Atómica es una película claramente concebida desde lo musical, y no necesariamente porque su nombre (más aún en español) parece el de un disco de Babasónicos. Es “cool”, tiene “ritmo” (aunque uno tedioso) y vibra al compás de los 80s (como prácticamente todo lo que es trendy desde Stranger Things). También sufre de un vicio muy habitual en este tipo de producciones: se cree mucho más inteligente de lo que es, y termina tropezando en sus propias vueltas. La historia transcurre a finales de la Guerra Fría (se nos explica que el muro está cayendo, pero ésta no es esa historia porque, claro, sino todo sería mucho más interesante), y tiene a Charlize Theron como protagonista absoluta. Nobleza obliga: lo único que salva a la película de la mediocridad total es justamente su presencia. Contada a través de flashbacks narrados intermitentemente en una sala de confesiones, Atómica expone sus giros e infinidad de vueltas, hasta marearse y darse de cara al piso. La película comienza con la introducción del que claramente será el antagonista, un tal Percival (James McAvoy), quien se sospecha está oficiando de “doble agente” y, por ende, representa un peligro. Por supuesto que la cosa no es tan simple, y nadie es lo que parece: para cuando hacemos la tarea de matemáticas y comprendemos que los dobles agentes pueden multiplicarse hasta ser cuádruples, séxtuples o varias veces múltiplos de números pares, ya no nos interesa quién ni cómo está llevando la cuenta, y tampoco importa: entendemos que se viene otro giro y por ende debemos sorprendernos y sonreír con sorna. Como la protagonista, cínica pero con un corazón de oro en el fondo, que remata sus disparos con miradas rudas y alguna que otra frase como “quién es tu perra ahora”. Hay un McGuffin (ese término acuñado por Hitchcock para “mover la trama”), que es una lista de nombres de agentes que se pasaron al lado oscuro (o al lado luminoso… o a los dos, o tres, si hubiera un tercero) y que, claro, todos quieren obtener a toda costa. Porque si el nombre de un agente está en esa lista, junto con el muro cae su cabeza. Y, como dice el astuto Percival, los ideales son muy bonitos pero lo mejor de todo es “salir vivo”. Eso, y Berlín, que en los 80s se re-pone y por si no queda en claro, su personaje lo exclama un par de veces. Atómica tiene todo lo que los logaritmos de tendencias quieren: una playlist en vez de una banda sonora, retoque de color exagerado (y tristemente monótono), violencia estilizada y redundante, y lesbianismo idealizado para deleite del heterosexual promedio. Un cocktail explosivo de acción y música que seguro funciona muy bien en Spotify, pero en casi dos largas horas de película es no más que un disco rayado.
**ADVERTENCIA: LA SIGUIENTE RESEÑA PUEDE CONTENER SPOILERS, AUNQUE NADA QUE NO SE HAYA VISTO EN EL TRAILER*** Annabelle 2 es uno de esos casos atípicos en una saga de terror en los cuales la segunda parte es mejor que la primera. Aún si el director David F. Sandberg (el mismo del cortometraje Lights Out, que el año pasado se convirtió también en película) no está ni remotamente cerca del horror que es capaz de generar James Wan (creador de esta saga que se desprende de El Conjuro), lo cierto es que este segundo capítulo es una digna entrada en un universo compartido por las mencionadas películas, y las futuras La Monja y The Crooked Man. Aunque en los países de habla hispana se conozca como una segunda parte, en verdad la historia de la muñeca maldita aquí en verdad parte de sus orígenes, por lo cual técnicamente se trata de una precuela. Todo comienza con un feliz hogar en una parte rural de Estados Unidos, compuesto por una niña, su madre y el paterfamilias que resulta ser un fabricante de juguetes. Como en una película de terror la felicidad no está permitida, no tardará demasiado en asomarse la tragedia: un accidente automovilístico arruina la paz de la pareja, y la niña pasa a mejor vida. Su nombre, por supuesto, era Annabelle. Unos cuantos años más tarde, la devastada familia toma una decisión importante para seguir adelante: ofrecer de manera voluntaria su hogar, una imponente casa que naturalmente les queda demasiado grande, como un orfanato para niñas exclusivamente. La oferta tentadora recae en la hermana Charlotte (Stephanie Sigman), quien no demora en trasladar a su grupo de jovencitas a la casa, ignorando que la misma alberga una gran tragedia. El resto es predecible, pero no por ello inefectivo: será apenas cuestión de minutos para que comiencen los autos, anclados principalmente en la fantasmagórica muñeca, así como también demonios y otras apariciones. Al igual que en El Conjuro, el mal se manifiesta bajo la figura de una posesión, y por ello no hay aquí espíritus buscando resolver absolutamente nada: cuando una asustadiza niña le pregunta a la entidad qué es lo que quiere, ésta responde desde ultratumba: “tu alma”. Annabelle 2 es una película sencilla pero entretenida, cuyo mayor aporte al género es una excelente fotografía, que por momentos parece salida del “Gótico Americano” de la obra pictórica de Grant Wood o el ruralismo de Edward Hopper. En todo lo demás, es una historia repleta de clichés pero que aún así funciona.
La Torre Oscura es una película alienante que deja a los espectadores afuera, no porque resulte demasiado críptica o rebuscada, sino porque busca mezclar terror, aventura, ciencia ficción y western, inspirándose en la célebre novela de Stephen King, pero sin tomarse el tiempo necesario para desarrollar ninguno de los géneros, y lo que es peor, tampoco hace demasiado por sus personajes. Así, consigue resultar tediosa en medio de acción que jamás se detiene, y en apenas noventa y cinco minutos condensa todo el argumento del libro en un par de flashbacks, montaje vertiginoso y alguna que otra referencia al universo King. La conclusión es una película que no resulta atractiva ni para quienes leyeron la obra original (demasiados cambios, mayormente eliminando lo más oscuro de un autor que se caracteriza justamente por narrar mundos oscuros), ni tampoco para quienes buscan apenas entretenerse un rato. Partiendo apenas de la premisa del primer libro de la saga, La Torre Oscura presenta la historia de un pistolero (“The Gunslinger”) interpretado por Idris Elba, que un día se cruza en su mundo con Jake (Tom Taylor), un niño que tiene poder psíquicos y es capaz de ver a través de otros mundos y prever el fin de los mismos. Hay, lógicamente, una torre oscura que se sostiene hace mucho tiempo, y que está siendo destrozada de a poco por un malvado hechicero que busca demolerla, extrayendo el poder de los niños “especiales” como Jake. La torre, claro, es el último bastión de la humanidad, que mantiene alejados a los demonios y monstruos del universo, y está en constante peligro, al menos mientras exista la maldad. Nikolaj Arcel dirige sin tener demasiado en claro hacia dónde va el relato, esbozando escenas de acción tan lamentables que hacen que Wanted parezca una épica de John Woo en comparación. Mathew McConaughey interpreta al hechicero (más conocido y temido como “El hombre de negro”) y el folklore King queda reducido a un segundo plano: en algún momento apenas se menciona alguna curiosidad de estos otros mundos donde antes hablaban los animales, pero no hay mucho más que eso. Stephen King ha tenido su cuota de adaptaciones lamentables, probablemente más que ningún otro autor, pero La Torre Oscura marca una nueva caída, de la cual será difícil reponerse si se busca que la saga continúe cinematográficamente.
La Cordillera no funciona gracias a las buenas actuaciones de su elenco, ni a la impactante fotografía, el ajustado guión o la sublime dirección de Santiago Mitre. Funciona gracias a la combinación de todos esos elementos, que en perfecta armonía hasta se dan el lujo de coquetear con distintos géneros: por momentos, algunos pasajes amagan con lo sobrenatural, otros con el drama familiar, y hasta se escucha una historia de terror partida de un sueño. Todo, claro, en el contexto de un thriller político, con reminiscencias hitchcockianas incluidas. Es así como la película de Santiago Mitre, quien venía de realizar la notable remake de La Patota (también junto a Dolores Fonzi) y previamente esa sorpresa/revelación que fue El Estudiante, es un Todos los hombres del presidente cuando quiere, pero también una interesante película de suspenso puro, cuando se aleja de sus tintes políticos. Y ya que hablamos de política, he aquí otro gran logro: la película es crítica, inteligente y digna de ser analizada, sin jamás caer en lo meramente panfletario. Partiendo de una cumbre de presidentes a llevarse a cabo en la cordillera de los Andes, del lado de Chile, Mitre expone a los máximos representantes de los pueblos sudamericanos y los expone a sesiones de tratados (y negociados off-the record) que terminarán efectivamente determinando el futuro de sus respectivos países. Sin ser demasiado críptico ni rebuscado, el guión esboza con maestría la problemática (un pacto latinoamericano que, claro, tiene que ver con el uso del petróleo) y sus múltiples derivaciones en conflictos, traiciones, códigos rotos y doble moral. Resumido: política. Todo se desarrolla en ese marco hasta que entra en escena el personaje de Dolores Fonzi, hija del Presidente Argentino (Ricardo Darín), que desequilibra todo gracias a un asunto no resuelto con su ex-marido que pone en jaque la figura política de su padre, a la vez que su estado psiquiátrico no ayuda. Los asesores del Presidente se agarran la cabeza ante estos problemas, intentando solucionarlos por detrás, tejiendo los hilos invisibles que el espectador (¿hombre común?) desconoce, pero pronto comenzaremos a preguntarnos también cuánto comprenden ellos. Mitre y Mariano Llinás, autores del guión original de la película, tejen una trama repleta de misterio que no decae a lo largo de sus casi dos horas de duración, y consolida a sus autores como dos de los mejores exponentes del cine argentino actual. La Cordillera se convierte así entonces en uno de los mejores estrenos en lo que va del año 2017.
Sony no pudo con el enemigo y se le unió: tras el fracaso de sus dos últimas adaptaciones del "vecino amigable" que se columpia entre rascacielos, la enorme compañía que posee los derechos de Spidey decidió "cederle" ¿temporalmente? los derechos a Marvel/Disney. El resultado no podría ser más satisfactorio: lejos de la redundancia y la mirada infantil de sus predecesoras con Andrew Garfield y Emma Stone, aunque tomando también distancia de la (todavía) mejor encarnación del personaje, en la piel de Tobey McGuire y bajo previa dirección de Sam Raimi, ésta historia se saca de encima la carga de tener que volver a contar los orígenes del personaje (que ya conocemos todos), y se mete de lleno en la acción pero sin olvidar el costado humano del superhéroe. Después de todo, uno de los mayores atractivos del hombre araña fue y será siempre la divertida y acomplejada vida de Peter Parker, un joven intrépido que un día recibe un gran poder que ya sabemos qué es lo que conlleva, pero no hace falta aquí -por suerte- repetirlo. Sin demasiados preámbulos ni flashback, Spider-Man Homecoming comienza con la subtrama del futuro villano "The Vulture" (impecable Michael Keaton, aunque con un repetido dejo de Birdman), y de allí escala hacia una lucha del bien contra el mal, pero repleta de matices y humanidad. Donde en otras historias, basadas en historietas, el villano parece ser malo-malo-malo, aquí tiene una motivación cuestionable pero sin caer en la caricatura, con dilemas morales y justificaciones ambiguas. Nadie nace y muere villano o héroe, y aunque sea desde un mundo colorido y saturado, Marvel parece entender eso mejor que nadie. Tom Holland como el nuevo Peter Parker se luce y gana la simpatía de la audiencia, a fuerza de tropiezos y atinados chistes que dan en el blanco cuando la historia necesita un poco de humor para sostenerse. La figura patriarcal de Iron-Man (Downey Jr.) revuela sobre toda la película pero no interrumpe demasiado, para no robarse el show que le pertenece al heroico arácnido. Marisa Tomei interpreta a la sensual Tía May (una oración que, quien escribe, jamás hubiese pensado decir), mientras que Happy (Jon Favreau) cuida del muchacho con gracia y algunos de los mejores momentos de la película. Spider-Man Homecoming es la reboot que el héroe estaba necesitando, y promete revitalizar la franquicia a fuerza de simpatía y diversión pura. Ojalá así sea por varias películas más.
No es la originalidad de la trama, sino los riesgos que toma Jordan Peele (director primerizo que muestra aquí un enorme potencial) para desenredar un guión repleto de misterios, lo que hace que Huye se sienta fresca, impredecible y de una relevancia insoslayable para los tiempos que corren. La historia comienza con un joven armando su valija para ir a visitar a la familia de su novia, que lo observa con algo de sorna. Si resulta incómodo a veces conocer a los suegros, a eso Chris (un sublime Daniel Kaluuya) tiene que agregarle un factor tabú: él es negro, ella no. Y en una sociedad que le dispara dos veces a los afroamericanos, y después hace las preguntas, su nerviosismo es más que comprensible. Así y todo, el gran novio le pone el pecho a la situación y se decide a enfrentar a sus preconceptos. Después de todo, lo suyo no deja de ser un prejuicio también. No pasará demasiado tiempo, claro, para que el pobre Chris comience a replantearse el porqué no escuchó las palabras de su mejor amigo, un agente de seguridad aeroportuaria muy paranoico que quiso decirle que todo ésto era una mala idea. Conviene no adelantar demasiado los múltiples giros que el film de Peele desarrolla: basta con decir que la visita familiar se desenvuelve peor aún que la de los Fockers ("La familia de mi novia") y aunque hay bastante humor negro, no se trata aquí de una comedia. El nuevo realizador desenfunda un enorme talento para el suspenso, siendo así la primera gran revelación del año. Al menos en cuanto a un género que, por lo general, no depara demasiadas sorpresas.
Los Padecientes, adaptación homónima de la novela de Gabriel Rolón, es uno de esos thrillers en los cuales a los cuarenta minutos de avanzado el film ya sabemos cómo terminará, y aun así la trama sigue avanzando. O, en este caso, tropezando con los mismos errores que arrastra desde un principio: a la obviedad de lo que vemos en pantalla se suma, además y siempre de manera constante, una interminable sucesión de diálogos expositivos, que resaltan lo que no hace falta volver a interpretar. Como si esto fuera poco, cada tanto, una voz en off meditativa traza conclusiones y celebra su propia lucidez a la hora de comprender un poco mejor el mundo. Y tanto se celebra a sí misma la obra de Rolón que, claro, termina con un aplauso masivo en cámara. La trama es sencilla y responde a todos los clichés del thriller policial: hay un asesinato misterioso, un detective (bueno, un psicoanalista, que en la práctica de esta película resulta más o menos la misma cosa), una femme fatale que esconde algo en su historia, y una serie de personajes secundarios que resultan a menudo más interesantes que los protagonistas. La historia se activa desde un principio, cuando sin perder demasiado tiempo se presenta ante la clínica del protagonista (Benjamín Vicuña) una joven mujer (Eugenia Suárez) desesperada por cerrar –a su manera- el crimen de su padre, pidiéndole la firma al Licenciado, para que declare inimputable a su hermano (Nicolás Francella), presunto autor del siniestro. Pero, claro, nuestro protagonista juró buscar siempre la verdad, y nada más que la verdad (aparentemente, “La Verdad” es una cátedra en la carrera de psicología donde estudió nuestro protagonista), y por ello se pone inmediatamente a investigar. No pasará demasiado tiempo hasta que comiencen a aparecer los problemas. Los Padecientes es uno de esos casos típicos de este nuevo “cine industria” nacional que, al mejor estilo Hollywood, posa su mirada en los bestsellers para convertirlos en blockbusters, y obtiene así lo mejor y lo peor del cine norteamericano. Lo mejor, es que la factura técnica es impecable (resaltan la fotografía y los efectos digitales). Lo peor, es todo el resto.
El aspecto visual recuerda a Blade Runner, los personajes y algunas calcadas escenas (con pequeños giros) rememoran el animé original, y ciertos cableados y delirios cyberpunk hacen pensar en Matrix, pero lo cierto es que esta adaptación de Ghost in the Shell no tiene absolutamente nada de la profundidad de las mencionadas películas. Apenas si, irónicamente, es un fantasma en un caparazón muy vacío de las mismas. Eso es, claro, una enorme desgracia, teniendo en cuenta el original del cual partía, pero a la vez una profecía cumplida que, en el fondo, era bastante predecible. No extraña que el mensaje críptico, ambiguo, y enredado del animé de Mamoru Oshii aquí sea simplificado en un producto destinado a las masas que, con un dejo de cinismo comercial, de acuerdo a las concepciones de Hollywood son aquellas que no pueden pensar. No ideas estrambóticas o complicadas, sino absolutamente nada. Es por eso que el nivel de exposición del guión resulta alarmante aún sin comparar con la fuente original: antes de comunicarse telepáticamente, los personajes aclaran "vamos a comunicarnos telepáticamente", y previo al momento inicial donde vemos la creación de un androide, se nos aclara "no es una máquina, retiene fragmentos de un humano, y la creamos porque ésto y lo otro". Bien: los estudios no sólo olvidan que el espectador -por lo general- es capaz de atar y unir conceptos, sino que además presuponen que nadie vio Robocop (original, o su triste remake). De manera engañosa, la trama respeta algunos lineamientos de la Ghost in the Shell original, partiendo de la base que dice que en el futuro los androides han alcanzado un nivel de sofisticación tal, que a menudo es fácil confundirlo con humanos. El fantasma del cual se habla en el título no debe ser entendido como un espectro sino como un espíritu, y por si uno no lo comprende, ahí está el diálogo para reiteradas veces resaltarlo. Así las cosas, mientras que en el anime el bien y el mal aparecía más desdibujado o era relativo, aquí la necesidad de apuntar con el dedo índica y señalar a un culpable, abandona todo tipo de sutileza y nos recuerda que "hay malos, hay buenos, y está en nosotros ser uno u otro". Así de simple, sin concesiones, no sea cosa que nos confundamos y pasemos de bando. En esta nueva concepción de la historia, Major (Scarlett Johansson, lo mejor de la película) sabe que tiene un ghost y lucha contra quienes quieren quitárselo: empresario, burócratas, etc. En paralelo, una suerte de ghost hacker amenaza con alterar la paz de este mundo hipertecnológico, pero pierde protagonismo frente a un villano menos interesante que termina por derrocarlo, a fuerza de clichés y simplificaciones argumentales. Ghost in the Shell es apenas el eco de un potente grito aquí silenciado, que pasará a la historia como otro ejemplo de la banalización de los contenidos por parte de Hollywood, que irónicamente le quita todo el espíritu a una obra que se basaba en filosofar sobre lo que significa ello.
Si algún incrédulo dejó pasar la oportunidad para ver la redención de Shyamalan tras su film La Visita del año pasado, conviene saber que el resto del mundo ya oficialmente perdonó al realizador de clásicos modernos como El Sexto Sentido y El Protegido, pero también culpable de bodrios como La Dama del Agua y El Último Maestro del Aire. Fragmentado es no sólo una vuelta a los orígenes, sino también la evolución de un director que supo inspirarse en Hitchcock y Spielberg para absorber lo mejor de ambos, con una significativa cuota de autor. En clave de thriller psicológico, el film que tiene a la (casi) argentina Anya Taylor-Joy como protagonista, es un relato tenso que comienza con un impacto apenas pasados los primeros cinco minutos: un hombre se sube a un auto tras deshacerse del conductor original, y secuestra a tres jóvenes que, a partir de ese momento, pasan a ser sus esclavas. Comienza así una seguidilla de situaciones turbias que revelan que el captor no es un psicópata, sino acaso algo más impredecible: un hombre que sufre de personalidades múltiples, algunas de ellas muy peligrosas. Esta premisa permite al director jugar con un suspenso por momentos inaguantable (pero siempre altamente hipnótico), y a la vez otorga al gran James McAvoy una herramienta para dar rienda suelta a un tour de force actoral de una potencia pocas veces vista. La película alcanza las casi dos horas de duración pero, gracias a sus intérpretes y la hábil mano de Shyamalan, estas no solo no se resienten sino que hasta dejan ganas de más. Algo que, si el hombre cumple su palabra, obtendremos de aquí a un tiempo no muy lejano, puesto que el inesperado éxito del film casi garantiza una secuela. Mejor así: Shyamalan ha vuelto, y está en mejor estado que nunca.
Los "números ocultos" a los cuales alude el título original del film (un poco más sutil que el "Talentos ocultos" que resalta lo por demás obvio) son los que operan en las sombras, sí, pero son también curiosamente los más importantes en la ecuación capaz de hacer despegar un cohete y poner en órbita al primer astronauta, allá por los años 60. Cumplen una función matemática, sí, pero en la película de Theodore Melfi (St. Vincent) también un claro rol social, en un contexto que los impulsa a resaltar por los demás. En otras palabras: a hacerse ver, aún si con todas las condiciones en contra. Basada en la historia de tres enormes mujeres afroamericanas que triunfaron en la NASA, la película de Melfi funciona como un relato de época que recuerda los absurdos de la era de la segregación en los Estados Unidos, pero también traza un paralelismo con injusticias actuales que cambiaron apenas de color pero no de género: en uno de los mejores pasajes, donde una de las protagonistas conoce a su interés romántico, ésta se ve ante la necesidad de aclararle que el hecho de que sea mujer no quiere decir nada, sino que por el contrario es capaz de resolver los mismos o aún más complejos problemas que sus compañeros de trabajo. La película cuenta la historia de la matemática Katherine Johnson (Taraji P. Henson) y sus dos colegas, Dorothy Vaughan (Octavia Spencer) y Mary Jackson (Janelle Monáe), quien, mientras estaba trabajando en la división segregada de Ordenadores de Área Del oeste de Langley Research Center, ayudaron a la NASA en la Carrera Espacial. Utilizando sus cálculos, John Glenn se convirtió en el primer astronauta norteamericano en hacer una órbita completa de la Tierra. Si bien Melfi es un experto en transitar esa delgada línea que separa lo melodramático de lo pomposo y exagerado, gracias al poder de sus actrices -y en especial de ese actor gigantesco que es Kevin Costner, en un rol secundario que por momentos hasta opaca el de las protagonistas- consigue convertirse en una película de un clasicismo notable, que aún con su simpleza a cuestas termina siendo uno de los más dignos filmes nominados a los premios Oscars de este año.