Pese a que formalmente esta es su primera película, Martín Hodara se desenvuelve con agilidad y notable solvencia como realizador. Y es que el hombre detrás de Nieve Negra, el último opus de nuestro actor-industria Ricardo Darín, en verdad ya sí tiene vasta experiencia detrás de cámara: se formó con uno de los últimos grandes del cine argentino (Fabián Bielinsky) y co-dirigió La Señal, ese inconcluso film que planeó Eduardo Mignona y como homenaje terminó por completar el propio Darín. El Aura de Bielinsky resuena a lo largo de toda la película de Hodara y, naturalmente, eso es algo por momentos muy bueno: la belleza de los paisajes, ayudada por cuidados encuadres, y un frío gélido que se transmite desde cada plano, contribuyen a una trama de por sí desgarradora. Lo oculto y secreto de la historia surge a medida que se revelan pasados oscuros, que contrastan directamente con el blanco de la nieve. Si la historia parte de dos hermanos que se reencuentran tras muchos años de estar distanciados, gracias a una incómoda operación de compra-venta del hogar perdido en el medio de la nada donde ambos crecieron, pronto las excusas cambian y lo que parecen simples malos recuerdos se revelan como traumas y experiencias que nadie parece haber podido superar. Hodara construye suspenso con pocos personajes (que se desdoblan y multiplican apenas con cuidados flashbacks) y su manejo del thriller es notable. Sin embargo, una potente resolución llega muy de sorpresa y deja algunos cabos sueltos, que podían ser fácilmente atados con un poco más de caracterización y justificación de actitudes en los personajes. Con menos de hora y media de duración, Nieve Negra pudo ser una gran película de haber tenido un mayor desarrollo de su desenlace, que pide a gritos un poco más de tiempo en pantalla.
Tras su nominada al Oscar El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), y la exitosa Headhunters que lo llevó a Hollywood años atrás, el noruego Morten Tyldum parecía haberse posicionado como una sólida nueva promesa de la megaindustria del cine. Había ya dominado el thriller, el drama y el formato biopic. Sin embargo, su siguiente paso, la ciencia ficción, parece ser su prematuro primer limitante. Pasajeros es uno de esos vehículos espaciales que busca contar algo más que un simple show de efectos especiales, y por un momento, así sea en un inicio cuando plantea su dilema moral (de una sola respuesta correcta, no obstante), casi que lo logra. La trama dispara una idea conocida pero eficaz para la ciencia ficción: el mundo tal como lo conocemos no da para más, y el humano comienza a explorar otras galaxias. Pero nada es tan simple a la hora de hacer la mudanza: como la distancia es tan larga como el equivalente a tener que combinar más de un millón de micros de larga distancia, la única opción viable es la criogenización (esa maravillosa solución sci-fi a todo dilema, no siempre muy plausible). Eso implica que, para llegar a destino, los pasajeros de esta suerte de Arca de Noe 2.0 deben "esperar" congelados varios siglos. Jim Preston (Chris Pratt) es uno de esos pasajeros, que un mal día despierta con la desdicha de que aún faltan 99 años para llegar a buen puerto. Descubre con horror que, así como el Titanic no podía hundirse, la cámara de criogenización que no podía fallar....falla. Solo, desesperado y con la única compañía de un barman androide que no parece ser el mejor consejero, se plantea una interrogante peligrosa: ¿qué pasa si despierta a alguien más para combatir la soledad? Aquí aparece el dilema moral - y con ello Jennifer Lawrence-, y aunque éste se explora desde un costado en un principio adecuado, termina cediendo ante la presión del happy ending y la justificación que parece decir "sí, está mal, ¡pero mirá lo que es esa rubia!". Se incorpora tardíamente al elenco Laurence Fishburne, con el único objetivo de hacer que la trama gire hacia el punto que el guionista necesitaba para contar su final explosivo. Pasajeros es un film pasatista, ciertamente entretenido, pero que aborda una temática pesada de una manera light, y no termina nunca de justificar. El condimento romántico sabe así muy amargo, ya que se nos dice que tenemos que empatizar con el protagonista, aún si sus acciones fueron detestables.
Con un tono menos lúdico y un tanto más "adulto" (las comillas responden a la absurda suposición de que lo "adulto" es lo "serio y "solemne"), Rogue One es la historia de Star Wars que esperaban aquellos fans que disfrutaron las primeras originales de George Lucas así como la nueva generación Disney. También, irónicamente, vuelve a un terreno que no fue del mayor agrado de los seguidores de las sagas: el de la precuela, desarrollando el "lo que no te contaron -porque no pareció antes interesante- y ahora sí te vamos a contar". La diferencia fundamental es que aquí, al director Gareth Edwards (de la excelente Monsters y la pésima reciente Godzilla) la historia le sienta bien, y el tono épico de "misión suicida" al estilo Siete Magníficos, felizmente entabla una interesante historia situada en la misma galaxia muy, muy lejana. Todo parte de una anécdota: si en "Una Nueva Esperanza" ("A new Hope", el Episodio IV, o "la primera original", como guste el lector) se nos dice que "hubieron que sortear muchos obstáculos para conseguir los planos para destruir la estrella de la muerte", aquí... bueno... se nos cuenta cuáles fueron esos obstáculos. Lo que podría ser una historia menor se convierte en una aventura imprescindible con nueva heroína, Jyn Erso (Felciity Jones), un compañero de intenciones dudosas (Diego Luna) y hasta "robot simpático", K2SO (Alan Tudyk). Al equipo de magníficos intergalácticos se suman un ferviente devoto de la fuerza, Chirrut (Donnie Yen) y su fiel compañero Baze (Wen Jiang), así como un renegado ex-piloto del Imperio en búsqueda de redención Bodhi (Riz Ahmed), quienes por distintos motivos deciden ayudar a los rebeldes. El film de Edwards fluye narrativamente con una estructura clásica y hasta se atreve a llegar a lugares donde otros films de la saga (o de este tipo de franquicias en general) no lo hacen. Es una bienvenida expansión al Universo Lucas que disfrutarán tanto los fanáticos como aquellos que recién se estén iniciando en esta nueva etapa con diferente productora.
"Mayday" debe ser una de las palabras más angustiantes para cualquiera que se encuentre en el aire, pero para el piloto Chesley Sullenberger apenas significa algo muy claro: mantener en lo posible la calma, que las pulsaciones no suban demasiado, y terminar bien un trabajo, sea como sea. Para Clint Eastwood, por otro lado, la señal de socorro no necesita terminar en tragedia para generar una gran historia, sino más bien todo lo contrario: su “Sully” ya desde el comienzo parece ser un héroe, pero uno de carne y hueso que no recibe -como muchas veces sucede en la vida real- una condecoración de inmediato. Una vez realizada su “hazaña en el Hudson” (obvia bajada que acompaña al título en los países de habla hispana como el nuestro), debe probarse una y otra vez ante un comité de aviación que asegura que, si bien su resultado fue asombroso, excedió por mucho sus responsabilidades y por ende puso en peligro a la tripulación entera. Eastwood, a sus ochenta y seis años, realiza otra hazaña, si bien desde lo cinematográfico: consigue articular una película que es en iguales medidas moderna en su estructura (a través de flashbacks y montajes quebrados) e increíblemente clásica desde su narración. Consciente de que el suspenso, como bien decía Hitchcock, no se trata de la “sorpresa”, construye su relato partiendo desde el accidente mismo, que se desarrolla durante los créditos iniciales y perpetúa reiteradas veces, desde distintos ángulos y perspectivas, a lo largo de los 96 minutos que dura el film. Tom Hanks y Aaron Eckhart encarnan al heroico piloto y su co-piloto respectivamente, entregando dos de las mejores actuaciones del año que por lejos deberían ser de las más consideradas por los próximos premios de la Academia. Su director, ya múltiples veces galardonado, no hace más que agrandar su eterna y viva leyenda.
Es difícil comprender porqué alguien pensó que ésta película debía existir. Basada en uno de los menos celebrados textos de Stephen King, Pulso (o Cell, tal su título original) parte de una premisa gastada y, lo que es peor aún, casi ya vieja: que los celulares y la cultura de los dispositivos móviles nos terminan alienando, envuelto en una obvia metáfora de personas transformadas por ello en una suerte de zombies. Tan anacrónica resulta la película en la ejecución de su planteo, que hasta el modo en que presenta el conflicto es irrisorio: los personajes explosionan ya que se pasan todo el día con el aparato el oído y una señal es la que los detona, cuando en verdad hoy nos encontramos más ocupados viendo la pantalla (gracias a mensajeros como whatsapp y telegram) que apoyándola al costado de nuestra cabeza. Así y todo, la señal se expande, la gente pierde los estribos y una escalada de violencia absurda toma por completo la película, al tiempo que John Cusack y Samuel L. Jackson (quienes tuvieron mejor suerte en otra anterior adaptación de King, 1408) intentan descifrar el misterio y, claro, corren por sus vidas. Nada impacta en Cell, nada sorprende, nada asusta y, lo que es aún peor, nada entretiene. El film de Tod Williams (Actividad Paranormal 2) cae así en el olvido, ahí junto con tantas otras obras de Stephen King que no supieron saltar bien a la pantalla.
La demorada remake/secuela/reboot de Los Cazafantasmas pasó por diversos intentos de ver la luz hasta finalmente caer en el temido "developement hell" (algo así como el estadío en donde los estudios determinan que el film es ya un caso perdido). Ahí se mantuvo durante décadas, hasta que hace unos años la idea de una nueva adaptación retornó, con un concepto llamativo y premeditadamente controversial (pese a que, claro, no debiera serlo): la nueva generación de cazafantasmas ya no tendría por delante el artículo "los" sino "las". Cuatro mujeres procedentes de la "nueva comedia" de Hollywood serían las responsables de ponerse los trajes para devolver al más allá esas almas en pena que se niegan a subir hacia la luz. En el lugar de Bill Murray, Dan Akroyd, Ernie Hudson y Harold Ramis (éste último fallecido antes de que se produjese éste nuevo capítulo), tenemos ahora a Melissa McCarthy, Kristen Wiig, Kate McKinnon y Leslie Jones al frente del excéntrico equipo. Y las diferencias, más allá de lo apenas anecdótico del cambio de sexo, son pocas: el grupo de expertos en lo paranormal se enfrenta a diversos fantasmas que amenazan con destruir la ciudad de Nueva York (que por cierto, se nota que no es Nueva York sino en verdad Boston), hasta que descubren que detrás del caos hay un resentido nerd que busca enviar al infierno -literalmente- a la ciudad entera. En lo superficial, la nueva Cazafantasmas es un film apenas divertido, que naturalmente palidece en comparación con el original. Hay menos chistes que dan en el blanco (muchos, sin embargo, que impactan de lleno contra la pared), menos sorpresas e inclusive menos química entre los protagonistas (mientras que brillan Wiig y McCarthy y resulta apenas simpática Jones, McKinnon, en cambio, es sencillamente insoportable, culpa de un guión que en lugar de desarrollar su personaje la pone a hacer caras de Miley Cyrus sacando la lengua). Por otro lado, consciente del poder del marketing actual del fem power, el director Paul Feig busca hacer un political statement muy válido, que aún indigna a fanáticos y conservadores por igual. Rompe con éstos prejuicios, sí, pero hubiese sido mejor aún de lograrlo no desde lo meramente discursivo, sino desde la realización de una buena película.
Nada resulta sorprendente en esta segunda parte de la épica de supervivencia terrestre, y eso irónicamente quizás es lo que más sorprende: cuando se estrenó el film original, ningún espectador pudo mantenerse al margen del que fue el "estreno del año", ni mucho menos mirar a otro lado al ver el Capitolio estadounidense volar por los aires. Pero el año era 1996 y sólo había un estreno de semejantes proporciones muy cada tanto. Hoy, veinte años después, los tanques de Hollywood invaden las salas semanalmente y así la guerra de FX jamás da tregua. Era predecible que ésto sucediese, restaba rogar al director Roland Emmerich simplemente que no se tomase las cosas demasiado en serio y entregase un producto divertido. Afortunadamente, el artífice máximo del cine catástrofe aquí tampoco decepciona. La historia se resume cuando, dos décadas después del primer ataque, los ETs deciden que es tiempo de revancha. La fecha es caprichosa, claro, y no responde a ningún argumento lógico más allá de que, evidentemente, los aliens tienen una pasión por el dramatismo. Durante mucho tiempo los monstruos intergalácticos pudieron prepararse para el ataque pero, obviamente, nosotros también. Las explosiones se suceden una tras otra, las ciudades (especialmente Londres, por algún motivo, y eso que la invasión sucedió previo al "Brexit") estallan en mil pedazos y los lugares más turísticos son los primeros en resquebrajarse, como ya lo adelantaba un chiste del trailer. ¿La Casa Blanca? Bien, gracias, y hasta hay un pequeño guiño irónico a ella. Emmerich sabe que no debe tomarse demasiado en serio las cosas y gracias a eso entrega una secuela divertida, pasatista, que cumple su cometido principal de entretener y no mucho más. Está bien. Tampoco estábamos esperando otra cosa.
Hace tres años James Wan, acaso uno de los mejores directores de terror de los tiempos que corren, sorprendió con la sencilla pero increíblemente efectiva El Conjuro. Basada en los casos paranormales documentados por la dulpa de Ed y Lorraine Warren, la película narraba las penurias de una familia atormentada por fantasmas, demonios y otras posesiones. Sería esta misma pareja de investigadores la que documentaría los famosos hechos del horror de Amityville, y ése es justamente el punto de partida de esta secuela. Tras un prematuro anunció de jubilación por parte de Lorraine, ajetreada por luchar contra espíritus malignos, la pareja decide hacerse a un lado por un tiempo pero, claro, cuando nuevos horrores asoman y reclaman sus nombres a gritos, éstos se ven obligados a acudir al rescate. Claro que las cosas no son tan lineales, puesto que El Conjuro no es Los Cazafantasmas, así como tampoco es cualquier película de terror: Wan esboza con notable maestría los miedos que afloran en una casa inglesa, y lo hace con un estilo distintivo que, además de remarcable por sus proezas técnicas (planos secuencias, virtuosas puestas de cámara) no se contenta con simples golpes de efecto. Muchos de estos aciertos, no obstante, ya estaban en la primera parte, e irremediablemente por ello pierden fuerza. Aún así, el caso documentado por los Warren aquí retratado es escalofriante, y Wan sabe exprimirlo al máximo, entregando un repertorio de horrores varios que pocas veces el cine de terror actual sabe proyectar. Ya sea una niña levitando por los aires, o un anciano decrépito amenazando desde las sombras, el director de films como Siniestro y El Juego del Miedo (sólo la primera parte) se desenvuelve cómodo en el género, sin olvidar jamás la importancia de una buena caracterización y un suspenso bien construido. Así, El Conjuro 2 no tiene el impacto de la original pero se acerca bastante a la atmósfera tenebrosa de ésta, y se posiciona igualmente entre lo mejores que el cine de terror ha dado en los últimos tiempos.
Con ecos de clásicos de los setentas como Network y Tarde de Perros (ambas de Sidney Lumet), Jodie Foster abandona el drama familiar de sus anteriores películas (que alcanzó su pico con The Beaver, ese pequeño gran regreso a la actuación de Mel Gibson post-controversia) y se atreve al suspenso, con una trama que si bien cuenta con un ágil y vertiginoso guión, por momentos tropieza con su propia torpeza ante la imposibilidad de denunciar con mayor dureza y realismo aquellos tema que critica. La acción transcurre casi íntegramente en un set de TV, donde el gurú de las finanzas Lee Gates (George Clooney) le "canta la posta" a los inversionistas (a veces hasta en sentido literal, ya que no le teme al ridículo y por eso baila y rapea) y tiene así uno de los shows más exitosos de la cadena. Todo marcha razonablemente bien para Gates (es decir, cada vez parece agradarle a menos gente pero su bolsillo no para de abultarse gracias a ello), hasta que un mal día una víctima de sus malas predicciones toma el estudio por la fuerza, manteniendo de rehenes a los trabajadores del canal. Como no podía ser de otra manera, este acto desesperado trae consigo un mensaje, y será Lee quien deba mediar entre su captor y los destinatarios del mismo. El film de Foster peca de superficial en cuanto a un tema que puedo haberse retratado con mayor crudeza (después de todo, se supone que es una feroz crítica a Wall Street y el sistema perverso que lo contiene), pero jamás se estanca ni altera su ritmno, manteniendo entretenido siempre al espectador. Money Monster no llega siquiera al nivel de un film menor de Costa-Gavras como lo fue El Cuarto Poder, pero aún así, y en buena medida gracias a sus excelentes actuaciones, mantiene al espectador en vilo y por ello solo vale la pena verla.
Luego de más de mil millones de dólares recaudados en la taquilla global, era de esperarse que tarde o temprano una secuela de esta adaptación de la novela de Lewis Carroll legase. La espera terminó y consigo trajo varias paradojas: Alicia a Través del Espejo continúa la misma línea de su predecesora, comete algunos de los mismos errores, pero aún así es infinitas veces superior al film de Tim Burton. James Bobbin, quien venía de rescatar del olvido a los muppets, hace lo que puede con este nuevo capítulo de la vida de Alicia, y para ello se rodea de nuevos personajes (el más importante y soslayable es el de El Tiempo, personificado por Sacha Baron Cohen en uno de sus mejores papeles) y situaciones disparatadas que rinden homenaje a la letra de Carroll, pero no terminan de comprender qué es justamente lo que lo hacía tan maravilloso. El aspecto visual es tan fascinante como siempre, pero la sucesión de efectos especiales aturde tanto que, irónicamente, los pasajes más interesantes del film son aquellos que no suceden en Wonderland sino en la Inglaterra de fin de Siglo XIX. La excusa del regreso de esta Alicia post-adolescente es que dicha tierra onírica parece estar desapareciendo, sumergida en la tristeza de un Sombrero Loco (el nuevamente irritante Johnny Depp) que sospecha que sus padres están vivos pero no puede hallarlos. La linea argumental es débil y no se sostiene (se nota a la legua que es apenas una excusa para poner al frente a Depp, cuando la historia en el fondo mucho no lo necesitaba), y así Alicia... se torna repetitiva con el tiempo (sin chiste fácil). Puede que la tercera sea la vencida y, con otro director, esta franquicia finalmente logre llegar a buen puerto.