La estupidez viene en envase de comedia. ¿Acaso alguien ha decretado alguna vez, y yo por supuesto no me he enterado, que la comedia debe ser absolutamente funcional a términos morales estupidizantes y hasta engañosos y contradictorios? ¿O acaso lo que Aristóteles llamó, refiriéndose a este género, como el “arte de lo grotesco”, fue excesivamente malinterpretado por la mayoría de las sociedades que le sucedieron, sobre todo la actual? Está bien, está bien. Sabiendo esto de antemano, podemos prepararnos. Podemos tranquilizarnos, comprar Pop Corn, una Coca, entrar a la sala “a pasar el rato”, reírnos en algunas situaciones, deleitarnos con el desfile de siliconas (Alyssa Milano se re zarpó, vamos), sentir lástima por un par cuarentones y su patética nostalgia e intento de revivir las viejas épocas de “iupi! bariló, bariló”, para terminar presenciando un discurso que si bien arrancaba disfrazado de “liberador de la jaula sacral llamada matrimonio”, acaba transformándose en “yo soy cristiano, voy a misa los domingos, me acuesto temprano, no tomo ni fumo, y ni en sueños se me va a ocurrir separarme de mi mujer, ni dejarla por otra”; y finalmente salir de la sala sintiendo pena y un poco de bronca por lo estrepitosamente bajo que cae la comedia actualmente o por lo subestimado que se torna este género al caer en manos de directores como los hnos. Farrelly. Ya de por sí, confieso que cualquier obra de esta dupla no es de mi agrado. No, ni siquiera Locos por Mary. Y menos ahora, en esta suerte de “American Pie para cuarentones casados con hijos” (ya que lo mencionamos, es más interesante Al Bundy en su respectiva comedia antes de esto). Y justamente, es tan análoga a la recordada comedia adolescente, que me gusta pensarla como la continuación. En efecto, hipotéticamente: luego de American Pie: La Boda, donde por más que se presentara como un culto al reviente, a las fiestas locas adolescentes, la masturbación, la pérdida de la virginidad, las famosas M.I.L.F., la orgía y demás, acaba con un protagonista que se casa con la misma mujer con la que perdió la virginidad (¿acaso la película estaba financiada por el Vaticano? ¡Oh casualidad! me hace acordar al cura que sonaba la campana en Cinema Paradiso, ¿será que el corte final acá lo tuvo el Papá?) resulta que a este hombre (Owen Wilson), tiempo después, ya casado y con un par de chicos, le empieza a picar el bichito de su olvidada y supuestamente adolescencia y luego de insistirle a su mujer, logra que esta le otorgue un ridículo pase libre para, supuestamente “hacer lo que se la da gana” y volver a izar la vieja y oxidada (y probablemente inexistente) bandera de pirata. Por supuesto, de a ratos la película hace reír, pero sin embargo la risa que provoca no viene dada por una construcción de situaciones entre los personajes o de un trabajo de desarrollo dentro de los mismos, sino con diálogos impostados artificialmente en sus bocas, chistes fáciles, situaciones repentinas e insólitas (¿probablemente se recuerde sin problema a la mujer estornudando en la bañadera, verdad?) y sobre todo el continuo ridiculizamiento gratuito del adulto promedio. Es decir, lo que Rodolfo más arriba menciona como un logro de los Farrelly el lograr burlarse sin pruritos de sus personajes, sin necesidad de tintes intelectuales ni artísticos; yo lo tomo como una forma de banalización, cosificación y normalización de la problemática adulta en torno a, quizás, la crisis de los cuarenta. El decirle a este adulto que se quede tranquilo, que no haga lío, que por más que su mujer no le responda en la cama ni se le ocurra buscar otra porque está absolutamente obsoleto en terreno de levante, más que comedia es un dispositivo de represión disfrazado de tal. Ojo, con esto no estoy diciendo que estos temas, por ser serios, son imposibles de ser tratados dentro de este género. En lo absoluto. ¿O acaso nadie vio Marley y yo, con el mismísimo Owen Wilson, donde con la excusa del perro se hace un recorrido cómico de la problemática de la familia, la adultez, la redención, la pareja, etc. sin necesariamente caer en lecciones morales facilongas y rapiditas? Con lo cual imposible no es. Pero por supuesto, es más fácil banalizarlo todo y listo. Nos quedamos tranquilos que el cura seguirá tocando la campana y salvándonos de caer en la tentación.
El Mecánico cuenta la historia de un asesino a sueldo (la única cosa que vamos a saber de él por supuesto) que vive cómodo, solitario y disfruta enormemente de su perfecta y precisa rutina: le mandan una orden a través de un aviso clasificado; el tipo investiga, planifica, viaja, mata y vuelve. Limpio, sencillo y rápido. Por supuesto, no siente el menor escrúpulo, culpa o remordimiento ya que, claro, por un lado es un hombre frío, duro, solitario, machote, “mecánico” y, por otro, la mayoría de los objetivos que le ponen son muchachos feos de más abajo (léase América Latina), de la sucia y narcotraficante Colombia, por ejemplo; por lo cual el tipo duerme tranquilo a la noche, sintiendo que a fin de cuentas le hace un favorazo al mundo. Claro, de la complicidad del Norte frente al Sur ni jota, por supuesto. Todo se complica cuando justamente esto mismo se quiebra. Resulta que esta vez no lo mandan a matar ni a colombianos ni a venezolanos ni a cubanos como le gustaría. Ahora su blanco es su propio mentor, Harry (Donald Sutherland, ¿alguien puede creer que este hombre una vez, hace mucho, filmó con Fellini?), el hombre que usualmente lo contrata para estos trabajos, y que usualmente también parece hacer las veces de figura paterna, de viejo piola, como se puede observar cuando le tira piropos acerca de lo bueno que es en su trabajo y lo orgulloso que está de él. En efecto, el mecánico, que responde al nombre de Bishop (Jason Statham, el eterno transportador), es el hijo que nunca tuvo y que, en contraposición al real, Steve (Ben Foster, podría pelearla más arriba si quisiera), le da motivo para estar orgulloso, ya que, claro, Steve es un veinteañero conflictivo, confundido, alcohólico y, lo más importante, no mata gente tan bien como a papá Harry le gustaría. Por todo esto, al duro, frío, solitario, despiadado y mecánico Bishop se le genera un dilema existencial. Parece que este asesino a sangre fría (Dexter dixit), que después de ahogar brutalmente a alguien se va a su casa del (¿Tigre?) río, come, lee el diario, escucha música y a la noche frecuenta a su prostituta favorita (único contacto que tiene con otro, ¿se acuerdan de El Custodio?); en el fondo es un hombre tierno, sensible, cariñoso y quiere mucho al viejo. Sin embargo, al sobreponerse a toda esta repentina sobrecarga emocional, y recordar que es un hombre serio y profesional, cumple con su trabajo. Pero resulta que el tipo todavía siente culpa y entonces decide ser buena persona y encargarse del pobre bastardo de Steve, quien va en búsqueda de venganza a toda costa. De más está decir que la película de a ratos entretiene a base de innumerables tiroteos, entrenamientos de combate entre profesor-aprendiz y un par de asesinatos gratuitos para “aprender el oficio”. Hacia el final, para alguien que buscaba una cierta redención al hacerse cargo del hijo de una de sus fatales víctimas, todo desemboca en una contradicción ridícula; si bien el protagonista toma la venganza de que los de arriba lo hayan engañado para matar al viejo, después termina haciendo de las suyas una vez más. Por mi parte tengo que confesar que resulta sumamente cansino ver a Statham una y otra vez, y en una y otra película, sin contrastes, mientras hace piruetas y sale ileso de las situaciones más letales e imposibles. Le sale tan bien la de El Transportador que hasta lo contratan para las publicidades de Audi. Por otra parte, Ben Foster funciona, quizás, como lo mejor de la película con su mínimo aporte. Alguien deseoso de aprender el oficio, pero movido internamente por un inextinguible cóctel letal de amor- odio por vengar a su padre, cosa que lo autodestruye y lo vuelve ambivalente acerca de si realmente le importa o no su muerte, sin esforzarse por ocultarlo. Con lo cual su personaje agrada al menos por su coherencia narrativa. No juega a hacer de asesino a sangre fría y a la vez volverse un tipo sensible y preocupado por el prójimo (cosa que, aunque no es imposible y hasta podría ser interesante, además, es muchísimo pedirle al pobre Statham). Insisto en que si Foster dejara atrás este tipo de cosas podría ser un actor destacable. El Mecánico, si bien repara los desperfectos y se ocupa de las cosas indeseables, no es capaz de construir un relato de acción medianamente interesante.
El Predio es, ante todo, un documental de observación. Como tal, se dedica, en este caso, a observar un espacio. Lo cinematográfico, lo artístico, en este subgénero documental, viene dado más que nada por la fuerza del interrogante que se suscita en el espectador al colocarlo como un observador real de dicho espacio. Apela al ojo crítico, desmenuzante, atento y reflexivo. Y lo logra con creces. Lo que se propone Perel, en efecto, no es más que eso: lograr interrogar al espectador o, en su defecto, lograr que éste se vea enfrentado inevitablemente a sus propios interrogantes internos acerca del espacio en el que es insertado súbitamente. La problemática que rodea dichos interrogantes y el ingrediente principal del que se nutre la película para lograr incentivarlos tiene que ver con la memoria. En efecto, El Predio se trata, ni más ni menos, que del predio de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), antiguo centro de detención, tortura y asesinato de nuestro último golpe militar, el más sangriento parricidio de nuestra historia. Hoy en día, dicho espacio es conocido como ex-ESMA o Espacio para la Memoria; y esto es precisamente uno de los puntos más fuertes que el documental se encarga de poner arriba de la mesa para analizar y reflexionar al respecto: ¿Hasta qué punto estamos preservando la memoria? ¿Hasta qué punto la estamos capitalizando verdaderamente y hasta dónde la estamos usando, en realidad, como simple excusa para intervenirla culturalmente? Es decir, ¿hasta qué punto esto es posible, crear encima sin destruir? Sin caer en prejuicios ni en juicios de valor, el documental, con infinita paciencia, recorre las instalaciones poniendo esto en evidencia. Traza una línea que bifurca el pasado del presente: lo viejo, lo oxidado, lo acumulado; frente a lo nuevo, a las construcciones que se están dando lugar allí, a los eventos culturales y demás. Pero ahora bien, Perel en ningún momento nos habla de esto. Si bien nosotros sabemos perfectamente que se trata de la antigua ESMA aún antes de entrar a la proyección, la película se propone retratarla ni más ni menos que como su propio título lo indica: como un predio, como un espacio, como un lugar abandonado, sepultado como por las elevaciones del terreno que suelen tapar a antiguas vías de tren en desuso. La forma en la que se basa la película para narrarse también se asocia a esto mismo: planos fijos, silencio, apenas algunos sonidos ambiente de fondo del mismo lugar, nada de narraciones explicativas ni placas introductorias. De esta manera, el director consigue hacer hablar al espacio. Dejar que éste cuente su propia, tenebrosa y abundante historia, la cual, aún hoy, treinta y cinco años después, todavía tiene mucha tela para cortar. Pone en evidencia que, muchas veces, las distintas actividades culturales, ya sea la huerta de papas que nos muestra, el cineclub improvisado, u otras que se suceden, por más bienintencionadas que sean, no ayudan por completo a cultivar la memoria. En algún punto tapan más de lo que muestran. Desvirtúan el verdadero eje de reflexión que debería haber allí. En efecto, ¿hasta qué punto un espacio como éste debería y puede ser reconstruido, restaurado? ¿En qué medida esto significaría una apertura a un espacio verdadero de la memoria y en qué medida esto lo clausuraría, rellenaría ese sótano simbólico y literal para que no podamos volver a verlo ni reflexionar acerca de él? Frente a esto, la forma adoptada por el director no sólo interroga, sino que además propone. Propone que, a veces, el silencio, la contemplación y la reflexión, los tres elementos base de la película, son las mejores herramientas que uno tiene para ejercitar la memoria. Muchas veces el silencio es el mejor jugador para contemplar, intentar imaginar, carnificar, ver mentalmente qué es lo que pasó allí, las personas que fueron privadas de su libertad, de su propio cuerpo. Apela a la ausencia absoluta de estos cuerpos en este espacio vacío, monótono. Da a entender que a veces las palabras explicativas no alcanzan o directamente son inadecuadas para la reflexión sobre lugares como este. Al valerse del poder simbólico del silencio junto al plano fijo, estático, mostrando una pared descascarada, agujereada, demolida, las cañerías oxidadas, los cuartos atiborrados de objetos viejos; finalmente, el metraje, a mi entender, consigue llegar a una suerte de interrogante final: ¿Cuál sería la responsabilidad del arte frente a todo esto? ¿En dónde debería pararse frente a los horrores que se acontecieron en este espacio?.
La película abre con un primer plano de la cara de un personaje, con un fondo neutro, como a quién le están por tomar una fotografía 4 x 4 para el DNI y en consecuencia, como nos suele suceder a la mayoría, lo vemos tenso, nervioso, inexpresivo esperando que se termine la agonía. A esto mismo se le suma la cara en cuestión de este personaje, una puntiaguda, larga y menuda cara de un hombre de no más de treinta, muy rara y a la vez sumamente interesante que a través de su expresión y por el mismo hecho de estar esperando algo que no tenemos idea de que se trata, despierta una risa inevitable, por lo menos en mi caso. Resulta que luego nos enteramos que este señor se encuentra en algo así como una entrevista post o pre casting, con lo cual deducimos que es actor. Al hablar murmura, lo hace con dificultad, el director que lo entrevista se muestra con una indiferencia rotunda y la entrevista termina sin que ni siquiera el personaje mismo se entere. Hasta ahí, lo mejor de la película. En efecto, la tensión que produce su rostro, la seriedad e indiferencia con que el director lo mira e interroga, la incomodidad del personaje, toda la pesadilla de esa suerte de casting revelan una genialidad cómica que a la vez juega con la metáfora del actor que en el casting es llevado al matadero, como el acusado frente al juez que le toma indagatoria o como el novato en su primer entrevista laboral. Mark, el actor en cuestión, en uno de sus peores días, tiene que lidiar además con su novia que lo está por dejar y un casero que lo quiere echar, tras varios meses de alquiler adeudados. Sólo cuenta con su amigo y vecino Pierce, también al borde del desalojo, que le promete un papel en una hipotética película que dice estar escribiendo. Luego, una serie de accidentes insólitos acaban con la vida de su perro, su hermano cuadripléjico, su novia y su casero; en su propio departamento. Tanto Mark como Pierce, al suponer que nadie les creerá la premisa de los accidentes, deciden encerrarse y planear descabelladas ideas para solucionar el problemón. La mayoría del metraje, aunque amparado en una premisa relativamente interesante, se empecina de esta forma en jugar a la comedia negra, hasta el punto que se echa a perder por saturarse de exageraciones. El problema más grave y visible es que, en primer lugar, la película, en una palabra, rara vez y difícilmente hace reír; y de a ratos, aburre soberanamente. El giro que se produce en la trama cuando los cadáveres repentinamente comienzan a apilarse, es demasiado brusco para digerirlo, y los diálogos y las actuaciones cómicas de los dos únicos personajes que permanecen con vida (metafórica y literalmente), no alcanzan para salvar a la propia película del callejón sin salida en el que se mete. Por otro lado, el juego que se propone realizar la película acerca del actor y guionista frustrados que al no conseguir ningún papel deciden crear su propia película (el título original, horrorosamente doblado al castellano que hace acordar a Cuatro Bodas y un Funeral, es en realidad A Film with Me in it) en la vida real para salir del enredo, es tan rebuscada como inverosímil, y produce, hacia el final, la inevitable sensación de decepción. Que interesante hubiese sido, pensaba al salir de la sala, que al final hubiese un retorno al magnífico primer plano del comienzo, esta vez en el banquillo de los acusados.
Básicamente, y a muy grandes rasgos, tengo la creencia de que hay dos formas de ver una película como esta. La primera responde al rasgo o parámetro más crítico, analizando y teniendo en cuenta los caracteres ideológicos que la componen, buscando lo que hay más allá de la archiconocida historia del grupo de sobrevivientes que ante una situación crítica se las rebusca para sobrevivir, dejando de lado el galopante, empalagoso y publicitado 3D que acompaña el título y aprovechado por la película misma para, además, hacer gala de su principal impulsor, James Cameron, buscando al mismo tiempo tapar, quizás, el hecho de que su propio director es rotundamente desconocido, la pobreza del argumento, del elenco, de los diálogos y de todo lo que forme parte del contenido fílmico. Por otro lado, una segunda lectura posible sería olvidarse por completo de la primera, inmiscuirse totalmente en el goce más absoluto por los efectos visuales, aceptar sin tapujos las delicias del 3D y dejarse llevar por la enorme cuota de sensacionalismo extremo, tropezones, ahogos, cuerdas que se rompen, rocas que se desprenden, sacrificios rapiditos, clisés y gags típicos del género en cuestión. El problema central es que esto realmente implica un esfuerzo muy grande. Sí, realmente... Por mi parte, tengo que reconocer que si bien sabía perfectamente que la mejor manera de verla se encontraba del lado de la segunda, no pude sin embargo desprenderme de una primer lectura que obviaba muchas particularidades innegables. Algo que creo que siempre hay que tener en cuenta es que toda película construye en su discurso un mensaje, con una determinada ideología; y esto, por más que el film en cuestión se enmascare como el más puro y simple artilugio de entretenimiento, jamás debe ser pasado por alto. Ya de por sí arranca con Josh, un rubio modelo, recién salido de la adolescencia, tipo “cool”, sonriente, simpático, musculoso, macanudo, de todo menos actor. El chico en cuestión tiene ciertos problemas con su papá, el jefe de buzos que comanda una expedición quichicientos metros bajo tierra, que entra en problemas cuando un ciclón inunda la excavación. Con lo cual se decide intentar salir “por la puerta de atrás”. Al ser necesario en estas películas que se mueran unos cuantos en el camino para jugar al “a ver quién sobrevive”, a ambos personajes los acompañan el gordito “buena onda”, (por lo visto fanático de Los Ramones), el financista aventurero que no sabe donde se mete, su novia histericona que no se quiere ni poner el traje de buzo y el infaltable negrito nativo del lugar, porque claro, dijeron los productores, somos progre y estamos a favor de la integración racial, pero ojo, que sea buenito, que ni se le ocurra decir una palabra y que se muera cuanto antes ¿eh? Cualquier similitud con Avatar es racismo puro, a secas. En el medio, además, tenemos el también conocido rasgo de la problemática familiar, donde se nos muestra rápida y verbalmente como es la relación de Josh con su padre y como ambos, al estar insertos en una situación extrema, reconcilian sus diferencias y se aceptan el uno al otro; como si el hecho de que peligre la vida de ambos fuese un requisito indispensable para que esto suceda. El viejo modelo de “la supervivencia del más apto” o de “lo nuevo reemplaza a lo viejo”, vuelve a tomar forma en esta película de formas moralmente tradicionales y burdas. A fin de cuentas, por más que el film sea inserto en las más grandes profundidades de la Tierra, su mirada sobre el mundo jamás se desprende de la superficie.
Luego de una molesta y empalagosa introducción que nos muestra, básicamente, lo perfecta y feliz que era la vida de John Brennan junto a su esposa e hijo, es decir, la implacabilidad del “American Family”; su esposa cae presa acusada de un asesinato en el cual, según evidencias y testigos, no quedan dudas para el Estado de su culpabilidad, pero sin embargo el esposo, convencido incondicionalmente de su inocencia, se la pasa apelando la sentencia hasta que se vuelve irreversible. Con su esposa al borde del suicidio, Brennan decide fugarla de la prisión por la puerta de atrás. El hecho es que la película genéricamente plantea que la restitución de ese estado de familia perfecta americana deba ser restituído a toda costa. Nada debe interponerse en el camino hasta que la familia vuelva a estar unida y en paz como en el estado inicial. Esto es parte de la ideología estadounidense dominante acerca de la familia: esta no tiene un pelo de imperfección y si esto se altera, jamás obedecerá a factores de cambio endógenos, sino siempre exógenos. Esto ya de por sí se hace patente cuando, en el medio del goce, la armonía y paz familiar del desayuno antes la policía irrumpe brutalmente en la calidez del hogar para llevarse a la madre presa. Una vez más, lo que altera siempre viene de afuera, por dentro todo siempre está bien. Si al lado de este film ponemos, por ejemplo, otro bastante reciente, titulado Law Abiding Citizen (acá titulada Días de Ira), nos muestra un aspecto más de esta ideología misma, que además la complementa: si por alguno de esos factores, siempre exógenos, (otra vez más el conflicto nunca viene “de adentro); tu familia resulta aniquilada y vos tratás de tomar armas contra el sistema que muchas veces ampara a los más brutales criminales, nunca vas a tener chances. De alguna forma, lo que aquí se muestra, es que el aparato del Estado de justicia y sus leyes, son como la gran familia americana que tampoco debe ser alterada. El personaje podía hacer mucho bochinche con su venganza, pero sin embargo jamás logrará cambiar nada. El aparato seguirá siendo el mismo, inmutable, “incorruptible” (más allá de que al principio se nos muestre lo contrario). La situación en está nueva película que de alguna forma reivindica los mismos ideales, no debe ser entendida, creo yo, como que finalmente aquí se logra birlar el sistema en pos de una reunificación familiar. El escape de la ley es sólo aparente: hacia el final aparece una escenita con el antiguo detective que realizó el arresto de la mujer, donde el discurso fílmico se apiada de la figura del policía y nos muestra que en el fondo es bueno. Allí verán el porqué de todo esto (no se los quiero contar). El problema es, justamente, que este sistema de producción hollywoodense es absolutamente incapaz de volverse contra sí mismo, de realizar una crítica constructiva que ponga en jaque los intocables valores americanos. Y esto nunca va a llegar a la categoría de cine, que, como todo arte, se supone que ofrezca una nueva perspectiva sobre un determinado tema. Finalmente, esta película es sólo una muestra más de todo lo anterior.
Me gustaría empezar por el final: cuando terminó la película sentí que recién empezaba. Que todo lo que había estado viendo era una larga introducción de los distintos personajes, la situación, el lugar y demás, pero que lo que realmente se iba a tratar estaba apenas por verse. De alguna forma, en este tipo de relatos nacionales que tratan sobre la familia, sus conflictos entre los vínculos, las idas y vueltas dentro y fuera de la intimidad y demás, no puedo evitar discernir cierto patrón que se repite. Hay una constante docilidad, una impersonalidad quizá confundida con sutileza, que se puede observar en casos como El Abrazo Partido de Burman, o en El Hijo de la Novia, de Campanella. Retratos de familias en crisis que, quizás por estar empecinados en aferrarse a una narración con tonos humorísticos encadenados a lugares excesivamente comunes, no ahondan o por lo menos les cuesta mucho ahondar y profundizar en la complejidad y en la eterna problemática de los vínculos familiares. Es cierto que mucho se ha escrito y filmado aquí y afuera sobre el tema, pero eso no significa que no haya todavía mucha tela para cortar y una multiplicidad de ángulos para representarlo. El problema es que esto no es aprovechado por la película. En efecto, la redundancia estereotípica de los personajes, los lugares comunes y la eterna previsibilidad del relato hacían que permanentemente estuviese esperando más del metraje de lo que éste estaba dispuesto a mostrar. Había casi todo el tiempo una sensación de ya haber visto la película, de esperar que de esos estereotipos se despegaran rasgos distintivos, frescos; sin embargo, ese estado predominante del film no ofrecía demasiado más. En principio tenemos a Ernesto (Oscar Ferrigno), un tipo cuarentón, ex-escritor claramente frustrado con su vida, cascarrabias, que se ocupa de mala gana de administrar el hotel que tiene Elisa, su madre (en la vida real también, la legendaria Norma Aleandro) en la costa, junto con su hermana. En eso aparece su hija (la bella y prometedora debutante Malena Sánchez), olvidada por él, en el seno de su adolescencia. Como es de suponer, Ernesto rechaza de plano la sorpresiva visita de su hija e intenta dar con su madre para “devolverla”. El problema central radica en que, justamente a partir de esto, el resto de la película es un constante picotear aquí y allá a sus personajes, mostrando únicamente lo que se espera de ellos en el imaginario fílmico reinante: el padre enfurruñado hasta el final, con sus incontables “no me rompas las pelotas” se niega a reconocer a su hija. La hija, Julia, como buena adolescente, busca llamar su atención haciendo unos cuantos papelones y generando a su vez mayor rechazo de su padre. En el medio, la abuela, la tía, un amigo de Ernesto, el plomero y dos mujercitas estilo groupies de turno aparecen como intentando robar cámara y no aportan casi nada al relato. Si bien es evidente que algo ha pasado entre padre e hija como para que dicho reencuentro sea tan tenso y reñido, el argumento de alguna forma abusa del recurso de ocultar estos motivos hasta el final y con esto de alguna forma pierde la oportunidad de retratar la verdadera tensión y problemática que rodea dicho vínculo. Algunas escenas, como las sórdidas invasiones de Julia a la privacidad de su padre, aparecen como destellos que ponen en evidencia una interioridad que es rechazada a narrarse. Apuesta todo a sus personajes pero sin embargo no se juega por ellos.
En principio, lo único que me provocó esta comedia europea fue nostalgia. En efecto, la nostalgia decepcionante que me dejó como saldo venía encabezada por un interrogante fundamental: ¿Qué habrá sido de la vida de esas comedias europeas de antaño, dónde dicha sociedad se autocriticaba y se volvía sobre sí misma de una forma constructiva, retratando su costumbrismo y cotidianeidad con una mirada personal, sin por ello dejar de hacer reír hasta el dolor de barriga? Y todavía más: ¿cómo fue que se llegó a este tipo de comedia burda, abundante de clichés, densa, caricaturesca, aparatosa? El argumento se posa en Andrei, un director sinfónico expulsado brutalmente de la orquesta (el Bolshoi) durante la época de la persecución comunista, que en el presente sobrevive, para colmo, siendo el encargado de limpieza de dicha orquesta. Deseoso de recuperar lo perdido y reivindicarse, viaja a París con el objetivo de presentarse en un prestigioso teatro junto a todos los otros veteranos músicos que lo acompañaban en ese entonces, bajo el engaño de que se trata realmente del Bolshoi ruso. El metraje resultante es un rejunte de humor sin humor, chistes fáciles gratuitos, ridiculizamiento gratuito de las culturas rusa, francesa, gitana, judía, árabe, sobre todo la primera, amparada en una supuesta “revisión” histórica que, al igual que en El Secreto de sus Ojos, por más que pertenezcan a géneros distintos, terminan obedeciendo a un sentimentalismo sin una pizca de interés real en su propio pasado. ¿Qué pasó, por ejemplo, con Amarcord, de Fellini, film también repleto de personajes pintorescos como en la presente, lleno de situaciones típicas y frecuentes retratadas en pos de hacer a su vez una revisión histórica de la sociedad italiana mussolinista, anclada en lugares comunes pero al mismo tiempo llevándolos mucho más allá y reconstruyendo aquel viejo imaginario entero para ser repensado críticamente? En El Concierto ni siquiera está claro lo que se propone. Pretende combinar la pasión artística de un director de orquesta junto con un conjunto de músicos olvidados que se las rebuscan para sobrevivir en el presente, con la seriedad sociopolítica histórica, la comedia revoltosa, y de a ratos excesivamente empalagoso, de enredos, y hasta el tema de la recuperación de la identidad. Pero finalmente no se inmersa de lleno en ninguno de los temas propuestos. La sobrecarga temática de la película produce que el montaje se apresure de forma sistemática y pase revista casi alfabéticamente a la situación particular de cada uno de los personajes secundarios: el encuentro del manager de la supuesta orquesta con su antiguo aliado comunista; padre e hijo judíos que recorren París con el objetivo de hacer changa;, el pasado de la violinista; el repentino descubrimiento de la farsa por parte del administrador del Bolshoi que casualmente está de vacaciones en París (un dato: durante toda la secuencia sobrante de su paseo por París junto a su familia no lograba recordar de quién se trataba hasta que finalmente lo descubre). Si bien había escenas muy rescatables que obedecían al género más puro de la comedia, como por ejemplo el llamado de parte del manager al administrador del teatro francés donde se presentará la orquesta, cómo éste al colgar se desespera y muestra el choque que le produce tener que admitir a una orquesta rusa allí, o cuando el manager se queda sólo y abandonado en el restaurante que tanto peleó por conseguir con una odalisca que le baila solitariamente mientras come; llega un punto donde el sentimentalismo comienza a jugar sus cartas y el discurso se resquebraja estrepitosamente. Para un concierto que pretende ser sinfónico, todavía le falta afinar un poco más sus instrumentos.