El provocador Michael Moore está de vuelta. Su nuevo objetivo es ambicioso: buscar y encontrar los secretos de las sociedades que viven mejor en este planeta. Con la bandera de su país en mano, su robusta presencia invade distintos países, europeos en su mayoría, para robarles ideas de bienestar. La bandera es también una mirada, porque su nuevo documental está pensado y dirigido hacia el público estadounidense o, en todo caso, propone un diálogo primermundista. Algo así como: si Estados Unidos sale mal parado en las comparaciones qué queda para nuestros países en desarrollo. Pero el asombro que Moore comparte en ¿Qué invadimos ahora? Es tan universal, y su viaje tan atrapante, que no deja a nadie afuera. Con las herramientas conocidas de sus films anteriores -en los que se metió con el perverso sistema de salud, el negocio de las armas o el 11/9- , Moore manipula, recorta y pega imágenes que arman un collage tan desopilante como perturbador. Como escribió el crítico Peter Travers en Rolling Stone: todas las risas de este documental -y hay muchas- dejan un aguijón clavado. En Italia, el director descubre las 4 semanas de vacaciones pagas y los meses de licencia por maternidad; en Francia la comida sana y gourmet en las escuelas públicas, en Alemania la increíble clase media que trabaja en una fábrica y forma parte del directorio de su empresa. También descubre el secreto, o la incógnita, de Finlandia, top en educación: los chicos van al colegio 3 horas al día, no tienen deberes y hablan cinco idiomas fluidamente. “Ustedes en Estados Unidos conciben la educación como un negocio; nosotros, como un bien público. Formamos buenas personas”, le dice una directora. Con grandes sonrisas, sus interlocutores no pueden ocultar el placer de exhibir su superioridad frente a un enviado del país más poderoso del mundo. Si acaso le sobren minutos, el ingenioso viaje sociológico que propone Moore es, durante el trayecto, fascinante. Tanto como la desazón que deja, como sedimento, cuando termina. Después de haber espiado costumbres de lugares donde la vida es menos incómoda, mundos más felices. Que están en éste.
Precuela de una olvidable película de terror basada en un juego de invocación de espíritus, Ouija: el origen del mal, arranca, 50 años antes en la trama, alta y prometedoramente. Una mujer, viuda reciente, conecta a los vivos con sus muertos en sesiones de espiritismo casero. Aunque es todo un teatro, en el que participan sus dos hijas, Lina y Doris, asustando a los clientes, ella cree que así ayuda a sanar heridas que quedaron abiertas. No hay mucho de nuevo en esto de que quien juega con el más allá termina en problemas. Y la época, la producción artística retro, la familia dedicada al ocultismo, da muy parecido a la saga Conjuro. Pero el director Mike Flanagan (Oculus, Absentia, Somnia) con inteligencia fortalece aquello que sí otorga personalidad a su película, dedicando a sus tres personajes femeninos la primera larga parte y dejando que se luzcan sus actrices a medida que los sustos y los sacudones se aceleran. Son tres mujeres de distintas generaciones atravesando el mismo duelo, y sus fricciones y lazos afectivos interesan. Luego la película, con todos los formulismos y golpes de efecto de manual, debe cumplir con el juego en que se inspira. Y entra en su zona menos feliz, acumulando situaciones que provocan ese "ah, bueno" resignado, mientras se riza el rizo y se desdibujan sus mejores trazos.
Waterfall (Martín Piroyansky, en plan Jason Schwartzman) no trabaja. No es un desocupado, simplemente se dedica a vivir de rentas, dormir la siesta, deambular por el barrio y seguir a Atlanta, su club, cuya camiseta no se saca nunca. La existencia de Waterfall llega a oídos de un director alemán (Rafael Spregelburd) bastante excéntrico en busca de ideas. Y así, con su pasatismo impertérrito, será protagonista de su propia vida cotidiana transformada en proyecto ajeno. Una vecina, un amigo (Walter Jakob), un par de personajes del barrio, completan el breve universo de Waterfall en esta comedia de humor absurdo, sexto largo de Alejandro Chomski. El resultado es muy divertido, con un humor asordinado que brota de las más mínimas situaciones, el fantástico Spregelburd hablando en alemán y una mirada que asume la naturalidad de sus excéntricos protagonistas, sin abrazarlos ni subrayar sus rarezas. Un cuento bienhumorado, con un registro -el absurdo- que aporta frescura, y no poca originalidad, al cine argentino de este año.
La nueva película de ese talentoso director llamado Bruno Dumont (Hadewitch, La vida de Jesús, Hors Satan) es un prodigio de inventiva y puesta en escena. En clave casi operística, La Bahía maneja a un grupo de personajes disímiles y parlanchines, unos burgueses que disfrutan de las vistas desde su casona imitación egipcia, la gente del lugar que está para servirlos -desde cruzarlos sobre el agua, a upa, hasta servirles la comida tal y como quieren que sea preparada- y un par de policías de a lo Laurel y Hardy, el gordo tan gordo que para bajar las dunas, rueda. Están investigando, con la más improbable de las idoneidades, una serie de desapariciones. Dumont apuesta a la comedia absurda y totalmente desbordada, con grandes estrellas (Valeria Bruni Tedeschi, Juliette Binoche, Fabrice Luchini) que atraviesan el cuadro con el cuerpo torcido, estallados en gestos, y, como en varios de sus otros films, actores no profesionales. Jugadísimo. Habrá en el centro una historia de amor, excéntrica como todo, y la omnipresencia de esa bahía abierta, pródiga en mejillones y otras sorpresas, como escenario a la vez natural y fantástico. Se ha linkeado La Bahía con el dibujo animado, con el mudo (aunque acá se grita mucho) o con el cine de Monty Phyton. Lo cierto es que es tan rico el fresco que Dumont pinta con sus imágenes, que se disparan referencias, del cine o no, en la cabeza del espectador. Es cierto también que La Bahía dura demasiado, y así su chiste se desgasta un poco. Pero vale la pena asomarse a este brillante y originalísimo film, que desconcertará a los que tienen a Dumont por sus películas más serias pero lo confirma como un director osado a tener bien en cuenta.
Llegó la tercera parte de la saga basada en los exitosos libros de Dan Brown que tienen como héroe al simbolista Robert Langdon (Tom Hanks). Y llega diez años después de El código Da Vinci, cuando tanto la novela como su traslado al cine ha pasado de moda. Pero millones de fans, de la saga y del género, digamos, histórico fantástico, mantienen la fascinación por las claves ocultas entre las páginas de Dante. Y el último traslado al cine de las imposibles peripecias de Langdon regala ese placer, más o menos culposo, de escenarios internacionales, obras de arte, elenco multinacional y el rígido Langdon intentando salvar al mundo, además de citas a Hitchcock y al cruce entre lo viejo y lo nuevo. Seguramente, en poco tiempo, no te vas a acordar mucho de lo que viste, como poco recordás de Ángeles y Demonios y hasta de El código Da Vinci, la que llegó empujada por el fenómeno. De todas formas, y con la fórmula enfriada por el tiempo, Inferno es una película entretenida.
En los días de la canonización por parte del Papa Francisco, se estrena esta película rodada íntegramente en Córdoba con actores cordobeses, un vehículo de divulgación de la vida y obra del cura armada con el recurso de cine dentro del cine: a través de la historia de Brochero y de la del actor que lo interpreta en la película que se está pensando. A lo largo del rodaje, ese actor, que lleva una vida desordenada, dejará la cerveza por el mate y la noche por las mañanas, en una especie de proceso de cambio provocado por la cercanía con su personaje. Como proyecto hecho a pulmón para transmitir la obra de un cura que ayudó fuertemente a su comunidad, es sin duda loable. Como cine transmite amateurismo.
Las mujeres de dos familias que viven en casas linderas van el mismo día al hospital y dan a luz a dos bebas. Cuando se las entregan, parece claro que la morochita que le dieron a la rubia (Brenda Gandini) y la blanca de ojos claros que le acercaron a la mamá más "marrón" (Valentina Bassi), son fruto de un error del hospital. Las madres deciden llamarlas Inés, en medio del griterío en el que todos opinan: la suegra omnipresente (María Leal), el marido (Luciano Cáceres) y las otras hijas. En clave de comedia blanca y costumbrista, Las Ineses guiña al cine argentino de otro tiempo y observa a estas familias del interior, clanes en los que las mujeres eran multimadres sin cuestionamientos. El oficio de sus actores le aporta fluidez y credibilidad al folclorismo argumental, pero habrá cambios de tono desconcertantes, acaso en la búsqueda de provocar emociones.
Nuevo y entretenido ejemplo del género apocalípsis epidémico de contagio inmediato, instalada en la cultura millenial y en el aquí y ahora, con Obama presidente, WhatsApp para todo y un sistema invisible, pero muy eficaz, dedicado a la noble tarea de vigilar, y eventualmente castigar, al contribuyente. Hay una familia disfuncional, padre y dos hijas adolescentes, recién instalados en un pueblo en medio del desierto. Intentan adaptarse cuando el brote se dispersa, sutil pero claramente: un caso en la escuela, alerta en el noticiero de la tele, la madre que no puede salir de un aeropuerto. Las chicas quedarán solas en la casa cuando las cosas vayan a peor y se instale el toque de queda. La obligación de seguir las instrucciones oficiales, que se da de bruces con el espíritu rebelde adolescente. Quede el resto a merced de su imaginación, pero Viral, sin ofrecer demasiadas novedades ni sorpresas, es entretenida y hace un buen uso de sus pocos elementos-presupuesto. Entre el film teen y el de horror, no logra llegar muy lejos en ninguno de los dos géneros. Pero es un digno infeccioso, con aire de clase B y no poca inteligencia.
Quince años después, el cineasta argentino Sergio Wolf retoma el tema de su película Yo no sé qué me han hecho tus ojos, codirigida con Lorena Muñoz (Gilda). Y el tema es la misteriosa cantante de tangos Ada Falcón, que se retiró en pleno éxito para meterse a monja franciscana y no dejarse ver, ni fotografiar, ni volver a cantar. Ahora, Wolf encuentra material fílmico que había formado parte de aquella investigación y nadie recordaba dónde estaba. Ahí está la imagen de su primer encuentro con Falcón, pero no tiene audio, es una escena muda. Esa búsqueda de la voz perdida de la cantante legendaria dispara este nuevo documental, en el que el realizador parece transformarse en una especie de arqueólogo empeñado en reconstruir algo que se escapa en la mitología. En el cine todo es falta, dice Wolf en off. Falta plata, falta luz, y falta el sonido de la voz de esa mujer a la que tenía que hablarle al oído. El viaje que propone esta película es también, entonces, una reflexión sobre el cine. Los intercambios, las notas, las inspiraciones e intuiciones que hacen al camino de una película. Una poética y personal hoja de ruta, con ecos universales, sobre una figura doble: la de la cantante que sigue fascinando y la del cineasta atrapado por su historia.