Como el de su archirrival Marvel, el universo de DC también se expande, aunque los resultados, con films como Batman Vs Superman o la olvidable Mujer Maravilla, vienen siendo magros. Ahora es el turno de Aquaman, que había aparecido en Liga de la Justicia y se gana ahora su propio lugar, con James Wan (El conjuro) como director. El resultado es, como cabe esperar, visualmente apabullante, con batallas subacuáticas y la espectacularidad de una civilización, Atlantis, origen de este hijo de una reina (Nicole Kidman), interpretado por el grandote Jason Momoa. No espere mucha sutileza, ni un guión muy inspirado ni personajes memorables, aunque los que paguen la entrada para Aquaman seguramente recibirán algo de lo que sí cabe esperar de una de superhéroes fantásticos plagada de peleas épicas apoyadas en efectos especiales más o menos virtuosos. Sí podría Aquaman durar bastante menos de lo que dura: sus más de dos horas son absolutamente excesivas.
Después de 7 Cajas, el cine paraguayo volvió a demostrar que no sólo existe sino que goza de buena salud con esta película, ópera prima que se llevó premios en la última edición del Festival de Berlín. Una historia mínima, filmada con personalidad y atención al detalle, en torno a una pareja de mujeres ya mayores, Chela y Chiquita, que está vendiendo los objetos de valor de su caserón cuando deben separarse porque una de ellas, acusada de fraude, termina en la cárcel. Sola, en ese contexto de "digna necesidad", Chela sale adelante como remisera, llevando y trayendo vecinas en su viejo Mercedes. Así sale también de su ostracismo y conoce a otras mujeres, y escucha otras historias. El director, Martinessi, explora a través de ellas ese borde delicado y conmovedor de una decadencia, social e íntima. Las herederas se atreve, con delicadeza pero sin pudores, a mostrar ese mundo privado, sexualidad incluida, de personajes fuera del target habitual. Mientras ofrece, con ellas, una mirada más que interesante a una sociedad que tenemos al lado pero conocemos poco y nada.
Los primeros tramos de Roma, la nueva película de Alfonso Cuarón, son deslumbrantes. Una especie de hipnótica invitación al placer de mirar, del director y el espectador, en viaje por los rincones de un caserón de la colonia Roma, en el DF mexicano, siguiendo a Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada que va y viene, ocupándose de todo. En blanco y negro, Cuarón panea su cámara y todo es descubrimiento y asombro: una terraza de colgar la ropa que se multiplica en las otras azoteas del barrio, con otras Cleo laboriosas; la entrada paulatina en la dinámica familiar y sus personajes, los chicos, los grandes; la meticulosa observación de las rutinas de Cleo, dulce nana indígena, de largo cabello oscuro, que duerme a cuatro niños con canciones y los despierta con cosquillas.Ciertamente, todo lo que uno sabe antes de ver Roma encaja en esta introducción preciosista. Que está hecha de materia autobiográfica, los recuerdos de infancia del director; que implica su regreso a filmar en su país después de más de quince años y dos premios Oscar; que la crítica está enamorada y tiene casi 100 por 100 de aprobación; que puede darle el primer Oscar a Netflix, que aquí la estrenará al menos en una sala, la de Malba, antes o durante la subida a la plataforma, el 14 de diciembre próximo. Roma es como uno de esos novelones en los que uno se sumerge para atravesar historias contadas con la intensidad de los recuerdos, a lo largo de cientos de páginas, y de las que se sale un poco aturdido, quizá modificado. En su película acaso más personal, el director de Y tu mamá también, aplica su notable talento para la construcción de cada plano, de cada escena. Su magnética Cleo es la fuerza central, pero las rutinas de esta familia de la que ella forma parte van creciendo en densidad, porque las cosas entre los padres van mal y la confortable normalidad en la que crecen los niños parece resquebrajarse. También en dramatismo, cuando Cleo que quede embarazada y deba asumir, en su inocencia, todo lo que eso implica, con derivaciones que no hay que contar.El lirismo y la poética si se quiere minimalista del primer tramo de Roma se complejiza, entonces, en pos de un relato mucho más ambicioso. Tanto que por momentos parece perderla de vista, a Cleo, aún cuando siga estando en cada plano, y la apuesta, en plan neorrealismo mexicano, abarca cuestiones del entorno político y social, se permite paréntesis increíbles, como el de una sesión de yoga multitudinaria para luchadores marciales de una zona humilde, ubicando a su familia burguesa como parte de un mosaico o, más bien, de un fresco de ese México en bellísimo blanco y negro. Para Cuarón, menos no es más. Y su Roma transmite todo el tiempo la sensación de que el autor es tan capaz como orgulloso y decidido a mostrar su propia excelencia. Roma es un artefacto audiovisual tan bello que perdura, aún cuando las ambiciones narrativas lleven a la película por caminos discutibles, en los que pierde su buen gusto y roza la truculencia gratuita, sobre todo en una secuencia de una pretensión y una intensidad desconcertantes. Una que reacomoda la película, así como ciertos episodios reajustan una vida, y nos deja definitivamente incómodos. Tanto como su mirada, si se quiere, política. Porque su evocación amorosa y agradecida, la de un adulto hacia la figura que lo crió de niño, propone una imagen de familia que incorpora a su empleada permanente sin conflictos, pre lucha de clases. Por el contrario: cuando a Cleo le informan que su madre necesita ayuda y que está inundado el lugar donde vive, prefiere no ir. Elige quedarse con los suyos: con sus patrones. Junto a ellos, aunque recogiendo sus migas, ríe frente al televisor, y junto a ellos se va de vacaciones. Entre sus homenajes cinéfilos y su mirada personal, Cuarón puede observar, con filo buñuelesco, a esa burguesía que parece conocer bien. De adultos peligrosos, que tiran al blanco mientras los niños juegan y están lejos cualquier modelo de conducta. Pero esa misma mirada carece de cualquier filo cuando se aplica a su protagonista, que no pertenece, como él, a la clase de los señoritos, aunque prefiera mantenerse lejos de sus orígenes. Para ella, Cuarón adopta esa mirada infantil, amorosa e integradora, que resuelve y borronea cualquier tensión de clase, dejando la realidad a un lado. Aunque el director ya no en chico y Roma, un film para grandes, con sus notables virtudes y sus molestos defectos.
La esperada biografía cinematográfica de Rodrigo Bueno, el Potro, abre con una escena de boxeo. El artista acercándose al ring del Luna Park, tirando piñas al aire con las manos enguantadas. Acaso un guiño a Gatica, a Favio, quizá una imagen que sintetiza la idea de lucha y gloria, el combo que parece marcar la historia de Rodrigo según Lorena Muñoz. La directora de Gilda. No me arrepiento de este amor, presenta una película casi gemela sobre el otro ídolo de la canción popular, aplicando la misma receta de la clásica biopic musical, inicio, ascenso y caída, y siguiendo la misma estructura de aquel film hasta un final hermano, como similares fueron las muertes de ambos. Terreno seguro, entonces, antes que exploraciones y riesgos. Hay un principio interesante, con el joven dando sus primeros pasos en Buenos Aires (joven aunque no tanto, barbudo, pelilargo y fumador, como para necesitar la sobreprotección de sus padres. Quizá otro actor, adolescente, hubiera funcionado mejor). Una primera parte que suma atractivo con el aporte de Daniel Aráoz como padre, presencia y personaje de peso. Luego, en su crónica del auge, que alterna escenas de show algo repetitivas y previsibles con las de intimidad, El Potro parece tener problemas para terminar de arrancar y crecer. No es culpa del protagonista, el debutante Rodrigo Romero, de extroardinario parecido con el artista, sino de un film que parece anularlo como personaje, del que nunca terminamos de saber qué le pasa, por qué sufre como sufre mientras hace sufrir a su mujer. Como en Gilda, Muñoz entrega un film biográfico pensado para agradar al gran público y no espantar a nadie, otra versión Disney, aunque esta vez menos, de la movida de la música popular, cuarteto o cumbia, en la que la noche y el reviente se justifica para absolver al ídolo: la droga está, pero el consumo no se ve en ningún plano, porque el protagonista es básicamente bueno, y su inocencia corrompida por las malas influencias, en el cuerpo de una especie de dealer diabólico, que aparece siempre antes de un show importante para echarlo a perder. Si el sexo no tuviera un lugar importante en la película, el edulcoramiento sería demasiado empalagoso. Tampoco aprovecha el film el potencial interesante de la movida cuartetera de Córdoba, que se menciona, pero no se transmite ni se muestra. Y algo parecido sucede con el arte de Rodrigo mismo, sin ofender a sus fans: a diferencia de Gilda, y su apabullante catarata de hits que sabemos todos, a El Potro le cuesta convencernos -se dice, pero otra vez no basta- de que estamos ante un gran artista compositor de grandes canciones. Está claro lo mucho que Gilda se benefició del factor Natalia Oreiro, de la entrega y el carisma de una actriz para quien esa interpretación era un proyecto propio largamente acariciado. Una pasión que, junto a Muñoz, lograron transmitir en un film que, con los mismos "maquillajes" del universo del que se ocupaba, llegaba a emocionar y a involucrar al espectador con la incomodidad, el dolor, los temores de su protagonista. El Potro, que no es un documental sino una película inspirada en la vida de Rodrigo, como se ha cansado de decir su directora, amén del disgusto de algunos familiares con el resultado, ejecuta su receta correctamente, en lo técnico y lo narrativo. Pero de ninguna manera llega a conmover como lo mejor del amor.
Después de muchas idas y vueltas en su producción, llega por fin a la pantalla Venom, sobre el ente alienígena maligno que toma cuerpos humanos para hacer (mucho) el mal. La primera decepción de los fans, ante semejante oscuridad por venir, fue enterarse de que la película no iba a ser prohibida para menores de 18 sino de 13, lo que auguraba una serie de concesiones y limitaciones muy poco parientas de la sangre, el caos y la destrucción. Con Tom Hardy al frente de su gran presupuesto, como el periodista de investigación invadido por el monstruo y por lo tanto dual, esta relectura en clave Marvel del Dr. Jeckill y Mr Hyde tiene la espectacularidad visual imaginable, que ya habían anticipado los trailers. Un Hardy que tampoco ayudó mucho a la promoción, hablando de sus escenas favoritas: las que quedaron afuera de la edición final. La trama involucra al periodista, Eddie, metiendo las narices en los turbios negocios de Life Foundation, la empresa de un millonario (Riz Ahmed) que retiene al estudio de abogados para el que trabaja su prometida, Anne (Michelle Williams). El hombre rico y su empresa curan el cáncer, pero secretamente tienen misiones, y métodos más oscuros, --incluído el contacto con los symbiots- de los que Eddie está al tanto. Y aunque el periodista se pone cada vez más agresivo y molesto, y debe enfrentar las consecuencias, nada parece detenerlo, hasta su encuentro con Venom. Ciertamente, la necesidad de atraer a un público teen contrasta con la narrativa frente a las acciones de un bicho viscoso, serpentesco, de ojos blancos y larga lengua, capaz de todo. Y el plot está lejos de los más inspirados y elaborados -visual y narrativamente-, entretenimientos de superhéroes de Marvel (si es que Venom puede considerarse un film de superhéroes). Aún así, es divertida. Y los fans y nuevos expectantes podrán encontrarle atractivos y la verán con interés. Aunque después se olviden rápido.
Película para dos personajes, describe el encuentro entre un traductor jubilado y octogenario y el hijo de un nazi que pudo haber asesinado a sus padres. El primero quiere soltar su odio, anhela una venganza, el segundo, Georg (interpretado por el extraordinario actor de Toni Erdmann, Peter Simonischek) ha vivido intentando olvidarse del padre que tuvo. Sin embargo, después de la tensión inicial, deciden viajar juntos para investigar ese pasado. Un viaje que los irá transformando, suavizando sus radicalismos, mientras se conocen. Un film que no acierta todo el tiempo pero se crece como una especie de road movie en la que la culpa y la memoria se ponen en juego.
La primera película de la realizadora Agustina Macri -hija del presidente- es un respetuoso e intenso relato de vida real. La de Soledad Rosas, la argentina que viajó a Europa, tomó contacto con el movimiento de okupas anarquistas de Turín, en Italia, y se unió a su movimiento, que el gobierno italiano llamó ecoterrorista. Encarcelada, Rosas se suicidó en 1998, cuando tenía sólo 24 años y cumplía prisión domiciliaria. Su historia trágica inspiró canciones del rock argentino y la crónica de Martín Caparros, Amor y anarquía, que ahora se reedita y en el que está basada la película. Con Vera Spinetta en el rol principal, Soledad se construye como un drama narrado con corrección y sobriedad, desde la vida porteña de esta joven paseadora de perros, y su relación con sus padres, hasta su llegada a Europa y su paulatino enamoramiento del grupo humano del que decide formar parte, en particular de uno, Baleno (Giulio Corso) con el que forma pareja. Quizá por la fuerza de ese idealismo que mueve a sus personajes anti sistema, Macri evita cargar las tintas y recorta la figura humana por sobre el contexto. Acaso demasiado: la causa de la lucha -la oposición al desarrollo de una línea de tren- apenas se menciona, así como tampoco hay demasiada información sobre el origen de estos luchadores, de dónde vienen, quiénes son y cómo llegaron ahí. Pero el cine es síntesis, y semejante historia de vida y muerte difícilmente puede condensarse en cien minutos en toda su complejidad y detalles. Macri, y su equipo, apuestan a un acercamiento con tono de homenaje, en un film impecable en lo técnico y hablado casi todo en italiano, que está decididamente a favor de estos anarcos. Jóvenes dolorosamente capaces de dar la vida por su lucha, ensalzados por la cámara que los sigue en sus conquistas, sacrificios e incomodidades, y por música de la intensidad del Matador de los Cadillacs. Un valioso rescate de una historia que llega para dialogar con el presente.
Extraña propuesta ¿para chicos? a cargo del director de Hostel y Knock knock, Eli Roth, que deja el festival de crueldades para mayores por una apuesta en la que la magia -negra- se cruza en la vida del niño protagonista. Huérfano, solitario y nerd, el pequeño Lewis, aficionado a los diccionarios y las palabras difíciles, tiene que ir a vivir con su tío, el excéntrico Jonathan (Jack Black, robándose el show as usual), ocupante de la casa encantada del pueblo, que comparte con su amiga y socia, Florence Zimermann (la extraordinaria Cate Blanchett). La casa no sólo está encantada sino que guarda secretos oscuros, como irá averiguando Lewis, mientras supera el terror inicial y comienza a desarrollar un vínculo con su nueva y extraña familia. Los hechizos, además, tienen origen en el dueño anterior de la mansión, un mago tan famoso como siniestro (el lyncheano Kyle MacLachlan, todos de pie). Es en esos vínculos, y en la relación entre Black y Blanchett, están algunos de los mejores momentos de esta mezcla de comedia negra familiar y pequeño film de terror para chicos. A ver: no muy chicos, porque se van asustar en serio, con algunas secuencias que incluso parecen algo pasadas de rosca en el nivel de truculencia, teniendo en cuenta el target. La casa con el reloj en las paredes no ofrece grandes novedades, y aunque es visualmente atractiva, con efectos impecables, parece deudora de un puñado de referencias que vienen inmediatamente a la cabeza, y a las que en muchos casos guiña directamente, de Harry Potter a Miss Peregrine. De todas formas, la gracia de su elenco y la humanidad que transmite esta curiosa especie de familia Adams llevan el relato a buen puerto, con buen humor y terror.
Las credenciales de Shane Black, escritor y director de Iron Man 3 y Dos tipos peligrosos, auguraban un interesante regreso de esta saga que lleva ya varias décadas de monstruos alienígenas, letales y poderosos, sembrando terror y sangre. Después de varias secuelas, combinaciones y recicles, la marca presenta ahora un reboot, un relanzamiento que resetea y anuncia un nuevo punto de partida: implacables, filosos y mortales, los alienígenas llegan a una zona rural, donde el encargado de enfrentarlos será un mercenario bastante averiado junto a un grupo de militares, otros tipos con problemas. El héroe tiene un hijo (Jacob Tremblay, el nene de Room) con capacidades especiales, y también juega por allí la científica sexy, que es tan capaz de descifrar el mapa de ADN que evidencia la cruza de especies como de tomar un arma y disparar saltando por los aires. El conjunto genera simpatía, pero no llega a producir los esperados chispazos de humor e inventiva que hicieron famoso a Black, quizá porque El Depredador está muy pegada a una narrativa algo autómata, esperable y vista ya mil veces. Eso sí, fans del clase B: las escenas gore son generosas. Y el resultado general, entretenido y cumplidor.
"Las creencias religiosas de mi padre destruyeron mi familia". Una película que arranca con esa frase promete. E Historias de ultratumba está a la altura de esa promesa, aunque no son las religiones su asunto central sino las creencias a secas, como la fe en el más allá, que el profesor Philip Goodman (Andy Nyman, actor, director y productor de este film basado en una obra de teatro suya y de Jeremy Dyson) se dedica refutar como opción de vida. Experto en la materia de desacreditar a chantas que cobran por vender a los deudos falsas conexiones con sus seres perdidos, descubre, de una manera por cierto intrigante, un archivo con tres casos de apariciones que no han sido explicados. Y allá va el hombre, decidido a investigarlos. Claro que el trip, estructurado a la manera de tres grandes capítulos, será también uno personal, y bastante terrorífico. Ingeniosa, inteligente, llena de buenas ideas, Historias de ultratumba saca provecho de sus muy buenos protagonistas para recorrer las tensiones entre la razón y lo inexplicable, y lo hace a la antigua, tomándose su tiempo para contar y escuchar a sus personajes, hasta su tremendo desenlace.