Suburbicon es una película con los géneros completamente cruzados, pero no en el sentido innovador o siquiera intencional, sino en el sentido más equivocado posible: cuando quiere ser una comedia, es un drama, y cuando intenta ser un drama, fracasa como la peor comedia. George Clooney dirige un guión alguna vez abandonado por los hermanos Joel y Ethan Coen (quizás debió fijarse porqué el proyecto nunca despegó en un principio), y por momentos se nota. Claro que está en la tradición de sus comedias negras como Quémese después de leerse y no sus dramas o policiales más serios, aunque hay también ecos de Fargo. Todos los elementos a los cuales los directores de No es lugar para los débiles nos tienen acostumbrados están presentes, y por momentos cuesta olvidar que es Clooney quien dirige, y no ellos. Y eso es una verdadera lástima, porque ya no se puede (hace rato) decir que Clooney es antes un actor que un director, porque supo demostrar desde sus inicios un enorme talento y pulso para estar detrás de cámara (siempre estarán allí Confesiones de una mente peligrosa y Buenas noches y buena suerte para demostrarlo). La trama avanza a fuerza de un enredo digno de un film noir bastante clásico, con toques de humor negro: hay un crimen que queda impune, pero cuando aparece la posibilidad de cerrarlo, sorpresivamente las víctimas se convierten en los victimarios. A partir del siguiente momento, y aunque las siguientes escenas pueden verse ya en el trailer (e inferirse a los veinte minutos del film), conviene hacer una alerta de spoilers. Concretamente, el punto de partida de Suburbicon es un asesinato que parece fruto de un siniestro, que sucede en el interior de una familia resquebrajada. Un robo que sale mal y deja a un hombre viudo (Matt Damon), que sin embargo no parece demasiado afectado, al menos no puertas adentro. El problema es que hay también un niño que ahora quedó huérfano, y no entiende porqué su tía (repetitiva Julianne Moore) y su padre no parecen tan empecinados en atrapar a los responsables. Suburbicon juega al esquema de traiciones, estafas y el “nada es lo que parece”, pero lo hace desde un tono grotesco que no termina de causar gracia, pero tampoco alcanza las notas necesarias para calificar como drama, o siquiera policial. Es una película rota, huérfana y devastada. Tanto como la familia que busca retratar sin éxito.
La Liga de la Justicia es un caso raro donde, a pesar de estar presentes todos los elementos destinados a fracasar (múltiples guionistas, cambios a último momento, problemas de producción, etc), el producto final funciona, a fuerza de entretenimiento capaz de distraer sus torpezas. Parece apenas un decente y mediano logro, pero es mucho más que eso: vale recordar que su pariente más directo, Batman v Superman, fue un desastre de monumentales proporciones, que recién pudo ser corregido cuando su colega Mujer Maravilla (Wonder Woman) supuso un éxito de crítica y público, también a principio de este año. De claro corte Marvel a la hora de mezclar historias (nos referimos únicamente al cine, ya que en historietas fue DC -nobleza obliga- quien inició la propuesta), La Liga de la Justicia es un rejunte de superhéroes que deciden unirse para salvar al mundo de…. alguien. Vaya uno a saber quién o quiénes, porque no tenemos tanta información al respecto como para retenerla: resulta que hay un tal Steppenwolf que destroza mundos porque, aparentemente, está enojado. Eso es todo lo que debemos saber. Sí, seguro, el personaje es más interesante en versión papel y tinta, pero aquí no tiene desarrollo como para que lleguemos siquiera a comprender la magnitud de su ira. Ira que, lógicamente, no puede ser controlada por tan sólo un superhéroe sino varios, y ahí es donde impera la necesidad de desarrollar una Liga de la justicia. Ben Affleck repite su rol como Batman, artífice de esta reunión de consorcio de talentos extraordinarios, y lo hace ya no desde la solemnidad sino desde un costado más ameno y comprensivo. Tiene sentido: su oscuridad y resentimiento, en parte, llevaron a la muerte de Superman en el anterior capítulo, y el hombre no puede más que sentirse culpable y querer remediar este hecho. La Mujer Maravilla (Gal Gadot) no tarda en razonar la propuesta de Bruce Wayne, mientras que Aquaman, (Jason Momoa) que por fortuna hace mucho más que hablar con los peces, y Cyborg (Ray Fisher) no parecen del todo convencidos. Sí lo está, por otro lado, Flash, que en verdad lo hace porque realmente necesita amigos. No es ningún spoiler adelantar que Superman terminará siendo también de la partida (está en el afiche del film, no hay excusa para irritarse) y que su rol será clave a la hora de dar por concluida la ira de Steppenwolf. Zack Snyder dirige pero con la ayuda de Joss Whedon, quien abordó el proyecto tras complicaciones personales del primero, y también metió mano en el guión. Whedon, conocedor de las historias multiprotagonistas (es, después de todo, el responsable de los Avengers), corrige así un poco el rumbo que DC venía tomando a la hora de entremezclar personajes. Uno de los problemas del film, sin embargo, es que por momentos se nota el cambio de tono: podemos decir con precisión qué partes corresponden a Snyder y qué momentos tienen el sello de Whedon, aunque afortunadamente nunca llegan a molestar, en una película donde siempre está pasando algo.
Asesinato en el Expreso Oriente (Murder on the Orient Express) es, quizás junto con Eran Diez Indiecitos (And there were none), la novela más recordada de Agatha Christie, con el agregado de haber sido sin dudas la más exitosa también en la pantalla grande. El responsable de la primer película fue ni más ni menos que Sidney Lumet, quien se encargó de dirigir al gran Albert Finney en la piel del célebre detective, Hercule Poirot, allá por 1974. Cuarenta y tres años después, es ahora Kenneth Branagh quien decide readaptar la historia, en un doble rol como director y protagonista a la vez. Una apuesta fuerte e interesante que promete, desde su escena inicial, un moderno aproximamiento al personaje y alguna que otra situación humorística al servicio de lo lúdico de los textos de Christie. La promesa de la primer escena, sin embargo, se diluye en un cambio de tono abrupto que afecta al relato, que se pierde en la solemnidad y lo melodramático a medida que avanza el caso principal que hace al título de la película. Al igual que en su anterior versión y el libro que le sirve de fuente, El Expreso Oriente es un tren de larga distancia plagado de figuras coloridas que, aún sin que haya sucedido hasta casi la mitad ningún asesinato, ya tienen caras de sospechosas. Cuando efectivamente el asesinato del dueño del tren (Johnny Depp) sucede, la estructura clásica del whodunit (subgénero del suspenso que se traduce en algo así como “quién lo hizo”) comienza a desplegar su teleraña. ¿Quién pudo haber asesinado con tanta saña al infame personaje que reinaba en el tren? ¿Qué motivo hay detrás de tamaño crimen? Si el film de Branagh se parece a una partida del juego de mesa Clue, es porque toda la obra de Christie en verdad lo parece, y adaptarla correctamente es respetar sus misterios, aún cuando las piezas encajan antes de lo esperado (el desenlace, en tiempos posmodernos, sin duda no resulta tan sorprendente como cuando fue ideado). El director apuesta a la espectacularidad de lo visual con un estilo clásico que nunca se vuelve tedioso, aunque sí redunda en el preciosismo de las imágenes que están en pantalla sólo porque “se ven bien”. Ejemplo de ello son los múltiples planos del tren viajando a través de la nieve, que aunque se agotan rápidamente siguen emergiendo hasta el final de la película, pasado hace tiempo el punto en el cual ya no cuentan nada. No cabe duda que los actores se divierten con sus personajes, pero la exageración bordea por momentos el ridículo, casi tanto como el bigote magnificado de su protagonista. Asesinato en el Expreso Oriente es un film entretenido que se sostiene gracias a un ensamble actoral magnífico (algo que ya sucedía también en la original), pero no agrega demasiado a la obra de Agatha Christie en la pantalla grande. El misterio que queda flotando, de todos modos, es si se hubiera podido hacer de otra manera. La primer escena, al menos por un momento, parece indicar que sí.
Mientras que el cine de muchos de los mejores autores con el tiempo comienza a parecer una caricatura de sí mismos, el caso de Jim Jarmusch es diferente: su pluma de escritor (conviene ya abordarlo en estos términos, y ésta película es la que más explicita el hecho de que estamos ante poesía antes que nada) cada vez más se hunde en su propia impronta, pero lo hace con una excelencia que lo reafirma una y otra vez como una de las últimas grandes voces del cine independiente. Paterson es la historia de una vida, sólo que de una de la cual otras películas no hablan. Su protagonista es un chofer de colectivos (impecable Adam Driver), que cumple una rutina, tiene una novia llena de vida y concluye todos sus días con una cerveza en el pub de su barrio. Y durante esta rutina, claro, está la poesía: esa que Paterson (que se llama igual que la ciudad donde vive, en New Jersey) presencia a diario y escribe con lápiz y papel, porque aborrece nuevas tecnologías y ni siquiera tiene un celular: “es una cadena”, dice, y tiene razón. Este hombre de mirada solemne, pero que nunca cae en el cliché del melancólico (porque no lo es, y no interesa), escribe porque le nace, y no le importa si el mundo está o no atento a su existencia. Sabe que somos un rejunte de moléculas caminando lado a lado por la calle, y eso está bien, porque hay algo de poético en tanta vida, aún cuando no nos damos ni cuenta. El nombre que más resuena en el film de Jarmusch es el de William Carlos Williams, poeta que habitó los rincones de dicha ciudad, y sin duda funciona como fuente de inspiración para la totalidad del film y sus protagonistas. Paterson, no vamos a engañar a nadie, no es un film para cualquiera, y cae en la ridícula categoría que algunos profieren como “esa donde no pasa nada”. En Paterson pasa mucho, demasiado, y basta con ver a cuántas vidas nos hemos asomado al final de la película: desde la mirada de un poeta a la de un actor que no acepta la pérdida del amor, o un dueño de bar obsesionado con coleccionar datos sobre los habitantes famosos de la ciudad (como reafirmando su lugar en el planeta) hasta una adorable joven -pareja del protagonista- que tiene demasiados sueños, no se detiene a pensar si podrá cumplirlos todos. Hay también un perro, que otorga algunos esporádicos momentos de humor que son bienvenidos y ayudan a romper la quietud, cada vez que el film lo necesita. Luego de narrar la atípica historia de dos vampiros en Detroit en Only lovers left alive (2014), Jarmusch vuelve al indie más minimalista que perfeccionó ya desde la época de Strangers in Paradise y Mistery Train. Agradecemos que el hombre siga filmando y nos siga recordando que el cine, entre tanto producto de Hollywood, también puede parecerse a un poema.
5 MOTIVOS POR LOS QUE THOR: RAGNAROK ES LA MEJOR DE LA SAGA Se pueden criticar y elogiar muchas cosas del Universo Marvel que empezó Disney hace ya más de diez años (!), pero algo que no puede negarse es que, cuando falla, la compañía sabe reconocer sus errores y luego, claro, es capaz de remediarlos. Thor nunca fue el personaje más amado de los fans de los Avengers, ni gozó de tanta fama como para que su nombre en solitario fuera sinónimo de ventas. Es más, ni siquiera parece un superhéroe, aunque viniendo de la mitología en verdad casi que lo es hasta con más derecho que todos los otros. Pero, vamos a ser honestos: tampoco era antes muy conocido Iron Man, y hoy en día no hay persona niño (o adulto) que no fantasee con su carisma. Así, la proeza de Kenneth Branagh al poner en órbita a Thor, encarnado por el para aquel entonces novato Chris Hemsworth no fue menor, aunque sí menos sorpresiva por el hecho de que Disney ya contaba en sus filas con Jon Favreau, y de a poco revelaba sus planes de interconectar todas las historias de la factoría Marvel. La primera parte estuvo bien, y aunque distaba de ser una maravilla a lo Iron Man, contaba con su buena dosis de humor, color y aventura como para entretener a cualquier aficionado al comic. Todos estos valores, sin embargo, se perdieron en una secuela completamente deslucida, que se convirtió acaso en la peor de la franquicia: Thor, un mundo oscuro. La aventura no funcionaba, la acción era genérica, y ni siquiera el bueno de Tom Hiddelston lograba salvar al film del tedio. Ni hablemos de Natalie Portman. Un cambio era necesario, y cuenta la historia que el propio Hemsworth se acercó a Kevin Feige, jefe de los Estudios Marvel, y le dijo “esto no está funcionando, me siento atrapado y me aburro”. Lejos de enojarse, Feige tomó nota. El rumbo debía cambiar, y así Marvel aprendió -una vez más- de sus errores. A continuación, cinco motivos por los cuales la nueva Thor, Ragnarok es la mejor de la saga. 1- ES UNA COMEDIA PRIMERO, FILM DE ACCIÓN DESPUÉS No, no hay modo de tomarse en serio a un personaje mitológico con aires shakespereanos luchando contra alienígenas y demonios varios. Era hora de recordarlo, y por eso la empresa encomendó su nuevo producto a un director ávido de humor absurdo y famoso por no tomarse las cosas demasiado en serio (al menos, en cuanto a sobriedad de los guiones). El resultado es una película divertida, desatada y más “fresca” que todas sus predecesoras. El ridículo, sin duda, le sienta bien a un personaje que nunca fue otra cosa. Es mejor aceptarlo. 2- SU DIRECTOR: TAIKA WAITITI Sin ninguna experiencia en blockbusters (films de grandes presupuestos destinados a destrozar la taquilla), el realizador de pequeñas joyitas independientes como Casa Vampiro (What we do in the shadows) no parecía la mejor opción para sacar adelante un producto repleto de intervenciones constantes de los Estudios, y millones de dólares en juego. Sin embargo, otorgarle el film al director neozelandés fue una excelente decisión: el humor característico del realizador encajó perfectamente con el cambio de aire que la saga estaba necesitando. Así, sabemos que no debemos tomarnos demasiado en serio al personaje, aunque tampoco faltarle el respeto: por supuesto que termina “salvando todo”, eso siempre lo supimos, pero al menos lo hace desde la risa y no la solemnidad de sus predecesoras. 3- CATE BLANCHETT Loki fue un gran villano en la primera parte, y tanto es así que terminó combatiendo él solo (bueno, con su ejército extraterrestre) a los Avengers en la primera juntada de los superhéroes. En la secuela, no sólo no recordamos quién fue el villano sino que tampoco nos interesa acudir a IMDB para averiguarlo. Fue alguien que, suponemos, estaba muy enojado. Loki estaba por ahí, eso sí, y seguro era lo más interesante del film. Poco y nada para una saga que merecía mejor suerte. Por fortuna, es aquí donde entra Hela, Diosa de la muerte, para enderezar las cosas: su personaje es temible, amenazante y está a la altura de las circunstancias. Para complicar aún más las cosas, es parte del linaje real que gobierna a Asgard, y por ende conoce todas las debilidades del reino. La presencia de Blanchett completa al personaje, elevándolo por encima de muchos otros personajes. 4- UN MUNDO COLORIDO, NO OSCURO No todos los superhéroes se hacen en base a traumas y sufrimiento. En otras palabras: no todo lo que brilla es Batman. Thor pertenece a una historita que rebalsa de color, y así lo queremos. Eso es algo que olvidaron los productores y el director Alan Taylor a la hora de realizar la anterior película, y agradecemos que los Dioses del Olimpo Fílmico hayan ahora escuchado nuestras plegarias. En Thor: Ragnarok el color está en todos lados, y Asgard luce finalmente como Asgard, y no un escenario post-apocalíptico desaturado. 5- DEMOLIENDO SE CONSTRUYE ¿Qué hace a Thor? El pelo rubio largo, la capa roja y, por supuesto, su martillo. Pues bien, los creativos detrás de la tercera parte dijeron “al demonio todo”, y eliminaron, justamente, todos esos elementos. Adiós cabellera, hola pelo corto, ¿y quién necesita una capa, si no tiene siquiera esta superpoderes? Y el martillo… bueno, queda muy bonito, pero no puede ser que sin él el hombre no sea nada. Ragnarok destruye todo, y se propone así construir de nuevo. Una apuesta arriesgada que, sin embargo, funciona, porque remodela al personaje, convirtiéndolo así al final en un héroe mucho más interesante. Uno capaz de reinventarse para entretener a sus seguidores.
La vara estaba muy alta: el film original de Ridley Scott es unánimemente considerado un clásico para prácticamente toda la comunidad cinéfila alrededor del mundo, y es una de las películas de ciencia ficción más importantes de la historia. Con todo ese bagaje, se puede decir que el desafío de continuar una historia que de por sí cerraba a la perfección (eso es, claro, teniendo en cuenta el último corte del director) implicaba más de un riesgo. El primero de ellos era precisamente caer en la redundancia y lo injustificado. ¿Supera estos retos la nueva película de Denis Villeneuve? Sí y no. Por un lado, es indudable que Blade Runner 2049 es una obra importante en la carrera de un realizador que viene perfeccionando una filmografía que ya de por sí había arrancado con notable calidad de autor. El director de Prisoners (La Sospecha), Enemy (El hombre duplicado) y Sicario, ya se había probado en el sci-fi con la notable The Arrival (La Llegada), y está claro que es un conocedor -y amante- del género, y eso se nota con el cuidado y preciosismo con el que trata cada una de sus imágenes. Sin abandonar su costado “de autor”, Villeneuve rinde tributo al original a la vez que mantiene su visión aparte. En ese sentido, Blade Runner 2049 es más Villeneuve que Scott, por más que el bueno de Ridley produzca y auspicie el proyecto. Esto es algo bueno, pero no quita de encima un problema: la resolución de algunos conflictos y dilemas que habían quedado abiertos (intencionalmente) en la primera parte, no agregan interés a la trama sino que, irónicamente, le restan. Quien recuerde las emociones que experimentó al visionar el film de Scott tras el corte del director, sabe que, al igual que en la filosofía, valen más las preguntas que las respuestas. 2049 abre preguntas, pero cierra aquellas que resultaban mejor abiertas, y en ese costado es donde pierde en la inevitable comparación. Si bien la historia sigue la rutina de un nuevo y más avanzado Blade Runner, interpretado con gran acierto por Ryan Gosling, la sombra de Rick Deckard está presente desde el comienzo (aún cuando no se lo menciona hasta casi mitad de la película), y las referencias (que van desde lo sutil hasta lo obvio) dicen presente a lo largo de todo el film. Gosling “retira” replicantes obsoletos y vuelve a su hogar solo, donde entabla una relación platónica con su “novia” virtual, que en definitiva no es más que un juguete digital que quiere una vida propia (algo tambien visto, y bastante mejor resuelto, en Her de Spike Jonze). Al final de cada velada, por supuesto, el ¿hombre? está más solo que al comienzo de su jornada laboral. Vuelven a aparecer interrogantes que, esta vez por repetición dentro de la misma saga, pierden efecto: ¿que hace “humano” a un humano? ¿Qué es eso que algunos llaman “alma”? Y, la más importante y que termina pesando sobre las otras, ¿sueñan los androides con ovejas electricas… de nuevo? Chiste aparte, el título de la original novela de Philip Dick tiene mayor sentido en esta segunda parte, donde se hace directa alusión a la extinción de varias especies animales. Blade Runner 2049 es una película que corre el camino inverso de su predecesora: donde la primera pregunta, la segunda responde (a lo sumo también repregunta, pero con menor peso) e irónicamente, donde la primera inicialmente fue un fracaso incomprendido por la crítica, la segunda es un éxito, al menos a nivel reseñas (por el momento, la taquilla no parece aquí acompañar tampoco). Está bien: eso sucede porque todos ya conocemos los planteos de la inicial, y sabemos que los veremos en la última. Y todo funciona, es cierto: la fotografía es hermosa e ilumina con maestría todas las escenas, la música resalta los ambientes, el guión entretiene (más que nada, a partir de su segunda mitad) y las actuaciones son soberbias. Sin embargo, algo falta. O, sin consideramos que la primera era ya un clásico, en todo caso sobra.
Ya se vio en los trailers y múltiples adelantos que este film ofreció los pasados seis meses: un payaso malvado se aloja en el interior de un desagüe, desde donde atormenta a un niño que, inevitablemente, caerá presa de sus atrocidades. La escena es fuerte, y de un impacto visual raras veces visto en el terror, por su combinación de lo siniestro con la osadía de una barrera destrozada (la del “no te meterás con un niño”, que el género suele cumplir). El resultado es contundente: la sangre se mezcla con la lluvia, dando pie a uno de los comienzos más escalofriantes de todos los tiempos, aún para una película de firma Stephen King, y aún cuando su predecesora de 1990 ya había esbozado el mismo planteamiento pero de un modo más tímido. Conviene aferrarse a esta escena, no obstante, porque será lo mejor de la película. Pero no, lo que resta no es para nada desdeñable: It, versión 2017, funciona, y a fuerza de un enormemente talentoso casting compuesto en su mayor parte por niños, que complementa una maravillosa fotografía y puesta en escena. La dirección de Andy Muschietti (quien venía de aprobar en el género con su anterior Mama) es correcta, y su pasión por el terror está ahí, intacta. Pero algo falta. O sobra. El factor nostalgia abunda (también, por ende, redunda) y la sombra de Stranger Things que predice que éste será “un gran éxito” sobrevuela toda la trama. Estamos de nuevo en los 80s, y aunque es justo trazar una mejor comparación con Cuenta Conmigo (Stand By Me, Rob Reiner) por pertenecer a la misma pluma de King, el clima huele demasiado a lo que está de moda. No es que moleste, porque de algún modo incluso hasta parece justificado, sino que no sorprende. Del mismo modo que no lo hace el antagonista absoluto, el payaso Pennywise (encarnado aquí por Bill Skarsgård), que si bien muestra todo su potencial en la mencionada escena del inicio, va perdiendo brillo a medida que avanza la película. Muschietti, vaya uno a saber si por temor a la comparación con la (gran) interpretación de Tim Curry, apuesta al casi mutismo del personaje, justamente cuando lo que más funcionaba en la anterior entrega era su tono burlón y desprecio absoluto por la raza humana. Cuando Curry hacía bullying a los pequeños en la original de It, lo hacía desde un lugar perverso y sardónico. Cuando Skarsgård atormenta a los protagonistas, lo hace desde el susto más primitivo: corre hacia la pantalla y muestra sus dientes. Y esa escena se repite, por lo menos, cinco veces. Pennywise aquí es un monstruo, en definitiva, del cual es fácil distanciarse porque jamás se lo percibe como real. Puede que esto último tenga que ver con el relato, ya que después de todo, se supone que el payaso (en esencia un shapeshifter, es decir, una figura que cambia de formas) es apenas la representación de los miedos, pero no el miedo en sí. En ese sentido, la idea funciona, aunque sabiendo que es eventualmente algo que puede superarse, el terror pierde lugar en la historia. Y para saber qué asusta a cada uno de los integrantes, Muschietti se toma más de la primer mitad de la película, con una estructura que, hasta que no despega cerca del tercer acto, se reduce a un catálogo de fobias. Afortunadamente, el tercer acto llega y el horror se multiplica: la batalla en las cañerías es verdaderamente espeluznante, el lazo que para entonces constituyeron entre sí los niños es fuerte y es fácil identificarse con el mismo, y Pennywise despliega todo su poder, de manera casi desesperada, hasta retirarse para esperar su venganza en la segunda parte. Que, a razón de los cientos de millones de dólares que It lleva ya recaudados en la taquilla, de seguro no tardará en llegar. Habrá que ver si Muschietti y equipo logran esquivar el tedio que acorraló al segundo episodio de la primer película.
Taylor Sheridan es un nombre relativamente nuevo para la industria en la silla de director ya que ésta es, en efecto, apenas su segunda película (aunque se perfila casi como una opera prima siendo la anterior Vile, de 2011, un mero ejercicio de terror en la vena del torture-porn) pero lo cierto es que hace rato que viene haciendo carrera como actor y, con mayor éxito aún, guionista, siendo el responsable detrás de la historia de películas como Sicario y la nominada al Oscar Hell or High Water. Wind River (Viento Salvaje) lo encuentra no sólo detrás del guión sino también de cámara, y el pulso que demuestra para elaborar uno de los mejores thrillers de los últimos tiempos es más que notable. De paisajes áridos y extremadamente fríos, el relato se concentra en la irresoluta muerte de una joven nativo-americana, que con indicios de violación y golpes constituye un evidente homicidio con claro ensañamiento, en un pueblo chico y alejado donde prácticamente se conocen todos. Jeremy Renner encarna a un dolorido padre que aún no ha superado la muerte de su hija, que falleció en circunstancias similares a las del nuevo caso, y se decide a ayudar a la agente del FBI Jane Banner (Elizabeth Olsen), acaso la única que responde al llamado de auxilio para investigar el asesinato. Sheridan conoce la potencia de los paisajes puestos en pantalla, y los convierte prácticamente en personajes secundarios que se entrelazan directamente con las vidas de los protagonistas. La sangre se mezcla con la nieve del mismo modo que el noir se confunde con el western, en un cruce de géneros por demás satisfactorio. Wind River es uno de esos estrenos que pueden pasar desapercibidos, aunque definitivamente no debieran. Con ecos del mejor film de Sean Penn, The Pledge (Código de Honor), se trata de un policial que se cocina a fuego lento pero sabe elaborar un excelente standoff (ese momento glorioso en el que buenos, malos y feos se apuntan entre sí y la violencia estalla) como pocos lo han hecho en los últimos tiempos.
Aunque los traductores no lo crean, el día llegará en que se acabarán los “Duro de…” para “interpretar” como nuevo título en español. Y ahí veremos qué sucede. Mientras tanto, nos tenemos que contentar con este “doblaje” forzoso que, de todos modos, teniendo en cuenta la película de la que se trata, no molesta. Y es que Duro de Cuidar es The Hitman’s Bodyguard (“El guardaespaldas del asesino” sería a lo sumo, lo cual tampoco es un gran título), un film que no se toma demasiado en serio, en buena parte porque sabe que no puede. Para ser completamente honestos, más que una película parece un proyecto destinado únicamente a financiar las vacaciones de quienes participan en ella. El despliegue de lugares turísticos es igual o mayor que el número de explosiones en pantallas, y el nulo cuidado de los efectos especiales y en especial los recortes por chroma o pantalla verde (no se ve algo tan mal integrado a la escena por lo menos desde el año ’85) no hacen más que confirmar lo anterior. El montaje televisivo sumado a una muy poco inspirada selección musical para la banda sonora tampoco ayudan al desempeño de la película. Sin embargo, Duro de Cuidar no es mala. Sí, así como suena: es sumamente entretenida y su realizador, Patrick Hugues (cuyo antecedente es la también mediocre Los Indestructibles 3) parece saberlo, reposando en el hecho de que la química entre Samuel L. Jackson y Ryan Reynolds es tan grande que “nada más importa”. Lógicamente, se equivoca, pero su desacierto es menor: es cierto que esta buddy movie no tiene nada para ser recordada, pero también lo es que hay un cierto goce en ver disfrutar a actores que nos caen bien y que, sin duda, la están pasando muy bien mientras trabajan. Así, los diálogos y situaciones disparatadas entre un guardaespaldas y el asesino a quien protege se suceden con buen timing de comedia, y Reynolds y Jackson se sacan chispas para ver quién es más ocurrente. La historia es una excusa, y aunque es evidente entra en el mismo código: no importa. El pretexto para introducir a Gary Oldman (repitiendo su rol de ruso malvado en Avión presidencial / Airforce One) es que éste es un dictador asesino que debe ahora comparecer ante la corte de La Haya, y claro que hará todo para quedar inocente. Así eso signifique eliminar a todos los testigos, como Jackson, un mercenario con consciencia y una moral un tanto ambigua. Duro de Cuidar es la definición de película de verano, o más aún, esa que llega doblada al español neutro un sábado por la tarde. Para los memoriosos, es cine shampoo de la matinee de un fin de semana televisivo. No aporta nada ni tampoco molesta.
A 500 años de la muerte de El Bosco, José Luis López Linares (con el apoyo de el Museo del Prado e incontables auspicios de fundaciones y empresas) realiza un documental cuyo mayor mérito no es intentar comprender la obra del genio (que se sabe inabordable), sino deleitarse ante la fascinación que la misma provoca en el público. El documental se concentra en una sola obra, acaso la más emblemática del célebre artista: “El Jardín de las Delicias”, pero no se trata en el fondo tanto sobre la obra sino las múltiples interpretaciones que la misma ha disparado a lo largo del tiempo. Pero cualquier intento de “explicar” la pintura es, en última instancia, fútil: todas las interpretaciones son válidas, porque en el fondo hablan más del ojo del espectador que de la mano del artista. Poco es lo que se sabe de la vida de El Bosco, así como de su majestuosa técnica, que viniendo de un linaje de artistas pictóricos, se supone fue incluso todo un “secreto de familia”. Lo que se sabe es que la atención al detalle que le otorgaba vida a sus obras es tal, que al día de hoy la misma resulta tan atrapante y enigmática como cuando fue concebida. Hay tanto capturado en este increíble tríptico que resulta imposible no reconocerse en al menos alguna de las situaciones o personajes, puesto que, plagado de colores brillantes, este gran paisaje (separado en tres tablas: paraíso, Tierra e infierno) combina vida, muerte, tragedia, comedia y pecado. Lo más cercano, desde otro rincón del arte como lo es la literatura, podría apenas ser “La Divina Comedia” de Dante. Consciente de que la humanidad entera (concebida siempre con una fuerte presencia temática de lo religioso, que atravesaba por completo la época) puede ser reflejada en la obra de El Bosco, José Luis López Linares expone su admiración por el tríptico a través de un diálogo con artistas pictóricos, historiadores del arte, escritores, filósofos, dibujantes, historietistas, músicos y científicos del mundo entero. Y es que, “El Jardín de los Sueños” nos comprende a todos, pese a que nosotros nunca llegamos del todo a comprender al mismo. De ahí ese eterno asombro que hoy, quinientos años después, sigue despertando esta pintura, siendo uno de los principales puntos de atracción del Museo del Prado. El documental de Linares, más que un homenaje, es una auténtica celebración del poder movilizador del arte.