Mathilde es una valiente médica francesa de un puesto de la cruz roja en la Polonia de 1945. Entre las horribles heridas de los pacientes, recibe el pedido de ayuda de una monja de clausura. En su convento hay una urgencia: una hermana está dando a luz y es un parto complicado. Mathilde descubrirá que las embarazadas son siete, producto de las violaciones sistemáticas de los soldados rusos, que les perdonaron la vida de milagro. La directora Anne Fontaine hace de esta historia durísima un relato atrapante, de los que te mantienen en vilo, así como están las vidas de sus personajes. Basada en hechos reales, Las Inocentes explora el micromundo del convento, sus costumbres, cantos y silencios detrozados por la violencia, pero también lo que sucede fuera de sus muros, en esa posguerra que es más bien un campo de gente rota, física y psicológicamente. Hay otras dualidades: la razón y la ciencia versus la fe, ¿cómo ayudar a parir a mujeres que no permiten que nadie las toque, que no conciben mostrar su cuerpo? En una película que a la vez expone, aunque suene obvio, que la violencia machista no ha hecho más que mantener su plena vigencia a lo largo de la historia reciente. La maternidad, la capacidad de ternura y solidaridad en tiempos violentos, la amistad entre mujeres distintas y hasta las distintas naturalezas de la femineidad son temas que vibran en cada escena. Consciente de la dureza de su drama, Fontaine mantiene una mirada cuidadosa y elegante, que evita los miserabilismos, a pesar de alguna escena que parece too much pero que no empaña el conmovedor resultado final.
Historia de apasionada ruptura en una pareja gay, La Noche del Lobo arranca con el despechado Pablo (el apuesto Nahuel Mutti con una onda Fito Páez) echando a Ulises a la calle. El más joven Ulises se va, vagando por la noche gay de la ciudad, pero no sin antes desquitarse: defecando en la cama que compartían. De arranque, está claro que La noche del lobo busca provocar y sacudir. Y cuando Pablo, enojado, salga a buscarlo por boliches, bosques de Palermo de noche y otros escenarios, irán apareciendo otros personajes que completen ese retrato de un micromundo queer. Llama la atención que La noche del lobo encuadre las escenas de sexo casi pudorosamente, sin mostrar, dada la propuesta. A diferencia de la mucho más profunda, valiente e interesante La Noche, de Edgardo Castro, que también buceaba en la nocturnidad semiclandestina de los encuentros homosexuales. Claro que La noche del lobo es una comedia más alegre, pop, convencional y, si se quiere, almodovariana. Y quizá por eso su provocación, escatológica o verbal, parece algo forzada. Como si no se decidiera por un registro definitivamente "adulto" o una comedia gay más amable. En ese camino intermedio, las idas y vueltas de Ulises y Pablo terminan por perderse en su laberinto.
Una pareja en la dulce espera convive con el perturbado padre de él (un sobreactuado Lorenzo Quinteros), compartiendo un cotidiano de tensiones y silencios alrededor de la mesa de la cocina, la pava y el mate. Cuando un ladrón se meta en la casa, la historia dará un giro inesperado. Filmada en blanco y negro, con algunos toques experimentales, la puesta recuerda al miserabilismo del mal cine argentino poscrisis, que se regodeaba en la sordidez de sus personajes de hombros caídos, aquí centrada en uno que, antes que misterio, genera rechazo y patetismo. Acaso la presencia de Sergio Pángaro ilumina y airea un poco, pero no basta para alivianar una propuesta plúmbea.
Pasa algo curioso con esta película de espionaje, basada en novela de John Le Carré: su trama es más simple que enrevesada, como muchas veces pasa con el género, pero la narración es tan apática y desganada que cuesta mantener el mínimo interés. Es la historia de un magnate ruso -Stellan Skarsgard con ridícula melena- que contacta a una pareja en crisis, de vacaciones en Marruecos, para que lleven un misterioso pendrive a la inteligencia británica. Sin saber porqué, el marido (Ewan McGregor) confía en su nuevo amigo al punto de aceptar el encargo y terminar involucrado en la guerra entre la mafia rusa y el servicio secreto. Todo un affaire tan desprovisto de fuerza, de energía, como la actuación de sus protagonistas, principalmente un McGregor que, como el espectador, también parece haber dejado de prestar atención.
Tres amigos de la infancia arman una fiesta en casa ajena en la que todo se desmadra. Las consecuencias de la noche loca, que a duras penas logran reconstruir en totalidad, incluyen la desaparición de un cuadro valioso. La premisa de La última fiesta remite, directamente, a varios ejemplos de la comedia zarpada estadounidense de los últimos tiempos. Y no deja de ser notable la propuesta de hacerlo acá. Lo cierto, como también pasa en varios ejemplos del cine de allá, es que no toda la broma funciona, y no todo el tiempo. La última fiesta se la pasa vendiendo una diversión enorme que no llega a tanta, y hay problemas de timing, de duración de las secuencias, como la de la fiesta misma, que atentan contra el necesario punch. Por otro lado, los chistes se repiten innecesariamente, como si los libretistas se hubieran quedado sin ideas o necesitaran machacar sobre las mismas, con la consecuente sensación de tedio. De todas formas, tiene buenos momentos y los tres actores -Benjamín Amadeo, Nicolás Vázquez y sobre todo Alan Sabbagh- aportan toda su gracia.
Nade es una profe de inglés en cuya clase desaparece la billetera de una alumna. Ella se pone firme: obliga a los alumnos a dejar algo de su dinero hasta que el ladrón devuelva lo robado. En casa, también la esperan problemas relacionados con el dinero: su marido dejó de pagar la cuota de la hipoteca y quieren rematarle la casa. Con una puesta que recuerda mucho a la del cine de los hermanos Dardenne -cámara en mano cerca de su protagonista todo el tiempo, pequeño gran drama social en el centro del relato-, pero un ritmo parsimonioso, que obliga a esperar cada una de las mínimas resoluciones, y sobre todo una opacidad, un aire sombrío en el que no queda espacio para ninguna redención posible. La lección es tan severa con su protagonista como ella intenta serlo con sus alumnos. La sigue, en su derrotero cada vez más desesperado para reunir dinero en tres días, ilustrando las miserias y grisuras de una sociedad burocrática, indiferente y fría. Claro que Nade no se diferencia mucho de ese contexto, cuesta encontrar en su rostro gélido o en su intimidad, algo de ternura o calidez. Aunque empaticemos con su angustiante, y universal, circunstancia.
La primera mitad de Miss Peregrine y los niños peculiares es deslumbrante. Visualmente y porque convence de que estamos ante el mejor Tim Burton en mucho tiempo, uno que recuerda aquel director único, creador de imágenes imborrables surgidas de una imaginería personalísima, sensible a los freaks, a los diferentes. La novela juvenil de Ransom Riggs, sobre un hogar escuela para chicos peculiares dirigida por Miss Peregrine, parece haber sido escrita, con su fantasía, su fotogenia vintage y su vínculo con el universo de Harry Potter, para que Burton la pusiera en escena. Es la historia de Jake (Asa Butterfield, el ya crecido niño de La invención de Hugo), un chico incomprendido que tiene una relación especial con su abuelo -Terence Stamp-, afecto a contarle historias fabulosas sobre la casa para niños especiales en la que vivió huyendo de Polonia antes de la guerra. Con la ausencia del abuelo, Jake y su indeseable padre viajarán a la escuela y Jake encontrará un portal que lo llevará a 70 años antes. Allí conocerá a la directora, capaz de mutar en halcón, fumadora de pipa y con la tremenda presencia de Eva Green, diosa gótica. Entre los chicos con el gen recesivo de la peculiaridad hay una chica tan liviana que debe llevar unas botas pesadas para no volar hacia el espacio, un niño invisible, un taxidermista y otros fenómenos humanos. El tiempo es un tema central: la directora es capaz de manipularlo al punto que cada día vuelve el reloj atrás: antes del bombardeo alemán que destruyó el lugar, en 1943. Pero la segunda hora de la película es invadida por los efectos especiales, la incorporación de un villano y un deshilachado, confuso y cansador paso hacia el film de acción. Uno más, uno como tantos. Todos los elementos visuales -el diseño de producción, el increíble vestuario- están bien, muy bien. Pero el corazón de la historia, pisoteado por la estridencia de los efectos y la obligación de aventura, queda por el camino.
Con una larga experiencia como asistente de dirección, Emiliano Torres filmó su primera película en una aislada estancia patagónica, un lugar de contrastes. Durante el esquile de las ovejas, los trabajadores temporales, hombres necesitados, fuertes y curtidos, comparten el espacio del galpón despojado. En el invierno duro, la soledad impera. Y después está la inmensa nada del paisaje, que pesa tanto por su belleza como por su vacío y hostilidad. La de El Invierno, premiada en San Sebastián, es una historia mínima: el veterano capataz (el actor chileno Alejandro Sieveking) que cuida la estancia todo el año es reemplazado por un correntino joven (el misionero Cristian Salguero, al que vimos en La Patota, espléndido aquí). A la vez, la estancia cambia de manos y los nuevos dueños parecen tener nuevas ideas sobre su explotación. Torres se dedica a presentar a sus personajes en su áspero contexto para luego ir sumando información que genera un cambio de tono, un viraje hacia el suspenso, un acercamiento al clima del western que se da de manera natural: son dos hombres absurdamente enfrentados y solos, en un ambiente hostil, con la inmensidad seca, blanca y helada u oscura y amenazante, como universo.
Cinco años después de Mechanic llega la secuela, con el director alemán Dennis Gansel a cargo de poner en escena las increíbles hazañas de ese héroe de acción humano, carismático y con sentido del humor que es el inglés Jason Statham. El especialista arranca con su personaje, el asesino a sueldo Arthur Bishop de retiro en Río de Janeiro, pero claro: los problemas, y su sangriento pasado, no están dispuestos a dejarlo en paz. El villano Crain envía con sus mensajeros el "pedido" de liquidar no a una sino a tres personas y Bishop, después de sacárselos limpiamente de encima, aparece en Tailandia, en un paraíso remoto donde, por supuesto, tampoco habrá paz. Habrá secuencias de acción en el agua, en el aire, en una cárcel, en las calles, con el trabajado torso de Statham en primer plano, venga a cuento o no lo de sacarse la camiseta. También un amor -Jessica Alba- en bikini, en peligro, en baile sexy, en las garras de los malvados. Apenas la ha conocido, pero Bishop le da el reloj que fue de su padre y que jamás se sacó de la muñeca por nadie: él hará cualquier cosa por vos, le dice Crain a la chica. Como ese romance, todo en El Especialista es apurado, palo y a la bolsa. También aparece Tommy Lee Jones, como un traficante de armas en bata y con anteojos colorados. Sin la magia de la saga Transportador, a esta acumulación de secuencias de acción macgyverianas con decorados multinacionales le cuesta convencernos de que su simpática ridiculez es realmente divertida. Todo es tan arbitrario y atolondrado que ni el gesto irónico de Statham, en piloto automático, basta para movernos a la risa.
Los padres de Jake se mudan de Manhattan a la más tranquila Brooklyn, donde el abuelo, que acaba de morir, les ha dejado una casa y un local, en el piso de abajo, que hace años alquila la chilena Leonor (Paulina García). Ella tiene un hijo de la misma edad, Antonio, y los dos preadolescentes se hacen muy amigos. Como indica su título original, Little men, son ellos el corazón de esta película, la séptima de Ira Sachs, y es desde su mirada que se observa el mundo: un ámbito adulto. Con atención a esas pequeñas cosas de la vida cotidiana en dos familias, Por Siempre Amigos es a la vez un film de coming of age, una comedia vecinal y una entrañable exploración de la amistad entre dos chicos, tan parecida a un refugio frente a ese pesado tanque, llamado futuro, que se les viene encima. Pero es el presente el que mete la cola, con los problemas de sus padres intelectuales para llegar a fin de mes y las tensiones crecientes entre ellos y la inquilina de abajo. La forma en que Sachs, con sus extraordinarios actores, cuenta este relato profundamente humano, le permite encontrar una especie de poética de lo real que aparece naturalmente, sin subrayados ni un guión que la fuerce. Una película hecha con sensibilidad, inteligencia y amor por sus personajes, incluso aquellos más distantes. Hasta su bellísimo desenlace.