La Hora del Crimen cuenta la historia de Sonia, una mucama de hotel que, a través del conocido programa de citas de cinco minutos conoce a Guido, de quien parece enamorarse rápidamente. La relación termina precozmente. Ambos se verán implicados en un suceso violento donde Guido pierde la vida...
La noche festiva donde la joven y bella madre de Bruno es elegida en esa (ridícula) competencia al voleo que consiste en elegir a “la madre más bella”, ese niño en cuestión se encuentra notablemente ofuscado y fastidiado, sentado en su silla mientras se ve forzado a contemplar toda la ceremonia que tiene como protagonista principal a su madre, centro de las miradas y chiflidos de un público sediento de carne, al mejor estilo pan et circenses...
Take the money and run. Un hombre gira en círculos. Gira en forma constante. Sistemática. Escuchamos su respiración agitada. Está corriendo. Trotando. Siempre en círculos. Ni se fija en los que están alrededor. En una suerte de patio. Suena una alarma. Como en la escuela primaria, el recreo termina y el hombre debe dejar de correr. El único tema es que este hombre es grande y no está en la escuela primaria, sino en la prisión. Pero a punto de salir. Desde el vamos, como ya me encargué de insistir hartamente, el hombre gira en círculos. Tanto dentro como fuera de la prisión. La metáfora de la reincidencia delictiva, y, si queremos ir un poco bastante más allá, de lo cíclico, de “la historia termina donde empieza”, es una piedra angular presentada desde el primer plano, donde, y disculpen mi redundancia, el hombre se la pasa girando en círculos pero, sin embargo, no se siente completo. Algo le falta. Ese algo es lo primero que irá a buscar apenas salga. El asalto. El robo a mano armada. El escape. Pero en este personaje, la delincuencia tiene algo muy particular. Esa fuerza de goce macabra, actúa como detonante perverso que este sujeto es incapaz de reprimir. Como una suerte de perversión sin ninguna ambición, el hombre roba y corre sistemáticamente. Como girando en círculos, una y otra vez. Como quién no puede evitar de ningún modo la tentación morbosa de determinado acto. Muy bonito, sí, pero la pregunta es: ¿esta progresión inicial sutil, ajustada, de planos sumamente logrados, de ritmos sostenidos con precisión envidiable; pretende algo más que una descripción ilustrativa de una suerte de patología criminal intrínseca que a su vez se combina, de a momentos, con secuencias de acción andrenalínica? Con este pensamiento paulatinamente comencé a tropezar a medida que se desarrollaba el metraje hacia la mitad. Me preguntaba si era algo así como un muy bien realizado video institucional acerca de una psicopatología semejante a la obesidad pero más peligrosa, o realmente se intentaba contar algo más. Más allá de la historia real, de las proezas escapatorias del personaje y demás; lo más interesante era como todo esto servía para caracterizarlo. Como más arriba mencionaban los demás, un hombre para el cual todo vale lo mismo que nada, sean los premios ganados en importantes maratones atléticas, sean las inmensas sumas robadas, el hombre sigue inmutable, imperturbable. Carece absolutamente de objeto material. Su única pasión es la adrenalina que le despierta el propio comportamiento criminal. Pero aquí, una vez más, había algo que divagaba un poco aunque, por mi parte, luego de repensarlo una vez finalizada la película, se iba aclarando: ¿es posible que su práctica delictiva fuese únicamente un medio en el cual encontraba una manera más efectiva de realizar sus entrenamientos atléticos? Porque de ser así, hay muchas cosas que lo evidencian: luego de un asalto, llega a su departamento, se quita el aparato que le mide el pulso del pecho, lo carga en una notebook y estudia el comportamiento aeróbico de su organismo. O cuando luego de un robo se mete en una carrera (¿o se me mezclaron los recuerdos y estoy inventando cualquier cosa?). A lo que voy es que si esto es así, todo el argumento tambalea hasta el punto de derrumbarse. Porque entonces todo aquello que postulábamos como absolutamente carente de valor para él, pasaría a ser su objeto de deseo en sí mismo, como por ejemplo, el trofeo. Su crimen pasa a ser mero entrenamiento. Pero sin embargo, luego de meditarlo un poco más, concluí que de todas formas, una cosa no quita la otra. Es decir, si ese crimen es a su vez práctica aeróbica; tampoco queda negada toda la morbosidad patológica que conlleva elegir ese medio como práctica. Ahora me doy cuenta que era un tanto obvio este punto, pero sin embargo me había dejado picando ciertas cuestiones. Por otro lado, aunque forme parte de una clara decisión estética, uno se pregunta por qué, más allá de la perfecta caracterización, se nos cuenta tan poco del personaje. Es decir, si bien conocemos su carácter, su frialdad, etc., no tenemos ningún vestigio palpable que nos marque un poco el camino que fue trazando hasta llegar a ese punto de delinquir porque sí. Y esta pregunta cobra más fuerza cuando se encuentra con la mujer que evidentemente lo conoce desde hace tiempo y lo hospeda sin vacilar una vez que sale de la cárcel. ¿Cuál es la historia entre ambos? ¿Qué es lo que sucedió? De a ratos molesta que sean tan rotundamente ocultas esas historias. Pero a su vez, paradójicamente, potencian todo el tiempo el suspenso y la tensión acerca cuál será el destino de este.
En principio, me veo obligado a confesar que en mi caso, Abbas Kiarostami es una materia pendiente. Un poco por eso mismo fue que me despertó gran curiosidad enterarme de su presente estreno y sentí la necesidad de anotarme aunque mi ignorancia hacia la mayoría de su obra anterior pudiese influir negativamente sobre mi análisis. El inicio de la película me pareció, en gran medida, aletargado. Hay que tener en cuenta que, si bien esto no es exactamente correcto, el nombre del artista hace que muchas veces la mayoría esperemos una genialidad, cuando en realidad, más allá de las gigantescas obras alcanzadas por el mismo, este no deja, a fin de cuentas, de ser una persona y de tener sus momentos de mayor y menor brillantez. Esto es algo que me pasó por ejemplo, en películas como Tetro, de Francis Ford Coppola (la que filmó acá). Me pareció una obra perezosa, sobrecargada, teatral, y me costó mucho ver a Coppola, o por lo menos al Coppola que conocía fílmicamente. Tiempo después me pareció, contrariamente, muy rescatable, al volverla a ver, que Coppola con todos sus años, películas y estilo a cuestas, tuviese la habilidad para evitar parecerse a si mismo, para probar cosas nuevas, para irse a otros lugares, más allá de que la película me siguiese pareciendo extremadamente burda. Hacen falta agallas para, con semejante nombre, moverse por caminos absolutamente nuevos. Y eso es muy apreciable. En Copia Certificada, los primeros minutos, me comencé a dar cuenta de mi absurdo comportamiento. En medio de la verborragia inacabable que llevaban a cabo ambos protagonistas, yo me intentaba engañar a mi mismo tratando de convencerme de que el diálogo y la situación eran igualmente interesantes. ¡Oh! Claro. ¿Por qué se trata de Kiarostami, verdad, zapallo? Una batalla comenzaba a librarse dentro de mí: “¿Sos tan cobarde que no te atreves a decir que esta película te parece una m…?” “No, para, vamos a ver que pasa, no es posible. Es Kiarostami” “¿Por qué no es posible? ¡Acordate de la primera vez que viste Stalker!“. En el medio, los personajes continuaban con un diálogo exageradamente filosófico, que parecía haber salido de algún post bloguero del filósofo macrista Alejandro Rozitchner: “los niños son perfectos, disfrutan cada momento mientras nosotros vivimos preocupados por lo que pasará”. Me comenzaba a salir humo por las orejas. No entendía porque internamente intentaba “salvar” la película, cuando a todas luces no me parecía interesante en lo absoluto, y me cansaba de leer los eternos subtítulos de aquel diálogo inacabable acerca de la vida y el arte; fluctuando caprichosamente entre el francés, el inglés y el italiano. Hasta que todo se aclaró. Las voces callaron. Qué viejo pillo es Kiarostami, ¿eh? Alta jugarreta nos estaba metiendo ahí. Esa era justamente la estrategia. Mantener al espectador en vilo, exasperarlo, hacerlo esperar muchísimo más de lo que ofrecía la película para, súbitamente y, por sobre todo, sutilmente, hacer un giro absolutamente insólito, cambiando la situación de punta a punta, pero, sin embargo, y esto es justamente lo más brillante, sin alterar absolutamente nada de ella. Manteniéndola viva en su esencia. Con esto, la película, con gran elegancia, plantea una idea y varios interrogantes: ¿dónde está el original y dónde está la copia? ¿Puede la representación convertirse en realidad? ¿Cuál sería, precisamente, la Copia Certificada? Me explico: resulta que un hombre da una conferencia, presentando un libro del que es autor, en Italia, llamado Copia Certificada. Estando en Italia se encuentra con una mujer que estaba en la conferencia, y que parecía muy ansiosa de conocerlo. A medida que sucede el encuentro, paseando por Italia en coche, la mujer se decepciona cada vez más de este hombre y de su forma de ser, y entre ambos se generan situaciones por demás incómodas. Finalmente, en una trattoria, tomando un café, pasa algo muy curioso. Él sale a hablar por celular y ella se queda allí, triste por algo que le acaba de contar él, que extrañamente la involucra a ella. Mientras él habla por celular, ella conversa en italiano con la encargada del café, la cual cree que ambos personajes están casados. Al volver él, como sólo habla inglés, cualquier palabra que dice parece estar siguiendo el juego. Ella le explica lo sucedido y a partir de allí los roles se superponen entre sí. Ahora bien, el juego que aquí propone Kiarostami es magistralmente simbólico y metafórico. En efecto: ¿son ellos la copia fiel de lo que nunca fueron? ¿hay un límite exacto y palpable entre la representación y la realidad? De a ratos la película me hacía recordar a Cortázar, a los interminables paseos entre Oliveira y La Maga, esas situaciones que Cortázar, a través de su personaje, resumió magistralmente en una línea de Rayuela: “andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Los personajes de Copia Certificada representan, valga la redundancia, la copia fiel de ese Otro que encuentran repentinamente, quizás sin haberlo buscado, pero por el hecho de haberlo encontrado, deben jugar ese juego: el juego del encuentro, el juego de recordar lugares donde quizás nunca habían estado, el juego de inventar discusiones acerca de hechos que quizás nunca sucedieron. De alguna forma en este tramo la película también me remitía a Smoke, una película de Wayne Wang, escrita por Paul Auster. En un libro titulado “Smoke & Blue in the Face” donde comenta todo el proceso de escritura y filmación, y que incluye ambos guiones; Auster interrogaba con justeza sobre la idea que lo movía internamente al escribir Smoke: ¿qué es mentir? ¿Qué es decir la verdad? ¿Cuál es la verdadera ficción, o mejor dicho, la verdadera realidad que nada tiene que ver con la ficción? ¿Existe acaso? En dicha película, al final, no tenemos certeza respecto a si la historia que le cuenta Auggie al escritor es verdadera, pero sin embargo es una historia que sabemos que vale la pena escuchar. Kiarostami de alguna manera propone interrogantes que siguen la línea de los anteriores, propone un juego de símbolos donde queda en evidencia que no hay forma de huir de la representación, de la copia, de la interpretación. Con una magistral, bella, perfecta Juliette Binoche y un correcto William Shimmel. Es interesante ver, además, a Jean Claude Carriere metiendo un bocadito.
En la legendaria tira Mafalda, no se exactamente en qué serie, recuerdo haber leído un chiste que, quizás un tanto rebuscadamente (como todo en mi, lo confieso), viene muy al caso a la hora de abordar este pequeño análisis de la presente pelìcula. Consistía en lo siguiente: Miguelito y Mafalda estaban mirando la televisión y en esta pasaban una publicidad de un lavarropas. A medida que se mostraban imágenes del funcionamiento del mismo, una voz off las acompañaba y exponía lo siguiente: “tan fácil de manejar que hasta un niño podría usarlo”. Mafalda, en el último de los inmortales cuadraditos de Quino de aquella tira, totalmente indignada, interrogaba con furia al aparato: “¿Para poder decir que las mujeres torpes pueden usar este lavarropas tienen que usarnos a nosotros, los niños?” Muchas películas de animación o infantiles en general, por lo que vi en reiteradas ocasiones, poseen un defecto común: el problema del inmediato agotamiento temático que ofrece la construcción de un universo argumental, mediante el cual, cuestiones tales como la problemática de la identidad, la constitución del ser y demás, son presentadas pero luego rápidamente ocultadas. En pocas líneas, estoy intentado decir que muchas veces, en películas infantiles, animadas o no, se suele subestimar en gran medida a la mente del niño. Y esto, hoy en día, muchas veces, secuelas y secuelas de por medio, termina de vaciar el poco rastro de contenido que quizás encontrábamos originalmente. Ahora bien, si en respuesta a esto planteamos, por ejemplo, que es demasiado pedirle a una película infantil el intentar recabar cuestiones complejas, en mi caso particular, respondería que en realidad es todo lo opuesto, ya que este es, a grandes rasgos, la principal exigencia que hay que hacerle a un metraje como este. Es decir, la constitución identitaria, la problemática que rodea el crecimiento del niño, su desenvolvimiento en el ambiente familiar, con todas sus propias disyuntivas a cuestas, su enfrentamiento con un mundo inevitablemente adulto y problemático; o en otras palabras: todos aquellos pivotes fundamentales de la constitución del ser en el niño, en mi opinión, constituyen un basamento que no debería ser dejado de lado por ningún film infantil. Sobre todo en estos tiempos donde abunda el consumo desmedido por el entretenimiento mas chato, que muchas veces atenta contra la imaginación, la inteligencia y la intuición del niño. Así, dando el ejemplo de lo anterior, tenemos una película como Up (de Pete Docter), que, en mi opinión, es una de las más grandes obras maestras del género (infantil) clásico hollywoodense (sí, a secas); donde cuestiones como la figura del héroe, la redención, el sacrificio, los sueños, la figura paterna, el matrimonio, la aventura, lo utópico, la tolerancia, y muchos otros aspectos existenciales son abordados con suma maestría a través de interesantísimos simbolismos y majestuosas construcciones de montaje. Y, al mismo tiempo, de ninguna manera esto resiente de crear un contenido animado entretenido, divertido, rebosante de ternura, de risas y un largo etcétera. Algo que me gusta decir a veces, es que Up es una suerte de Gran Torino (otra gran película de las clásicas de Eastwood) para chicos. Especial para padres e hijos. Y en todo esto, Kung Fu Panda II, no se queda atrás. El metraje aborda con dosificaciones justas muchos temas que acompaña con una orquestal coreografía de artes marciales abundantes, proezas, tropiezos y torpezas de nuestro protagonista, que despiertan tanto risa como emociones genuinas. Así, se inserta principalmente en la problemática de la identidad, del destino, del origen y de la constitución del ser. El eterno interrogante “quién soy yo”, las cuestiones reprimidas de los primeros dramas de la existencia, lo edípico (que se acerca un poco a Pasolini ya que “la historia termina donde empieza), son trabajadas en su justa medida desde una perspectiva puramente infantil. Cuenta la historia del oso Po, torpe guerrero marcial y sus secuaces se encaminan a combatir a un pavo real amenaza con apoderarse de toda la China. Pero esto es apenas una excusa para mostrar justamente el camino de Po hacia la averiguación de su propio origen, de su pasado oculto, al enterarse de que quién creía que era su padre (el pato o pollo, sinceramente no recuerdo de que animal se trataba) en realidad no lo es, y nuestro protagonista ve alterada su paz interior. En estos tiempos donde, en nuestros pagos, el interrogante acerca de la identidad es un punto importante de debate, como consecuencia de nuestra propia historia como país, creo oportuno mencionar que realmente es un film recomendado para repensar la realidad desde la mente del niño.
Sinceramente, muy sinceramente, está película es una de aquellas que me irritan hasta la cólera; pero no por ser malas; sino por lo buenas e interesantes que podrían haber sido y que venían siendo hasta caer estrepitosamente bajo a último momento. Al respecto, me gustaría contarle, querido lector, una pequeña “máxima” que me tiró hace un tiempo un profesor, queriendo guapearme al enterarse de que iba a empezar a redactar crítica, a quién detesto enormemente; pero que, dadas las circunstancias, debo, muy a mi pesar, darle la más absoluta razón: “Una mala película, que arranca como tal, no tiene en absoluto posibilidades de remontarse en ningún punto del metraje. Por otro lado, tené en cuenta que una buena película, en cualquier momento puede irse a pique”. Lamentablemente, la presente es un ejemplo concreto de esto último. Un joven, paseando por un parque, jugando, quizás, a iniciarse en el delito o a delinquir como simple pasatiempo pseudo-adolescente, termina matando a un niño. Quizás no estamos absolutamente seguros de la intencionalidad del hecho, pero sí tenemos la certeza, o por lo menos a mi no me quedó ninguna duda, acerca de la responsabilidad de este joven frente a esta muerte. Más tarde, condena cumplida a medias, por buena conducta, sale con la condicional. Como buscando una suerte de perdón divino, se mete en una iglesia como organista. Hasta acá todo venía muy bien. Una elipsis y, por ende, progresión dramática admirable que, como mencionó Rodolfo arriba, me hizo acordar a los Dardenne, donde se vale de lo no dicho, de lo no explicado. Al igual que en El Hijo, no tenemos certeza de que es lo que ha sucedido, del porqué de todo ello. La película hasta cierto punto se vale de este recurso. La muerte del niño parecía ser, por más grave y aberrante que suene esto, apenas una excusa para mostrar todo el problema de redención de este personaje cuando debe retomar su vida. El hecho inevitable de tener que seguir viviendo, donde la condena no es la cárcel, sino la vida misma. Ahora bien, todo esto se cae porque, justamente, la película juega a explicarlo todo, a la exposición total, de las formas más literales y banales posibles, amparándose en una suerte de compilado de moralejas cristianas acerca de porque Dios creó el pecado y a los pecadores. Lo único interesante que gira en torno a la cuestión con la iglesia, el órgano y su música como conductora de lo dramático, el cual me hizo acordar un tanto a Bergman en Luz de Invierno, es la paradoja que ronda al protagonista, durante todo el segmento que se dedica a contar su lado de la historia. La paradoja en torno al deseo de querer rehacer su vida, dejar atrás el pasado, y, por esto, acercarse de alguna forma, aunque sea como músico, a lo religioso, pero al mismo tiempo, sin dejar una pizca del pasado atrás, puesto que no asume ninguna responsabilidad frente a lo sucedido, es decir, frente a su pecado y, para colmo, se involucra emocionalmente con la sacerdotisa y su hijo, enfermizamente parecido al que murió en sus manos, como un intento, quizás, de redimirse frente a lo sucedido. Esta paradoja es, al menos para mi, el punto más cumbre de la película. Pero como mencionaba antes, a la hora de las conclusiones, la película juega a la moraleja fácil, a tratar de cerrar todo su discurso con palabras, y en ello pierde gran parte de las riquezas que venía construyendo en su desarrollo. Cuando el montaje se decide a contarnos el otro lado de la moneda, el de la madre que perdió a su hijo, en mi opinión, la película se agota. Vuelve sobre sus pasos, muestra lo tapado, se esmera en no dejar nada al azar, pero a su vez, termina en una redundancia empalagante, interminable, donde se nos explica y re-explica todo el suceso de la muerte de dicho niño; y con esto no sólo borra todo posible rastro de inexactitud respecto a la trama, sino también todo posible rastro de reflexión que se valga del fuera-campo, de lo que queda sin contar, de una posible resolución que se niega a dejar en manos del espectador y queda impostada en una moral artificial por parte de sus personajes
Narciso (y esto Woody Allen, famoso por su inacabable psicoanálisis fílmico, debería saberlo) muere ahogado por intentar besar su propio reflejo en el agua, por estar enamorado de sí mismo. Y el cine de Woody Allen, al menos en los últimos años, se ahoga por auto reivindicarse una y otra y otra vez; hablando sobre sí mismo, sobre su constante personaje hipocondríaco, anti-social, frustrado, que ya conocemos de memoria, recluido en esa isla personal llamada Manhattan, que, por más que hace rato que se tomó unas vacaciones fílmicas en distintas partes de Europa como Inglaterra (Matchpoint, Cassandra´s Dream, Scoop) y España (Vicky, Cristina, Barcelona, Conocerás al hombre de Tus Sueños); sin embargo, vuelve una vez más a Nueva York y, quizás a modo de saludo formal, presenta esta nueva versión de la interminable saga acerca de su inmortal personaje neoyorkino, comparable, quizás, a la del legendario Charlot. Y así, aunque se ahoga, paradójicamente, también respira. Confieso que, quizás, con mi propia mención de Chaplin a cuestas, es posible que me resulte un tanto irritante ver las interminables secuelas de Allen por hacerlo en una perspectiva fríamente presente. Probablemente en unos años toda la filmografía de Allen sobre Manhattan, con sus infaltables constantes a cuestas, resulte en gran medida memorable e interesante. Con lo cual, a Woody Allen, por sólo ser Woody Allen, se le perdona hablar sobre Woody Allen una y otra vez. Es una suerte de Narciso que consiguió la forma de besarse a sí mismo sin ahogarse. Eso es justamente, una de las armas más potenciales del cine. Permite dirigir batallas y a su vez, participar en ellas. En fin. La historia gira en torno a Boris, o, básicamente, Larry David (Curb Your Entusiasm, Seinfeld) haciendo de Woody Allen, un hombre que viene con todo el conocido paquete allenesco incluido: hipocondría, soberbia, terquedad, misantropía, etc. Boris, un premio Nobel de mecánica cuántica frustrado, se “exilió” en un departamentito neoyorkino, con el único oficio de dar unas pobres clases de ajedrez a niños en el parque, tras un intento fallido de suicidio; a raíz de una depresión causada por descubrir que el universo llegaría a su fin y, por ende, su vida también. El giro, más allenesco imposible, viene dado cuando la (cada día más) hermosísima Evan Rachel Wood aparece literalmente en la puerta de su departamento pidiendo cobijo tras escaparse de su pueblerina casa en alguno de esos condados yankis. Y todo se complica aun más cuando, luego de que ambos entablen una relación amorosa, aparezcan el padre y la madre, ambos con sus propios mambos amorosos, sexuales y morales. La película, se sostiene en base a los inmortales chistes rápidos de su autor (y encima en manos de un experto como David), enredos de personajes, cambios rotundos en ellos que buscan marcar la influencia cultural del contexto, la sexualidad con sus constantes y variantes, las reflexiones cómicas sobre la edad, la muerte, el amor y demás; entretiene, hace reír en muchas escenas, hace pasar un rato agradable. Que "La Cosa" Funcione es análoga a un recital de Rolling Stones, donde, a pesar de las décadas de tocar los mismos viejos temas de siempre; aún resulta agradable volver a verla, sumado al hecho de que cada vez que se da el recital o la película, la máquina aparece tan aceitada como siempre, experta en hacerle pasar un buen rato a la audiencia. Whatever works...
Revisando mis últimas críticas en la página, noté un factor común que sinceramente me resulta un poco cansino. Resulta que en este tipo de películas que obedecen los más férreos parámetros del “mainstream”, si bien, por un lado, resulta notoriamente evidente que no se puede esperar un trabajo demasiado "incisivo" sobre lo que sea que se haya elegido para contar; por otro lado, tampoco se puede evitar notar que la despersonalización de los protagonistas es cada vez mayor, y (valga la redundancia) cuanto mayor es esta, por tal o cual motivo, mayor es el poder que se le otorga para gozar protagónicamente de una carta blanca moral que lo habilita a una mayor identificación con el espectador. Es decir, a grandes rasgos, que, quizás, si conociésemos un poco más a nuestro personaje, probablemente no aceptaríamos con tanta inmediatez los juicios sobre el bien y el mal que nos propone. Esto, justamente, hoy en día, rara vez es trabajado. Uno de los últimos casos excepcionales donde se nos muestra la fragilidad del trasfondo moral de un personaje repleto de contradicciones, oscuridades, angustias, odios, temores (es decir, un verdadero ser humano); y un trabajo de montaje donde esta multiplicidad de facetas se maneja a través de interesantísimos simbolismos es, por ejemplo, Petróleo Sangriento. En esta magistral película el espectador es llevado hasta el final a través de los cavernosos caminos internos del protagonista (genialmente interpretado por Day-Lewis), donde la oscuridad paulatinamente comienza a predominar y donde finalmente el espectador es obligado a confesar a ciencia cierta que, como Hitchcock demostró en Psicosis, esa identificación con un personaje tan oscuro (como lo fue, en su momento, el legendario Norman Bates) sólo es posible si este también posee esa oscuridad adentro, por mucho que le pese y le cueste admitir. Y, de hecho, le cuesta admitirla por ver, hacia el final, lo que es capaz de hacer esa persona en cuya piel se encontró inmerso. Claro está que, como cualquiera se debe haber percatado hasta aquí, poco tiene que ver esto con la presente película. Así, nos encontramos en la piel de Mick Haller, un abogado que se pavonea (como muy bien sabe hacer el eterno “meat-loaf” de McConaughey) de acá para allá en su antiguo coche Lincoln (véase el título original), cosa que de por sí, teniendo en cuenta la edad de nuestro protagonista y al ver que el film se sitúa diegéticamente en la actualidad, resulta un tanto extraña y no “pega” demasiado con el protagonista. Dicho automóvil, al menos al comienzo, es conducido por un muchacho de color (no importa la época, no importa la situación, es una constante la noción de servir al hombre blanco) que luego durante un buen rato no vemos más. Cuestión que el tipo se pasea con el coche haciendo lo suyo: negociando para liberar delincuentes livianos, haciendo tramoyas varias, y todos esos gags que ya conocemos. Es una suerte de “abogado sucio” que defiende gente medianamente pesada, ya que resulta que su papá le dijo una vez hace mucho que es muy difícil defender gente inocente porque nunca se tiene certeza de dicha inocencia. Ese, justamente, es el punto más alto de lo absolutamente poco que sabremos de nuestro protagonista, a la par del cual se sostiene una ex-esposa, Marisa Tomei, que juega al soy y no soy; una hija que no tiene ni rostro ni voz. Repentinamente, al muchacho se le empieza a caer todo el sistema ya que se entera que está defendiendo a alguien (Ryan Phillipe, por el amor de Dios, dedicate a ser modelo y nada más) que cometió un asesinato por el cual él mismo encarceló injustamente a otra persona equivocada (y además, latinoamericana por supuesto) tiempo atrás. A partir de allí, la película se hunde durante un buen rato ya que el protagonista, por un lado carece de un verdadero antagonista. Por un lado está el mencionado rubiecito cuyo peso actoral es casi nulo y no vemos directamente ninguna de sus maldades, y por otro está el de Josh Lucas (el fiscal) que se la banca bastante bien, pero se lo despacha muy rápido. En el medio está lo mejor de la película, en la piel de William H. Macy, el investigador de Haller, cuya muerte en manos de su defendido es lo que produce la crisis del abogado en torno a “el bien y el mal”. Hay que reconocer que la estrategia del argumento, para mostrar como el abogado utiliza su conocimiento de trampas y atajos para liberar al acusado (y enemigo); valiéndose del fuera-campo, resulta un tanto interesante, al menos en el vilo de la expectativa acerca de cual será su accionar al respecto de las circunstancias. Pero el problema fundamental es la reflexión rancia y perezosa que el film trata de hacer respecto al tema del bien y el mal, de la culpabilidad y la inocencia. Esto, si se quiere tratar, no debe limitarse únicamente a que su personaje salga airoso o un repentino cambio de parecer en cuanto a la moralidad que este tenía desarrollada, sino algo que a partir de su persona apunte a interrogantes problemáticos en torno a la cuestión. Y esto no significa que la película, para hacerlo, no pueda obedecer férreamente a un género o no pueda ponerse al servicio del más concreto “mainstream”. ¿O acaso no vemos, en la última de Batman, de Chistopher Nolan, una cantidad innumerable de matices entre el bien y el mal, entre la ley y la moral, entre la locura y la cordura, trabajados a través de sus personajes, en pos de una transposición de un comic masivo, exhibido con bombos y platillos a escala mundial? La conocida frase “no podemos pedirle a un película de género más de lo que su género implica”, aún no me la trago. La moral resultante aquí, sin embargo, es obvia: según producciones como estas por más malo que se haga el abogado, por más “callejero” que se muestre, a la hora de los bifes se va a decidir por la verdadera justicia. En el fondo es bueno y no hay nada que temer, ya que todos los abogados trabajan para meter a los malos presos.
Recuerdo que, terminada la película, salí de la sala diciendo “ya ni hace falta que hagan otra secuela de Scary Movie”. En efecto, la archiconocida película que se encargó de burlarse sin tapujos de la mayoría de la saga Scream y de otras por el estilo, como Sé lo que Hicieron el Verano Pasado, Sexto Sentido, así como la mayoría del detestable Shyamalan y que finalmente terminó cargándose a otras de géneros rotundamente opuestos como Secretos en la Montaña en, si no me equivoco, su última entrega; en este caso estaría terminantemente de más y parece que le ganaron de mano: si bien Scream siempre fue una película que así como juega al terror juega también a los homenajes cómicos y a poner de manifiesto su artilugio; en la presente entrega esto es llevado al extremo, cuestión que le terminó jugando como un arma de doble filo. En efecto, la película comienza jugando a secas con el tópico. Con su propio tópico, que inauguró hace una década y media atrás. Con el llamado telefónico del “admirador secreto” que deviene en brutal asesinato. Y, lo más importante, es que juega con este tópico en relación a lo que espera el público. Lo que Hitchcock reveló en su inmortal Psicosis, ese pasaje repentino del suspenso al terror a través de los legendarios cuchillazos de Norman Bates en la ducha, que terminan abruptamente con la vida de Marion Crane, quien hasta ese mencionado instante era nuestra protagonista, no eran simplemente para asustar al espectador. Tenían un objetivo adicional: poner al espectador en evidencia. En efecto, los cuchillazos no sólo acababan con la vida de Marion, sino que además hacían trizas la, hasta entonces, inmutable cuarta pared: la pared del espectador, del observador fisgón que nunca se descubre, del clásico Peeping Tom al que el mísmisimo Hitchcock le dedicó una película entera en La Ventana Indiscreta. Esos cuchillazos delataban a ese vecino mirón. Y le hacían reconocer su identificación con Norman. Lo que se propone Wes Craven, ya desde el arranque es eso mismo: jugar con la pretensión del espectador. Pero además, jugar con el auge de la actualización contínua y permanente que hoy en día debe poseer el cine de género para no caer en desuso. Craven sabe perfectamente que todo el que va a la sala a ver Scream 4 lleva una sola pregunta en su cabeza: ¿Qué será ahora de esta satirizada saga? ¿Qué tendrá de nuevo, cuando parece haberse agotado por completo?. Esto es aprovechado por el director para desdoblar la película sobre sí y para sí misma: la metabolización contínua de la película y su permanente reciclaje es puesto al descubierto de principio a fin. Todo esto es puesto en evidencia en la primera secuencia, la cual no quiero contarles, ya que posiblemente sea lo mejor de la película. Por otra parte, y siguiendo este primer eje importante, el asesino juega las veces de director. Es decir, metafóricamente, el asesino interpreta al director de la película. O el director juega las veces del asesino. Esto se pone al descubierto cuando los jóvenes debaten en su pequeño cineclub, con la ex-reportera Dale de por medio, cuales son los lugares comunes sobre los que un asesino de este tipo usualmente se mueve, basándose y citando películas varias, para intentar adivinar su próximo movimiento. Y no sólo eso, sino que además, intentan dilucir cual sería, en esta “hipotética” nueva película, el elemento faltante. La respuesta es tan brutalmente sincera como morbosa: la web cam. En efecto, el nuevo recurso, que alimentaría a una nueva entrega, no podría en ningún caso escapar a todos los ingredientes modernos: a la permanente actualización informática, a la enfermiza tendencia actual de estar “online” las 24 hs., a las redes sociales, es decir, a grandes rasgos, al reality permanente. El director, entonces, asesina o filma siempre buscando actualizarse, buscando insertarse en el medio en el que se inserta a su vez el espectador; poniendo al descubierto el desesperante imaginario donde reina lo nuevo. Donde todo envejece rápidamente. Donde la tecnología nos hace esclavos de una eterna renovación improducente. Y de hecho me atrevo a pensar que Cox con semejantes churrascos haciendo de labios es un elemento (quizás inconsciente) para reforzar todo lo anterior. El problema es que más allá de la riqueza de estos recursos de los que se vale el director para darle aire a su película, la mayoría del metraje no se salva de caer irremediablemente en algo remasticado sin cesar. Cuando los policías que cuidan la casa de Sidney empiezan a jugar también con el “qué pasa en la película con los policías que custodian la casa” y acto seguido uno de ellos es asesinado y muere maldiciendo a Bruce Willis por ser el único que siempre sobrevive; allí la cosa se volvió chicle. Allí mismo es donde Scream pasa de tener un elemento interesante que pone de manifiesto su artificio y hace guiños a históricas películas de terror; a volverse Scary Movie; es decir, lisa y llanamente (auto) parodia del cine de terror. El abuso del recurso de poner en evidencia el elemento ficcional hace que este se termine metabolizando, y una vez normalizado, es sacado de la galera a cada rato para dar el toque de “originalidad”. Esto se debe a que evidentemente Craven no es un maestro de las sutilezas ni de la economía de recursos. Abundan, por supuesto, los antiguos y molestos trucos de siempre, que terminan empalagando. Y justamente allí es donde vuelven a aparecer, como intentando salvaguardar todo, los mencionados “si esto fuese una película”. Es decir, si bien el metraje arranca burlándose de el reciclaje permanente, termina utilizando eso mismo para conservar la supuesta originalidad a toda rastra. Que en principio denunciaba.
De dioses nórdicos, Shakespeare, tecnología de punta y otras yerbas. Antes de empezar, me gustaría destacar un dato que ni siquiera tiene relevancia para el análisis crítico, pero que me llamó la atención y quería corroborar si soy el único al que le ha pasado. Antes de ir a la función, como siempre suelo hacer, investigué un poquitito sobre el film y me encontré con esto: “Adaptación del comic de Thor, el dios nórdico del trueno. A fin de enseñarle humildad, su padre Odin coloca el espíritu de Thor en el cuerpo de un estudiante de medicina, el cual un día descubre por casualidad el alter ego que vive en su interior.” Pues, ¡a la pelota!... de esto no había nada. Pero nada. Thor no es puesto en el cuerpo de ningún estudiante de medicina; no sufre amnesia cuando es enviado a la Tierra; y, mucho menos descubre por casualidad algún tipo de doble personalidad que le hace entender que es un Dios nórdico. Habrá que ver de donde salen estas sinopsis en todo caso. Pues eso. Vamos al asunto. Thor cuenta literalmente la historia de un guerrero nórdico desterrado por su padre, el rey Odin (Anthony Hopkins, confieso que en el afiche lo confundí con Jeff Bridges, que lo tiró, parece que a esta película le gusta jugar a la sorpresa), de su planeta, Asgard; por desobedecerlo en sus órdenes de paz bélica y por su ambición desmedida por acceder a su trono. El viejo lo despoja de todos sus poderes, y lo envía a la Tierra. Aquí es donde aparece, a mi entender, el punto de inflexión de la película: no sabemos exactamente por qué el Rey nórdico manda al Dios del Trueno a la Tierra. Es decir, por un lado podemos suponer que debido a su arrogancia y ambición, es destinado a la cuna de la ambición, es decir, para que aprenda la importancia de la humildad. Por otro lado, también acorde a lo inicial, hace entender que, al menos en comparación, el ser humano es mucho más vulnerable que los habitantes de Asgard, –al menos a la par de estos pocos seres que conocimos de allí- y el hecho de que Thor deba convertirse en humano, despojado de todo poder divino, experimente su costado más vulnerable y; con esto, echarle un balde de agua fría al espectador. En efecto, la comparación que se traza deja algún tipo de mensaje: si Thor debe aprender acerca de humildad, el humano lo debe hacer a gran escala. Como sea, sin intención de irme por las ramas, este punto de la película en el que Thor es exiliado en la Tierra, si bien no es demasiado trabajado, me pareció el más interesante, ya que, además, habilitaba al metraje para jugar sus cartas cómicas. Así, vemos al protagonista haciendo turismo por Nuevo México vociferando acerca de una batalla astral, dioses nórdicos y sus poderes; entrando en una tienda de mascotas para pedir un caballo para transportarse, yendo a buscar su chiche preferido, el martillo, que su papá dejó clavado en una roca irrompible, cual espada de Excalibur; y, por supuesto, conocer a la mujer de su vida: la bella Jane (Natalie Portman), una científica que se dedica a estudiar los truenos y, valga la redundancia, queda embobada con el fornido rubio Dios del Trueno (Tarzán dixit). Ahora bien, cuando me enteré de que el film era dirigido por Kenneth Brannagh, un cineasta que a lo largo de su carrera mostró y demostró su obsesión con Shakespeare y la literatura clásica (Enrique V, Othelo, Frankenstein, Hamlet, tanto actor como director), me imaginé que, si el tema giraba alrededor de los mitos nórdicos, el tipo le pondría su impronta y retomaría el argumento cargándolo con los viejos pero siempre renovables y vigentes dilemas existenciales shakesperianos sobre el poder y la condición trágica del humano que tanto supo trabajar en el pasado dicho director. Y, en efecto, me sorprendió y decepcionó bastante no encontrar casi nada de esto en el presente film. Es verdad que hay un punto de contacto con el tema de la ambición por el poder, la lucha entre los hermanos por el trono, la exclusión y la figura del héroe; pero esto es mínimo. Se diluye inmediatamente. El hermano de Thor, el Dios Loki, como antagonista, es quien juega la mayoría de las cartas shakesperianas. Hacía recordar muy remotamente a Ricardo III, urdiendo conspiraciones contra su hermano y traicionando a la par que es atravesado por su complejo de inferioridad, que lo lleva a ponerse en contra de su padre, que cae en una suerte de coma. Pero como decíamos antes, todo esto es dado en forma de apenas unas pinceladas. A fin de cuentas, la mega-producción obedece a su condición de tal y hace gala de su correspondiente, y para nada menor, artificio técnico. Sin embargo, hay que decirlo, dicho artificio hace su trabajo. El espectador (o por lo menos asi fue en mi caso) queda embebido en el relato de principio a fin; lo que evidencia un trabajo agilizado y aceitado de montaje, libre de baches y momentos de cabeceo, como sí me sucedió en Sanctum (la primera que vi en 3D). Si bien puede tornarse bastante molesto ese paralelismo entre los distintos mundos que, si bien arrancaba estableciendo conexiones entre las distintas historias, termina desembocando en un ir y venir entre la Tierra y Asgard más rápido que entre dos estaciones de subte; en mi opinión, no hay nada más molesto que el actor al que le toca encarnar a Thor. Realmente, lo más bajo de la película cae en manos del mismísimo protagonista, interpretado por el tal Chris Hemsworth, en medio de este auge por contratar físico culturistas para los films de acción o épicos. En efecto, el rubio se la pasa sonriendo a la cámara, mostrando sus atributos físicos, intentando ser un galán con Natalie, etc.; es decir, resaltando a gritos su gran carencia interpretativa, lo cual, interfería bastante a la hora de identificarse y dejarse llevar por el personaje. Sin embargo, como mencionaba antes, el montaje hace que el metraje se sobrelleve cómodamente, con lo cual, no nos queda nada por decir ni hacer, más que sentarnos y sumergirnos en el “profundo” goce del 3D.