Ellas podían hacer cálculos complicadísimos y contruibuir, decisivamente, al éxito de la carrera espacial estadounidense, pero tenían prohibido usar el mismo baño, entrar a los mismos bares o utilizar las mismas bibliotecas que los blancos. Durante la guerra fría, en la segregacionista Virginia, las tres mujeres protagonistas de Talentos Ocultos viven la discriminación como un estado de las cosas que les tocó, aunque cada aspecto, cada detalle de esas vidas ponga en evidencia la locura racista. Con las avasallantes personalidades de sus tres protagonistas -la gran Taraji P Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe-, Talentos ocultos es una de esas películas sin grandes brillos narrativos que sin embargo se ve con interés y placer. Hay un tono didáctico que opaca los brillos que proveen sus intérpretes, a las que hay que sumar al siempre bienvenido Kevin Costner, una presencia que mejora todo aquello en lo que participa. Porque estamos ante una serie de fascinantes historias entrelazadas -varios puntos comunes a Historias Cruzadas-, pero también, claro, ante una lección de historia.
A medias western y a medias thriller de ladrones y policías, es la historia de dos hermanos, Toby y Tanner Howard, que tras la muerte de la madre roban bancos para evitar que ejecuten el hipotecado rancho familiar. Los tipos no son profesionales. Toby (Chris Pine), un divorciado que intenta recomponer relación y saldar deuda con sus hijos y su ex. Tanner (Ben Foster) acaba de volver: se ha pasado diez de sus 39 años preso. El plan de los hermanos entraña cierta justicia poética y bien contemporánea: pagar la deuda para salvar la casa materna con el dinero robado al mismo banco que la está por ejecutar. El director inglés, David Mackenzie y su guionista, el actor y director Taylor Sheridan (que escribió Sicario) desarrollan un argumento inteligente con amorosa atención a los detalles, de los que se nutre la película y que dibujan, con el aporte de la fotografía, un mapa humano del oeste de Texas, pampas áridas habitadas por gentes de armas llevar. Son esos pueblos cuya fotogenia ofrece múltiples colores y sensaciones parecidas a la soledad -un único banco, un único bar atendido por una señora malhumorada- entre caminos polvorientos surcados por coches destartalados, como el de los protagonistas. El fresco de personajes que aparecen por esos caminos enriquece y llena de gracia el fantástico guión, que estuvo en la blacklist de 2012, la lista que se publica anualmente con los libretos que gustaron pero no llegaron a producirse. Un guión cuya estructura opone a la pareja de hermanos la formada por los veteranos rangers que los persiguen, el memorable Jeff Bridges como Marcus Hamilton y su compinche, el mestizo Alberto (Gil Birmingham). Y que saca el jugo a la dialéctica entre el amor duro, filoso, que se profesan los hermanos en su diferencia, y estos policías que se soportan como entrañables jubiladas pero pueden meterte un tiro entre los ojos a trescientos metros de distancia. Hay que verlo a Bridges con respiración de epoc, trepando una colina, o molestando a su compañero con una artillería de chistes cariñosamente racistas, pero tratando con notable dulzura a una cajera mexicana. Por la convicción y verdad que transmiten sus intérpretes -a través de diálogos precisos, reveladores, a menudo desopilantes-, bien merecería la película un premio al elenco todo. No hay forma de no quererlos a estos personajes, ni malos ni buenos, mientras la película viaja entre el género clásico y la crónica de una de tantas historias de la crisis norteamericana. Y nosotros, contagiados por su humor y sus emociones, viajamos con ella.
Después de tres muy buenas películas como director, el impredecible Ben Affleck recupera el género de gángsters en tiempos de ley seca y al escritor Denis Lehane, a quien ya había adaptado en su debut, la muy buena Gone Baby Gone/Desapareció una noche. Lamentablemente, las razonables expectativas chocan aquí rápidamente, con una narración desorientada, torpe, falta de ritmo, que atenta pronto contra el interés por la historia de Joe Coughlin (Affleck con más cara de póquer que nunca), un ladrón hijo de policía que se mete con la amante de un capo y debe aterrizar en la Florida para hacerse cargo del negocio -bebida, juego-. Hay una buena cantidad de personajes secundarios, interpretados por una buena cantidad de buenos actores, que no pueden evitar que el relato aburra, con su exceso de voz en off que se superpone a los diálogos explicativos, literales, poco inspirados. Una lástima cuando el material tenía tantos atractivos: la época, reconstruida con detalle en vestuario, automóviles, objetos; el género, que ha sabido revisarse con mucha gracia desde el cine contemporáneo y la acción, comandada por tipos capaces de matar a quemarropa sin que se les mueva el ángulo del sombrero. Vivir de noche deja la sensación de que Ben Affleck no hace todo bien, como parecía.
La atractiva Milla Jovovich se despide de los zombis en este capítulo cierre de la saga basada en el popular y violento videojuego. Como cine, la cosa se parece mucho a su fuente original, una especie de catálogo de todo tipo de situación adrenalínica (ahora agua, ahora fuego ahora ejércitos de muertos vivos), para elegir. Todo en RE6 es estridente: los insufribles efectos de sonido, la sobredosis de imágenes generadas por computadora, el videoclipismo como edición de la acción. Tanto que uno tiene la sensación de ir cambiando de pantalla, en 3D, en lugar de pasar de una secuencia a otra siguiendo el flujo de un relato. Para cuando Alice y su grupo de sobrevivientes -todos lindos, todas modelos- llegan con el tiempo en contra al corazón del panal, en el último intento por desactivar un virus que terminará con lo que queda de la humanidad, estamos tan agotados como ellos de atravesar pantallas. La bella y aguerrida Jovovich, heroína posapocalíptica, puede con todo y con todos: gana en el cuerpo a cuerpo, entre las balas, con el cuchillo y la velocidad (corriendo, en moto, auto, a la carta), mientras que el enemigo, el doctor Alexander Isaacs (Ian Glen) quiere exterminar a la humanidad para resetear el planeta y empezar de nuevo con los justos pero sin los pecadores. Entre unos y otros, menú de violencia y muerte amplio y variado: empalamientos, trituraciones, ataques de animales mutantes o zombies, explosiones, incendios, mutilaciones, por citar algunos. A todo esto hay que sumarle la musicalización grandilocuente que señala a cada paso la importancia tremenda de todo el asunto, su épica final. Es cierto: como despedida de una larga serie, Resident Evil 6, a pura adrenalina, se las ingenia para no aburrir. Así que, aunque no seas fan, si estás con ánimo para un videoclip de dos horas con todo esto,
Basada en un elato de la escritora argentina Samanta Shewblin, La valija de Benavídez parece una larga pesadilla. La de Benavídez (Guillermo Pfening), hijo de un artista célebre y paciente psiquiátrico que, tras una pelea con su pareja irrumpe en la mansión de su médico (Jorge Marrale, de nuevo terapeuta, pero siniestro) en busca de ayuda. Ahí quedará encerrado, en una extraña residencia de artistas donde los plásticos parecen no darse cuenta de su presencia. El tipo está obsesionado por recuperar su valija, pero su derrotero kafkiano por pasillos y dependencias de esa misteriosa suerte de secta de las artes plásticas es vigilado por el doctor, que lo ha sometido a un experimento. A La valija de Benavídez le sobran minutos, tantos que la sensación de asfixia y el misterio se diluyen sin remedio. Como comentario mordaz sobre el mundo del arte y su frivolidad funciona. Pero una duración menor, quizá de cortometraje, la hubiera beneficiado.
Sebastián (Ryan Gosling) es un músico de jazz purista, que mira con desdén al pop y las fusiones y está empeñado en demostrar que ese género para pocos tiene larga y exitosa vida. Como él, La La Land, la cautivante película de Damien Chazelle nominada a catorce Oscars, es un voluntarioso, y gozoso, ejercicio de nostalgia: un musical como los que ya no se hacen, los de Vicente Minelli, los de Fred Astaire, Gene Kelly, en los que la gente de pronto se pone a cantar y, desde la lluvia hasta el tráfico atorado de una ciudad como Los Ángeles es, ya no motivo de bronca, sino de felices y coloridas coreografías. Así de desconcertante, y de magnífica, es la apertura de la película, que encuentra a su pareja protagónica atascada, como decenas más, en una caravana de autos que no avanza, hasta que una chica se pone a cantar y terminan todos los conductores, vestidos con colores plenos y vivos, bailando sobre sus vehículos, haciendo de la autopista una fiesta como sólo pasa en el cine. Adaptados entonces al hecho de que estamos frente a un musical a la antigua en pleno 2017 de relaciones virtuales, La La Land invita a relajarse y gozar. Esta es la historia mil veces contada de una chica que conoce a un chico. Primero en ese atasco de tráfico: él le toca bocina, ella responde a la grosería. Y luego una segunda, tercera vez, hasta que ella lo escucha tocar, desde la vereda, y entra a un bar donde sólo ellos quedarán iluminados, recortados por la luz de todo lo demás que, gracias al amor, deja de importar. Parece extraño hablar de inventiva y originalidad con una película que toma algo ya hecho, con una cantidad de guiños a los grandes musicales de la época de oro, en plan homenaje. Pero la creativa puesta en escena de La La Land regala sorpresa, humor, belleza, alegría. Y melancolía, claro. Aunque está plagada de chistes eficaces, como la división del relato en las estaciones del año pero con el clima idéntico, o las “humillaciones” de Sebastian para ganarse el pan tocando Happy Birthday a cambio de propinas. Los diálogos ajustados, entre esos dos personajes inteligentes y enamorados que son Mia y Sebastian, suman a la empatía. En la ciudad de las estrellas, ella trabaja en la cafetería de unos grandes estudios de cine, y se escapa a todos los castings que puede, sin éxito. Él es músico-de-verdad, pero no puede pagar las cuentas. Ya en pareja, él la alentará a trabajar en su propio material; ella, que no entiende de jazz, lo ayudará a soñar con su propio club, donde tocar su propia música. El talento de ambos está fuera de discusión. Cuando Mía va a un casting y hace una prueba fantástica, la única forma de entender que los productores ni la registren es que hay allí una crítica hacia el estado de las cosas en Hollywood. Una intencionalidad, que quizá no es lo que mejor le sienta a la película. Pero cada plano secuencia de La La Land, cada toma, transpira amor por el cine, por la ciudad de los sueños rotos, por el ideal romántico de la vida que pudo ser y no fue. Entonces, tanto lo que Chazelle tenga ganas de decir como algunas decisiones sobre el final que pueden dar para la discusión, son matices que importan poco acá: el encanto que transmiten sus números musicales y su estupenda pareja protagónica, hacen que la película resplandezca, durante sus dos horas de duración, como una estrella especial.
El catalán J.A.Bayona (El orfanato, Lo Imposible) llevó a la pantalla esta novela de Patrick Ness, con guión del autor. Es la triste crónica de un niño solo, llamado Conor, desesperado ante la agonía de su joven madre (Felicity Jones), enferma de cáncer. Así de terrible es la base de esta historia en la que las pesadillas del chico abrirán una puerta onírica hacia un alivio posible, en la figura fantástica de ese monstruo con forma de árbol añejo y la voz de Liam Neeson, que aparece en su ventana. Si al principio mete miedo, la figura monstruosa se revelará como una única compañía y contención, una guía que a través de un juego prepara a Conor para lo que se le viene encima. Un monstruo está filmada con el profesionalismo del que Bayona ya se demostró capaz, principalmente en las secuencias fantásticas, que remiten a un universo cruce entre Spielberg y Tim Burton. Pero el guión no suaviza, no disimula, no ahorra detalles sombríos que permitan oxigenar la angustia del planteo general. Todo lo contrario: a la enfermedad de la madre -único sostén afectivo, único ser humano presente en la vida del chico-, hay que sumarle la violencia escolar y dos apariciones decepcionantes: una abuela (la gran Sigourney Weaver) tan dura y fría que apenas es capaz de tocar a un nieto tan necesitado, y un padre que ha formado una nueva familia y tiene escasa disponibilidad. A pesar de tanta aridez dramática, Bayona y Ness no tienen pruritos ni pudores a la hora de mostrar el deterioro físico de la madre, imágenes doblemente duras, pues las vemos a través de los ojos del menor. Es así que la presencia del monstruo, suerte de gurú brusco y un poco cruel pero finalmente amigo, aparece también como salvación de los espectadores, bajo fuego de esta ametralladora lacrimógena. El empeño por hacernos llorar es tan grande que el poder de sus imágenes y cuidados efectos especiales quedan impotentes para compensar la amargura.
Una mujer se separa y se va a vivir a la costa con sus dos hijas. Interludio es de alguna forma una crónica de cómo cada una de ellas, tres generaciones, se va adaptando como puede al tremendo cambio. Con una mirada atenta, sensible, la directora suma los momentos de soledad de las hermanas, los caprichos de la menor -irritante por momentos-, la soledad de la madre, su voluntad por mantener una armonía y una normalidad, el nacimiento de una posible relación nueva, con un personaje del lugar. Así se va armando este retrato grupal de un momento de cambio con mirada femenina. A pesar de los problemas de interpretación, con sobreactuados que chirrían un poco; a pesar de ciertas líneas de diálogo poco trabajadas, Interludio consigue redondear una propuesta que mantiene el interés. Un digno ejemplo de un cine argentino modesto -sin estrellas, gran presupuesto ni pretensión- pero dedicado.
Cuatro amigos se juntan para ver la final del mundial, el partido de Argentina contra Alemania. Una picada, algo de vino y fernet y una mesa puesta para alentar al equipo frente al televisor. Afuera, la ciudad está vacía. Dividida según el partido que todos sabemos cómo termina, en primer tiempo, intervalo y segundo tiempo, la película transcurre entera en ese único ambiente, casi en el sofá en que los amigos de toda la vida putean a los jugadores y van perdiendo paulatinamente interés para meterse en sus propios asuntos. El clima de camaradería inicial se irá desdibujando a medida que aparezcan viejos rencores y envidias y se cuele un asunto trágico que los tocó a todos. Línea de cuatro parte de una buena idea y remite a cierto cine francés e italiano pariente del teatro, con actores hablando, comiéndose y peleándose en una casa. La falta de pretensión que transmite es también una virtud. El problema es que no es tan interesante lo que dicen y hacen estos cuatro chicos como para seguirlos en acciones tan repetitivas -reacciones al fútbol- intercaladas con diálogos que suenan bastante forzados, como si cada uno esperara su turno para soltar cosas que darán pie a otras, mientras el ritmo brilla por su ausencia. De todas formas, y sobre todo gracias a su última parte, deja la sensación de que hay aquí un grupo de realizadores con ideas y ganas de llevarlas a cabo.
Después de la muy buena Mommy se estrena esta nueva película del muy joven Xavier Dolan -ha hecho seis películas y tiene 27 años-, ganadora de un premio importante en Cannes. Con un elenco de estrellas del cine galo, Dolan traslada al cine una pieza teatral sobre conflictos familiares. Hay un hombre que regresa después de años de ausencia para contar a su madre, hermanos y cuñada, que va a morir. Lo que sigue es una hora y media de todo tipo de reproches y maldades que afloran entre los personajes, tomados en primeros planos que tampoco se sienten muy cercanos a calidez alguna. Aún con el vistoso estilo visual que mostró en películas anteriores, una juxtaposición de juegos de imagen y uso de la música, el resultado de la acumulación de toda esta gente hablando -y hablamos de Marion Cotillard, de Vincent Cassell, de Léa Seydoux, de Nathalie Baye- termina por fastidiar hasta al más dispuesto. Entre los films hablados en francés y basados o parecidos al teatro -Nuestras mujeres, El nombre- no quedará como uno de los más recordables.