La sexta película de Ana Katz, vista en la Competencia Latinoamericana del Festival de Cine de Mar del Plata, es quizá su film más sensible y personal. En blanco y negro, con su hermano Daniel Katz como protagonista, un film que nace del enamoramiento con ciertas imágenes y ciertas ideas. Algunas bien profundas, como la que le transmitió un poema del chileno Pedro Lemebel, del que surge el título y que a la directora le hizo pensar en todo aquello que guardamos y que nos acompaña a lo largo de la vida: los asuntos que no callan. Se trata de un texto estremecedor, memorable, Los cinco minutos te hacen florecer, en el que Lemebel refiere a una escena terrible de su infancia. Una imagen que “vuelve a repetirse a través del tiempo, me acompaña desde entonces como ‘perro que no me deja ni se calla’”. Ana Katz habla el lenguaje del cine. Películas como La novia errante o Mi amiga del parque lo confirman, en un trabajo que a veces ha contado con la colaboración de su hermano en los guiones. En esta película, escrita junto al uruguayo Gonzalo Delgado (hay otras presencias del vecino país, como la siempre bienvenida de Mirella Pascual, la actriz de Whisky), Daniel Katz es Sebastián. Un chico que madura entre trabajos temporales y hasta atravesando una extraña pandemia, con una sensibilidad especial que lo conecta con las pequeñas cosas y lo une a las personas. Dicho así, citando la sinopsis, parece algo vago, capaz de espantar a los que sospechen ausencia de una historia. Pero lo cierto es que El perro que no calla contiene una buena historia o en realidad, varias, como las que hilvanamos a lo largo de la vida. Aunque le escape al formateo de la narrativa audiovisual premasticada, a la que nos han acostumbrado los logaritmos, con su intro y su remate previsibles. Sebastián tiene un perro, en realidad una perra, que no calla. Y los vecinos se quejan. A partir de ahí, pierde el trabajo, se va al campo, cuida a un enfermo, se encuentra con un grupo de granjeros solidarios y se une a ellos, se enamora, cocina para las amigas de su mamá. Hasta sufre, como los demás, las consecuencias de una pandemia que obliga a llevar una especie de escafandra en la cabeza o a caminar agachados porque no contagia a menos de 1.20 de altura. Sí, la película se filmó antes del coronavirus. Katz juega con los cambios de tono. El humor absurdo, asordinado, tan presente en su cine, pasa de pronto a una situación terrible y conmovedora que desmiente cualquier comedia. La liviandad de lo cotidiano puede desembocar en la mirada más triste del universo, producto de una pérdida. Como Sebastián, El perro que no calla propone preguntas, y deja en evidencia, con sensibilidad e inteligencia, los sinsentidos de lo que damos por sentado y obedecemos en las vidas que nos toca vivir. En esa deriva hay acaso una excentricidad (fuera del centro) que amenaza con rebalsar. Y que el espectador pase de la bienvenida sorpresa (y ahora qué) a cierto hastío (y qué más), en particular con la inclusión de la distopía, de lo fantástico. Pero aunque su aporte a la “trama” pueda sentirse algo caprichoso, conforma uno de los diversos “episodios” en la vida de Sebastián. Un fresco melancólico que consigue atrapar un signo de época: la incertidumbre y la ausencia de verdades que aseguren cosas. Que avanza con un manejo precioso de las elipsis. Y que insinúa que la certeza puede encontrarse en amor de una perra, en la risa con el otro, en una tarde de sol.
No tiene mucho en común, pero si vieron Baby Driver saben del gusto por la estilización y la cita del inglés Edgar Wright. Guionista, productor, director posmoderno, que juega aquí a los espejos con el cine negro, el suspenso hitchcockiano y el giallo italiano. Desde una propuesta de horror y diversión que se presenta con gran pirotecnia pero pronto deja ver sus cartuchos quemados. La sofisticación de su envoltorio visual está al servicio de una historia en la que los tiempos se cruzan. Un thriller psicológico, si se quiere, en el que se cruzan las vidas de sus dos mujeres protagonistas. Una chica de pueblo que llega a Londres en busca de sus sueños y con la mochila pesada de una madre que se mató. Su aterrizaje en el campus es algo traumático, y termina en un departamento en Soho, con luz de neón por la ventana. El lugar donde vivió otra mujer, Sandie (Anya Taylor-Joy), cantante de los sesenta cuyos sueños terminaron en pesadillas. Las intérpretes, Taylor-Joy y Thomasin McKenzie, se entregan con mucha gracia al juego del classic horror, en una especie de espiral vinculado a la posibilidad de hacer justicia con el pasado... de otra. Las idas y vueltas en el tiempo hacen juego con los coqueteos de género, y una banda musical (acaso demasiado) atractiva.
Niños, bicicletas, pueblo chico, familia disfuncional. Parece que la fórmula vintage, “spielbergiana”, de reciclar hitos o estéticas ochentosas en clave contemporánea, funciona. E.T. Los Goonies, Stranger Things, Super 8. Las barajas se mezclan y así llega el reboot de Los Cazafantasmas, con su imperecedero tema musical, acaso más exitoso que la saga misma (dos películas). Pasando por alto el relanzamiento de 2016, Jason Reitman, hijo de Ivan (director de las dos primeras) dirige este regreso. Afterlife, aquí El legado: un recicle que propone nuevo escenario, una granja de Oklahoma, y nuevos protagonistas, con los originales como, digamos, telón de fondo. Una madre soltera de dos adolescentes se instala en el desvencijado rancho de su padre (el fallecido Harold Ramis, a quien está dedicada la película), a la muerte de este. Como no tenía relación con el hombre, ignoraba las circunstancias de su muerte y su trabajo como cazafantasma. Pero su hija Phoebe (Mckenna Grace, extraordinaria) heredó una pasión por la ciencia que la lleva a conectar enseguida con lo que ese rancho esconde. Llevando de la mano a su hermano mayor (Finn Wolfhard, de Stranger Things), que está más preocupado por seducir a una chica que por cumplir con el deber de cuidar a su hermana. Hay un profesor (Paul Rudd, el hombre más sexy del años en modo romcom) y un amigo nuevo de Phoebe, un niño que lleva un podcast. Entre el film de crecimiento y la aventura fantástica, la nueva Cazafantasmas funciona con lo básico. Una fórmula probada para la sonrisa nostálgica de mapadres y algo así como la introducción al terror sci-fi de los chicos. En dos horas amables y simpáticas, aunque podría durar un poco menos. Como en los films de Marvel-Disney, no se apuren a salir de la sala. Acaso haya alguna pista sobre el futuro.
The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun es una publicación exquisita, de esas que malcrían a sus escritores, para sacar los mejor de sus plumas. Pero prepara su último número, incluyendo una reseña necrológica sobre su mentor y alma mater. Su staff está compuesto por un puñado de mentes brillantes y excéntricas. En un sistema que funciona como un pequeño universo dedicado a contar historias. La nueva película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaum, Gran Hotel Budapest, Rushmore, Isla de Perros) es otro ejercicio de estilo. Una nueva muestra de la creatividad y el talento de un autor, con un lenguaje reconocible, tan amante de la forma que corre riesgos, y a veces cae en el formalismo. En una bella cáscara de simetrías, fotografía para enmarcar y movimientos de cámara placenteros, que contiene poco en términos de algo parecido a la emoción. Un lenguaje que puede ser un poco agotador, pero cuya originalidad está más allá de discusión: son muy pocos los que hacen hoy un cine tan personal como el suyo, acompañado por un dream team de estrellas. Por fortuna, La crónica francesa, como la animada Isla de perros, entre otros ejemplos, no es el caso. El dispositivo complejo de Anderson propone una sucesión frenética (de historias, personajes, diálogos, magia de puesta en escena, chistes y citas) provisto de corazón y ternura. De un enorme cariño, por lo que representan esos personajes (si no por ellos expresamente), en tanto criaturas de un mundo en el que las ideas, la imaginación y la narración importan. En sus sucesivos capítulos, secciones de la publicación, hay una carta de amor al pequeño Ennui-sur-Blasé (algo así como aburrimiento y hartazgo), un pueblito francés de fantasía, visto por los ojos de un escritor ciclista (Owen Wilson). La historia de un artista plástico y asesino múltiple (Benicio del Toro) que pinta en el manicomio donde está encerrado, inspirado por su musa y carcelera (Lea Seydoux). Y cuya odisea, una cariñosa tomada de pelo al snobismo del mundo artístico, está contada por una elegante expositora (Tilda Swinton) que lo admira. La historia de unos estudiantes idealistas en plan Mayo francés, contada por una autora que se involucra, acaso demasiado, con los sujetos de su relato. La historia de un cocinero de pocas palabras enredado en un secuestro. Entrar y salir de esas historias, como pasos de un menú para gourmets (acaso más disfrutable por espectadores cercanos a sus inquietudes), produce la sensación de un festín. Un viaje estimulante y placentero, concebido como homenaje al arte de contar. Ese en el que el cine (de Jacques Tati a Bertolucci) y la literatura son hermanos, casi la misma cosa. La crónica francesa les toma el pelo a todos los “genios” que habitan ese universo, empezando por los malditos y los incomprendidos. Y lo hace con las armas de la elegancia y la nobleza: humor y amor.
En la Guerra de Malvinas también hubo mujeres. Y a 39 años de la guerra, en la plataforma Cine.ar, se estrenó este documental, dirigido por Federico Strifezzo. El realizador que, enterado de la presencia de ellas, enfermeras que ayudaron a los heridos desde Comodoro Rivadavia, las buscó hasta encontrarlas y volvió con ellas a las islas casi cuatro décadas después. Alicia Reynoso, Stella Morales y Ana Masitto vienen luchando, juntas, por un objetivo que conmueve: que no las olviden. En ese comando de la Fuerza Aérea, atendieron a muchos de los más de mil heridos que llegaban de las islas, junto con los 649 muertos. Contar y escuchar su experiencia implica recuperar recuerdos colectivos, y este documental se acerca a ellos con sensibilidad, sobriedad y respeto.
Un director y dos actrices se juegan a hacer un melodrama extremo y, como se ha dicho, gótico, en el que el erotismo lésbico y la sangre se dan la mano. La audacia se llama El Apego y es una idea de Valentín Javier Diment (La Feliz, continuidades de la violencia), Jimena Anganuzzi y Lola Berthet. Y ya la enunciación de su premisa proclama riesgo: una mujer embarazada (Anganuzzi) acude a una médica que practica abortos (Berthet), pero esta se niega a hacerlo porque tiene más de tres meses de gestación. En cambio, le propone asociarse para vender el bebé a una pareja sin hijos. En blanco y negro, con vistosos encuadres que refuerzan un expresionismo en el que las dos actrices se mueven como si hubieran nacido para ello, sobre todo Berthet, pura extrañeza. El vínculo entre ambas, conviviendo en la casa-consultorio, con una enfermera-ama de llaves (todo es más que una sola cosa), se intensifica y deriva en romance apasionado. A la vez que la locura va dominando la historia, porque las víctimas son victimarios y el blanco y negro queda solo en la fotografía. Con múltiples referencias cinéfilas (Fassbinder, Hitchcock, De Palma), El Apego avanza con convicción por territorios calientes. Mezclando la venganza femenina contra la cultura de la violación y sus representantes (como lo hacía la reciente y menos original Hermosa Venganza), con el thriller psicológico, el melodrama, el erotismo y la violencia. Sexo y sangre, locura y sororidad, en un cóctel que, aunque pierda algo de foco y potencia, hacia el final funciona.
La ganadora del Oscar Chloé Zhao (Nomadland) aporta sus primeros planos con fondo de amanecer y un elenco lujoso, el crisol de culturas para un grupo de superhéroes distintos que lleva miles de años velando por los humanos. El problema de Eternals, el nuevo tanque de Disney-Marvel, es que no tiene nada más para ofrecer y con esos ingredientes no alcanza para que una película leve. Después de un prólogo comiquero, en el que el grupo lucha contra monstruos gigantes que amenazan a un grupo de cavernícolas, se despliega durante 2.37 horas esta curiosa apuesta. La de una directora que viene del cine independiente, casi documental con actores no profesionales, al frente de una épica grandilocuente, atiborrada de efectos especiales que envuelven a sus estrellas. Angelina Jolie como Thina, que sufre algún tipo de perturbación de sus facultades mentales. Brian Tyree Henry (Atlanta) como Pasthos, acaso primer superhéroe gay del universo; Kingo (Kumail Nanjiani, el reservorio de comedia de todo el asunto), que ha devenido actor de Bollywood; la líder Ajak, interpretada por Salma Hayek; y una protagonista asiática, Sirse (Gemma Chan), novia de Ikaris (Richard Madden) a través de los siglos pero con un novio terrenal en Londres, interpretado por Kit Harington de Game of Thrones. También hay una adolscente no binaria con nombre de gaseosa, Sprite (Lia McHugh). Y también están los villanos, llamados Deviants, monstruos gigantes y anfibios que parecían neutralizados pero están de regreso. Lo cual llevará a los Eternals a reagruparse, cuando cada uno estaba en lo suyo en distintas partes del planeta. Sin embargo, la complejidad de la trama tendrá que ver con la posibilidad de un enemigo interno, mientras se suceden viajes por la historia. Y las escenas románticas, con el triángulo central, y las odas a la amistad y el espíritu de grupo. Y a la diversidad. Todo envuelto en una solemnidad vacua, con tan falta de inspiración que lo bizarro se impone y no hay chiste que alcance.
Cuando se mostró en febrero, en el festival de cine de Sundance, este segundo largometraje de la directora Sian Heder, remake de la francesa La familia Bélier (2014) se llevó los premios principales. Incluyendo el del público. Así se desató un hype y una puja entre las plataformas para ver quién se quedaba con ella y ganó Apple, que la compró por la cifra récord de 25 millones de dólares. CODA, sigla para Child of Deaf Adults, es una ingeniosa y entretenida feel good movie o crowd pleaser. El tipo de películas que se ven con placer y están pensadas para hacer pasar a las audiencias un rato agradable. Esto, que puede sonar despectivo para otro tipo de films, aplica aquí como puro elogio. Heder usa todos los elementos de la comedia amable, casi lugares comunes, con la gracia y la falta de pretensión de una sólida comedia amable. El centro de la historia es Ruby, una adolescente con un talento especial para la música y el canto, la única de su familia capaz de escuchar y hablar. Como traductora e intérprete de un grupo de sordomudos, su mundo personal se ha visto bastante limitado. En rigor, no tiene el tiempo para un mundo personal. Ruby trabaja en el barco pesquero de su padre, va al colegio, hace la tarea y se ocupa de su familia. Que no es una familia muy normal, no solo por su discapacidad, sino por sus costumbres. Mamá Jackie (Marlee Matlin, la única actriz sordomuda ganadora de un Oscar, por Te amaré en silencio, de 1986), papá Frank (Troy Kotsur) y hermano Leo (Daniel Durant) empezarán a entender, no sin conflicto, que Ruby tiene su propia vida. Cuando ella despunte ese talento para la música, con un profesor, llamado Bernardo Villalobos, que la “descubre” y la convence de aplicar para una beca. Historia de crecimiento, retrato familiar, con subtrama romántica, CODA nos acerca tanto a su protagonista (interpretada por la inglesa Emilia Jones, fantástica) que no hay forma de dejar de acompañarla desde la escena uno. Hablada en buena parte en lenguaje de señas, se filmó con actores sordos, con Jones como única oyente. Y consigue hacer de ese “idioma de las manos” un factor central de un relato que, sin necesidad de edulcorantes, divierte y emociona.
Escrita en francés, el idioma en el que se crió y vive la autora, la novela La casa de los conejos se publicó en Francia en 2007 y un año después en la Argentina. Un texto que plasma la experiencia de Laura Alcoba durante su infancia clandestina en La Plata. En una casa “operativa” de Montoneros durante los primeros setenta. Antes de que pudiera salir del país y encontrarse con su madre en Europa. En esa casa, con nombres falsos, un grupo de militantes organizaba ofensivas y preparaba una imprenta, escondida detrás de unas jaulas de conejos. Era la casa de Daniel Mariani y Diana Teruggi, que estaba embarazada y cuya hija, Clara Anahí, bebé robada por los militares, fue buscada hasta el día de su muerte por su abuela, Chicha Mariani, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. La directora de esta película, Valeria Selinger, traslada a imágenes la primera persona de su narradora: la mirada de una nena. Laura, que debe llamarse María, o el nombre que más le guste. Que no debe jamás decir su apellido. Que va a comprar pan, o a jugar sola, cuando los adultos necesitan su espacio. Que aprendió a callarse, y a no molestar. A ver a su mamá (Guadalupe Docampo) con pelucas de distinto color, a visitar a su papá en una cárcel extraña. A ir y venir con su abuelo (Miguel Ángel Solá) o a vivir en distintas casas que no son suyas. Y que, en medio de todo eso, sigue siendo una nena con ganas de jugar. Con la estupenda Mora Iramaín García, de doce años, y nieta de desaparecidos, como esa pequeña protagonista rodeada de adultos, la película consigue mostrar, sin juzgar, ese fragmento de una muy particular vida cotidiana. En el contrapunto de la mirada adulta, que es también la del espectador, con el mundo infantil. Para los grandes, el peligro —y también el delirio suicida de esos militantes, creyéndose capaces de enfrentar a los militares en el poder, mientras criaban hijos— es una presencia constante. Selinger es fiel al libro, acaso demasiado. Pero logra que el terror, aún suavizado por la centralidad de una nena que sigue siendo nena, mientras se tortura y mata, esté presente. Ese momento de terror, que se impregna como una mancha siniestra. Y que, como en Garage Olimpo, o Infancia Clandestina, por citar ejemplos más y menos recientes, pone los pelos de punta.
Difícil distinguir cuánto del estreno de Duna llega a importar por sí mismo o solo como parte de una historia. La particular historia de, precisamente, la dificultad que ha tenido el cine para adaptar esta novela de ciencia ficción de Frank Herbert, publicada en 1965. Al punto de considerarse “infilmable”, luego de “la película más grande jamás realizada” que soñó y diseñó el chileno Alejandro Jodorowsky en 1974 y de la versión de David Lynch, de 1984. La primera, una odisea creativa registrada en un muy buen documental, Jodorowski’s Dune, que puede verse por YouTube. La segunda, memorable como ejemplo de lo que a Lynch le salió mal. Más que ridiculizada, olvidada como una especie de anécdota bizarra. Ahora, el canadiense Denis Villeneuve, que se atrevió con la continuación de Blade Runner y propuso unos encuentros cercanos lingüísticos con la pomposa La Llegada, ve cómo se estrena en todo el mundo su nueva versión. En verdad, el film de dos horas y media que es solo la primera parte. Con la segunda en preproducción y una serie en camino (La hermandad). Algo de esa sensación de importancia, de encarar una empresa más grande que la vida, sigue impregnando el proyecto, esta película. Que se lanzó en el Festival de Venecia y tiene a Thimothée Chalamet (Call me by your name) como protagonista. El joven príncipe, o hijo de noble, brillante y misterioso, Paul Atreides. Acaso, el elegido, según las creencias de los pueblos originarios de esa duna, Arrakis, un planeta desértico pero rico en la especie más codiciada. Riqueza que por supuesto es condena, pues saca lo peor, lo más violento de los humanos. Ciertamente, todo lo que George Lucas puso en escena en 1977 con Star Wars, ya estaba ahí. En el texto de Herbert, y en el desarrollo visual arenero que le dieron los artistas convocados por Jodorowsky: nada menos que Moebius, en los story boards, y el suizo H.R, Giger, el de Alien, en el diseño de las locaciones fantásticas. El psicomago, director de La montaña sagrada o El Topo, cumbres del cine lisérgico, soñó en grande: el elenco formado por Mick Jagger, Orson Welles y Dalí; la música, compuesta por Pink Floyd. Plagio, influencia o inspiración, lo cierto es que Star Wars se convirtió en la máquina de hacer dinero que es, mientras que Duna, bueno, estrena su nuevo intento de traducción a las imágenes. El segundo sin contar proyectos como la miniserie con William Hurt. Esto no quiere decir que la nueva Duna sea un bodrio con mayúsculas. De hecho, después de una primera parte enunciativa, que se toma demasiado tiempo para presentar a sus personajes y dejar lo más claro posible sus conflictos y que parece un refrito de mil cosas ya vistas, llega la acción. Con un viaje familiar que es a la vez una travesía mística y militar. Una aventura colectiva y una liberación personal. A partir de ahí es que Villeneuve consigue hacer de Duna un espectáculo disfrutable, que transmite amor por el género y sus alcances, a la hora de crear universos. Es así que Paul viaja con su padre, el duque Leto Atreides (un barbudo Oscar Isaac) y su “concubina”, es decir, su madre, Lady Jessica (Rebecca Ferguson). Madre amantísima pero bruja, integrante de una logia más o menos secreta que trafica con, digamos, “la fuerza”. El muchacho, instruido en las artes marciales, el lenguaje telepático y los poderes ocultos, consigue probar su lugar en la primera línea de acción cuando lo dejan salir del nido para conocer otro mundo. En Arrakis, adonde llegan por orden del monstruoso Emperador (Stellan Skarsgard, difícil de reconocer) y su mano derecha (Dave “Guardianes de la Galaxia” Bautista), no tardarán en darse cuenta de que han sido engañados. Y es cuando Duna se pone más entretenida. Combinando intrigas palaciegas shakespereanas, con venenos y traiciones incluidos, con los temblores de la solapada guerra exterior. Entre las dunas, o debajo de ellas, viven los Fremen, un pueblo guerrero dispuesto a entregar la especie con tal de liberarse de los invasores. Paul sueña con ellos, especialmente con una joven (Zendaya), pero el encuentro se posterga... y será sustancia de la segunda parte. Además, hay gusanos gigantes con predilección por los sonidos rítmicos. La duna es un planeta peligroso, en el que Paul se convertirá en héroe. Mientras Villeneuve se convierte en el director que logró reunir a un gran elenco, con un enorme presupuesto y no menos grandes ambiciones, para este regreso de Duna al cine. Entre un pastiche de metáforas —ecológicas, políticas, new age— y un guion agobiado por las arbitrariedades, por el que se cuelan algunos momentos de bienvenida espectacularidad. Los desiertos tienen ese no sé qué.