Otra del subgénero Liam Neeson -duro héroe de acción-. Esta vez no ya como vehículo de venganza y padre de familia deudo, sino como padre de familia que cae en una misteriosa trampa, inducida por una mujer aún más misteriosa (Vera Farmiga) que lo aborda en el tren que el hombre toma todos los días, desde hace diez años. El director de Miedo profundo, la de Blake Lively y el tiburón, el catalán Jaume Collet-Serra, vuelve a demostrar su predilección, y capacidad, para generar imágenes estilizadas y atractivas, capaces de disimular los baches de un guión que ofrece poco más que una mecánica acumulación de previsibilidades e incongruencias. Si logran llegar al final sin pedir explicaciones a la trama, entretenida.
Basada en una novela policial de Claudia Piñeiro de 2010, la historia del estudio de arquitectos jaqueado por un obsesivo vecino que los acusa de provocar, con su obra, una grieta en su casa, tiene ahora su versión cinematográfica. El protagonista es Pablo Simó (Joaquín Furriel), arquitecto empleado, de vida gris, que recibe la visita de una bella fotógrafa (la española Sara Sálamo). Seducido, descubrirá que la chica vive en la casa de Jara (Oscar Martínez), el tipo que los extorsionaba a él y sus patrones (Soledad Villamil y Santiago Segura) para que le pagaran el daño -la grieta- y que desapareció misteriosamente. Las grietas tiene varios problemas (de puesta, de cohesión, de fluidez narrativa, de texto), pero el mayor es que no logra nunca construir el clima de suspenso o misterio necesario. Aunque todo hace referencia a lo que se esconde, de una manera obvia y declamada, con personajes que se miran entre sí para que nos quede claro. Como si bastara con nombrar un asunto para que fuera atractivo, musicalizar cada aparición de Jara para que entendamos que estamos ante un peligro potencial, o someter al impávido Simó a una esposa crónicamente malhumorada, en escenas iguales e intercambiables, para que se sobre entienda su infelicidad. Un traslado fallido, impostado y muy poco convincente de una historia que pedía, al menos, un poco de vuelo.
Mildred (Frances McDormand) es una señora endurecida, de pocas palabras y convicciones fuertes. En el pequeño pueblo de Ebbing, Missouri, compra tres carteles de vía pública, sobre la carretera, para convertirlos en gigantes letreros acusatorios: contra la policía local, que no resuelve la violación y asesinato de su hija. Como es un lugar chico, al día siguiente nadie habla de otra cosa. Con ese punto de partida, el director Martin McDonagh (Perdidos en Brujas), construye un thriller de curioso humor negro, pariente de los films más ácidos de los hermanos Coen, que va desplegando los efectos causados por el desafío de Mildred. En los policías: un impulsivo, grotesco y torpe racista, interpretado por Sam Rockwell y el jefe, honesto y enfermo terminal de cáncer (Woody Harrelson). En su familia: un ex marido violento, su novia bonita y tonta, su hijo (Lucas Hedges) que la acompaña crítica pero silenciosamente. Hay apariencias, sin buenos ni malos, personajes de los que conocemos una dimensión y que pueden desaparecer así como llegaron. La tensión producirá estallidos de violencia y conflictos varios, pero todo tamizado por un tono humorístico, cuya repetición termina por minar el interés. En ese juego con el tono, la película no llega nunca a meterse en serio con los conflictos profundos de su protagonista y los demás personajes, reducidos a piezas de un ejercicio de estilo antes que sujetos con entidad propia. Ganadora en los Golden Globes, es probable que repita triunfos en los Oscar: tiene la temática adecuada para la época. Como cine, no parece capaz de quedar en la memoria más que como otra gran performance de la gran McDormand.
Crónica de grupo, retrato de un movimiento social, registro urgente y vital de los chicos y chicas que, sentenciados a muerte por el SIDA, luchaban con coraje por hacer visible el problema en la París de los primeros noventa. Todo eso, además de un drama conmovedor y profundo, terrible pero nada solemne, triste pero jamás lastimero, es esta película semi autobiográfica de Robin Campillo, premio del jurado en el último Cannes. Campillo usa la cámara para dar cuenta de las discusiones en asamblea, la acción directa -en la calle o en el escrache de grandes laboratorios químicos- y la intimidad de los integrantes de ActUp. Un elenco fantástico de actores en el que se destaca su extraordinario protagonista, el argentino Nahuel Pérez Biscayart. Entre altavoces, gritos, panfletos y manifestaciones (tan valientes y organizadas como desesperadas) hay largas secuencias de baile y alegría, de sexo y amor en penumbra, cuya naturalidad y dulce crudeza recuerdan a las de otro film francés, La vida de Adéle. Todo, en 120 pulsaciones se siente verdadero, genuino, fresco como si estuviera sucediendo ahora y ahí, frente a nuestros ojos.
Una fórmula trillada y una realización torpe para un thriller de terror que no asusta, en torno del médico que llega a su nueva casa espectacular, donde empieza a sufrir la presencia de eso que se oculta en la oscuridad. Floja despedida del año para el querido género.
Rara comedia escrita, dirigida e interpretada por un realizador llamado Sergio Corach, en blanco y negro, sobre un día en la vida de Miguel, malhumorado, verborrágico y algo nihilista al que le empiezan a pasar una serie de casualidades. Atrevida, arrogante y poco complaciente, acaso como virtudes.
Entre una de fantasmas y el slasher, con poco presupuesto y notorias ganas, esta historia argentina, de invocaciones a un horrible pasado en un hotel en medio de la nada, está lejos de la perfección pero logra entretener.
El actor James Franco dirige esta comedia sobre la realización de The Room, considerada una de las peores películas de la historia, y dirigida a su vez por un personaje enigmático, Tommy Wiseau, que gastó 6 millones de dólares en hacerla y protagonizarla sin tener idea de cine. Aquí Franco es Wiseau, todo tics y acento raro y aspecto más raro, y su hermano Dave Greg Sesteros, el aspirante a actor amigo de Wiseau que escribió el libro en el que se basaron los guoinistas: "The Disaster Artist. Mi vida en The Room, la más grande mala película jamás realizada".
Peferiría no hacerlo, contestaba Bartebly, el escribiente, el personaje de Melville. La referencia que viene a la cabeza, como al director de este documental, que señala a su personaje, el dibujante Pablo Fayó, como "un Bartebly de la historieta". Fayó es un personaje fascinante. Por su personalidad, su inteligencia y su cultura. Pero sobre todo porque encarna el misterio de los que, un día, dejaron de hacer lo que hacían. Extraordinario dibujante, ilustrador, historietista de vanguardia, despertó gran entusiasmo en colegas, fans y editores hace tres décadas pero, jugando con el chiste malo de su apellido, falló. No cumplió con las expectativas. Dejó de dibujar y se puso a cantar tangos, una pasión heredada de su padre que ejecuta con talento y convicción, pero que le permite apenas cantar en bares, a la gorra, y vivir en una pensión de La Paternal compartiendo con otros una terraza descascarada. ¿Quién es este tipo?, ¿qué quiere decir que alguien como él elija vivir la vida que vive, pudiendo otra?, ¿estamos obligados a obedecer nuestros talentos? Sin demasiadas explicaciones, Fayó parece ofrecer la más radical de las respuestas: simplemente, no quiere hacer. Ni ser responsable de nada. Y vive en consecuencia. La película, en cambio, sí da algunas pistas, gentileza del protagonista y quienes lo conocen bien, entre ellos varios dibujantes reconocidos. Un film, como dice uno de ellos, sobre lo que alguien no hace. Y sus posibles porqués.
¿Cuántas fórmulas supuestamente transgresoras del espíritu navideño pueden estrenarse cada Navidad? Esta especie de secuela de Bad Moms con árbol de navidad propone, como novedad, el elenco de estrellas femeninas, de distintas generaciones, madres e hijas obligadas a sonreír para pasar la fiesta juntas como familia feliz. Están las roqueras mascadoras de chicle, la aristocrática con hija casada con un hispano, al que trata como sirviente, la rubia con hijos que todavía no logró que su madre la trate como a una adulta. Un verdadero catálogo de white people problems, en casas magníficas con árboles decorados con glamour, destinado a estallar a medida que se acerca la Nochebuena, con separadores gráficos que marcan la cuenta atrás. Pero lo verdaderamente irritante de esta película no está en el planteo, que podría haber funcionado, porqué no, sino en el elenco de buenas actrices mascullando diálogos con el ingenio de red social, como remates de twitter, para cubrir el arco de conflictos más previsible y trillado del universo de madres e hijas. Todo con pretensiones de humor zarpado, que los guiones traducen en groserías a rolete y chistes de pésimo gusto. Jon Lucas y Scott Moore afilaron mejor el lápiz para The Hangover/¿Qué pasó anoche? ¿Será cuestión de género?