Precuela, o pre precuela, ya perdimos la cuenta, que abreva en esa pieza fundacional del género que fue La Masacre de Texas, de Tobe Hooper (1974), aquí productor. El origen del loco de la motosierra es la premisa de un film que arranca fuerte, en la traumática infancia del pequeño Jed entre su familia un poco caníbal. Y salta a su vida adulta, como interno de un neuropsiquiátrico, del que escapará junto a otros pacientes. Pero el atractivo brutal del primer tramo se revela efímero, con la acción que se reduce a acumular golpes de efecto gore: gratuitos, poco novedosos y previsibles. Tiene buenos momentos, pero el género charcutería humana quizá puede darle ya un descanso al bueno de Leatherface.
La premisa de este falso documental uruguayo es tan ingeniosa como divertida. Traigan el porro imagina la improbable trastienda del proceso que culminó en la legalización de la marihuana en la República Oriental. Un farmacéutico que "ve la oportunidad" y se lanza, acompañado por su madre, a contactar y conseguir porro en Estados Unidos, como avanzada a la visita del Pepe Mujica a Barack Obama. Bien realizada, con la ficción apuntalada por archivo reciente y la presencia del Pepe, tiene momentos desopilantes en su primera parte. Es cierto que el chiste se gasta un poco por el camino, o no sostiene hasta el final la misma gracia. Pero como broma construye un sólido docureality a la uruguaya, de entusiasmo cansino, con ese humor asordinado, un poco a contrapelo, que brilla en las mejores ficciones de la cinematografía charrúa.
En las antípodas de los clásicos documentales biográficos, llenos de citas, testimonios pertinentes y material de archivo, Piazzolla, los años del tiburón es una película vital y estimulante, tan llena de música como de las voces que importan: Astor y sus dos hijos. El archivo, en buena parte inédito, en gran parte familiar, es una maravilla, pero qué decir entonces de la voz del músico, en castellano o en inglés, que suena como si estuviera acá a la vuelta y es capaz de hablar de sí mismo y de su música con una lucidez, un brillo y una gracia únicas. El director Rosenfeld busca y encuentra, en la forma, una voz autoral, con personalidad suficiente como para orquestar ese material en escenas de una elocuencia abrumadora. Sustancial y rica en detalles, para amantes de Piazzolla o ignorantes absolutos, una película que despierta la atención, porque no queremos perdernos nada.
La británica Sally Potter (Orlando, La lección de tanto) hace teatro filmado, en blanco y negro, para narrar el encuentro explosivo entre un grupo de personajes. Convocados tanto a la fiesta como por el partido político que lleva a la anfitriona como ministra. Pero mientras ella (Scott Thomas) prepara la comida para los invitados, su marido (Timothy Spall) bebe y escucha música como ido, ajeno a todo. Así llega su mejor amiga, la pareja de lesbianas que anunciará que esperan mellizos, el marido de la que está retrasada, que no para de ir al baño a darse saques de cocaína y parece a punto de estallar. Son todos grandes actores, puestos ahí en modo repetición de un único gesto, hasta la exasperación más humillante. Nadie entra, nadie sale, excepto al patio, en un forzado recurso de extrañamiento que guiña a El Ángel Exterminador de Buñuel, mientras las miserias estallan y las sonrisas se van convirtiendo en gritos. Como ensayo sobre la hipocresía en las relaciones de los más sofisticados y cultos humanos, incluso como dardo hacia la política y sus disfraces, destila una misantropía feroz, que no deja personaje con cabeza. No hay compasión hacia nadie aquí, menos hacia el espectador, puesto frente a The Party como en un experimento sobre los límites de su paciencia, esperando en vano un diálogo que valga la pena recordar, un respiro, un giro dignificante. O la brevedad, hay que reconocerlo, con la que este extraño manifiesto premia al esfuerzo.
Otra aventura de supervivencia basada en hechos reales, sobre la pareja que se embarca en un velero y queda a la deriva después del encuentro con un huracán. El islandés Baltasar Kormákur (Everest) le pone imágenes a un guión escrito a varias manos, que adapta el libro autobiográfico de la protagonista, Tami Ashcraft. Shailene Woodley la interpreta con soltura y convicción, la que cabe a una chica americana que viaja sola por el mundo, sin destino ni apuro, abierta a la aventura de los mapas y del corazón. Así conoce y se enamora de un inglés (Sam Claflin) navegante, y juntos parten con la misión de cruzar el océano, cuyas imágenes de postal se convertirán en infernales. Dos elementos, sin embargo, conspiran contra el suspenso y la sensación angustiante de la desventura. Uno es la decisión de contar esta historia yendo y viniendo en el tiempo constantemente, con lo cual el dramatismo se escapa entre piezas de un rompecabezas cronológico, en lugar de crecer. Y el asunto se pone algo parsimonioso, exigiendo una paciencia absurda para llegar a lo que ya sabemos que llega. El otro, menor, es la escasa química, como se dice, que transmite la pareja, único eje de la trama fuera de la catástrofe. Hay un romanticismo dicho y mostrado -un anillo, una cena romántica, un baile- pero que no parece atravesar la imagen. Eso sí, en el tramo de resistencia pura de su heroína en medio del mar está la potencia y el corazón de la película.
La película póstuma del iraní Abbas Kiarostami (El sabor de la cerezas, Detrás de los olivos, Copia certificada) es una experiencia prodigiosa y cautivante, como lo fue Five. Y también una pieza única y experimental, no para todos los gustos ni las (im)paciencias. Los 24 cuadros del título se van sucediendo, a veces vinculados a una obra de arte, como la pintura nevada de Brueghel que abre esta especie de partitura cinematográfica. En estos tiempos de multipantallas, en los que se maratonean series en fast forward para no perder tiempo, 24 cuadros exige, requiere una atención especial y absolutamente paradójica: sólo se trata de mirar. En blanco y negro, con la cámara fija o en movimiento, Kiarostami deja que el misterio se devele frente a nosotros, en tomas en las que el paso de una vaca puede hacernos sentir que el mundo ha cambiado. Contar sería decir que hay mucha nieve, mucho blanco, en imágenes retocadas digitalmente por las que pasan, y en las que se escuchan, muchos cuervos, caballos, ciervos, perros, palomas. Es el poder de su mirada, del cine, recortando la realidad y permitiendo que se convierta en maravilla. Una experiencia hipnótica, de una simpleza aparente, una delicadeza absoluta y una poética de alto vuelo, que te invita a aplaudir de pie.
El director Carlos Castro encontró una gran historia, la del proceso de reconciliación del pueblo natal de Manuel Puig, General Villegas (que también es el suyo) con la figura del escritor. A través de una mujer dedicada a difundir su obra, este documental, lleno de perlas entre testimonios y archivo, alternadas por las bucólicas imágenes del pueblo pampeano, cuenta la historia de la ofensa original, cuando Puig describió a su pueblo en sus dos primeras novelas, la traición de Rita Hayworth y boquitas pintadas. Y cómo ese enojo, con el tiempo, dio paso a la celebración de su Ciudadano Ilustre. Apasionante.
Una mujer en crisis, clara pero no explícita, se escapa de pronto a Brasil y empieza a vivir otra vida. Esa fantasía colectiva, literaria, cinematográfica, de renacer en otra persona, aunque sus oscuridades continúan. Como un espejo, hay una línea paralela, la de su pareja, Rafael Spregelburd, que ensaya, no sin esfuerzos, la terquedad, la obra que en la ficción estrenará en Cervantes, y que en la realidad ya estrenó. Esa complejidad de la trama, acaso innecesaria, no impide la creación de un gran clima y una intriga en una película lograda y subyugante.
Desde que llega un forastero, en la primera escena, a preguntar por su stock de negros, este western australiano, merecidamente premiado en el mundo, sienta las bases de su material. Violencia, racismo y poética del desierto de tierra colorada en el marco de la esclavitud, a principios del siglo pasado. Lejos de cualquier drama demagogo o políticamente correcto, y por eso más potente, con el gran Sam Neill al frente de un elenco impecable.
Es el héroe de acción humano, irónico y carismático. El tipo que queremos que nos salve de la catástrofe. Por eso, la presencia de Jason Statham suma interés al ya atractivo subgénero de tiburones asesinos. Pero excepto Statham, el tiburón y alguna escena con flotadores, todo lo demás parece fallado en esta película que tarda en mostrar y nunca ajusta bien su narrativa dramática, como para que creamos en sus personajes.