Vale la pena (no la alegría). La espera para disfrutar la secuela de Zoolander fue de largos 15 años, lo cual desde ya es muchísimo tiempo. La ansiedad, la expectativa, el fanatismo contenido, son todos factores que se vuelven aún más en contra en la ecuación de lo que resulta la fallida segunda parte. Todos sabemos lo que vamos a ver. No lo sabíamos quizás en la primogénita, por eso la sorpresa y el goce en los chistes tontos, en las caras moldeadas de Ben Stiller, y en su genial enemigo vuelto amigo, Owen Wilson, quienes junto a interpretaciones como las de Will Ferrell, nos hicieron amar la estupidez y aplaudir un guión inteligente, bien actuado y con las pretensiones justas, que en ese caso superaron todas las expectativas. Ahora bien, llega su segunda parte, y nos volvemos a encontrar con algunos puntos altos (Will Ferell, logra equilibrar la balanza para que la película no sea un total bochorno), algunos cameos que pueden resultar graciosos, o no; hay un uso del personaje del famoso interpretándose a sí mismo, que de tan reiterativo agota, aunque en mínimos casos logre sacarnos alguna sonrisa menor. El caso de Sting, y quizás de Justin Bieber, ya que su aparición y su muerte llevada a la exgeración mediante una balacera que parece nunca acabar, tal vez tengan algo que nos mueva un poco la comisura de los labios. El argumento es bastante simple: Derek se aisla del mundo ante una fatalidad que sufre su familia, la misma que lo lleva a enemistarse con su hermano de las pasarelas, Hansel, con quien volverá a reunirse, convocados ambos por la reina de la moda en Italia, para ser nuevamente las estrellas del modelaje que supieron ser mucho tiempo atrás. Junto con ese deseo, ambos irán tras uno mayor, que será reunirse con su familia: en el caso de Derek, reencontrarse con su hijo, y en el de Hansel, conocer sus orígenes y recuperar a su peculiar parentela (repetir el tema de la orgía no tiene ningún sentido). Repitiendo trama original, caerán en la trampa del malévolo y desquiciado Mugatu (lo volvemos a decir: Ferrell se supera así mismo en su personaje y brilla en cada escena, siendo casi el único punto fuerte de esta segunda entrega), quien en esta ocasión no solo busca venganza, sino un fin mayor, a revelarse en un final que bordea el delirio, llegando caso al ridículo, ese ridículo tonto, que no se vio en Zoolander. Bien sabido es que un chiste, al repetirse, deja de funcionar. Si encima lo repetimos una y otra vez, entonces no solo no nos reímos, sino que que empezamos a fastidiarnos, a despreciar la originalidad inicial. No se llega a tanto, pero sí saturan las mismas parodias, no aporta nada el personaje de Penélope Cruz y su inglés ya es un daño al oído, que resta aún más a la película. El mayor mérito de Zoolander 2 es que apenas terminamos de verla, necesitamos urgente volver a ver la uno, para recordar ese humor bizarro y delirante que funcionaba a la perfección. De cualquier manera, por la genialidad de la primera parte, perdonamos la mediocridad de la segunda. Sabemos que Ben Stiller tiene crédito de sobra.
Una Cenicienta del “llame ya”. David O. Russell, director y guionista, ha cosechado a lo largo de los años un gran número de adeptos, fieles a su estilo, seducidos por títulos como El Ganador, El Lado Luminoso de la Vida, Escándalo Americano, entre otras; películas dotadas de historias congruentes, sostenidas por actores de calidad impecable, conducidos por un director que sabe lo que quiere decir y más importante aún, cómo decirlo. Con grandes expectativas, llega Joy, sobre una ama de casa y madre soltera, la cual ha renunciado a todos sus sueños de la niñez, a aquellos dotes natos para inventar cosas, relegados frente a las obligaciones personales y familiares (cabe mencionar un detalle: si bien la protagonista tiene dos hijos, una nena y un nene, éste último pareciera desaparecer del cuadro familiar en varias escenas, quizás como una metáfora del rol menor y peyorativo que se le da al género masculino a lo largo del film). Uno de los puntos más sobresalientes es la brillante actuación de Jennifer Lawrence, a quien muchos han tildado de “sobrevalorada”, sin embardo es justo decir que interpretando a Joy Mangano eleva la trama en aquellos momentos donde el ritmo narrativo paraciera no sostenerse del todo. Desempleada y viviendo en la misma casa junto a su madre (una adicta a las telenovelas), su padre (un desdibujado Robert De Niro), su ex marido instalado cómodamente en el sótano, una abuela preocupada por no dejar morir los sueños de su nieta mayor, una hermanastra digna de aquellas de los cuentos de niños; deberá encontrar la manera de no dejarse absorver por el entorno que la rodea. Este podría considerarse el cuento de una Cenicienta, sólo que en vez de ir en busca de un príncipe azul, el sueño es otro, el de la independencia económica y la superación personal. Así es cómo nuestra protagonista batalla contra todos los obstáculos que la sociedad y su propia familia le imponen, y logra dar con un invento, el famoso trapeador mop, aquel que no es necesario tocar al escurrir (otra analogía en concordancia con el cuento de la pobre sirvienta convertida en princesa). Dicha invención la convertirá en una millonaria y en una reina del telemarketing, llevando al máximo la utopía del sueño americano. Existe un dejo de feminismo a lo largo de toda la trama aunque probablemente la intención haya sido la opuesta, pero tanto remarcar el punto de la valoración de la mujer, de su indepencia, de las guerras unilaterales en contrapunto con el rol del hombre, siempre considerado como un obstáculo, invita a una sensación de ambigüedad, dejando por debajo a los valores que intentan ponderarse en la historia relatada. El film es correcto, mantiene el tempo narrativo gracias a la combinación de momentos dramáticos con buenas ironías, las cuales funcionan como salvavidas en los instantes en que el pulso decae (varios de ellos tienen que ver con el fallido personaje construido por la inigualable Isabella Rossellini, quien al menos -en el papel de la nueva novia del padre de Joy- bordea lo bizarro durante todas sus escenas). Seguramente no encabezará la lista de los mejores films del director de Tres Reyes, y muchos de sus seguidores quedarán algo insatisfechos, sin embargo la obra supera la línea de lo aceptable, no cae en clichés ni en resoluciones fáciles e ilustra de manera detallada la contienda entre el feroz mundo del comercio y los sueños que nos persiguen hasta cumplirlos.
La pasión siempre gana. Sabido es que ante un éxito como el que vivó la película argentina El Secreto de sus Ojos de Juan José Campanella, galardonada con el Oscar a Mejor Película Extranjera en el año 2010, el olfato de los productores americanos no dejaría escapar la oportunidad de reformular aquella historia centrada en un crimen y la densa investigación subsiguiente a fin de dar con el culpable, aun muchos años después de perpetrado el crimen. En Secretos de una Obsesión se toma como base el impecable guión de la original, pero no es lo que se dice una “remake” propiamente dicha, es tal vez una adaptación tomando algunos puntos en común pero desarrollando un argumento algo disímil. Estamos ante un clásico film americano de investigación. Probablemente si no se lo comparase con la película argentina tendría algunos puntos positivos más, pero la realidad es que la trama nunca decae y tiene al espectador siempre interesado en el desarrollo, aun conociendo de antemano el final de la historia. Nos encontramos con actores de la talla de Julia Roberts, hoy interpretando el papel de policía y madre de la víctima: puede que a algunos les parezca forzada la actuación, sin embargo Julia siempre se luce, siempre creemos en sus gestos, en sus silencios y en sus palabras, y es su actuación un punto álgido en el relato. La acompaña en reparto Chiwetel Ejiofor, quien ocupa el rol que tan magníficamente llevó a cabo Ricardo Darín, componiendo un detective obsesionado con encontrar al culpable y -en paralelo- dar lucha a una justicia no del todo justa (se le suma en esta oportunidad el factor emocional, siendo la víctima una persona allegada a él). Para completar el trío de protagonistas, Nicole Kidman encarna a la fiscal que interpretara Soledad Villamil, y si alguno insisite en comparaciones, Nicole las perderá todas ya que en contraposición a Roberts, su actuación queda pobre, algo inverosímil por momentos, encontrando su mayor falla en la historia de amor que trata de construirse entre ella y el detective, la cual si se siente forzada y con poca consistencia. Los cambios obvios en el guión están a la orden del día (el fútbol será reemplazado por el béisbol), y la presencia del comic así como del famoso picnic oficinesco serán elementos primordiales en el seguimiento del caso a resolver. Secretos de una Obsesión habla de lo mismo pero de manera diferente. Tal vez los personajes no estén tan bien construidos aunque a fin de cuentas se sostienen, el guión es correcto y los tiempos justos. Si bien se aprecia alguna chatura en los clímax y la fotografía en pantalla, estamos ante un thriller bien llevado, que sale airoso de la dificultad de tener como punto de referencia y comparación a una de las mejores películas argentinas de los últimos tiempos. El film no se eleva sobre su par cinematográfico, pero pasa la prueba y es digno de ver.
Cuando el miedo nos hace valientes. Mucho tiempo atrás pensar en la posible conjunción de Disney y Pixar hubiera sido una utopía certera, sin embargo la primera compró a la segunda y gracias a esa inesperada “amistad”, nos regalaron fabulosas historias animadas como Toy Story, Buscando a Nemo, Monster Inc., Intensamente y tantas otras, aclamadas por público infantil y adulto. De eso justamente trata su tan esperada Un Gran Dinosaurio, de la impensada amistad entre un Apatosaurio llamado Arlo y un humano llamado Spot. La hipótesis en que se basa la película está centrada en qué hubiese pasado si el asteroide que impactó sobre la Tierra hubiera seguido otro rumbo, y los dinosaurios no se hubiesen extinguido. Es así como encontramos a estos personajes desarrollando sus vidas en esta aventura prehistórica que tiene un poco de comedia dramática (Disney nunca se va a privar de algún que otro golpecito bajo, de esos que te generan una angustia leve, pero angustia al fin), y otro tanto de aventuras protagonizadas por este entrañable dúo (más una variedad de personajes muy bien compuestos y desarrollados, de esos a los que ya nos tienen acostumbrados). Arlo, el pequeño gran dinosaurio, desde que nace vive con miedo, a todo y todos, mientras que sus hermanos son todo lo opuesto. Sin embargo, él siempre insiste en superarse, en intentar vencer ese temor con el que ha nacido, tanto por él mismo como para demostrarle a su padre que él también es digno de dejar marcada “su huella” en la historia. Henry, su progenitor, confía más en su hijo de lo que Arlo piensa, razón por la cual le encarga la tarea de atrapar a “la criatura” que roba el alimento que ellos tan laboriosamente cosechan. Sin embargo, Arlo sentirá empatía por la famosa criatura, el pequeño humano Spot, con quien -gracias a un giro en la historia- se volverán cómplices inseparabales en el árido desierto, donde lucharán contra las más variadas criaturas y donde hallarán una pintoresca familia de Tiranosaurios Rex, aliados incondicionales que le mostrarán a Arlo la importancia de tener miedo y de poder vencerlo. El debut del director Peter Sohn, presente en el reciente Festival de Cine de Mar del Plata, y quien trabaja para Pixar desde hace muchísimo tiempo, no pudo ser mejor, ya que este film es impecable por donde se lo mire: los efectos especiales son de una calidad sublime (esta es la película que más tiene en la historia de Disney) y los paisajes desarrollados tecnológicamente se convierten en un personaje más (a veces olvidamos que estamos ante una película de animación, lográndose una sensación de realidad pocas veces vista). La historia de roles invertidos, donde el humano funciona como una especie de mascota adorable, hace pensar, quizás, en alguna similitud con aquel Principito que quería domesticar al zorro. Algo de ese espíritu de amistad está presente también aquí, en este viaje para volver a casa, que termina convirtiéndose en un viaje para encontrarse con uno mismo. Eso le pasa al gran Arlo, y también es posible que le pase a todo aquel decidido a enfrentarse con sus propios miedos.
¿Siempre nos quedará París? Un Fin de Semana en París (Le Week-End, 2013) es una comedia romántica, con algún dejo de drama, dirigida por Roger Michell. Tal vez el nombre del director no suene conocido pero muchos recordarán una de sus buenas películas, Un Lugar Llamado Notting Hill (Notting Hill, 1999). Teniendo dicha propuesta en su filmografía, podemos esperar o ansiar los mismos resultados para esta ocasión, pero la realidad es que nos quedamos con un sabor amargo al encenderse las luces de la sala. La trama se centra en una pareja mayor, Nick y Meg, interpretados por los geniales Jim Broadbent y Lindsay Duncan, dos versátiles actores a los cuales la historia parece quedarles chica. Componen un matrimonio en crisis, razón por la cual deciden ir el fin de semana de su aniversario a París, ciudad idílica donde pasaron su luna de miel muchos años atrás. Con los hijos ya fuera de casa, en parte, estos dos profesores británicos tratarán de encontrar la manera de salir de la rutina, de volver a encontrar lo que amaban uno del otro, y por qué no, lo que odiaban del otro y de ellos mismos. En algún momento podemos pensar que las escenas atestadas de diálogos son similares a las protagonizadas por aquella pareja joven, en Viena, que nos regaló Richard Linklater en Antes del Amanecer (Before Sunrise, 1995), donde los diálogos eran protagonistas del argumento y nos mantenían cautivos. Aquí no es tan así; y si bien las palabras están bien pensadas, las escenas se suceden de manera elegante -con un sentido del humor sutil- y es en general todo correcto, pareciera que nada termina de convencernos en esta historia de amor maduro. Existe entre los actores algún tipo de química que sostiene la historia. Lamentablemente Jeff Goldblum, quien interpreta a un viejo compañero de Facultad de Nic, está -en un rol secundario- demasiado alterado para el ritmo que lleva esta película, y en vez de equilibrar, desentona aún más. Si de comedias románticas se trata, perdonamos al director por esta tibia película y le seguimos agradeciendo una y otra vez aquella historia donde Julia Roberts y Hugh Grant nos enamoraban a todos.
Un puente histórico. Pasaron diez años para que Tom Hanks vuelva a ser dirigido por el inigualable Steven Spielberg, su último trabajo en conjunto había sido en el 2004 en la recordada y correcta La Terminal. Esta vez el binomio de actor y director se reúne para contar la historia de James B. Donovan (Hanks), un abogado de seguros a quien el gobierno de los Estados Unidos le encarga un trabajo que terminará convirtiéndose en una misión diplomática, dejando huella en la historia mundial. Basada en hechos reales, y con colaboración de los hermanos Coen en el guión, la historia se sitúa en la década del 60, en plena Guerra Fría entre EE.UU. y la Unión Soviética. En este contexto el FBI captura un espía soviético, a quien Donovan deberá defender, aunque con la firme intención por parte del gobierno de condenarlo a la pena de muerte. Primero reticente a hacerlo, el abogado crea una relación de empatía con su defendido, priorizando -como debe ser- las leyes ante cualquier acusado de un crimen. Esto lo llevará a ser visto como enemigo por sus propios colegas y toda la sociedad norteamericana, sufriendo incluso atentados violentos contra su familia. En la contemporaneidad de este caso, el piloto americano Francis Gary Powers es capturado por la Unión Soviética, con lo cual Donovan tendrá ahora una nueva y más arriesgada misión: llevar a cabo la negociación entre los dos países para hacer un intercambio de prisioneros, con el agregado que dicho intercambio se llevará a cabo en Berlín Oriental, una ciudad en pleno caos. Aquí Spielberg vuelve a lo que tanto disfruta recrear, el mundo de la guerra sin mostrar la guerra en sí. Estamos ante un relato de espionaje bien llevado, de manera lineal, el cual nunca cae en un pozo argumental pero tampoco logra un mayor nivel de tensión. Con su maestría en el manejo de los tiempos de la narración, el correcto uso del montaje y el pulso formidable de los diálogos, Puente de Espías merece ser vista, desde sus personajes bien construidos hasta la recreación de época, que a esta altura el director domina a la perfección: todo nos lleva a una película donde la historia nos atrapa de la mano de un Tom Hanks que por suerte nunca decepciona.
Por las nubes. Robert Zemeckis vuelve a las pantallas con el fin de contar la historia de Philippe Petit, aquel funambulista francés que en 1974 cruzó -a través de un cable tensado- la distancia entre las ya desaparecidas Torres Gemelas de New York. Aquí el director expone nuevamente su afán por las historias que se centran en un sólo personaje y su mundo (ya nos ha narrado las desventuras del personaje de Denzel Washington en El Vuelo, y nos ha invitado a acompañar a Tom Hanks en Forrest Gump y Náufrago). En esta oportunidad la historia ya fue narrada por aquel excelente documental ganador del Oscar en el 2008, Man on Wire; sin embargo la visión de esta propuesta, apoyada en gran medida y con excelentes resultados en la tecnología 3D, rinde sus frutos aunque claro, con algunas falencias. El inicio del film se torna algo tedioso, acuñado en demasiadas palabras explicativas, con un paso lento de la historia que nos tiene esperando por aquello, que a mediados de la película y llegando a su final, nos envuelve en una tensión espectacular, una angustia injustificada porque la mayoría conoce el resultado de la hazaña. No obstante la propuesta visual es perfecta y logra su cometido: tener a los espectadores pendientes de un hilo, o más bien de un cable, siempre tensos en sus butacas. Puede cuestionarse la elección del actor Joseph Gordon-Levitt para el personaje principal. Al inicio la peluca y los lentes de contacto azul se tornan difíciles de acomodar a la vista, pero cuando comienzan a contarse los planes de la proeza a llevar a cabo, las habilidades natas del actor como gimnasta (lo era en sus años más jóvenes) dejan claro el por qué de la elección y nos volvemos parte del sueño, sin cuestionarlo. De esto trata entonces la historia detrás del sueño de un hombre que fue rechazado desde temprano por su familia, la cual discrepaba con él debido a su amor por las artes circenses. Petit se muda a la mágica ciudad de París, donde conocerá el amor y la amistad: su pareja y su mejor amigo serán los primeros cómplices en esta aventura denominada “el crimen artístico del siglo”. Se unirán luego al equipo personajes pintorescos que serán parte fundamental para ayudar al protagonista a cumplir su anhelo. Estamos ante una propuesta de ficción sobre un hombre real con un sueño demasiado particular. De hecho, es una interesante experiencia cinematográfica para disfrutar en 3D… debe ser una de las pocas películas que realmente lo vale.
El hombre convertido en mito. Mario Luis Rodríguez Cobos, conocido mundialmente como Silo, fue el fundador del Partido Humanista, una figura polémica que tuvo y tiene inmensa cantidad de seguidores y detractores. Este documental sobre su vida, enfocado casi en su totalidad sobre sus ideas, nos narra de manera dinámica aunque austera los inicios de Silo, desde la dualidad de dónde proviene su apodo: el misticismo vinculado con el Génesis, que habla de Silo como una figura que congrega a los pueblos, y el Silo agrario, de forma alargada y desgarbada, tal la apariencia del hombre que llegó a ser conocido como “el mesías”. El protagonista preocupó a su entorno inmediato durante su infancia porque no emitió muchas palabras hasta los cuatro años, pero pasado ese tiempo no dejaría de hablar hasta su muerte en 2010, siempre en busca de la transformación simultánea del individuo. El mensaje de Silo promueve tres puntos esenciales en la vida del ser humano: paz, fuerza y alegría. Reconocido en más de 60 países, enarbolado por distintas figuras de Asia, África y Europa, fue orador en la famosa Marcha Mundial por la Paz en el año 2009 en Berlín; y desde la montaña, donde decidió retirarse a vivir y meditar, dejó en sus adeptos el deseo de un individuo sin sufrimiento y un mundo sin violencia, repitiendo el conocido mensaje de actuar con los otros cómo nos gustaría que lo hagan con nosotros. La historia es narrada por Gastón Pauls y Osmar Núñez, y si bien cuenta con una fluidez que hace dinámica su visión, se siente por momentos repetitiva en los recursos y en el contenido, con un exceso de musicalización tal vez. Es posible que la idea central haya sido mostrar sólo el lado positivo de la figura de Silo, pero estando bajo el posicionamiento del género documental, queda pendiente el costado negativo y de conflicto que la figura de este hombre promovió, denunciado por algunos por su perfil sectario (es decir, aquí queda pendiente un análisis más completo). Para quienes conozcan su vida y mensaje, las entrevistas y todo el material de archivo funcionarán sólo como un recordatorio casual del responsable del denominado “poder joven”; y aquellos que no hayan oído de él previamente, tendrán un primer acercamiento -aunque escueto- a la figura controversial de Silo.
La mesa está servida. La última película del director Marcos Carnevale es una interesante propuesta en el medio de una cartelera argentina colmada por películas que prometen mucho más de lo que cumplen, ayudadas claro por una máquina marketinera desbordante. No es el caso de El Espejo de los Otros, lo que se promete en los distintos trailers que se han podido ver, se cumple. Hablamos de un gran director, quien cuida y maneja de manera formidable los elencos con los que trabaja y cada historia contada, así va de lujo en lujo en lo que a calidad actoral se refiere. Siendo una película coral, sería engorroso citar todos los nombres que la componen, cabe mencionar que tanto la línea argumental como sus intérpretes dejan saciado nuestra hambre de relatos bien narrados, y al encenderse las luces de la sala nos levantamos satisfechos de un buen plato cinematográfico. Y de esto se trata porque cada noche en el Cenáculo -un símil catedral abandonada escondida en algún punto de la ciudad- se lleva a cabo una única y última cena: nadie nunca repite una cena en tan exótico lugar (bueno, tal vez alguna que otra excepción develada en el devenir de la trama). Tal exclusivo restaurante está a cargo de dos particulares hermanos, interpretados por Pepito Cibrián (nada mal en su debut cinematográfico) y Graciela Borges, quien domina cada escena donde participa. No será lo único que tengan en común en una batalla de egos, que los encontrará -tal vez- siendo partícipes ellos mismos de una última cena. Cada noche nos invita a una nueva historia: una familia liderada por la ambición, mujeres indecisas en cuanto a su personalidad, historias de amor que fueron, otras que podrían haber sido, etc. Estamos ante la constante fascinación por mirarse y reconocerse en los otros, y ante la pasión dominando para bien y para mal cada decisión. A fin de cuenta, cuando nos dejamos llevar por la pasión siempre terminamos perdiendo un poco de poder, sobre nosotros y sobre aquello o aquellos que nos apasionan. Y el espejo como protagonista tácito; tal vez como decía Borges sobre aquel objeto, solo sirva para repetir lo intrascendente. Sin embargo es en ese reflejo donde podemos reconocer las miserias y virtudes de uno proyectadas en los otros, será cuestión de quien quiera y se anime a mirar en este espejo.
La pérdida de lo esencial. Hace unas semanas, luego de ver las primeras imágenes de El Principito, la versión para la pantalla grande de Mark Osborne del clásico infantil, nos emocionamos por lo que parecía la promesa de una de las películas animadas del año. El combo era infalible: un excelente director, cuidadoso siempre del material con el que trabaja, los mejores animadores de la industria, Hans Zimmer y su genialidad musical, y claro, la estrella en cuestión, uno de los mejores libros para niños y adultos, una obra invaluable e inagotable, la gema literaria escrita por Antoine de Saint-Exupéry sobre aquel niño de rizos rubios y esa ingenuidad que ninguno de nosotros quiere perder. Sin embargo, al terminar la proyección queda un sinsabor, la sensación de que el opus original es demasiado perfecto y exacto, y que cualquier atisbo de intentar volverlo a contar, o contarlo de otra manera, o insertarlo en otra historia, será una causa perdida. Es verdad que el director ha intentado mantener la historia lo más fiel posible, no se han alterado los pasajes más importantes ni se ha cambiado nada en la línea argumental, de hecho es imperioso reconocer que el trato que se le ha dado a la historia de El Principito, tanto la elección de una animación en stop motion, que la acerca a los geniales dibujos del libro, como la precisión del desarrollo narrativo, es justo y loable, pero lamentablemente no alcanza. La historia central, contada con animación CGI, nos presenta a una niña intentando entrar a una de las escuelas más prestigiosas de la ciudad; su madre -obsesionada con el tiempo y la rigurosidad- le exigirá total compromiso durante todo el verano de preparación, con un cronograma estricto que no incluye tiempo libre para jugar ni hacer amigos. Todo cambiará cuando la pequeña conozca a su vecino, un alocado aviador, con quien se hará gran amiga y recorrerá toda la historia de aquel Principito que amó a su rosa, domesticó a un zorro, sucumbió ante la serpiente, recorrrió los planetas más variados, y quien descubrió y nos hizo descubrir que al final, solo se ve bien con el corazón. El cierre de esta historia, donde vemos un posible Principito adulto, es lo que nos devuelve a la realidad: volvemos a sentir que estamos viendo una película sobre una niña y su vecino, sobre la importancia de permanecer fieles a la inocencia de nuestra infancia, el no olvidar quienes fuimos y quienes queríamos ser, y es en ese momento donde tomamos conciencia y nos convertimos en testigos de un largometraje animado, donde se evapora la magia de la historia original, y donde queda solo un film con muy buenas intenciones, pero con un resultado que no termina de convencer. La animación es perfecta, pero ya la hemos visto, los personajes están bien construidos, pero también los hemos visto en infinidades de películas animadas, lo único que hacía esencial a esta historia, es aquello que será imposible de volver a contar: Saint-Exupéry lo hizo de una manera tan formidable y exquisita que todo lo que venga después nos dejará tan solo con ganas de regresar a las páginas del clásico infantil y volver a emocionarnos con aquel aviador suplicando volver a ver a su amigo, El Principito.