Marie y Boris son un matrimonio que se detesta pero aún convive, en una hermosa casa junto a dos nenas mellizas, mientras busca la forma de separarse. La bella -y nacida en Argentina- Berenice Bejo es la atormentada esposa en vías de dejar de serlo. Algo, es evidente, dejó en ella una herida que no tiene vuelta atrás en su relación con Boris, que no está tan convencido de que el amor se haya extinguido. Filmada íntegramente en la casa, jardines e interiores, esta es otra película hablada en francés hermana del teatro, en la que los personajes suben y bajan en la intensidad de sus conflictos. La mala onda que se respira en la casa incomoda, sobre todo cuando las niñas quedan en el medio del griterío de sus padres, lo cual sucede una y otra vez, con menor o mayor gravedad. La tensión cada vez puede disimularse menos entre ellos. Durante 100 minutos, el director Joachim Lafosse machaca una y otra vez con situaciones de malestar: todo provoca peleas entre los personajes. El resultado, en su acumulación, es tan asfixiante como, finalmente, tedioso. El espectador termina con más ganas de que se separen de una vez que la mismísima y malhumorada Marie.
La primera Jack Reacher (2012), basada en las novelas de Lee Child, era un buen thriller realista con una historia no demasiado extraordinaria pero con buenos personajes y actores. Werner Herzog era villano y, por supuesto, brillaba su estrella carismática, Tom Cruise, como el solitario ex militar acusado del asesinato de cinco personas. La película no fue el gran éxito que se esperaba, sobre todo en el mercado americano. Y la posibilidad de una secuela había quedado puesta en juego. Más allá de las especulaciones de la prensa especializada acerca de la carrera de Cruise, algo magullada por sus vaivenes personales -divorcio, ciencioloía- lo cierto es que el personaje le sentaba bien a Cruise y la expectativa con la secuela era lógica. Lo cierto es que, aunque el título de la nueva película refiere al regreso al ejército, parece un chiste sobre la necesidad de esta continuación. En Sin Regreso las cosas suceden rápida y arbitrariamente. Reacher acaba de liquidar, a trompadas, una red de trata de indocumentados que involucra a la policía. Pero viaja a Washington para cenar con su colega de la policía militar Susan Turner. Cuando llega, Turner ha sido detenida, acusada de espionaje, después del asesinato de dos de sus soldados en Afganistán. Y, en una trama de corrupción en las entrañas del ejército, él mismo es acusado de homicidio. Otra vez. Al esquema de fuga se suma una posible hija suya, una adolescente que ahora está en peligro como anzuelo para que los villanos -gente que mata sin miramientos-lleguen al escurridizo Reacher. Jack Reacher 2 entretiene y tiene a Cruise. Pero tanto la factura como el esquematismo, la puerilidad argumental de esta segunda parte no están a la altura de su magnetismo. Este asunto es más bien rutinario y recuerda a lo peor de sagas de venganza cruel a lo Taken. Hay escenas de tortura de los villanos a sus víctimas que empatan con Reacher exigiendo a un tipo, al que acaba de romperle brazos y piernas, que lo mire a los ojos antes de lanzarlo desde las alturas. Para el lobo solitario ahora las cosas son personales, gracias a esta hija improbable con la que genera un lazo de afecto instantáneo. A su favor hay que reconocer que el paso de comedia familiar disfuncional que se introduce entre balaceras y moretones, con sus dos personajes femeninos al lado, genera el placer de ver a Cruise, y a las actrices, en otro registro. Y las escenas de acción en huida desesperada -se corre mucho en Jack Reacher- transmiten la seductora tensión gentileza de su estrella. Lástima que el film, dirigido por Edward Zwick, insiste en hilvanar los clichés más trillados. Incluida la secuencia de persecución por las calles de Nueva Orleans donde, justo, es carnaval.
Tres amigos en un camping, no lejos de Buenos Aires, y el despertar de una relación homosexual. Ese es el centro de esta película argentina en la que el trío de varones -alegres, algo infantiles, íntimos- irá descubriendo nuevos aspectos de su relación y de sí mismos mientras toman el sol, se salpican en el mar, juegan a la pelota o discuten qué hacen para comer. Una chica, y la precipitación de encuentros sexuales, modificarán ánimos y situaciones. El director Lucas Santa Ana arma con estos elementos y en su locación natural, un laberinto verde que da a la playa pródigo en pájaros cantores, un film acotado, una producción pequeña, que logra sembrar el interés. Suerte de versión recatada y argentina de El extraño del lago, tiene algunos problemas de interpretación, subrayados innecesarios y algún exceso -la música de Coiffeur, muy atractiva al principio, termina siendo demasiado presente-. Pero con sus defectos, hay allí un cineasta capaz de transmitir una mirada aguda (“los amigos son mejores que las novias. Un amigo es como una novia sin sexo”, dirá uno de ellos) sobre la amistad masculina.
Los tacos de los stilettos de segunda marca se clavan en el barro mezclado con basura. Emilce, Delia, Sonia, Melanie, Sabrina intentan mantener sus rulos, torneados por la buclera, bajo una lluvia molesta. Son chicas de la agencia y escuela Guido Models, que dirige el boliviano Guido Fuentes en la Villa 31 de retiro. Y enfilan hacia una pasada que tendrá lugar en la cancha de fútbol que también es la plaza. Una lluvia molesta complica la arquitectura de sus rulos moldeados por la buclera. Guido, el inmigrante boliviano director de su escuela y agencia de modelos, las presentará así, micrófono en mano: “Estos son diseños exclusivos de Guido Models. Una agencia que quiere romper barreras de la discriminación hacia la gente de la villa 31. Nos sentimos orgullosos de ser vecinos de la villa”. La fotógrafa Julieta Sans transformó en documental lo que empezó como sesión de imágenes. Un perfil, de apenas más de una hora, de lo que pasa en el micromundo de Guido Models. Guido Fuentes, presentado en una radio que lo entrevista como “el inmigrante boliviano que mayor cobertura haya recibido acá”, da instrucciones a las chicas sobre cómo caminar o bajar una escalera; diseña y cose la ropa que llevarán puesta, organiza los desfiles y convence a sus familias de llevarlas a mostrar lo suyo a Bolivia. En su país natal, dirá que su agencia tiene un objetivo: que las chicas de bajos recursos se sientan orgullosas del lugar de donde vienen y de quiénes son. Pero Guido Models, la película, no se apoya en discursos. Sin bajar línea y sin condescendencia, mostrando con naturalidad y respeto distintos aspectos de la vida de estas jóvenes, arma un relato conmovedor. El de un grupo de gente preocupada por una uña rota, o la caída de un vestido de “quinceañera moderna”, en un ámbito duro, donde el futuro el difícil.
Un archivista empieza a tener macabras visiones desde que descubre una vieja película con un asesinato terrible de principios del siglo pasado. Con una mujer embarazada y un niño pequeño en casa, la alternancia entre las escenas de una vida cotidiana cada vez menos normal y la sensación ominosa de que algo oscuro pesa en la zona del canal cercano, empieza a acelerarse. Con dos años de atraso, el estreno de El canal del demonio cumple con el cupo semanal de cine de su género, y sí consigue unos cuantos sustos y escenas inquietantes. Sin embargo, este link entre el film antiguo y el perturbado sujeto del presente, entre una peli y otra, se ve opacado por un barroquismo que suma elementos hasta que el asunto se pone demasiado crítpico, difícil de entender. Entre el relato de una debacle psicológica, el terror que llega desde los confines del tiempo y el film de fantasmas, El canal del demonio pierde la potencia que merecía la más atractiva de sus historias.
Documental apócrifo sobre las circunstancias de otra realización, la del vanidoso Leo J, estrella pop frutariana (sólo come frutas que caen de los árboles). Leo hereda una casa y descubre con ella un tesoro paranoico: material que prueba la existencia de una conspiración histórica, una campaña antiargentina comandada por una oscura logia fundada por el Virrey Cisneros que estuvo detrás de nuestras grandes tragedias, desde la muerte de Gardel al fútbol, el Che Guevara o las oscuridades de la política. La primera película de Alejandro Parysow, coestrita con Pablo Marchetti (revista Barcelona) es un gran chiste que petardea, a medida que su rocambolesco protagonista va perdiendo la chaveta -o mientras crece su obsesión-, el contradictorio y vacuo orgullo patriótico argentino. Si acaso le sobran algunos minutos para ser más redonda, tanto el formato como la idea general soplan originalidad y renovación al paisaje de la comedia ácida vernácula. Además de buen humor y una bienvenida patada contra la solemnidad.
En el año 97 un grupo integrado por empleados y ex empleados se llevó 17 millones de dólares de una empresa transportadora de caudales, Loomis Fargo. Fue uno de los robos más grandes de la historia. Y es el asunto que inspira esta comedia que tiene al talento deadpan Zach Galfianakis (¿Qué pasó ayer?) como protagonista junto a Kristen Wiig, Jason Sudeikis y Owen Wilson. O sea, un grupo de extraordinarios comediantes del cine estadounidense. Aquí Daniel (Galfianakis) es el empleado gris de la empresa, ingenuo y con pocas luces, al que convencen de poner el cuerpo en el robo utilizando como carnada su absurda pasión por una ex compañera (Wiig). La segunda parte estará ocupada por las estrategias para sacárselo de encima, mientras el hombre deambula por México, descomponiéndose con el picante y perseguido por un matón imposible. A pesar de su ramplonearía un poco border, de una realización no demasiado lucida, y de la catarata de chistes escatológicos, guarros, infantiles, que no siempre dan en el blanco, es el oficio y la gracia de sus intérpretes, en estos personajes en situaciones absurdas, lo que hace de Locos Dementes una comedia graciosa, divertida de veras.
Esta es una biopic, una película biográfica, sobre el campeón panameño Roberto Durán, uno de los grandes ligeros de la historia. Y está dirigida, escrita y protagonizada por venezolanos, cubanos y panameños, entre otras nacionalidades latinoamericanas, con la presencia de grandes figuras de Hollywood. Y tiene todas las convenciones de las que, evidentemente, no puede escapar el género boxístico en el cine. Y, aún sin alcanzar el brillo de los grandes clásicos del rubro, logra atrapar con un relato que incluye una pintura social y política de la vida de Durán, de origen muy humilde, y el contexto en el que le tocó crecer como deportista hasta sus históricas peleas con Sugar Ray Leonard. Con una muy buena producción artística que pone en escena los setenta y ochenta, un actor sólido como Ramírez (Carlos), la presencia emblemática de Robert De Niro como veterano entrenador y las peleas bien contadas, Manos de Piedra se suma a la lista de films que se meten en el mundo del box con resultados sólidos. Y con acento latinoamericano.
Hace quince años, El diario de Bridget Jones se convirtió en un éxito fenomenal que recaudó 300 millones de dólares e impuso la empatía femenina, originada el en chick lit de Helen Fielding que, a su vez, compilaba columnas publicadas en el diario The Independent. Una mujer real, a la que le sobraban kilos, no podía largar el pucho, amanecía con una tremenda resaca y era señalada por el dedo del mandato como demasiado grande para seguir soltera. Todo era muy británico, pero el personaje central cayó en manos de una texana, Renée Zellweger, mientras que el del amor, el atildado Mr Darcy, en Colin Firth, que ya había interpretado ese papel en la miniserie de la BBC sobre Orgullo y Prejuicio, de Austen, en el que Fielding se basó. El chico malo era Hugh Grant, que esta vez evitó participar, por diferencias con el guión. Y si bien las fans disfrutarán de ver a Bridget y Darcy otra vez, con las huellas del tiempo -y de los retoques- sobre sus rostros, lo cierto es que el guión de este regreso, largamente anunciado y discutido, no suma demasiadas ideas. Y las anteriores están, quince años después, algo gastadas. La torpeza de Bridget -cayendo en el barro, llevándose muebles puestos, derramando la copa, diciendo obscenidades a micrófono abierto- y su descalabrada capacidad para hacer papelones, no bastan para hacer reír ni para que resulte irresistiblemente encantadora. El argumento está enunciado en el título. Bridget se embaraza. Por las semanas de gestación, puede haber sido tanto producto de un encuentro casual en un festival (con Patrick Dempsey, cuyo personaje resulta ser un millonario soltero) como del reencuentro, casual también, con Darcy. En ambos casos, ella llevaba unas copas de más. Quizá para incorporar una línea de chistes pro diversidad, el trío avanza hacia el nacimiento de la criatura. En el medio, una serie de gags y situaciones que predisponen a la risa pero apenas producen alguna sonrisa. Cuando no irritación: Bridget, que sigue soltera a los 43, es productora senior de un noticiero televisivo, aunque se burla de los apellidos extranjeros y pone al aire a un entrevistado asiático confundiéndolo con otro. Aún así, se permite reivindicar sus principios frente a las ambiciosas nuevas gerencias que, con buena lógica, quieren sacársela de encima. La película tiene un tono cálido, y varios momentos simpáticos. Pero el guión, co escrito por Emma Thompson, guiña todo el tiempo a la primera película, mientras intenta aggiornarse, con las temáticas de hoy. Y los hits musicales se alternan con el off, el diario de Bridget, en el perfecto acento british de Zellweger. Todo se siente algo forzado, impuesto, dificultoso. Hay que decir que la actriz, ganadora de un Oscar y "desaparecida" de pantalla en los últimos tiempos, le pone una garra notable. Como si fuera la única realmente convencida de la necesidad de este regreso.
Único, personalísimo, inimitable. Con testimonios muy valiosos – su hermano, Zuhair Jury, y actores y directores que trabajaron con él o lo conocieron bien: Graciela Borges, Juan José Stagnaro, Edgardo Nieva, Juan José Camero, Eliseo Subiela-, más sus palabras y su cine, este documental funciona como rico homenaje a Leonardo Favio. El cineasta visceral, intuitivo, de talento volador, inspirado tanto en el cine que vio como en su propia experiencia: Favio conocía, y amaba, las cosas sobre las que filmaba, como aseguran varias voces en la película. El director, Alejandro Venturini, consigue con estos materiales transmitir la pasión de quien fue uno de los más grandes artistas argentinos y, sin duda, uno de los mayores cineastas de nuestra historia.