No hay dos sin tres. ¿Quién maneja el mundo? La pregunta surge desde una de las tantas canciones que podemos escuchar en la esperada Más Notas Perfectas, y la respuesta está clara: las mujeres. Si bien la primera entrega, de lo que parece ir camino a convertirse en una franquicia a futuro (ya se habla de la tercera parte), no tuvo el éxito esperando en nuestro país, queda claro que en esta ocasión las chicas vuelven con todo y dispuestas a ganarse al público que no pudieron ganarse la primera vez. Las Bellas, un grupo femenino de cantantes a capela, quien ha resultado victorioso en las últimas competencias, se enfrenta a diversos contratiempos, algunos típicos de la edad, otros no tanto: convengamos que no todos los días alguien se queda colgando de una soga mostrando sus partes al presidente de la nación. Así comienza la trama, Fat Amy (Rebel Wilson) da la nota, quedando expuesta en un festejo de cumpleaños de nada más ni nada menos que Barack Obama, siendo todo el grupo desterrado de las competencias, giras y festivales, quedándoles como única opción para recuperar la gloria musical ganar el campeonato mundial de canto a capela. Allí se enfrentarán con Das Sound Machine, un grupo de chicos alemanes, demasiado esterotipados y llevados al extremo (de todas formas, no molestan en el argumento gracias al humor subliminar en cada diálogo entre ellos y las Bellas). En paralelo se cuentan dos historias más. Beca (Anna Kendrick), quien parece ser la única a la que le preocupa su vida fuera de la universidad, comienza una pasantía en un estudio de producción musical: posiblemente esta historia sea la que menos funcione, aunque sirve para darle más protagonismo al genial personaje de Fat Amy, lo cual alcanza para compensar. La tercera línea argumental trata sobre la incorporación de una nueva Bella, “la heredera” (Hailee Steinfeld), quien será la revelación y salvará no solo al grupo en la competencia, sino también a las otras dos historias que componen esta segunda parte de Ritmo Perfecto. Un punto a favor es la inclusión de más tiempo en pantalla para los personajes de los presentadores, una dupla genial donde los chistes de política, homosexualidad, racismo y misoginia están a la orden del día y funcionan perfecto. Siguen las canciones pop, se renuevan los covers con una canción original y el público agradecerá que haya llegado esta versión para posicionar de mejor manera a aquella primera película que algunos supimos disfrutar mucho más que otros, los cuales a su vez esperamos que el rumor de una tercera parte se haga realidad.
Un monstruo grande, que pisa fuerte. Relatos Iraníes llega a los cines argentinos con un paso firme habiendo sido galardonada en el Festival de Venecia con el premio al mejor guión, sin duda merecido. Sabemos que el cine iraní no es moneda corriente en las salas: en él se pueden ver animales hablando con humanos en un zoológico nacional ficticio, pero eso será cuento de otro relato. Qué tampoco será un relato salvaje, ese compendio de historias separadas y forzadas que supimos ver en pantalla tiempo atrás. “No sabemos quién está viendo esto…“, menciona uno de los personajes de la película a la cámara de otro personaje, se trata de una mujer que busca justicia por su hijo preso y de un documentalista perseverante, decidido a mostrar la realidad en la que viven muchos iraníes, víctimas de los abusos de poder, de la injusticia social aceptada, de la sodomización y el maltrato verbal y físico hacia las mujeres (dejándolas en un lugar anulado, no sólo frente a la sociedad misma sino también dentro de sus hogares, con maridos violentos, desconfiados, infieles y ausentes). Existe la dicotomía entre ese rol de la mujer y el que desempeñan en este film: aquí son ellas las que llevan las historias, los ejes principales, quienes nos hablan del sufrimiento padecido, del dolor de la lucha constante, en un país donde pareciera irónicamente que el hombre ha quedado en un segundo plano, relegado. Las distintas historias están entrelazadas por un hilo conductor invisible pero bien marcado, donde los protagonistas de cada relato dejan paso a los de la historia siguiente, todas con un punto en común o tal vez más de uno; un pedido hacia el otro, hacia quien escucha, hacia quien los pueda ver, una denuncia frente a tanta soledad personal y global. Las actuaciones fluyen como no puede fluir la vida misma, cómplices con una cámara que muestra y se involucra, que quiere ser parte y carne de esta realidad desgarradora a la cual muchos deciden no mirar. Las mujeres nos presentan los relatos, son quienes ayudan a los demás, quienes nos dan un punto de vista diferente sobre cómo pararnos frente a una sociedad que las deja de lado, las silencia, las esconde, las maltrata; pero ellas siguen, y dan pelea. En un país quebrado, ahogado, asfixiado, donde parece no haber esperanza, llegamos al final de estas siete historias, entre las cuales quizás las últimas dos son las más fuertes de la película, las que más hablan, las que dan lugar -entre tanto odio y maltrato- a un amor por encima de todo, a una suerte mínima de fe, donde la realidad pueda dar un giro y no cortarnos por la mitad. Las palabras finales del documentalista son claras: “Ninguna película queda en un cajón, eventualmente alguien termina viéndola”; tal vez más como un deseo dicho en voz alta, un pedido voraz por parte de una directora en un país donde filmar es casi un ejercicio de lucha, un arriesgar la propia libertad. El cine iraní tal vez hoy no sea de un consumo masivo, películas como éstas nos pueden acercar a descubrirlo y descubrirnos: a fin de cuenta sólo se trata de historias bien contadas, de sensibilidad extrema, de un cine que pisa fuerte y que cada vez más personas, por suerte, estamos mirando.
Al final, al final hay recompensa. Tarda en llegar, ya lo decía la canción, pero al final hay recompensa. Y todos aquellos seguidores y fanáticos de las películas de Pixar, quienes desde el estreno en el 2009 de Up estábamos esperando una película como Intensamente (Inside Out), hoy nos sentimos agradecidos y colmados del mejor cine de animación, como no se veía desde hace mucho tiempo. Luego de cinco años de trabajo por parte del estudio, nos encontramos con la historia de Riley, una nena de 11 años, una edad en la que aún no se deja de ser un niño y nos faltan unos pasos para convertirnos en adolescentes. Su conflicto se plantea debido a una mudanza familiar, y es ahí donde se harán presentes los verdaderos protagonistas de la historia, las voces en la mente de esta niña, personificadas en cinco pilares de toda típica personalidad: Alegría, Tristeza, Desagrado, Temor y Furia. Como en un viaje al interior, no sólo de Riley sino de nosotros mismos, exploraremos los temas que a veces a Disney, con tanta secuela, precuela, y repetición de argumentos, se le olvidan: el desarraigo, el sentir de una manera y actuar de otra, el ver la realidad desde otra perspectiva (la escena con los personajes dentro de la mente de la madre y del padre constituye una contraposición acertada de cómo podemos funcionar por dentro y mostrarnos por fuera), la lucha entre soltar a nuestro amigo imaginario de la infancia, y el estar pendiente del chico perfecto que nos empieza a gustar… en sí, lo difícil que puede resultar crecer. Entonces no sería raro pensar en el personaje de Alegría como en una madre sustituta de Riley, pendiente de que todo en su vida vaya bien, siempre con una sonrisa, olvidando a veces que tal vez la tristeza nos haga crecer mucho más que la alegría misma. Si bien el estudio ha producido películas que tienen como protagonistas a autos, juguetes, peces, todas esas obras hablan de nosotros mismos, y en Intensamente no queda duda alguna; y hasta pareciera a veces, salvo algunas complicidades con el público adulto, que los niños las entienden mejor que nosotros. Estamos ante un film con una calidad y claridad extraordinarias, tanto en la animación como en el guión, en función de las cuales saldremos saciados de buen cine, con todos nuestros sentimientos alineados en una sola dirección, el disfrute de lo bueno. Si bien no se apunta a un final abierto, bien valdría la pena una segunda parte, porque cuando probamos lo bueno, siempre queremos más. De lo mejor que se ha visto en el año, y con una enseñanza maravillosa: todos, definitivamente, necesitamos un poco de tristeza para ser felices.
¿Vivos? Sí, vivos. Y más feroces e inteligentes que en las versiones anteriores. En esta nueva entrega de la saga de Jurassic Park, nos volvemos a encontrar con el parque, nuevamente funcionando, con más y mejores atracciones, más diversidad de formas y tamaños, mejores tecnologías y la misma ambición del hombre, orientada a cómo hacer más dinero a costa de lo que sea. Como ven, en la cuarta película aún nadie aprendió la lección de la primera, y la ecuación “dinosaurios + parque + gente + tecnología de primera + ambición del bello ser humano”, nos vuelve a dar el mismo resultado: algo siempre puede fallar y allí se desatará nuevamente la catástrofe. Debido al decaimiento de asistencia del público al parque, los científicos no tienen mejor idea que crear el Indominus Rex, un nuevo dinosaurio genéticamente modificado, más grande que el T-Rex y con facultades más desarrolladas y algunas sorpresas que se develarán al final. Tan indomable se vuelve el nuevo personaje, que es necesario contar con la ayuda de un ex militar idóneo en el tema dinosaurios y especialmente en el estudio de los raptores (velociraptor), con quienes casi llega a lograr una relación de respeto mutuo, pendiente siempre de una delgada línea entre ser su amigo o su próxima carnada. Así es cómo Owen (Chris Patt) es convocado por la manager del parque Claire (Bryce Dallas Howard), no tan creíble en este film, para supervisar al nuevo espécimen y encargarse de los cuidados necesarios para que esta vez el parque no se convierta en la sede de una batalla campal donde los humanos pocas chances tendrán. Como no podía faltar, se suman al argumento los dos chicos necesarios para aumentar el drama, ambos sobrinos de Claire, a quien no ven desde hace unos cuantos años. Aunque el trabajo de Bryce no es de lo mejor, tampoco desentona, salvo en la escena donde llora por un dinosaurio muerto: jamás deja caer una lágrima por la cantidad de compañeros de trabajo que dejan su vida en su amado parque. Cosas que pasan en un mundo donde los dinosaurios existen… Hay que decir que el trabajo que ha desarrollado Industrial Light & Magic sobre los dinosaurios, sus rasgos, movimientos y texturas es como siempre impecable, al punto que alguna que otra vez, ayudados por la tensión del momento, daremos algún pequeño salto de la butaca. Si tienen la oportunidad, esta es de esas películas que vale la pena ver en 3D. Con un final que obviamente no revelaremos, apostando a lo seguro pero con mucho dinamismo, la película logra el cometido de entretener y de encontrar un giro más sobre una historia ya conocida, haciendo de esta una muy buena película para disfrutar, y logrando que los fanáticos, como quien escribe, deseen que siga la saga y haya muchos más rugidos en el futuro.
Cuento con final “cantado”. Basada en el musical homónimo de Broadway, Into the Woods, de Stephen Sondheim y James Lapine, llega esta historia convertida en una acartonada versión cinematográfica de Rob Marshall. Los laureles del director, respecto a sus películas y sobre todo a su buen tino en la dirección de musicales, no son temas de debate ni de discusión, de hecho en los primeros cuarenta minutos de película se ven algunos destellos de esa genialidad a la que nos ha malacostumbrado, razón por la cual asistimos engañados a esta propuesta banal. El inicio del film, a través de un montaje exacto y una puesta en escena prometedora, invitan a un disfrute que pasada la hora y media de la película no podrá sostenerse, sugiriendo más de una mirada de reojo al reloj, deseando que este compilado de cuentos que parece nunca acabar, acabe de una vez. El reparto es ambicioso, con Meryl Streep a la cabeza como una bruja que funciona como un catalizador para un sinfín de situaciones que combinan los distintos personajes de los cuentos de los hermanos Grimm. Lamentablemente no parece poder llevar el cuento, con la ayuda de la siempre impecable Emily Blunt, a un final feliz. La historia es sobre una pareja de jóvenes panaderos, quienes debido a un hechizo no pueden tener hijos. Su bruja vecina ofrece revertir la maldición a cambio de ciertos elementos: una vaca blanca, una capa roja, un mechón de cabello rubio y un zapato puro como el oro. Todos estos elementos darán con un compendio de personajes conocidos, tales como el protagonista de Jack y las Habichuelas Mágicas, Caperucita Roja, el Lobo Feroz (interpretado por Johnny Depp: estos papeles sólo los puede hacer si lo dirige Tim Burton, claramente), Cenicienta, Rapunzel y unos príncipes azules teñidos de gris, tanto por sus actuaciones como por sus pobres diálogos. El bosque funciona como contexto para lograr este menjunje híbrido de cuentos infantiles, donde las canciones fallan la mayoría de las veces, los decorados son demasiado teatrales y algunas actuaciones rozan lo burdo. Ya llegando al final, esta historia logra, como los cuentos que nos leían de pequeños, mandar a niños y adultos a dormir, sin siquiera un final feliz. Hablamos de un intento fallido, olvidable, el cual quedará como un recuerdo etéreo de un musical que nunca debió abandonar las tablas teatrales, y el cual, sin Meryl Streep brindando otra brillante actuación, sería un desperdicio total de celuloide.
Si de pasiones se trata… Estamos ante un dupla que a primera instancia parece prometedora, y hay que ser justos, no defrauda, pero nos deja con ganas de un poco más. Juan Taratuto (No sos vos, soy yo, Un Novio para mi Mujer) es un buen director de cine, con historias simples, en las que mayormente nos plantea los conflictos de una pareja, ya sea abordándola desde el punto de vista femenino o masculino. Eduardo Sacheri es un gran escritor cuyos libros han alcanzado gran aceptación en el público, y gracias a quien nuestro país recibió su segundo Oscar, por la película El Secreto de sus Ojos, basada en su libro homónimo. Ahora bien, la ecuación planteada: buen director de cine más un excelente escritor (quien se suma a la adaptación del guión) y actores que no destacan pero logran lo propuesto, nos debería dar una muy buena película. El resultado tal vez no llega a tanto pero hablamos de un buen largometraje, aceptable para los que nos gusta el fútbol, incluso algo nostálgico. Esto no es poca cosa para un cine argentino marketinero desesperado por mostrar en una película lo que se puede ver en cualquier noticiero a media tarde. La historia se centra en cuatro amigos fanáticos del fútbol y del club Independiente: el relato comienza con la muerte de uno de ellos, el “Mono”, quien reaparecerá a lo largo del film mediante recuerdos de sus amigos y de su hermano. Fernando, el hermano del Mono, el “Ruso” y Mauricio (no debe ser casual que el único que logró salir del barrio, y convertirse en un prestigioso abogado, no tenga apodo) se enteran que el Mono no dejó ni un solo centavo en su cuenta, había recibido una indemnización de 300.000 dólares y lo invirtió todo en comprar a una promesa juvenil del fútbol, Mario Juan Bautista Pittilanga, un delantero de un club de Santiago del Estero con un problema fundamental: no hace goles. Este grupo de entrañables amigos intentará por todos los medios, y bajo todos los trucos e ingenios, vender al jugador para asegurarle un futuro a la hija de nueve años del Mono, Guadalupe. Tal vez el fútbol sea utilizado como una excusa o contexto para contar una historia de amistad, de soledades y de compañías (que aunque ya no estén nos siguen marcando y nos dan la fuerza que a veces no creemos tener), y de lo que somos capaces de hacer por una pasión (perder la cabeza y apostarlo todo, y también perder la cabeza y dejar todo para recuperarlo). Papeles en el Viento es una buena película que sí posee una dupla que no falla ni en el cine ni en la vida real: fútbol y amistad, esa pasión que se respira en ese mismo aire donde quedan flotando y revoloteando los papelitos después de un partido de fútbol.
Un paseo por el infierno. Si las primeras líneas que leemos sobre un film es que es desagradable, sórdido, y brutalmente honesto, tal vez repensemos el sentarnos a ver de qué se trata, pero no tomemos esos adjetivos como algo negativo. En un cine donde el empalagamiento está a la orden del día y los argumentos no pueden sostenerse pasada la media hora de metraje, este caminar entre las tumbas resulta una sorpresa satisfactoria y digna de nuestra atención. El director y guionista Scott Frank utiliza una fórmula que no falló en films anteriores, y no falla tampoco en esta ocasión: convocar a un actor de la talla de Liam Neeson y darle un personaje que pareciera manejar e interpretar casi de memoria. Neeson es Matt Scudder, un ex policía alcohólico, devenido en un detective privado sin licencia (con 8 años de sobriedad en su haber), quien trabaja haciéndole favores a amigos y conocidos, una manera sutil de operar por fuera de ley. Obsesionado con un error del pasado, llega a su vida un caso donde no pareciera haber “bando bueno”, están los malos, y están aquellos a “encontrar”, cargados de una psicopatía y crueldad que en algunas ocasiones se nos hace difícil de tolerar. Matt es contratado por un traficante de drogas para encontrar a los responsables del secuestro y muerte de su esposa, dos hombres que, carentes de escrúpulos y atestados de violencia, repiten estos crímenes bajo el mismo patrón: secuestrar a esposas de narcotraficantes, pedir rescate, y matarlas despedazando y mutilando sus cuerpos. Estamos ante un thriller oscuro de los que no abundan, donde los hombres son casi únicos protagonistas, tipos marginados, solitarios, en busca de una redención que no llegará para todos. Con un guión bien estructurado y escenas tensas acompañadas por una excelente fotografía y una mejor elección de la banda sonora, celebramos una elección de personajes secundarios bien elaborados. Quizás el único punto flojo sea la aparición del chico de la calle, que se transformará en el "compañero" de Matt; esto es de lo poco forzado que presenta el guión, aunque en el resultado final no molesta. El film está situado en una época donde parecía que se venía el fin del mundo, el año 2000, y los miedos sobre qué podría pasar con el cambio de milenio estaban a la orden del día. La mejor frase de la película lo define: "La gente le tiene miedo a las cosas equivocadas". No quedan dudas en esta entretenida y aceptable película que no hay nada más temible que los demonios que llevamos dentro.
Demasiadas grietas… Existe un factor positivo y uno negativo en El Último Amor, e irónicamente son el mismo: está protagonizada por Michael Caine. Nos sentamos en la butaca felices de ver a Sir Caine en un protagónico, como hace tiempo no podíamos disfrutar a este actor de dotes inconmensurables: lo que no sabemos es que estamos a punto de ser cómplices de una trampa cinematográfica ya que nunca vamos a poder empatizar con la historia ni con sus personajes. Matthew (Caine) es un anciano inglés, recientemente viudo, presuntamente mal padre, viviendo en París, una ciudad de la cual no ha aprendido aún el idioma ni ha hecho más de un amigo. Pauline, (Clémence Poésy), una bella joven y profesora de baile, comparte la misma soledad que Matthew, aunque jamás sepamos nada de ella ni de su vida. Es así como en un encuentro, algo forzado y torpe por parte del guión, ambos coincidirán en un autobús donde comenzarán una relación de compañía y apoyo mutuo. La historia no resulta muy verosímil. A pesar de que en algún momento nos creamos que quizás la soledad y desesperación por afecto nos puedan llevar a convertir a un extraño en nuestro imprescindible par (para Matthew en un amor de pareja, para Pauline en una familia ausente), todo termina siendo demasiado aburrido y lento como para poder convencernos. La aparición de los hijos de Matthew y su pésima relación no suman mucho al relato, sumado al poco hincapié que se hace sobre el hijo que decide quedarse unos días más junto a su padre. Todo cae en lugares comunes y nos deja con ganas de un protagónico más a la medida de las capacidades actorales de Michael Caine, reconociendo que sin él esta película pasaría desapercibida para cualquier espectador. Hablamos de una comedia dramática filosófica acerca de las verdades y mentiras del amor, la pérdida del ser amado, la imposibilidad de llenar el lado vacío de la cama o del banco en el parque, y como menciona Mathew, de cómo hay una grieta en todo, y así es como entra la luz y la esperanza a nuestras vidas. Lamentablemente este film tiene demasiadas grietas y la luz nos deja ciegos de buen cine.
Un agosto sofocante... La versión cinematográfica de Agosto, basada en la exitosa obra de teatro escrita por Tracy Letts, ganadora del premio Pulitzer, y representada en diferentes teatros del mundo, llega a las pantallas con altas expectativas, justificadas y logradas gracias a un destacado compendio de factores: un sólido argumento, un elenco magistral encabezado por la soberbia actriz Meryl Streep, música compuesta por Gustavo Santaolalla y una historia que a todos en alguna medida nos puede resultar familiar. Si de familia se trata, estamos ante una donde todos sus integrantes parecen estar condenados o condenarse a fuerza de mérito propio a la infelicidad, hagan lo que hagan ese parece ser su destino; desde el patriarca en cuestión Beverly (Sam Shepard), quien decide suicidarse y dar inicio a un drama familiar épico, hasta su esposa Violet (Meryl Streep), una mujer de temperamento ácido con un cáncer en la boca, enfermedad que no la detendrá para decir las más crueles verdades y los silencios más sonoros que nadie querría escuchar.
Paranoicos se buscan... Una vez que termina esta película, uno se queda pensando sobre algunos temas: ¿a qué se debe el título Paranoia? ¿Liam Hemsworth no puede intentar trabajar un poco más sobre sus pobres gestos faciales? Definitivamente Harrison Ford y Gary Oldman hacía tiempo que no se veían, ¿y en vez de juntarse a tomar un café decidieron verse un rato en el set de filmación, regalarnos los pocos minutos que valen la pena de los 106 totales e irse tranquilos -y algo más adinerados- a sus casas? Y sobretodo, ¿era necesario llevar a cabo esta producción? Lo importante es que algunas respuestas tenemos, o al menos humildes presunciones: el término “paranoia” puede referirse a sensaciones angustiantes o estar siendo perseguido por fuerzas incontrolables. Algo de angustia se siente al ser testigo de un guión tan aburrido y predecible, y la única fuerza incontrolable que hallamos es la propia, orientada a no dar el brazo a torcer y levantarnos antes de la proyección. Después mucho más de “paranoia” no podemos encontrar, salvo una escena menor, donde el protagonista se da cuenta que lo están filmando en la casa que le obsequiaron sus generosos y desinteresados nuevos jefes (¡!), a lo que responde enloqueciendo y desconectando todo...