Finalmente el Universo Cinematográfico de DC Cómics ha logrado traer su primera gran película, hablando siempre en términos cualitativos, lo que es una noticia importante para los espectadores y fanáticos de la casa editorial. La otra novedad, quizás más importante, es que quien ha llegado a salvar el barco en pleno hundimiento es una mujer. Una que después de 75 años se gana merecidamente su adaptación para la pantalla grande. Wonder Woman demuestra que el cine de DC está vivo y que una mujer es capaz de hacer justicia sin responder ante nadie.
Encontrarse un realizador extranjero en Hollywood, por suerte, es algo que se ha vuelto más común -después de todo, el galardón que otorga la Academia a mejor director ha ido durante tres años consecutivos a manos de Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu, el último en dos oportunidades-. En ese sentido, los nuevos relatos del cine estadounidense se han vuelto más diversos, tanto desde la temática como del estilo. En este caso, el español Nacho Vigalondo (Los cronocrímenes) escribe y dirige una producción que camina por la cornisa de la fantasía, la comedia y el drama, lo que da como resultado una de las historias más extrañas que llegaron al mercado en 2017.
Topografía de una época de terror. Los silenciosos planos aéreos de lo que parece ser Buenos Aires se alteran con voces en off de experiencias, de personas que aún sufren, de almas que todavía buscan. El documental de Facundo Beraudi, que tuvo su presentación en el BAFICI 2016, sigue el trabajo de los distintos grupos que integran el Equipo Argentino de Antropología Forense con un objetivo que, después de 40 años, todavía no ha podido cumplirse pero que avanza a paso constante: la búsqueda de los desaparecidos. No existe argentino alguno que no se encuentre atravesado por la etapa más terrorífica de la historia del país y por supuesto que, a cuatro décadas del suceso, todavía las manchas se encuentran frescas, el negro de ellas aún resalta. El director junto con su cámara no son la excepción, por eso no dudan en ningún minuto abandonar la decisión ética (y estética) de mantenerse junto a estos ya mencionados antropólogos a la hora de exhumar cuerpos enterrados y recolectar estos huesos envueltos en harapos. Así, sin apartar la vista, sin vergüenza, con la suciedad y los años impregnados en los cadáveres. Después de un trabajo técnico es como se avanza para que aquella persona sin nombre vuelva a tener una historia, que su familia se reconforte en que podrá finalmente volver a casa. A lo largo del film se repite una palabra en las distintas declaraciones que pueden escucharse. La palabra es “cerrar”. La herida sigue abierta. Personas que vieron por ultima vez a su padre, hijo, nieto, que recuerdan con exactitud las últimas palabras de estos; para ellos no tener certeza de lo que pasó con su ser querido es la herida que no cierra. Aquel que busca parece tampoco tener identidad, porque la persona que le fue arrebatada era la que formaba parte de la vida que lo definía. Beraudi logra crear, a la manera de ficción, ese deambular eterno de los que buscan sin saber dónde, esa rutina que logra paliar un poco el abrumador pasado y que mantiene con vida o con un propósito. No obstante, aunque parecieran personas sin identidad, el director recuerda la fortuna de estar vivos, de vivir en la democracia y de ser alguien con la simple elección de dar a conocer por lo menos el nombre del entrevistado. La obra amplía su horizonte topográfico hasta El Salvador, siguiendo al equipo de antropología en su misión de dar a conocer la identidad de los restos que yacen en las fosas o tumbas. Probablemente intercalar escenas de esta labor en el país centroamericano no estaría justificado si no fuera por este objetivo, aún así resulta levemente descolgada esta aparición pese a que se entienda a la vez el sentido del tema que se está tratando. Topografía de una época de terror… y del tiempo. El rastreo da la noción de cuánto ha pasado desde esta era brutal que asoló las vivencias de millones. Pero para los que aún buscan los años pasan diferentes, a veces quedan estáticos, como quedar anclado en la memoria. Para estos huesos aún sin descubrir la memoria permanece intacta, mientras esperan por volver a tener una historia.
Cuando parecía que la comedia slapstick e inocente ya era parte del pasado, en Francia aparece Paris Pieds Nus como una alternativa a la típica comedia francesa. Domique Abel dirige y protagoniza esta obra ligera y chispeante que aborda los problemas de ser diferente, con el sabor característico de los enredos y situaciones coloridas con las que cualquier espectador puede encontrar un humor que viaja al pasado, a épocas donde la risa era más simple pero no por eso menos divertida. Y si de comedia clásica en Francia se habla es obligación traer a cuento a Jacques Tatí con su M. Hulot en Les Vacances de M. Hulot (Las vacaciones del señor Hulot) (1953), un personaje ingenuo y bonachón siempre en conflicto con su ambiente que provocaba la risa incesante del público. El film de Abel indudablemente se encuentra con Tatí y lo retoma, para crear una película del mismo estilo en donde aquí no un personaje sino tres son los que generan el humor en base a sus situaciones o su incapacidad de poder relacionarse de forma “normal” con su entorno. Podría pensarse que el relato esconde una cierta burla hacia estos protagonistas pero es todo lo contrario, a partir de que independientemente que los conflictos los abruman, mantienen ese aire no alienado y de alegría, ya no a través de las morisquetas o infortunios sino desde sus llamativos aspectos o su caricaturización. El film sabe encontrar perfectamente el momento de la risa justa y el de reflexión llegando al final, así como ese juego en el límite con situaciones más solemnes o sombrías pero que no llegan a construir un humor negro o bizarro. Paris Pieds Nus deja ese reguste nostálgico por el hecho de estar viviendo una época en que este tipo de relatos no existe, y al mismo tiempo la dicha de que la comedia al estilo Tatí -que irreversiblemente también lleva a pensar en Chaplin, Keaton, Lloyd o Mr Bean para los más jóvenes- todavía puede funcionar efectivamente y llevar a dejar la sala de una forma más aniñado y sonriente de lo que podría hacerlo cualquier comedia contemporánea.
Llegó lo que probablemente sea el final de la exitosa saga Pirates of the Caribbean, por lo menos de lo relacionado al desastroso y querido capitán Jack Sparrow. Y para está conclusión, la casa de las ideas vuelca todo junto por el mismo precio, con todos aquellos elementos y personajes que trajeron el género de piratas de vuelta, con una popularidad masiva. Sparrow y Barbossa, siempre presentes en las cuatro películas anteriores, libran la última aventura junto a los pequeños regresos de Will Turner y Elizabeth Swan, dos jóvenes nuevos personajes, Henry y Carina, y el infernal Capitán Salazar. Todos los ingredientes para una capitulación emotiva y nostálgica pero que confirma, como a partir de la primera entrega The Curse of the Black Pearl, que el universo piratesco fue decayendo en su calidad. La vuelta a terreno conocido para el espectador se refiere a que de alguna forma su trama se articula con el abanico de personajes de las primeras tres partes, no así su argumento independiente como en la primera y cuarta entrega, La Maldición del Perla Negra (2003) y On Stranger Tides (2011). Henry, el hijo de Will Turner y Elizabeth Swan, debe recuperar el tridente de Poseidón para liberar a su padre de la maldición que lo mantiene atado al Holandés Errante; y su camino se va a cruzar con el de la huérfana Carina Smyth quien, debido a su cientificismo, va a estar en choque constantemente con las creencias míticas del joven. De esta manera construyen la obligatoria relación amor – odio, queriendo homologar a la de sus padres pero sin lograr en ningún momento suscitar la emoción y química que Orlando Bloom y Keira Knightley demostraron casi 15 años atrás. Pero Henry también deberá toparse -en efecto es uno de sus objetivos- con el personaje que el público espera con más ganas, Jack Sparrow. Lo que sucede con este tipo de protagonista a lo largo de tantas producciones es algo tan anunciado como difícil de evitar: la caricaturización. Sparrow era ya una caricatura que poseía menos de pirata que de estrella de rock (una de sus influencias fue Keith Richards), pero aún así mantenía esa picardía y malicia que se llenaba de conflictos internos, sin embargo aquí se convierte en un ebrio que apenas puede articular palabra alguna y solo efectúa en el relato la función de comicidad constante, que redunda a la larga en algo cansino e insoportable, a la deriva. Lo único que queda del pirata es su imagen. De la mano de esta bufonada se enlaza una extremación del contenido fantástico que caracterizó a la saga, y esto no solo atañe tanto a los propios conflictos mágicos, que siempre los hubo, sino a la falta de verosimilitud de las situaciones realistas, como lo es en la primera secuencia en tierra del robo de un banco, solo por nombrar alguna. Esta quinta entrega presenta al villano Capitán Salazar, interpretado por Javier Bardem, que por más que logre la atmósfera terrorífica y tensa con su vengativo personaje, no transmite la profundidad y el sufrimiento de Davy Jones ni la autenticidad y lo terrenal de Barbossa siendo capitán del Perla Negra y que ahora se manifiesta totalmente desdibujado, independientemente de la importancia que posea en el desarrollo argumental. Y esa pérdida de realidad es lo que conduce a la historia a un desenlace apresurado y forzado, que siempre se dirige a una sola dirección y en donde los protagonistas enfocan su atención al objeto de deseo que representa el tridente de Poseidón, sin ninguna vacilación ni giro dramático, en una maraña de acciones donde no hay lugar para la relajación. Dead Men Tell No Tales representa el extravío definitivo de la cultura pirata, la suciedad, el asalto a las ciudades, las batallas en el mar; todo aquello que sorprendió al público y a la crítica. Quizás esta entrega final sea mejor que su antecesora, pero mientras la olvidable On Strange Tides no simbolizó nada del mundo de Piratas del Caribe, esta última se mantendrá como el reflejo de aquello que comenzó en 2003, la añoranza del carismático bandido Capitán Jack Sparrow.
Antes del estreno de Prometheus (2012), Ridley Scott tiraba una noticia que iba para el lado opuesto de las expectativas de los fanáticos: dicha película no estaría directamente relacionada con el mundo Alien, ergo, no los veríamos. Pero como un anuncio de la futura contradicción del realizador -forzado por aquello que dicta el mercado y el público-, la escena final enseñaba cómo el pecho de un Ingeniero se quebraba para dar paso a lo que todos reconocieron como un prototipo de xenomorfo. En Alien: Covenant, el bueno de Ridley da rienda suelta al mundo de los alienígenas más queridos y siniestros de la cultura pop, con la primera película de lo que podrían llegar a ser tres más y que unirán el origen de este universo con la de 1979.
El cine norteamericano se mantiene firme con su tendencia de narrar historias ya conocidas por el público, siendo una apelación a la nostalgia y al rédito económico seguro. Así es como llega un nueva versión del mito sobre el modelo ideal de rey británico, Arturo Pendragón y su Excalibur, la espada mágica que extrae de una piedra. Guy Ritchie se ubica al mando de King Arthur: Legend of the Sword y la historia del monarca de Camelot se transforma en una exhibición de luchas, estallidos, cámaras lentas, chistes y todo lo que hace que la potencial complejidad y densidad del mito inglés vire hacia un trivial film de acción.
El amor deja marcas, indescifrables, intensas. “No se puede dejar de amar a una persona” se escucha en una de las conversaciones que mantienen los personajes de Gérard Depardieu e Isabelle Huppert. Valley of Love no habla sobre el amor romántico sino sobre estas huellas, que no se buscan y aparecen. Guillaume Nicloux es el responsable de este film que habla del sufrimiento de un ex matrimonio, que pierde a un hijo decidido a embarcar a sus padres en el camino doloroso y complejo de las relaciones filiales.
“El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe” declaraba Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII y después de 300 años parecería que la sentencia, con más o menos adeptos y críticas, mantiene vigencia. Aunque el film rumano Bacalaureat no trabaje el concepto directamente, aún así el mismo se convierte en el punto de partida de una historia realista en línea con la ola del nuevo cine rumano.
Jordan Peele es un actor que ha desarrollado su carrera dentro de la comedia, en su mayoría en shows de sketches norteamericanos, aunque parece no haberle temblado el pulso a la hora de escribir un guión y ponerse a cargo de la dirección, su debut en este rol, de Get Out. Lo llamativo es que tampoco dudó en alejarse del género humorístico para dar un giro de 180 grados hacia el terror y el suspenso. Lo cierto es que el film pergeñado completamente por su mente, ya estrenado en Estados Unidos, se ha puesto en boca del público y la crítica -lleva recaudados más de 200 millones de dólares habiendo invertido solo 4 para su realización-, ya sea por su temática o por su originalidad.