El absurdo que plantea el director James Wan en Aquaman (su película más impersonal a la fecha) entretiene, pero no alcanza no para rescatar al personaje del ridículo (nunca se plantea hacerlo), sino para hacer cómplice al espectador de tanto surrealismo kitsch. Dicho de otra manera, aunque lo intenta, este producto convulsionado por desiguales efectos especiales y actuaciones dispares, no genera siquiera un posible placer al menos como consumo irónico. Aunque se acerca bastante, y eso es más de lo que se puede decir de otras piezas del endeble Universo DC. Aquaman comienza con una escena que parece salida de un cuento de hadas, pero con una pomposidad anacrónica. Pronto descubrimos que la sirena que encalla en la rocosa costa no es otra que Nicole Kidman como Atlanna, reina prófuga del reino marino, y quien la rescata es Temuera Morrison, interpretando a Tom Curry, un guardián del faro de dicha costa. Sus gélidos rostros responden no sólo a la bizarra dirección de actores, sino a la abundancia de botox, y esto no es un dato jocoso que no tendría porqué estar relacionado con la película. Vale sospechar que lo está, y la posterior aparición de Dolph Lundgren como el Rey Nereus lo confirma. Wan se regodea en la artificialidad de sus personajes. Volviendo al incipiente romance, el amor florece al instante, suceden un par de chistes malos, y luego irrumpen la escena una serie de villanos marca Power Rangers. Al principio esto choca, sí, pero no pasará demasiado tiempo para que comprendamos que forman parte del absurdo-consciente planteado por la película. Al igual que en la serie nipona, se sabe que cuando hay un ejército de desprolijos ninjas (los “Puty Patrols“, en ese caso) detrás hay un villano más grande, aunque también con disfraz de cotillón. Aquí esa fórmula se repite, pero no será hasta la mitad de la película que aparezca Manta (Yahya Abdul-Mateen II) como antagonista. Y tampoco importa, porque para el momento en que se suma al conflicto ya nos olvidamos de él, porque estallaron diversos delirios. Ridículos o no, los guardianes con pistolas de agua logran su cometido, y aunque pierden la batalla con Atlanna, consiguen que esta se autoexilie nuevamente en las profundidades del mar. Ahí comienza la historia, claro, porque el hijo bastardo del océano, fruto del amor entre un hombre y el mar (que ni por un momento se le ocurra a nadie pensar en Hemingway), da lugar a Aquaman, justiciero de agua salada. Jason Momoa despliega todo su encanto como el superhéroe del título, aunque poco puede hacer con un guión que constantemente busca posicionarlo como “el Thor de DC”. Es una lástima porque, al igual que en tantos otros casos, este personaje llegó al mundo antes, aunque no por tener mayor trayectoria histórica parece haber sabido adaptarse. Completan el elenco Patrick Wilson como el Rey Orm, quien quiere extender su dominio a la totalidad de los océanos y por ello debe enfrentar al otro heredero del trono, su medio hermano Arthur (aka: Aquaman), y Amber Heard como Mera, interés romántico y guerrera de los siete mares, que aunque los realizadores se esfuerzan por delinear como una mujer fuerte, de seguro por varios puntos no pasa el test de Bechdel. Aquaman no rompe el maleficio Warner/DC, que apenas consiguió brillo propio con Wonder Woman (Mujer Maravilla) el año pasado. Tampoco es el calamitoso desastre de Batman v Superman, pero aunque busca elevar el nivel de sus predecesoras, no alcanza.
El 4 de agosto de 1892 Lizzie Borden (presuntamente) asesinó a su padre y a su madrastra, para luego comparecer ante un juzgado como la principal sospechosa. Más de cien años y dos décadas después, su historia continúa siendo rescatada como un ejemplo de la opresión del hombre por sobre las mujeres. Opresión que, desde hace tiempo, se instaló ya en la sociedad con un término mucho más específico: patriarcado. Puede que la historia sea oportunista, sí, pero eso no quita lo interesante del caso, que tiene como protagonistas a dos mujeres víctimas de un mismo hombre: padre, en el primero de los casos, patrón en el segundo, aunque la diferencia aquí es mínima). Así, Lizzie Borden, hija (Clöe Sevigny), se alía con Bridgitte, empleada doméstica (Kristen Stewart), para vencer a un enemigo común, aún cuando la metodología para llevar esto a cabo es motivo de disputa entre ambas. No se trata esto de un spoiler: el director Craig William Macneill presenta el asesinato ya desde la primer escena, dejando en claro que su intención es adentrarse en la cabeza de estas dos mujeres, y comprender qué las llevó al premeditado estallido de violencia. Aunque por momentos redunda en la sobredescripción de las penurias de Lizzie, El Asesinato de la Familia Borden es una película prolija que, sin bajada de línea explícita (aunque sí evidente) atrapa desde el género thriller. Partiendo de un caso abierto (a Lizzie Borden no se la condenó por el crimen, irónicamente, por un prejuicio machista, y sólo se la presume culpable en una relectura de la historia), Macneill prefiere asumir que su interpretación es la válida y a cambio en lugar de un whodunit (suspenso que se concentra en el “¿quién lo hizo?”) por un whydunit (“¿por qué lo hizo?”).
Luego del éxito de dos piezas musicales galardonadas por el premio Oscar, Whiplash y LaLaLand, Damien Chazelle decide apostar con First Man a un cambio de género y tono: no sólo aquí casi no hay música (por momentos, casi no hay sonido para que nos concentremos en la soledad del espacio) sino tampoco personajes coloridos ni rebozantes de energía. Más bien, todo lo contrario: hay una historia harto conocida, basada en hechos reales, que se esfuerza por contar el lado humano que no se vio en la llegada del hombre a la luna. Ese lado le pertenece a Neil Armstrong, el astronauta que comandó la misión del Apollo 11, un protagonista absoluto de la historia de la humanidad, que sin embargo mantuvo siempre un perfil bajo, guardando en secreto historias de tragedias personales y un perfil a menudo frío y distante. First Man viene a contar esa historia, y aunque lo hace con la nobleza de quien respeta los hechos verídicos y rinde homenaje a sus héroes, se queda en no mucho más que lo anecdótico. Lo cierto es que cuesta, como espectador, conectar con el protagonista (pese a una impecable labor de Ryan Gosling) y por momentos los pasajes que lo excluyen del primer plano del film, son aquellos que resultan más interesantes (las fallidas misiones previas, los accidentes, y hasta un breve paréntesis que se aleja de la NASA para mostrar la situación social y el contexto de la carrera espacial y cómo esta repercutía en los Estados Unidos de América). La aventura no se corre del drama individual que quiere contar, pero ante las inevitables imágenes finales del alunizaje que adquieren, como no podía ser de otro modo, un tono épico, surge la duda de si no había un eje más interesante para contar. La personalidad rimbombante de su colega, Buzz Aldrin (Corey Stoll), parece gritar que sí, y aquí apenas se limita a una reducida interacción con el protagonista.
La vida de Robledo Puch merecía una película, y después del éxito que fueron primero El Clan (Pablo Trapero) y luego Historia de un Clan (Sebastián Ortega), el hermano del director de esta última, Luis, entendió la oportunidad cinematográfica que significaba adentrarse en la mente del más temido asesino serial de la Argentina. Y es que la vida de Puch parecía ya condenada a la pantalla grande desde sus primeros pasos como ladrón: si bien el film parte de un Robledo adolescente que está terminando el colegio, testigos afirman que en la vida real el muchacho con cara de ángel habría comenzado mucho antes sus aventuras delictivas. Lo enigmático de un personaje como Robledo es que siempre pareció escaparle a todas las nociones y preconceptos que tenemos de los criminales de su estilo: no creció en un hogar disfuncional, no vivió jamás en la marginalidad (aunque tampoco en la opulencia) y, para colmo, portaba un rostro capaz de enamorar desde la chica más santa hasta la más descarriada. Todo eso lo obtuvo sin esfuerzo alguno y, ni desagradecido ni responsable, simplemente decidió utilizar sus talentos para el mal. Para retratar a Puch, Ortega tomó la sabia decisión de acercarse a Rodolfo Palacios, acaso uno de los periodistas criminales que más tiempo le dedicó a estudiar a dicho personaje. Después de todo, fue quien escribió El Ángel Negro, pieza en la cual está libremente basada la película. El resultado, lejos de ir a lo predecible, sorprende por lo arriesgado de algunos pasajes: a kilómetros de distancia de la crónica policial, El Ángel no tiene problema en ficcionar la vida de Puch y altera así piezas clave de la vida del asesino. Esto último resulta curioso porque, al fin y al cabo, éste es uno de los casos que validan el cliché de “la realidad supera la ficción”. Y, si bien algunos crímenes son presentados tal cual sucedieron, ciertas alteraciones (más allá de nombres y apellidos, lo cual resulta lógico) sorprenden porque se adentran en un terreno pantanoso, ciertamente difícil de explorar. Abundan interpretaciones que quedan latentes acerca de la sexualidad reprimida del protagonista, y mientras que en su mayor parte se lo retrata como lo que verdaderamente fue (y es), es decir, un psicópata, otras escenas parecen olvidarse de ello y buscan explicación a lo sencillamente inexplicable. Quizás se deba una necesidad de clausura que calma las ansias del espectador, impaciente por comprender “por qué lo hizo” cuando, lejos del cine, algunas acciones en la vida real no tienen respuesta. No obstante, un impecable trabajo técnico (resalta el uso del color y la fotografía), junto con la increíble caracterización de Lorenzo Ferro como Robledo, y la buena labor de un elenco que incluye al “Chino” Darín, Daniel Fanega, Cecilia Roth y Peter Lanzani, hacen de El Ángel uno de los mejores films nacionales del año.
La película de Martín Céspedes, Toda esta sangre en el monte, comienza como tantas otras: con un crimen. De hecho, comienza con las consecuencias directas de un crimen, del cual se desprende un funeral. Hay llantos, gritos y pedidos de justicia, y luego la cámara -que sobrevuela el relato sin interpelar a sus protagonistas de manera directa, aleccionadora o explícita-, se posa sobre conversaciones y recortes de la cotidianidad que hoy viven decenas de personas en Santiago del Estero. Aún no sabemos con exactitud cómo sucedieron los hechos, pero comienzan a aparecer las pistas. Agrotóxicos, negocios inescrupulosos, empresarios con matones rentados y la necesidad de agruparse como sea y resistir. Se va construyendo hacia atrás el relato pero no, esto no es Rashōmon, y no hace falta escuchar las otras historias para entender cómo concluye la que más importa, ni mucho menos quién fue el culpable del asesinato. Toda esta sangre en el monte relata la cruda realidad de aquellos que reciben un castigo solamente por haber nacido y querer proteger lo suyo. Sería fácil decir que se trata de sus tierras, hogares y trabajos, cuando en verdad se trata de la completa idiosincracia de un colectivo humano. Céspedes refleja la potencia del MOCASE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero), pero para ello no apela al didactismo panfletario ni señala con el dedo para decir “éstos son los buenos, los otros son malos”. En su lugar, elige construir su relato a través de conversaciones recogidas de lo que se nota son decenas de horas de material grabado, y jamás apela al archivo: vemos lo que la cámara graba, que es lo mismo que probablemente veríamos si nos tomásemos un tiempo para de viajar al norte del país. Si la estructura se desenvuelve alrededor de un juicio es por una cuestión práctica, ya que articula de la mejor manera posible un hilo conductor, con su introducción, desarrollo y un (inevitable, en este caso) demoledor desenlace. Pero lo que ya sabemos (la impunidad, la injusticia) no es lo que finalmente queda, sino el valor y la resistencia de una comunidad que, lejos de las ciudades, la comodidad y los recursos, consigue hacerle frente a negocios turbios que involucran al poder político, judicial y hasta policial. La farsa jurídica que rige en dicha provincia puede parecer en la película un mal chiste que ni llega a parodia, pero la fuerza con la que se levantan quienes defienden sus derechos, no. Aquí el documentalista lo sabe y pone el foco en el lugar correcto.
Paula camina por los gélidos pasajes de Ushuaia, repitiendo una rutina que no queda del todo clara. Trabaja un rato para una agencia haciendo una suerte de tour en combi, luego se gana un dinero extra haciendo otras changas (que incluyen, aunque no de manera del todo planeada, trabajo sexual), y reclama ante jefes sueldos atrasados y deudas pendientes. También paga, ahorra y vuelve a empezar. Pero, como bien lo indica el título de la película, hay algo que aquí se omite, y eso es, en primer lugar, qué es lo que está haciendo realmente ahí Paula. El correr de la película revela que hay una hija, una pareja y una suerte de “plan” que comenzó pero no espera terminar en Ushuaia. Este hilo narrativo parece ser el que conducirá el destino de Paula, pero sin embargo ella no parece del todo convencida. ¿Hay acaso otra vida que no está viviendo Paula? ¿Será que la protagonista de La Omisión no está segura de serlo en su propia historia? La película de Sebastián Schjaer no plantea necesariamente estos interrogantes, sino que más bien deja que sucedan: es el espectador quien completa el cuadro, a veces viendo problemáticas que la propia protagonista no reconoce. El recorrido que este personaje transita es personal e introspectivo, y por eso Schjaer apuesta a los planos cortos y los detalles, eludiendo la tentación de los planes generales que retratarían mejor la belleza del paisaje. La decisión es arriesgada y mayormente funciona (la vida en el fin del mundo se siente así opresiva y monótona), aunque priva también por momentos de ritmo a La Omisión, un film de enorme factura técnica que, a pesar de caer en cierta redundancia, brilla por la sutileza de los trazos con que dibuja a sus protagonistas.
Después de la enorme tragedia griega que fue Avengers Infinity War, Marvel/Disney apuesta de lleno a la comedia con Ant-Man and the Wasp, un bienvenido giro light hacia el entretenimiento, bastante menos solemne que el film de los hermanos Carusso. Quien vuelve a tomar las riendas de esta delirante historia de superhéroes diminutos (aunque, por momentos, también gigantescos) es Peyton Reed (Down with love), quien se desenvuelve con clara comodidad aprovechando al máximo los dotes cómicos de su protagonista, Paul Rudd, y sobre todo de los personajes secundarios que complementan el relato. Sí, una vez más, quien vuelve a robarse el show de Ant-Man es Michael Peña como Luis, ese por momentos side-kick absurdo que no siempre hace avanzar la trama, pero sí la dota de un humor necesario. La historia retoma a partir de los sucesos narrados en Captain America: Civil War, lo cual sitúa al film de Reed en una cronología un tanto confusa: se entiende que aún no han sucedido los eventos de Infinity War (nadie habla de Thanos), pero a la vez se está gestando “algo” en paralelo, que habrá que esperar a los créditos finales para terminar de dilucidar. Aquí el mundo (aún) no está en problemas, apenas la ciudad de San Francisco y aún así se trata de daños colaterales. Y es que no hay un claro “villano” en Ant-Man and the Wasp, pero sí una antagonista, con justificación más que comprensible para sus acciones y poca malicia. Los afectados por sus acciones son apenas Hank (Michael Douglas, repitiendo su papel de mentor y padre de Hope Van Dyne, aka: The Wasp) y, claro, Scott Lang, el superhéroe que ahora pasa los días en su casa cumpliendo un arresto domiciliario. El desafío que plantea el director Peyton Reed tiene más que ver con una carrera contra el tiempo, que con una lucha de poderes: Hank y Hope deben salvar a su madre del lisérgico universo sub-atómico, Scott debe estar de regreso en su hogar cada vez que escapa antes de cierto horario para que nadie note actividad inusual, y la antagonista Ava/Ghost debe obtener lo que necesita del laboratorio de Hank para no perderse en un infierno cuántico y desintegrarse. El tiempo es, en definitiva, el verdadero factor de suspenso y villano. Ant-Man and the Wasp es una película entretenida y muy ligera, que no resalta entre los films de la factoría Marvel pero cumple su cometido de lavar un poco la imagen del estudio, que venía de una muy buena película que sin embargo se había sumergido a pleno en la solemnidad y la tragedia.
Aunque El Legado del Diablo (en adelante, Hereditary, tal como es su nombre original libre de spoilers) se inscribe dentro de esta nueva ola de terror independiente de autor, le debe más a clásicos de otros tiempos como El Exorcista y, fundamentalmente, El Bebé de Rosemary de Roman Polanski, que a joyas del horror moderno como Get Out (Jordan Peele) y la reciente A Quiet Place (John Krasinski). En ese mismo sentido, su pariente más cercana acaso parece ser La Bruja (Robert Eggers), y aún así Hereditary va mucho más allá que varios de los exponentes mencionados. El film de Ari Aster comienza como un drama familiar, y permanecerá como tal buena parte de la película. Es aquí donde conviene aclarar algo importante: el espectador que busque apenas golpes de efecto dosificados con altas dosis de gore, posiblemente saldrá decepcionado. Hereditary parte de una situación dramática, luego se aferra a una tragedia (que, por supuesto, no parece estar aislada del anterior hecho) y finalmente desciende a los infiernos del terror psicológico más puro, entregando a la vez algunas de las imágenes más perturbadoras de los últimos tiempos en cine. Conviene no adelantar demasiado de la película: hasta resulta sumamente contraproducente mirar el trailer de la misma, que adelanta varias de las muchas sorpresas que el film de Aster depara. Basta con saber que el conflicto se gesta dentro de una familia típica americana, compuesta por una madre que acaba de perder a la suya (Toni Colette, como siempre, impecable), un padre gentil que busca mantener unida a la familia (Gabriel Byrne), un adolescente de rumbo perdido (Alex Wolff) y una niña perturbada que esconde más de un oscuro secreto (Milly Shapiro). En el núcleo del relato está la omnipresente muerte, y una sensación contínua de que algo está por estallar. El director Ari Aster maneja con habilidad el suspenso, primero de manera gradual y luego con estallidos que rozan lo surrealista. Así el horror permanece, finalmente, aún después de terminada la película, cuando el espectador intenta recolectar varios de los hechos acontecidos en pantalla.
Después de su primer gran largometraje, El Último Elvis, Armando Bo pasó a jugar en las ligas mayores en dos ocasiones, junto a Alejandro González Iñárritu. Primero lo hizo con Biutiful, un exagerado melodrama, y luego con Birdman, la oscarizada película que consagró al realizador de Amores Perros como uno de los nombres más importantes de la industria actual (eso quedaría confirmado apenas un año después cuando Iñárritu realizase la que es, hasta ahora, su mejor película: El Renacido). Ya con tamaña trayectoria y un premio de la Academia de Cine de Estados Unidos, Bo regresó al país para filmar su segundo largometraje como director, Animal, y el resultado no podría ser más desconcertante. La película comienza con un impecable plano secuencia que anuncia todo lo bueno y malo que tendrá el film: por un lado, un virtuosismo técnico por momentos loable y por momentos redundante y exagerado (parece, en determinado punto, un video publicitario), y una metáfora de “vida perfecta de un hombre perfecto” que rápidamente se va al tacho. Bo elige resaltar una y otra vez, a través de diálogos repetitivos, lo que el espectador ya entendió en la primer escena: el protagonista trabajó toda su vida muy duro, fue un hombre ejemplar, y ante la adversidad se encuentra solo y marginado por “el sistema”. Animal se concentra en la vida (e inminente muerte) de Antonio Decoud, encarnado con notable solvencia por Guillermo Francella en su faceta más seria (esa misma que el actor viene abordando desde su personaje secundario en El Secreto de Sus Ojos). El padre orgulloso de una familia arquetípica tiene todo lo que un hombre su edad busca tener: hijos ejemplares, una esposa ideal y comprensiva, casa propia de dos pisos, auto, algún que otro lujo, y un buen puesto en una empresa frigorífica. Tiene, también, una complicación en un riñón que un día aparece y a partir de ahí su vida desciende a los infiernos. Tras una escena que introduce el problema en lo que parece un sketch de Los Simpson, cuando el hijo-donante se arrepiente y huye minutos antes de entrar a la clínica, queda claro que Animal pasará a utilizar una fórmula harto probada en Hollywood: el ser que un día dice “basta” y desafía al sistema. Esa lucha individual y egoísta puede estallar frente a un pobre empleado de McDonalds como en Un día de furia (Falling Down), o frente a unos donantes oportunistas que, provenientes de una clase baja adormecida, buscan sacar rédito, fruto de su resentimiento social y mal pasar. Antonio primero accede a sus peticiones, y luego descubre que está siendo usado. Y comienza otro recurso típico de este tipo de películas: el humor negro. Humor que, de rayar en lo obvio, se puede volver demasiado grotesco, y aún si ésto último es prácticamente un sub-género argentino, Animal abusa demasiado de ello. ¿Qué rescata al film del olvido? Por un lado, la ya mencionada interpretación de Guillermo Francella como un hombre no-tan-bueno al borde del colapso, y por el otro la impecable factura técnica, aún cuando raya lo supérfluo (incluso en momentos en que ésto se convierte en una mala decisión estética). Pero el resultado final es irregular, gracias a la soberbia de un guión que en algunos tramos funciona, y en otros comete el pecado de creerse más inteligente y cínico de lo que realmente es.
Isla de Perros marca el regreso de Wes Anderson (Rushmore, Los Excéntricos Tenembaum) a la animación, tras su auspicioso debut con El Fantástico Sr. Zorro (The Fantastic Mr. Fox), y la misma técnica: un stop motion extremadamente cuidado (su fluidez realmente asombra) y estilizado, pero jamás caprichoso. Sin embargo, no es esa la novedad aquí, sino el hecho de que el film rápidamente se constituye como una de las películas más sensibles de su carrera, lo cual de por sí, cualquiera que conozca la misma sabrá que es mucho. La aventura en Isla de Perros comienza cuando, en un Japón de un futuro distópico, un gobernante que pronto se alza como Dictador, erradica a todos los canes del territorio nipón, enviándolos a la isla del título, que es ni más ni menos que un juntadero de basura abandonado. Como es de esperarse una resistencia ante tal hecho, el plan incluye un lavado de cerebro a la sociedad que, manipulada, ve en dichas mascotas una amenaza a su salud pública. Amenaza que, lógicamente, no es tal, pero sirve de pretexto para elaborar un plan maestro de dominación política. Así, el mejor amigo del hombre queda relegado al status de plaga, y debe vérselas ante la adversidad de un territorio desconocido, solitario y sin amos. Esto último, por más que no quiebra el espíritu de los fieles compañeros, los termina volviendo más fuertes. Pero si bien la historia oficialmente arranca cuando un pequeño piloto de doce años llega en un maltrecho avión a la isla, los verdaderos protagonistas son los perros, y tanto es así que se nos aclara que sus ladridos serán traducidos a nuestro idioma, pero no así las palabras en japonés o cualquier otro lenguaje humano. Escuchamos en las voces a Bill Murray, Edward Norton, Bryan Cranston, Jeff Goldblum, Scarlett Johansson y Greta Gerwig, pero siempre lo hacemos detrás de sus simpáticos alter egos peludos. Isla de Perros se estrenó en una turbulencia de ideas políticamente correctas, y cayó presa de una acusación por momentos infundadas (uno de los personajes que “despierta” a la población adormecida es norteamericano) pero mayormente ridícula. Se dijo que el film de Anderson no respeta a la cultura asiática, como otro claro ejemplo de white-washing de Hollywood. Sin embargo, están ahí los hechos para contradecirlo: el protagonista humano, Atari, es encarnado por Koyu Rankin, un joven actor de origen japonés, a la vez que el reparto incluye múltiples talentos del País del Sol Naciente. La mayor parte de los diálogos, como se dijo antes, ni siquiera están doblados o subtitulados, como muestra de respeto a aquella cultura, y no como parodia, y forma parte de la idea de Anderson de que las diferencias idiomáticas aquí no importan. Múltiples situaciones cómicas suceden con referencia a la “interpretación” y diferencia entre lenguajes, cuando al final el único que importa es el del respeto y cariño que sienten unos seres a los otros.