que tiene que cambiar en el mundo, pero ese no es su objetivo . Habemus papam (a pesar de la dimensión global del tema) es una película ínitma, como lo había sido La habitación del hijo. Los caminos de Moretti, nuevamente, han cambiado. A los gritos del viejo Michelle Apicella (protagonista de las primeras películas de Moretti) se opone ahora Habemus papam con sus largos silencios, sus gags físicos, su construcción prolija. No es lo que nadie esperaba de Moretti, pero es una maravilla.
Cuesta abajo En general el Nuevo Cine Argentino se había dedicado hasta ahora a narrar historias lánguidas de personajes un tanto anémicos y de ligera a extremadamente aislados del mundo, la sociedad, la pareja, la familia. Habitantes anónimos de una ciudad barrial, estos personajes vagaban sin rumbo y muchas veces casi sin hablar. Cerro Bayo intenta seguir otros caminos: no solo no está filmada en Buenos Aires (el Nuevo Cine Argentino es, en buena medida, Nuevo Cine Porteño), sino que está protagonizada por una familia. El cine argentino, en general, no es ajeno a las "historias de familia". Del cine clásico a esta parte, buena parte de los valores defendidos por la industria nacional tenían en su centro a la familia. Pero la década del noventa cortó con eso, más todavía en la década del 2000. Sin embargo, este año habíamos visto ya un nuevo intento de "comedia familiar" dentro de un cine que podríamos considerar mainstream: Los marziano, gran película de Ana Katz, que se animó a entrar en el territorio del gran cine industrial, supo trabajar con estrellas de larga trayectoria (Puig, Francella) y le hizo frente a toda esa tradición costumbrista que tan bien enterrada estaba. El resultado fue una maravilla. Partiendo de lugares muy diferentes, Cerro Bayo no responde a un intento de dar nuevos brotes a aquel viejo tronco. No nace de la tradición del cine nacional sino de la tradición (a estas alturas, ¿de qué otra forma podríamos llamarla?) del Nuevo Cine Argentino. Sus personajes son Nuevo Cine Argentino, solo que esta vez vienen atados de a familia. Inés Efrón y Nahuel Pérez Biscayart llevan esa tradición cinematográfica inscripta en sus cuerpos. ¿Qué significa que esta sea una familia Nuevo Cine Argentino? No solo que sus miembros parecen deambular un poco erráticamente (a pesar de que tienen objetivos materiales concretos), que hablan "como todos los días", que nunca suben demasiado el tono de voz, sino que se oponen a una "idea moral" de la familia. Sí, hay hermanos, hay hijos, hay tíos, hay cuñados, pero no encontramos en el universo de Cerro Bayo ninguna idea como "la familia es lo primero" o "siempre podés contar con la familia". Al contrario, enchastrada de eso que algunos llaman realismo, esta película intenta ser "cruda", "desapasionada". Lo vemos desde el principio: el suicidio (que nunca se explica) de la abuela cierra toda posibilidad de familia. La matriarca ha muerto y su prole debe vagar por el mundo (un mundo chico, como Villa La Angostura, pero mundo al fin). Alrededor de esta idea de "no familia" hay historias de ambición (una ambición chica, como el pueblo, que parece que para lo único que sirve es para que uno escape de él). También hay una cierta sexualidad fría, encarnada por Efrón y su orgasmito que retumba sobre una toma del lago y las montañas. Hay un poco de nieve, charla sobre el clima. El principal problema de Cerro Bayo (tan Nuevo Cine Argentino) es que sus personajes son tan chiquitos que no nos interesan. La película arranca, cada personaje dice cuál va a ser su única preocupación definitoria (el chico quiere ir a Europa, la nena quiere un orgasmo, la tía quiere plata, el padre también, la madre llora) y el resto de la película es seguirlos de un lado al otro hasta que finalmente pasa lo que sabíamos que iba a pasar: todos quedan insatisfechos porque esta es una historia "realista", porque así es la vida. Cerro Bayo intenta alejarse de cierta tradición del cine de familia argentino, pero se opone tanto a él que al final parece espejarlo. Acá no hay "domingos en familia" con pasta y sonrisas, no, lo que hay es lo opuesto: gente fea, "como nosotros", condenada a vagar sin rumbo.
El género era una fiesta Tradicionalmente, la ciencia ficción se ha ambientado en futuros más o menos distantes o, en todo caso, en el presente. En el cine clásico, las invasiones (cargadas de paranoia) ocurrían en tiempos contemporáneos, pero nada nos impide pensar que los alienígenas podrían haber llegado a la Tierra en el pasado. En Cowboys y aliens son los vaqueros los que tienen que enfrentar una invasión de otro planeta. Jon Favreau había demostrado ya en las dos Iron Man que podía encargarse de lo que se suponía eran películas de acción y sacar un gran producto. Con Cowboys y Aliens muchos esperaron (posiblemente llevados por el extraño cruce que prometía el título) encontrar esos chispazos de humor que fueron la marca Robert Downey Jr./Iron Man, y que en buena parte fueron la razón de su éxito. Pero no es el caso. Como el cine en el que está inspirado, Cowboys y Aliens no tiene humor, pero eso no quiere decir que sea una película seria, aburrida o grave, todo lo contrario. El espíritu que atraviesa esta película es el de la aventura. A pesar de ser una película moderna (cargada de efectos siempre bien usados, de peleas coreografiadas), Cowboys... trae ciertos aires viejos. Aunque el cruce de géneros es muy posmoderno, Favreau parece respetar el western clásico y, sobre todo, la ciencia ficción de otras épocas, en las que los alienígenas eran siempre puramente ajenos a nosotros, siempre malos, carecían de una psicología (al modo E.T.) y solo llegaban al planeta para destruir. Esa sensación de extranjeridad está aumentada por el ambiente Lejano Oeste, en el que los personajes son completamente ajenos a las ideas de la ciencia ficción y no podrían, por tanto, entender del todo lo que está pasando. En ese ambiente, Daniel Craig compone un forajido que más que clásico es spaghetti: un hombre solitario, casi mudo, muy duro. A ese hombre duro se le suma otro sí más clásico, interpretado por un actor ya clásico: Harrison Ford, viejo, gruñón y encerrado en anécdotas de guerras pasadas. La cara de la modernidad es la de Olivia Wilde (cuyas mandíbulas nunca se hubieran podido ver en una pantalla clásica), que aporta el elemento romántico y más dinámico dentro de esta película. Como en el buen cine clásico (y en el moderno que todavía sabe cómo narrar), en esta película son fundamentales los personajes secundarios: desde el cura (elemento clave que permite la narración y abre el tema de la redención) hasta el cantinero/doctor (un personaje infaltable en cualquier western pero que, creo, hasta ahora nunca había tenido una verdadera voz, una identidad propia), el chico (en buena medida, punto de vista del espectador y personaje que habilita el relato de educación), el indio ranchero (que permite la comunicación entre mundos y nos abre la puerta a la interioridad del personaje interpretado por Harrison Ford). Son esos personajes y unos cuantos más los que hacen que podamos creer que el mundo en el que transcurre esta historia realmente existe, tiene densidad, tiene raíces. Posiblemente, el elemento más clásico de Cowboys y Aliens sea la confianza con la que Favreau se entrega a la historia que va a contar, sin importar cuántas naves extraterrestres tengan que aparecer en plano. Es esa confianza transparente la que hace que la película sea atractiva y divertida.
Algo en tu forma de hablar A pesar de que el cine argentino no suele ser muy bueno para las comedias románticas (género que hoy lleva la marca de los Estados Unidos), Güelcom tiene la dignidad de su sinceridad genérica: mira al espectador a los ojos, cree en el género al que se está entregando y se compromete a fondo. Si algunas de las actuaciones no terminan de funcionar y los chistes caen sin demasiada gracia, hay algo que todavía la sostiene. Sin embargo, algo no parece estar exactamente donde debería. Por momentos, Güelcom (una película de guión) parece, a pesar de sus localismos, la traducción de una película que traída de afuera. Esto es particularmente evidente en la forma en la que hablan sus personajes. Toda esta historia está narrada por su protagonista (interpretado por Mariano Martinez), que desde la playa, en algún momento post-historia, nos narra su historia de amor. Pero cada vez que abre la boca (y la poca versatilidad de Martinez suma a esto) lo que sale es un poco rígido. Las frases son demasiado armadas. Los adjetivos se anteponen a los sustantivos. Hay infinidad de tiempos compuestos. El vocabulario es rimbombante. Sí, en la historia hay una cruza con personajes españoles o que vivieron en España, pero absolutamente todos (incluso los más "argentinos") hablan así en este universo. Sí, el protagonista es un psicólogo y podría por tanto tener un lenguaje más elaborado, pero eso no justifica la idea de que alguien va a hablar así en su vida cotidiana. Por más romántico que le haya sonado a los guionistas la frase: "Siempre me gustó tu desubicado sentido del humor", a mí me deja frío. ¿Por qué "desubicado sentido del humor"? ¿Quién habla así? Sentido del humor desubicado. Todo lo que se dice (y todo lo que pasa) en esta película huele demasiado a guión poco natural, a idioma neutro, como si esta comedia romántica hubiera sido filmada en Estados Unidos y después doblada al "español" para su consumo local. Las actuaciones, como decíamos, no son terribles pero siempre les falta algo para terminar de existir realmente. Lo mejor son la pareja interpretada por Peto Menahem y Maju Lozano, personajes simpáticos, actores queribles. Los buenos secundarios, como nos enseñó el cine norteamericano, son fundamentales para este tipo de historias. Eugenia Tobal no es demasiado versátil, pero sabe aportar fotogenia a un papel que es más objeto de amor que otra cosa. Y Martinez está apagado, lejos, ausente, en una interpretación un poco forzada de lo que sería un hombre deprimido. Pero no enchastra la pantalla. A pesar de los aciertos que alcanzan al espectador, el mayor logro de Güelcom es la sinceridad con la que se entrega a su historia. Hay ciertos guiños cancheros (cuando llega la "quinta frase más usada por los argentinos que se van a vivir al exterior", uno empieza a ponerse impaciente), hay cierto maltrato hacia los personajes extranjeros o que van a vivir al extranjero (en línea con las peores cosas del cine nacional), pero al final esta historia de amor desconoce el cinismo y esa es una de las necesidades básicas de una comedia romántica.
Heroísmo retro Hace unos años ya, Estudios Marvel decidió que quería lanzar al mercado una película de Los Vengadores, la liga de sus máximos superhéroes. Por eso, a pesar de que hacía años el cine venía con versiones de sus personajes (como el Hombre Araña o Los cuatro fantásticos o los X-men), pusieron la máquina a toda potencia y empezaron a sacar películas/origen de cada uno de sus miembros para que todo estuviera a punto. Iron Man les salió muy bien, lo de Thor es más discutible, y ahora le llegó el turno al Capitán América. Aunque Chris Evans (a quien habíamos visto ya en películas Marvel interpretando a La antorcha humana), como en general el resto del elenco, está muy bien en su papel, hay algo que le falta al Capitán América. Lo primero, obviamente, es algún tipo de atractivo para su protagonista: sin el charm de Tony Stark o los conflictos internos de Peter Parker, Steve Rogers (el Capitán América) es básicamente un soldado superdesarrollado que sale a luchar contra los nazis (o su versión Marvel superdesarrollada, Cráneo Rojo). La estética imita el patriotismo de los años cuarenta, pero acá, en el 2011, y fuera de los Estados Unidos, necesitamos alguna otra excusa para involucrarnos en esta historia. Curiosamente, la película en sí está muy bien narrada y eso es lo que mantiene la atención del espectador, lo que nos lleva de una punta a la otra de este relato. Buen inicio, buen desarrollo, buen final. Los personajes se despliegan en su totalidad, Capitán América se toma el tiempo necesario para contarnos quiénes son estas personas y por qué deberían importarnos. Hay una gran dosis de empatía en la pantalla. Sin embargo, los personajes no tienen mucha carne. Steve Rogers es un tipo simpático por lo noble, por lo bueno, por lo debilucho que era, pero no tiene demasiado conflicto. Una vez que Stanley Tucci (muy bien, como siempre) le concede su superfuerza, ya no queda mucho por hacer, más que derrotar al malo que todos sabemos que va a derrotar. En ese punto, Capitán América se convierte un poco en un trámite y uno tiene esa sensación al ver el prólogo y el epílogo de esta historia: desde el principio sabemos que lo que se va a contar importa en tanto y en cuanto es un paso necesario para llegar (de forma muy prolija) al presente y a la verdadera apuesta, Los Vengadores. De hecho, después de la ya tradicional escenita tras los créditos se puede ver directamente el trailer de la película, que se estrenará en 2012. Si a Marvel le importa tan poco la historia del origen de su capitán, ¿por qué habría de importarle al espectador? Con todo, el oficio se impone y no se puede decir que uno la pase mal al ver esta película. Joe Johnston (que empezó en el cine con Querida, encogí a los niños) sabe manejar sus herramientas. Los actores secundarios están muy bien, sobre todo veteranos como Stanley Tucci y Tommy Lee Jones. Los efectos especiales no aplastan la historia. El humor, bastante escaso para el producto promedio Marvel, funciona bien. Y el malo, gracias a la interpretación de Hugo Weaving, llega a ser bastante siniestro.
Lecciones, lecciones La base de esta comedia es un hecho que no se explica demasiado y que en realidad no importa explicar: Cameron Diaz interpreta a una mujer superficial y hermosa que lo único que quiere es conseguir un marido con plata para que la mantenga, pero que por alguna razón mientras trabaja como maestra en una escuela primaria. Por supuesto, en Estados Unidos como en cualquier otro lado, un maestro no recibe un sueldo demasiado enorme y cuando Cameron decide que lo que necesita para conseguir a su ansiado millonario es operarse las tetas, tiene que embarcarse en diferentes tretas para tratar de conseguir la plata que le falta. Así de lineal y así falta de cualquier tipo de matiz es Malas enseñanzas. Como en buena parte de la Nueva Comedia Americana, todo gira en torno a dos o tres personajes extravagantes y la historia avanza por un simple desarrollo de las premisas que implican sus personajes. Además de Cameron Diaz, tenemos a Lucy Punch (vista hace poco en una película de Woody Allen), Justin Timberlake, Phillys Smith, John Michael Higgins y Jason Segel como la fauna que habita ese colegio. Todos están más o menos bien representando lo que representan, el problema es que dos de cada tres chistes que tira la película no terminan de funcionar. Pero cada tanto nos llega alguno. Hacía tiempo que Cameron Diaz no estaba tan radiante en la pantalla. Malas enseñanzas parece una excusa para mostrar sus piernas de casi cuarentona espléndida, cargada de arrugas hermosamente naturales y unas tetas chiquitas pero que están muy bien. A pesar de su personaje de mujer hipersuperficial y obsesionada con la cirugía estética, Diaz transmite (como en sus mejores papeles) una gran naturalidad y fotogenia pura. Es ella la que justifica hasta los momentos más burocráticos de esta película. Justin Timberlake, un chico carismático por excelencia, no es del todo creíble en su personaje de millonario idiota y eso le resta mucha fuerza a la comedia de esta película. Pero al rescate llega el inoxidable Jason Segel, que logra poner humanidad hasta en Malas enseñanzas, que logra ser querible, que tiene los mejores chistes, que entiende lo que está pasando. Si nos reímos, es por él. El único problema es que aparece muy poco. Más allá de los giros convencionales hacia el final (a estas alturas, casi una ley para la comedia mainstream) y del triunfo de la protagonista, hay algo muy extraño en esta película. Como indica el título (tanto en inglés como en español), el personaje interpretado por Cameron Diaz es una mala maestra, no da clases, se droga, hace trampa, logra manipular y engañar para zafar con lo que quiere, no le importa nada ni nadie; y sin embargo uno la quiere más a ella que a todos los maestros buenos que la rodean. Ese grado de incorrección política permite que el viaje por Malas enseñanzas sea llevadero. El resto son Cameron y Jason.
Cine monstruoso Michael Bay es un director francamente inepto. No sabe narrar, no tiene timing, no le importa nada. Su cine muestra costuras de fábrica por todos los costados, pero lo que resulta evidente (como había pasado ya con Pearl Harbor) es que cuando intenta hacer algo grande, termina haciendo algo monstruoso. Si bien la saga de Transformers nunca fue una producción independiente, algo modesto o muy sentido, sino más bien un intento descarado por ganar billetes con personajes que nacieron en algún momento para vender más juguetes, después de ver Transformers: El lado oscuro de la Luna, tercera entrega ya, uno tiene la sensación, al recordar aquella primera Transformers, de que se trataba de una película modesta. Sí, había robots gigantescos, publicidad por todos lados, una Megan Fox que se quiso imponer como estrella a fuerza de planos detalle de su culo. Pero también había algún chiste de robots gigantes que quieren esconderse detrás de una casa de suburbio, aventura de iniciación para un Shia LeBouf que todavía no se había vuelto un manojo de tics y repeticiones. Había algo. Ya la segunda estiraba sus materiales más allá de lo que podían soportar, pero era más o menos lo mismo, hasta se agregó un "cielo de los robots", que suma curiosos rivetes religiosos al asunto. La tercera se sale de toda escala, ya no le importa nada de nada, y cae en el vacío. En cierta forma, se trata de una evolución lógica. En la primera parte se inventó alguna historia como para que hubiera narración (imperativo de Hollywood que salva más de una película), pero era ya evidente que lo que importaba acá era mostrar muchos efectos chillones, saltos giroscópicos y ruiditos novedosos. La segunda le siguió la cola a la primera; la historia se agotaba pero había más robots. En esta tercera casi no hay historia (Megan Fox queda barrida con una línea rápida de diálogo), hay todavía más robots, una dimensión más para agitar las cosas y el conflicto ya necesita alcanzar dimensiones extraplanetarias. Esta evolución argumental podría no ser tan terrible (aunque eso es discutible) si Michael Bay no se entretuviera tanto con sus chiches nuevos como para olvidarse de que estaba haciendo una película que se suponía debía interesarnos. La cosa arranca con teorías conspirativas (y con una inexplicable mezcla de texturas entre el 3D más digital y un granulado "años ´60"). Buena parte de la primera mitad se va en tratar de establecer dos hechos: que Shia LeBouf es demasiado soberbio para aceptar cualquier trabajo después de haber salvado el mundo dos veces y que los gobiernos (norteamericano y ruso) esconden cosas. Cuando finalmente estas dos líneas se cruzan y descubrimos cuál era el secreto, resulta tan simple que las vueltas parecen injustificadas. Viene la vuelta de tuerca y nos lanzamos hacia la pelea final, que se hace realmente eterna. La cantidad de detalles, idas y vueltas por las que pasan los personajes en esa "zona liberada" que pasa a ser Chicago resulta absurda. Optimus Prime queda colgado cabeza abajo no se sabe cuánto tiempo, de pronto reaparece y ya nos habíamos olvidado de qué se suponía que tenía que hacer. Los humanitos corren de un lado al otro de la ciudad, intentan subirse a tres edificios diferentes y vemos cómo cada vez son rechazados. Todo para dar escala gigantesca, cuando es evidente que la pelea se resolverá de forma muy simple: los malos tienen un único punto débil y con atacarlo se termina todo. O sea, un envoltorio infinito para una resolución absurdamente breve. No vale la pena hablar demasiado sobre la cháchara fascista que permea toda esta película: los transformers defienden al mundo aliados al gobierno de Estados Unidos mientras atacan países extranjeros, hay millones de diálogos sobre "no permitir una invasión", "defender la libertad", "no rendirse frente al enemigo" y otras variantes. Una secuencia (por demás innecesaria) en un edificio con mucho vidrio que es derribado por un robot recuerda directamente al atentado a las Torres Gemelas. Se podrían buscar más cosas. Uno de los elementos más patéticos de la película (además de la incapacidad de Bay por mantener la atención del espectador incluso con tantos fuegos artificiales) es la búsqueda de humor. Más allá de la muy acertada y breve inclusión de Ken Jeong en un papel secundario, el resto son morisquetas de LeBouf, John Malkovich o John Turturro, y unos robotitos molestos. Eso sí: ahora los robots tienen sangre, baba y pelos.
Romance entre tontos El problema con las fórmulas y los lugares comunes es que cuando la película que las aplica no funciona, todo queda aplastado bajo su peso. No me quites a mi novio es una comedia romántica y, como tal, repite fórmulas, pero lo hace mal, con personajes malos, actores que no funcionan, ideas pobres y poca valentía. Lo que queda es una película entre tantas, que intenta hacernos reír pero no lo logra, que quiere endulzar los corazones pero nos deja bastante fríos. Un problema fundamental de No me quites a mi novio es Kate Hudson, al igual que el de cualquier otra película que la incluya en su reparto. Sería difícil rastrear el origen de la mentira que es Kate Hudson como actriz, pero si uno creía que no podría verla en una situación peor que la de Nine, estaba equivocado. No es muy complicado: Kate Hudson no es graciosa. No lo es. No es su culpa, bastaría con que dejaran de intentar venderla como protagonista de comedias. Uno podía decir: muchas actrices no son graciosas pero son lindas. El problema es que Kate Hudson nunca estuvo tan fea como en No me quites a mi novio; parece vieja y no podría seducir a demasiada gente. Si, además de lo mal que está Kate frente a cámara, sumamos el hecho de que su personaje es francamente insoportable, no queda mucho con lo que trabajar. Pero su personaje no solo es insoportable, la película quiere mostrarlo como insoportable y, por tanto, resulta despiadada. Más allá de dos o tres momentos de fidelidad de amigas, el personaje interpretado por Kate Hudson queda retratado como un ser frío, egoísta, narcisista, prepotente, mentiroso y francamente feo. Crear semejante cosa y no darle ni siquiera un poco de compasión (es, después de todo, la víctima) es maltratar mucho a un personaje. Pero la realidad es que aunque Kate es el nombre más conocido dentro del elenco, a la película le importa más bien poco. Todo gira en torno a la morocha protagonista, con su cara inexplicablemente horizontal, su flequillo, su sonrisa de “soy tan tímida pero buena”. La película está enamorada de su protagonista y el público pasa a cumplir el rol del mejor amigo falsamente gay: escuchar durante más de una hora y media sus lamentos y confesiones de por qué el chico que le gusta no está con ella. Después de patética, la cosa se vuelve molesta; tanta ida, tanta vuelta, tanta conciencia preocupada por la familia, tanto histeriqueo no hacen más que revelar lo que sospechábamos desde un principio: todos los personajes de esta película son insoportables. Este muchacho de ojos azules, tan bueno que quiere ser maestro, es francamente un pelmazo y lo mejor que uno puede esperar es que se quede solo el resto de su vida. Pero no, la película no se juega por nada; al final por una cosa o por otra todos terminan siguiendo felices con sus vidas y no hay conflictos, no hay nada, solo unas camisas que la mujer tiene que buscar en la tintorería para su nuevo novio perfecto. El único personaje que resulta más o menos humano, más o menos creíble/querible está interpretado por el único actor del elenco que puede hacer comedia: John Krasinski. Es el único en toda la película que dice algo medianamente lógico, el único que tiene algunos chistes buenos (“South Hampton es como una película de zombies filmada por Ralph Lauren”), pero cuando lo vemos caer de amigo de la infancia (que, por supuesto, en algún momento se hace pasar por homosexual) a amigo triste que siempre estuvo enamorado en silencio, la última chispa se desvanece, la película asesta su último golpe de infinita mala leche y lo que nos queda al final es verdaderamente nada.
Western sin gracia Hay más de un motivo por el que el que el western, género cinematográfico norteamericano por excelencia (y para algunos, el género), nunca prosperó en Argentina. Para que el western sea lo que es, se necesita mucho más que la historia de un territorio despoblado y su conquista. Más aún, al hablar de western Fernando Spiner parece pensar más en el spaghetti western que en el western clásico que supo estar en los orígenes del cine. Es decir, un género transplantado de Estados Unidos a Italia y que más que remitir a una historia nacional remitía a un género cinematográfico preexistente. La gauchización de un spaghetti western, aunque pueda apelar a los espíritus nacionalistas, es una operación puramente decorativa. Dicho esto, hay que decir que Aballay, el hombre sin miedo no funciona como película en sí misma. ¿Por qué no funciona? Podríamos ofrecer diferentes respuestas. Lo primero que hay que decir es que resulta difícil soportar la sobreactuación constante que plaga a Aballay. Honrosa y resplandeciente excepción dentro del elenco, la presencia y la medida justa que demuestra Moro Anghileri no hacen más que poner en relieve la exaltación constante en la que parecen vivir todos los personajes de la película. No hablemos de los acentos telúricos fluctuantes, de Horacio Fontova hablando "lenguas", del absurdo de Gabriel Goity (uno casi puede sentir los escupitajos desde la butaca). Hasta Pablo Cedrón, de una innegable fotogenia y presencia centrada, cae en excesos por todos los costados. Pero Aballay no es una película excesiva, ni mucho menos. Todo está muy armado, todo cumple una función, todo es prolijo y lleva adonde Spiner nos intenta llevar. La única escena de la película que parece respirar realmente, que parece un momento de verdad, surge gracias a la virtud de Moro Anghileri, que al hablarle a su pretendiente del Santo Pobre y del colgante que lleva del cuello nos permite por un segundo sentir lo que siente ese personaje. Lo demás son pantomimas. Aballay parece ir un poco a la deriva, a pesar de lo lineal de su premisa. Primero vemos el crimen inicial, después los ojos "expresivos" de Cedrón, después el chico crecido, después una historia de amor, después una historia de abuso de poder, después una historia de santidad, después una venganza, después otra venganza. Los hilos son claros, pero parecen flojos, enredados más que entramados. El problema probablemente sea que en ningún momento llegamos a entender realmente cómo funciona esa comunidad de frontera, esa sociedad antes de la civilización. Sabemos que el protagonista llega a un rancho, que cerca hay un pueblo, que en ese pueblo hay un juez de paz que es malo. Pero poco más. A pesar de la escena con asado y baile tradicional, no vivimos esa vida, no sentimos que estemos ahí. El baile con nenitos y la gente que silba marchas militares no alcanzan a darle vida a un contexto que a Spiner no le interesa; son postales agregadas para "dar el tono". Pero si no nos interesa el pueblo de frontera, poco nos van a interesar las maldades del juez de paz. Y si nos interesa poco la maldad de ese pueblo, menos nos va a interesar la supuesta santidad del hombre de a caballo. Si nada de lo que vemos existe realmente con una vida independiente de las funciones narrativas de la película, los personajes se desvanecen y sus penas no nos involucran. Las actuaciones grotescas, además, no hacen más que acentuar esa impresión de máscara vacía. Filmar terrenos tierrosos, una venganza que consume y algún primerísimo primer plano tal vez sea un homenaje a Leone, pero no alcanza para constituir una película.