Una familia bien de Tucumán viaja a su bellísima quinta en las montañas de Villa Nougués, uno de los lugares más lindos de la provincia jardín de la patria. Viajan con su empleada, una chica callada que contesta con monosílabos las pocas veces que le dirigen la palabra. Están en pleno asado, llegando a la sobremesa, cuando la chica, sola en la cocina, empieza con trabajo de parto. Como iba fajada para disimular, nadie sabía que estaba embarazada. Segunda película del tucumano Luis Sampieri, con un elenco casi íntegro de actores de la provincia, La Hija observa las consecuencias de la llegada intempestiva d ese bebé o, más bien, la frialdad cruel con la que reaccionan los patrones, suerte de señores feudales para quienes el servicio no tiene ni nombre. Y menos debe traer problemas tales como un bebé. La Hija tiene un ritmo lento, acaso demasiado, en planos fijos que duran más de lo que parece justificarse en términos del relato, que es más bien mínimo. También parece exagerado el retrato de clases, estos dueños de casa demasiado malvados e insensibles. Con sus defectos, Sampieri consigue mantener el interés hasta un desenlace bien resuelto en este drama algo grotesco, pero logrado.
Declarada de interés por nuestros legisladores y autoridades, esta película documental sigue a distintas embarazadas, de distintos estratos sociales, que sueñan con un parto natural pero no lo obtienen. Entre el film de denuncia de la imposición del parto ultra intervenido y la crónica de las historias personales, la directora Florencia Mujica arma un producto exclusivo para estómagos fuertes. Ni falta hace describir acá todo lo que su cámara expone de partos, naturales y cesáreas, porque seguro te lo imaginás si digo que es mucho. Quizá consideró, junto a su equipo de realizadoras, era necesario tanto para provocar una reacción en el espectador, porque quizá los discursos de una partera sobre el nacimiento y la muerte como los momentos más importantes de la vida, los testimonios de las mujeres que sospechan que el obstetra estaba apurado porque les hizo cesárea, o terminan, con tres hijos sanos, pintando el cuadro de una embarazada triste por no haber podido parir, no eran suficientes. El debate público sobre el derecho al parto natural está instalado hace tiempo en distintos sectores de la sociedad, y este estreno coincide con días de difusión del tema. Aquí hay un sólo médico que habla, con sensatez, en esta película, pero dice que como es hombre ignora lo que las mujeres sienten. Ciertamente, en este asunto, debe haber de todo, como en otros. Pero esta película, con su generosa serie de primeros planos en quirófano, plantea una mirada única. De buenos y malos.
Samantha es una adolescente ganadora. Vive en una casa espectacular y cada mañana, ella y su grupo de amigas van a la secundaria vestidas con esmero, escuchando música, haciéndose selfies y hablando de chicos. En el colegio reciben miradas de admiración y, claro, se divierten odiando y burlándose de la chica diferente, de la loser. Basada en una novela, con el bullying como tema central, Si no despierto tiene un planteo astuto: después de que, en una fiesta, terminan humillando físicamente a la distinta, Samantha empieza a repetir cada día el mismo día. Sí, como en Hechizo del Tiempo/Día de la marmota. Si los primeros veinte minutos de chicas vacías y vanidosas hablando de nada son soporíferos, la perspectiva de volver a verlo una y otra vez asusta. Pero Samantha está en ese bucle para aprender la lección, y lo que sigue es el proceso por el cual primero entiende y segundo intenta modificar lo que pasó. En principio, para liberarse de su hechizo temporal. Pero después, porque va tomando distancia de sí misma y su estúpido círculo, entiende que fue mala y se vuelve tan buena que hasta le regala tiempo a su hermanita, a la que ignoraba. Absurdo, pero con una intriga que no deja de funcionar. Claro que Si no despierto podría haber manejado una dureza más acorde con su tema en lugar de que todo se vea tan lindo, seguro y acogedor.
En el año de regreso de Blade Runner, pero en este caso dirigida por el mismo, y ya octogenario, Ridley Scott, llega este precuela de la histórica Alien, el octavo pasajero (1979). Que a su vez continúa con los personajes de la interesante Prometeo (2012), o su recuerdo. La nave Covenant lleva unos dos mil almas durmientes, dispuestas a colonizar un lejano planeta. Una interferencia en la comunicación, sin embargo, tuerce el rumbo y los desvía hacia un planeta donde los espera vida, pero de las mortales criaturas que conocemos, en pleno ciclo evolutivo. Hay una segunda al mando, Daniels (la talentosa Katherine Waterston), la teniente Ripley de nuestros días, pero un capitán creyente, temeroso, que tarda en tomar decisiones. Y está Walter, el cyborg que vuelve a interpretar Michael Fassbender, cuya ambiguedad es esencial en el desarrollo de la trama. Alien:Covenant tiene el atractivo visual de su linaje y por supuesto es aterradora cuando debe serlo. Quizá por contraste, las escenas en las que los personajes filosofan, que no son tantas ni muy largas, bajan demasiado la intensidad. El film es deuda y continuación, linkea directo a la extraordinaria película original, y deslumbra cuando tiene a bien exhibir generosamente el arte de H.R. Giger, creador de esas criaturas imposibles, incluidos dibujos y algunos planos que serían la tapa de cualquier gran libro de ilustración artística. Pero la tripulación de este Covenant no termina de ser igual de atractiva, y las relaciones entre ellos están bocetadas, dibujadas con apuro, parejas, duelos rápidos, sexo repentino que sólo da sentido a una de las escenas más impactantes de la película, incluida en el trailer; bienvenida, pero descolgada. Todo lo que shockeaba en la primera de la saga, el breeding, se nutre ahora de las posibilidades del vfx que duplica el impacto de esos recién nacidos sanguinarios y viscosos. Para los fans, una fiesta.
Hay una escuela primaria en Huncal, Neuquén, fundada en 1911, que pasó setenta años (70) sin un solo egresado. Es que sus pobladores son trashumantes, viven la mitad del año en Cajón Chico, otra localidad, según el ritmo que marca el pastoreo de ovejas y chivos. Este interesantísimo documental muestra un ciclo lectivo actual, porque en 1984 Orlando Balbo, Pedro Vanrell y Alejandra Martínez llegaron para adaptar la escolaridad a los tiempos y lugares de la población, dividiendo la escuela en dos sedes y cambiando el calendario de clases. Un valioso trabajo de observación del director, Alejandro Vagnenkos, sobre un pequeño gran botón de muestra de eso de lo que hablamos cuando hablamos de educación.
La directora argentina Julia Solomonoff (Último verano de La Boyita) vive y trabaja en Nueva York. Conoce bien, entonces, la experiencia de estar lejos de casa, con sus días mejores y peores. Y eso se nota en Nadie nos mira, su nueva película, una historia que transcurre básicamente en la fascinante e intimidante New York City. Allí está Nico (Guillermo Pfening, premiado por este estupendo trabajo en el festival Tribeca), un actor al que no le estaba yendo mal en Argentina como parte del elenco de una telenovela, pero que decidió poner distancia después de una relación dañina con el productor -casado con hijos- del que se había enamorado. Nico se dedica a cuidar al bebé de su amiga Andrea (Elena Roger) una argentina profesora de yoga que está en pareja con un soso estadounidense. Mientras espera que salga un proyecto de una película con director mexicano, lo lleva a la plaza, le compra pañales, lo pasea, le da la mamadera y lo hace dormir. Pero el proyecto se demora, los castings a los que se presenta fracasan porque es rubio y no responde al tipo latino buscado, y le cuesta pagar su mitad del alquiler a la artista homosexual con la que comparte departamento. Pasarán otras cosas, visitas, encuentros y desencuentros, que no son tan interesantes por sí mismos sino por la luz que van echando sobre el personaje, cuya voluntad, casi fe en que las cosas van a salir bien acerca y conmueve. Pfening no necesita hacerse el simpático, no apela a gestos lastimeros ni estallidos emocionales. Lo suyo, lo de Nico, es el sutil sinsabor cotidiano de quien está viviendo en otro idioma y quiere ponerle la mejor onda, pero no deja de resistir, en lo cotidiano, las dificultades que ofrece esa ciudad hermosa pero carísima, amigable pero indiferente, llena de gente pero condenadora a la soledad. Solomonoff registra muy bien la trama de relaciones fugaces que muchas veces hace a los primeros tiempos de un desarraigo: gente que va y viene en la vida de Nico, acaso portadores de oportunidades o con apariencia de verdaderos amigos que después desaparecen en la gran manzana. Competencia es una palabra que se subraya en los diálogos en spanglish. A través de la historia de su personaje, que es la de un inmigrante voluntario, un tipo formado que decide probar suerte pero que aún así pertenece al submundo de los indocumentados, Solomonoff expone una vivencia universal, obviamente súper actual, alejada del drama humano que llena cada día los titulares. Y muestra una Nueva York tan fotogénica como dura para todo aquel al que las cosas no le salen demasiado bien.
Largo, completo, abarcativo y duro, este documental realizado a partir de los talleres de narración cinematográfica que se coordinaron entre vecinos del barrio Ramón Carrillo, en Villa Soldati, continúa, 25 años después, lo que los realizadores Darío Arcella y Luis Campos iniciaron con "Warnes aparte", en 1990. Se trata del seguimiento de los que fueron desalojados del Albergue Warnes y reubicados en el barrio de viviendas sociales donde los problemas, empezando por el hacinamiento provocado por la cantidad de familias, que rápidamente sobrepasó la capacidad de las pequeñas casas, no tardaron en llegar, y continúan. A través de testimonios de grandes y chicos, Los relocalizados reconstruye la increíble y triste historia del que iba a ser el hospital pediátrico más grande de la región y terminó demolido en 1991, frente a miles de personas como mostró Pino Solanas en "Memoria del saqueo". Para ese momento era un albergue donde malvivían unas 700 familias, una peligrosísima casa -sin ventanas, barandas, escaleras, llena de ratas- para gente que no tenía dónde ir. Sin embargo, cuesta decidir, a la vista de este documental, si lo más tremendo en estas historias de vida está en ese origen, en el Warnes, o en el presente, eso que les esperaba después: miles de personas que se agolpan, sin infraestructura, en un incierto día a día.
Nuevo ejemplo de ese cine rumano con aspecto austero y simple pero capaz de llegar lejos con temas complejos que cada tanto, por suerte, sigue estrenándose aquí. Un drama punzante y atrapante, sobre todo lo que le pasa en una familia después de que la hija, a punto de conseguir una beca para estudiar en Inglaterra, es atacada en la calle. La joven, depositaria de las esperanzas y frustraciones de sus padres, "que eligieron quedarse" en su país, es impulsada a rendir examen como sea. Una anécdota dura a través de la cual se puede observar una sociedad más cercana a la nuestra de lo que quizá imaginamos.
Durante más de dos horas de maquillaje visual, el inglés Guy Ritchie, echando mano de dos o tres recursos que se repiten, propone revivir, en clave clipera y moderna, la leyenda del Rey Arturo. Decir entonces que lo mejor de esta película es su historia es decirlo básicamente todo. El foco argumental está en el origen de Arturo (el poco expresivo Charlie Hunnman), criado como niño anónimo luego de que su malvado tío Vortigern (Jude Law) matara al rey, su padre (Eric Bana). Y el camino que lo lleva a convencerse de su legitimidad, luego de desincrustar la espada Excalibur de la roca, para finalmente recuperar Camelot. Ritchie acierta al dar a la hechicería, blanca y negra, el espacio que merece en esa historia, a través de lo cual su rey Arturo es un film fantástico, visualmente apabullante y deudor del viejo clase b, a la Simbad el marino, con serpientes gigantes y elefantes enloquecidos. Pero las escenas de acción sólo parecen funcionar traccionadas por la música maquinera, siguiendo un único esquema. Y el montaje de escenas paralelas, con diálogos en un lugar que se contestan con los del otro, marca de este director de demostrada medianía, en lugar de aportar frescura y desenfado petrifica las situaciones, dejando en evidencia lo forzado de todo el asunto. Hacer de la leyenda histórica una comedia de acción tipo Snatch, Cerdos y Peces -su mejor film-, no tiene nada malo. Pero Ritchie, concentrado en mostrar la cantidad de ideas que se le ocurren para cada secuencia, se olvida de poner esas ideas al servicio de contar una historia, al menos de manera tal que atrape al que está mirando.Este Rey Arturo con impronta de tanque, consigue apenas entretener por momentos. No hay pirotecnia visual, ni presencias de actores de Game of Thrones, ni guiños cancheros, ni espalda musculada de Hunnam capaz de disimular la falta de alma de todo el asunto.
Pequeño gran fenómeno de taquilla, esta película chiquita y concisa da una ingeniosa vuelta de tuerca al cruzar el film de zombies, en una de sus variantes, con el tema del racismo y la discriminación hacia los afroamericanos. En su primer film como director y guionista, el comediante Jordan Peele apuesta a lo directo, con un libreto depurado cuya simpleza contribuye al impacto: Huye es una película realmente terrorífica, sin necesidad de efectos ni monstruos. O, precisamente, porque lo monstruoso está en lo humano, es la locura racista. Huye gira en torno del fin de semana en que una pareja -Rose Armitage, blanca e interpretada por Allison Williams, la Marnie de Girls, y Chris, que es negro- viaja a conocer a la familia de ella. "¿Saben que soy negro?", le pregunta él con la inquietud de la perspectiva de conocer a los suegros. "No, pero no son racistas", dice ella casi indignada por la pregunta. Cuando llegan, está claro que el matrimonio Armitage es demasiado buena onda para ser real, y rápidamente los detalles (una mirada, un comentario fuera de lugar, el descubrimiento de que el servicio, en el caserón familiar, está compuesto sólo por negros) van confirmando que Chris acaba de poner un pie en una pesadilla. No conviene adelantar mucho más, porque Huye es como esas novelas policiales que se leen tan de un tirón que uno no se da cuenta de que invirtió dos horas de su vida. Como el experimentado cineasta que no es, Peele arma su relato con prolijidad, aunque también con demasiadas explicaciones innecesarias. Pero su cuento de terror creciente contiene humor satírico (imaginen la reacción de la policía cuando llega una denuncia de blancos secuestrando negros), inteligencia y furia. Bienvenidos a último terror político. Deja los pelos de punta.